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Carlos Ruiz Zafón Marina

Para Mateu Androver,

cuyo nombre, tarde o temprano,

tenía que acabar en un libro.

Y para Antonio Verdazca,

Cuya sabiduría llenaría unos cuantos

 

Nací en Barcelona en 1964 y, durante varios años, trabajé como compositor y creativo en el mundo de la publicidad, del que me fugué para siempre el primero de enero de 1992. Un año más tarde gané el Premio "Edebé" de Literatura Juvenil con mi primera novela, "El príncipe de la niebla", que lleva más de 150.000 copias vendidas en cinco idiomas hasta la fecha. Soy autor también de las novelas "El palacio de la medianoche" y "Las luces de septiembre", ambas publicadas en Edebé. Desde 1994 resido en Los Ángeles (California) en compañía de mi bruja favorita y docenas de dragones.

Carlos Ruiz Zafón

 

Marina me dijo una vez que sólo recordamos lo que nunca sucedió.

Pasaría una eternidad antes de que comprendiese aquellas palabras.

Pero más vale que empiece por el principio, que en este caso es el final.

 

En mayo de 1980 desaparecí del mundo durante una semana. Por espacio de siete días y siete noches, nadie supo de mi paradero. Amigos, compañeros, maestros y hasta la policía se lanzaron a la búsqueda de aquel fugitivo al que algunos ya creían muerto o perdido por calles de mala reputación en un rapto de amnesia.

Una semana más tarde, un policía de paisano creyó reconocer a aquel muchacho; la descripción encajaba. El sospechoso vagaba por la estación de Francia como un alma perdida en una catedral forjada de hierro y niebla. El agente se me aproximó con aire de novela negra. Me preguntó si mi nombre era Oscar Drai y si era yo el muchacho que había desaparecido sin dejar rastro del internado donde estudiaba. Asentí sin despegar los labios. Recuerdo el reflejo de la bóveda de la estación sobre el cristal de sus gafas.

Nos sentamos en un banco del andén. El policía encendió un cigarrillo con parsimonia. Lo dejó quemar sin llevárselo a los labios.

Me dijo que había un montón de gente esperando hacerme muchas preguntas para las que me convenía tener buenas respuestas. Asentí de nuevo. Me miró a los ojos, estudiándome. "A veces, contar la verdad no es una buena idea, Oscar", dijo. Me tendió unas monedas y me pidió que llamase a mi tutor en el internado. Así lo hice. El policía aguardó a que hubiese hecho la llamada. Luego me dio dinero para un taxi y me deseó suerte. Le pregunté cómo sabía que no iba a volver a desaparecer. Me observó largamente. "Sólo desaparece la gente que tiene algún sitio adonde ir", contestó sin más.



Me acompañó hasta la calle y allí se despidió, sin preguntarme dónde había estado. Le vi alejarse por el Paseo Colón. El humo de su cigarrillo intacto le seguía como un perro fiel.

 

Aquel día el fantasma de Gaudí esculpía en el cielo de Barcelona nubes imposibles sobre un azul que fundía la mirada. Tomé un taxi hasta el internado, donde supuse que me esperaría el pelotón de fusilamiento.

Durante cuatro semanas, maestros y psicólogos escolares me martillearon para que revelase mi secreto. Mentí y ofrecí a cada cual lo que quería oír o lo que podía aceptar. Con el tiempo, todos se esforzaron en fingir que habían olvidado aquel episodio. Yo seguí su ejemplo. Nunca le expliqué a nadie la verdad de lo que había sucedido. No sabía entonces que el océano del tiempo tarde o temprano nos devuelve los recuerdos que enterramos en él.

Quince años más tarde, la memoria de aquel día ha vuelto a mí. He visto a aquel muchacho vagando entre las brumas de la estación de Francia y el nombre de Marina se ha encendido de nuevo como una herida fresca.

Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma. Éste es el mío.

Capítulo 1

A finales de la década de los setenta, Barcelona era un espejismo de avenidas y callejones donde uno podía viajar treinta o cuarenta años hacia el pasado con sólo cruzar el umbral de una portería o un café. El tiempo y la memoria, historia y ficción, se fundían en aquella ciudad hechicera como acuarelas en la lluvia. Fue allí, al eco de calles que ya no existen, donde catedrales y edificios fugados de fábulas tramaron el decorado de esta historia.

Por entonces yo era un muchacho de quince años que languidecía entre las paredes de un internado con nombre de santo en las faldas de la carretera de Vallvidrera. En aquellos días la barriada de Sarriá conservaba aún el aspecto de pequeño pueblo varado a orillas de una metrópolis modernista. Mi colegio se alzaba en lo alto de una calle que trepaba desde el Paseo de la Bonanova. Su monumental fachada sugería más un castillo que una escuela. Su angulosa silueta de color arcilloso era un rompecabezas de torreones, arcos y alas en tinieblas.

El colegio estaba rodeado por una ciudadela de jardines, fuentes, estanques cenagosos, patios y pinares encantados. En torno a él, edificios sombríos albergaban piscinas veladas de vapor fantasmal, gimnasios embrujados de silencio y capillas tenebrosas donde imágenes de santos sonreían al reflejo de los cirios. El edificio levantaba cuatro pisos, sin contar los dos sótanos y un altillo de clausura donde vivían los pocos sacerdotes que todavía ejercían como profesores. Las habitaciones de los internos estaban situadas a lo largo de corredores cavernosos en el cuarto piso. Estas interminables galerías yacían en perpetua penumbra, siempre envueltas en un eco espectral.

Yo pasaba mis días soñando despierto en las aulas de aquel inmenso castillo, esperando el milagro que se producía todos los días a las cinco y veinte de la tarde. A esa hora mágica, el sol vestía de oro líquido los altos ventanales. Sonaba el timbre que anunciaba el fin de las clases y los internos gozábamos de casi tres horas libres antes de la cena en el gran comedor. La idea era que ese tiempo debía estar dedicado al estudio y a la reflexión espiritual. No recuerdo haberme entregado a ninguna de estas nobles tareas un solo día de los que pasé allí.

Aquél era mi momento favorito. Burlando el control de portería, partía a explorar la ciudad. Me acostumbré a volver al internado, justo a tiempo para la cena, caminando entre viejas calles y avenidas mientras anochecía a mi alrededor. En aquellos largos paseos experimentaba una sensación de libertad embriagadora. Mi imaginación volaba por encima de los edificios y se elevaba al cielo. Durante unas horas, las calles de Barcelona, el internado y mi lúgubre habitación en el cuarto piso se desvanecían. Durante unas horas, con sólo un par de monedas en el bolsillo, era el individuo más afortunado del universo.

A menudo mi ruta me llevaba por lo que entonces se llamaba el desierto de Sarriá, que no era más que un amago de bosque perdido en tierra de nadie. La mayoría de las antiguas mansiones señoriales que en su día habían poblado el norte del Paseo de la Bonanova se mantenía todavía en pie, aunque sólo fuese en ruinas. Las calles que rodeaban el internado trazaban una ciudad fantasma. Muros cubiertos de hiedra vedaban el paso a jardines salvajes en los que se alzaban monumentales residencias. Palacios invadidos por la maleza y el abandono en los que la memoria parecía flotar, como niebla que se resiste a marchar. Muchos de estos caserones aguardaban el derribo y otros tantos habían sido saqueados durante años. Algunos, sin embargo, aún estaban habitados.

Sus ocupantes eran los miembros olvidados de estirpes arruinadas. Gentes cuyo nombre se escribía a cuatro columnas en "La Vanguardia" cuando los tranvías aún despertaban el recelo de los inventos modernos. Rehenes de su pasado moribundo, que se negaban a abandonar las naves a la deriva. Temían que, si osaban poner los pies más allá de sus mansiones ajadas, sus cuerpos se desvaneciesen en cenizas al viento. Prisioneros, languidecían a la luz de los candelabros. A veces, cuando cruzaba frente a aquellas verjas oxidadas con paso apresurado, me parecía sentir miradas recelosas desde los postigos despintados.

 

Una tarde, a finales de septiembre de 1979, decidí aventurarme por azar en una de aquellas avenidas sembradas de palacetes modernistas en la que no había reparado hasta entonces. La calle describía una curva que terminaba en una verja igual que muchas otras. Más allá se extendían los restos de un viejo jardín marcado por décadas de abandono. Entre la vegetación se apreciaba la silueta de una vivienda de dos pisos. Su sombría fachada se erguía tras una fuente con esculturas que el tiempo había vestido de musgo.

Empezaba a oscurecer y aquel rincón se me antojó un tanto siniestro. Rodeado por un silencio mortal, únicamente la brisa susurraba una advertencia sin palabras. Comprendí que me había metido en una de las zonas "muertas" del barrio. Decidí que lo mejor era regresar sobre mis pasos y volver al internado. Estaba debatiéndome entre la fascinación morbosa hacia aquel lugar olvidado y el sentido común cuando advertí dos brillantes ojos amarillos encendidos en la penumbra, clavados en mí como dagas. Tragué saliva.

El pelaje gris y aterciopelado de un gato se recortaba inmóvil frente a la verja del caserón. Un pequeño gorrión agonizaba entre sus fauces. Un cascabel plateado pendía del cuello del felino. Su mirada me estudió durante unos segundos. Poco después se dio media vuelta y se deslizó entre los barrotes de metal. Lo vi perderse en la inmensidad de aquel edén maldito portando al gorrión en su último viaje.

La visión de aquella pequeña fiera altiva y desafiante me cautivó. A juzgar por su lustroso pelaje y su cascabel, intuí que tenía dueño. Tal vez aquel edificio albergaba algo más que los fantasmas de una Barcelona desaparecida. Me acerqué y posé las manos sobre los barrotes de la entrada. El metal estaba frío. Las últimas luces del crepúsculo encendían el rastro que las gotas de sangre del gorrión habían dejado a través de aquella selva. Perlas escarlatas trazando la ruta en el laberinto. Tragué saliva otra vez. Mejor dicho, lo intenté. Tenía la boca seca. El pulso, como si supiese algo que yo ignoraba, me latía en las sienes con fuerza. Fue entonces cuando sentí ceder bajo mi peso la puerta y comprendí que estaba abierta.

Cuando di el primer paso hacia el interior, la luna iluminaba el rostro pálido de los ángeles de piedra de la fuente. Me observaban. Los pies se me habían clavado en el suelo. Esperaba que aquellos seres saltasen de sus pedestales y se transformasen en demonios armados de garras lobunas y lenguas de serpiente. No sucedió nada de eso. Respiré profundamente, considerando la posibilidad de anular mi imaginación o, mejor aún, abandonar mi tímida exploración de aquella propiedad. Una vez más, alguien decidió por mí. Un sonido celestial invadió las sombras del jardín igual que un perfume. Escuché los perfiles de aquel susurro cincelar un aria acompañada al piano. Era la voz más hermosa que jamás había oído.

 

La melodía me resultó familiar, pero no acerté a reconocerla. La música provenía de la vivienda. Seguí su rastro hipnótico. Láminas de luz vaporosa se filtraban desde la puerta entreabierta de una galería de cristal. Reconocí los ojos del gato, fijos en mí desde el alféizar de un ventanal del primer piso. Me aproximé hasta la galería iluminada de la que manaba aquel sonido indescriptible. La voz de una mujer. El halo tenue de cien velas parpadeaba en el interior. El brillo descubría la trompa dorada de un viejo gramófono en el que giraba un disco. Sin pensar en lo que estaba haciendo, me sorprendí a mí mismo adentrándome en la galería, cautivado por aquella sirena atrapada en el gramófono. En la mesa sobre la que descansaba el artilugio distinguí un objeto brillante y esférico. Era un reloj de bolsillo. Lo tomé y lo examiné a la luz de las velas. Las agujas estaban paradas y la esfera astillada. Me pareció de oro y tan viejo como la casa en la que me encontraba. Un poco más allá había un gran butacón, de espaldas a mí, frente a una chimenea sobre la cual pude apreciar un retrato al óleo de un mujer vestida de blanco. Sus grandes ojos grises, tristes y sin fondo, presidían la sala.

 

Súbitamente el hechizo se hizo trizas. Una silueta se alzó de la butaca y se giró hacia mí. Una larga cabellera blanca y unos ojos encendidos como brasas brillaron en la oscuridad. Sólo acerté a ver dos inmensas manos blancas extendiéndose hacia mí. Presa del pánico, eché a correr hacia la puerta, tropecé en mi camino con el gramófono y lo derribé. Escuché la aguja lacerar el disco. La voz celestial se rompió con un gemido infernal. Me lancé hacia el jardín, sintiendo aquellas manos rozándome la camisa, y lo crucé con alas en los pies y el miedo ardiendo en cada poro de mi cuerpo. No me detuve ni un instante. Corrí y corrí sin mirar atrás hasta que una punzada de dolor me taladró el costado y comprendí que apenas podía respirar. Para entonces estaba cubierto de sudor frío y las luces del internado brillaban treinta metros más allá.

Me deslicé por una puerta junto a las cocinas que nunca estaba vigilada y me arrastré hasta mi habitación. Los demás internos ya debían de estar en el comedor desde hacía rato. Me sequé el sudor de la frente y poco a poco mi corazón recuperó su ritmo habitual. Empezaba a tranquilizarme cuando alguien golpeó en la puerta de la habitación con los nudillos.

– Oscar, hora de bajar a cenar -entonó la voz de uno de los tutores, un jesuita racionalista llamado Seguí, que detestaba tener que hacer de policía.

– Ahora mismo, padre -contesté. Un segundo.

Me apresuré a colocarme la chaqueta de rigor y apagué la luz de la habitación. A través de la ventana el espectro de la luna se alzaba sobre Barcelona. Sólo entonces me di cuenta de que todavía sostenía el reloj de oro en la mano.

Capítulo 2

En los días que siguieron, el condenado reloj y yo nos hicimos compañeros inseparables. Lo llevaba a todas partes conmigo, incluso dormía con él bajo la almohada, temeroso de que alguien lo encontrase y me preguntase de dónde lo había sacado. No hubiera sabido qué responder. "Eso es porque no lo has encontrado; lo has robado", me susurraba una voz acusadora. "El término técnico es "robo y allanamiento de morada", añadía aquella voz que, por alguna extraña razón, guardaba un sospechoso parecido con la del actor que doblaba a Perry Mason.

Aguardaba pacientemente todas las noches hasta que mis compañeros se dormían para examinar mi tesoro particular.

Con la llegada del silencio, estudiaba el reloj a la luz de una linterna. Ni toda la culpabilidad del mundo hubiese conseguido mermar la fascinación que me producía el botín de mi primera aventura en el "crimen desorganizado". El reloj era pesado y parecía forjado en oro macizo. La quebrada esfera de cristal sugería un golpe o una caída. Supuse que aquel impacto era el que había acabado con la vida de su mecanismo y había congelado las agujas en las seis y veintitrés, condenadas eternamente.

En la parte posterior se leía una inscripción:

 

Para Germán, en quien habla la luz.

 

Se me ocurrió que aquel reloj debía de valer un dineral y los remordimientos no tardaron en visitarme. Aquellas palabras grabadas me hacían sentir igual que un ladrón de recuerdos.

 

Un jueves teñido de lluvia decidí compartir mi secreto. Mi mejor amigo en el internado era un chaval de ojos penetrantes y temperamento nervioso que insistía en responder a las siglas JF, pese a que tenían poco o nada que ver con su nombre real. JF tenía alma de poeta libertario y un ingenio tan afilado que a menudo acababa por cortarse la lengua con él. Era de constitución débil y bastaba con mencionar la palabra "microbio" en un radio de un kilómetro a la redonda para que él creyese que había pillado una infección.

Una vez busqué en un diccionario el término "hipocondríaco" y le saqué una copia.

– No sé si lo sabías, pero tu biografía viene en el Diccionario de la Real Academia le anuncié.

Echó un vistazo a la fotocopia y me lanzó una mirada de alcayata.

– Prueba a buscar en la "i" de idiota y verás que no soy el único famoso replicó JF.

 

Aquel día, a la hora del patio del mediodía, JF y yo nos deslizamos en el tenebroso salón de actos. Nuestros pasos en el pasillo central despertaban el eco de cien sombras caminando de puntillas. Dos haces de luz acerada caían sobre el escenario polvoriento. Nos sentamos en aquel claro de luz, frente a las filas de asientos vacíos que se fundían en la penumbra. El susurro de la lluvia arañaba las cristaleras del primer piso.

– Bueno, -espetó JF, ¿a qué viene tanto misterio?

Sin mediar palabra saqué el reloj y se lo tendí. JF enarcó las cejas y evaluó el objeto. Lo valoró con detenimiento durante unos instantes antes de devolvérmelo con una mirada intrigada.

– ¿Qué te parece? -inquirí.

– Me parece un reloj -replicó JF. ¿Quién es el tal Germán?

– No tengo ni la más mínima idea.

 

Procedí a relatarle con detalle mi aventura de días atrás en aquel caserón desvencijado. JF escuchó atentamente el recuento de los hechos con la paciencia y atención cuasi científica que le caracterizaban. Al término de mi narración, pareció sopesar el asunto antes de expresar sus primeras impresiones.

– O sea, que lo has robado -concluyó.

– Ésa no es la cuestión -objeté.

– Habría que ver cuál es la opinión del tal Germán-adujo JF.

– El tal Germán probablemente lleve muerto años sugerí sin mucho convencimiento.

JF se frotó la barbilla.

– Me pregunto qué dirá el Código Penal acerca del hurto premeditado de objetos personales y relojes con dedicatoria… apuntó mi amigo.

– No hubo premeditación ni niño muerto -protesté. Todo ocurrió de golpe, sin darme tiempo a pensar. Cuando me di cuenta de que tenía el reloj, ya era tarde. En mi lugar tú hubieras hecho lo mismo.

– En tu lugar yo habría sufrido un paro cardíaco -precisó JF, que era más hombre de palabras que de acción. Suponiendo que hubiese estado tan loco como para meterme en ese caserón siguiendo a un gato luciferino. A saber qué clase de gérmenes pueden pillarse de un bicho así.

Permanecimos en silencio por unos segundos, escuchando el eco distante de la lluvia.

– Bueno -concluyó JF, lo hecho, hecho está. No pensarás volver allí, ¿verdad?

Sonreí.

– Solo no.

Los ojos de mi amigo se abrieron como platos.

– ¡Ah, no! Ni pensarlo.

 

Aquella misma tarde, al terminar las clases, JF y yo nos escabullimos por la puerta de las cocinas y enfilamos aquella misteriosa calle que conducía al palacete. El adoquinado estaba surcado de charcos y hojarasca. Un cielo amenazador cubría la ciudad. JF, que no las tenía todas consigo, estaba más pálido que de costumbre. La visión de aquel rincón atrapado en el pasado le estaba reduciendo el estómago al tamaño de una canica. El silencio era ensordecedor.

– Yo creo que lo mejor es que demos media vuelta y nos larguemos de aquí murmuró, retrocediendo unos pasos.

– No seas gallina.

– La gente no aprecia las gallinas en lo que valen. Sin ellas no habría ni huevos ni…

Súbitamente, el tintineo de un cascabel se esparció en el viento. JF enmudeció. Los ojos amarillos del gato nos observaban. De repente, el animal siseó como una serpiente y nos sacó las garras. Los pelos del lomo se le erizaron y sus fauces nos mostraron los mismos colmillos que días atrás habían arrancado la vida a un gorrión. Un relámpago lejano encendió una caldera de luz en la bóveda del cielo. JF y yo intercambiamos una mirada.

Quince minutos más tarde estábamos sentados en un banco junto al estanque del claustro del internado. El reloj seguía en el bolsillo de mi chaqueta. Más pesado que nunca.

 

Permaneció allí el resto de la semana hasta la madrugada del sábado. Poco antes del alba, me desperté con la vaga sensación de haber soñado con la voz atrapada en el gramófono. Más allá de mi ventana, Barcelona se encendía en un lienzo de sombras escarlata, un bosque de antenas y azoteas. Salté de la cama y busqué el maldito reloj que me había embrujado la existencia durante los últimos días. Nos miramos el uno al otro. Por fin me armé de la determinación que sólo encontramos cuando hemos de afrontar tareas absurdas y me decidí a poner término a aquella situación. Iba a devolverlo.

 

Me vestí en silencio y atravesé de puntillas el oscuro corredor del cuarto piso. Nadie advertiría mi ausencia hasta las diez o las once de la mañana. Para entonces esperaba estar ya de vuelta.

Afuera las calles yacían bajo aquel turbio manto púrpura que envuelve los amaneceres en Barcelona. Descendí hasta la calle Margenat. Sarriá despertaba a mi alrededor. Nubes bajas peinaban la barriada capturando las primeras luces en un halo dorado. Las fachadas de las casas se dibujaban entre los resquicios de neblina y las hojas secas que volaban sin rumbo.

No tardé en encontrar la calle. Me detuve un instante para absorber aquel silencio, aquella extraña paz que reinaba en aquel rincón perdido de la ciudad. Empezaba a sentir que el mundo se había detenido con el reloj que llevaba en el bolsillo, cuando escuché un sonido a mi espalda. Me volví y presencié una visión robada de un sueño.

Capítulo 3

Una bicicleta emergía lentamente de la bruma. Una muchacha, ataviada con un vestido blanco, enfilaba aquella cuesta pedaleando hacia mí. El trasluz del alba permitía adivinar la silueta de su cuerpo a través del algodón. Una larga cabellera de color heno ondeaba velando su rostro. Permanecí allí inmóvil, contemplándola acercarse a mí, como un imbécil a medio ataque de parálisis. La bicicleta se detuvo a un par de metros. Mis ojos, o mi imaginación, intuyeron el contorno de unas piernas esbeltas al tomar tierra. Mi mirada ascendió por aquel vestido escapado de un cuadro de Sorolla hasta detenerse en los ojos, de un gris tan profundo que uno podría caerse dentro. Estaban clavados en mí con una mirada sarcástica. Sonreí y ofrecí mi mejor cara de idiota.

– Tú debes de ser el del reloj -dijo la muchacha en un tono acorde a la fuerza de su mirada.

Calculé que debía de tener mi edad, quizás un año más. Adivinar la edad de una mujer era, para mí, un arte o una ciencia, nunca un pasatiempo. Su piel era tan pálida como el vestido.

– ¿Vives aquí? balbuceé, señalando la verja.

Apenas pestañeó. Aquellos dos ojos me taladraban con una furia tal que habría de tardar un par de horas en darme cuenta de que, por lo que a mí respectaba, aquélla era la criatura más deslumbrante que había visto en mi vida o esperaba ver. Punto y aparte.

– ¿Y quién eres tú para preguntar?

– Supongo que soy el del reloj -improvisé. Me llamo Oscar. Oscar Drai. He venido a devolverlo. Sin darle tiempo a replicar, lo saqué del bolsillo y se lo ofrecí.

La muchacha sostuvo mi mirada durante unos segundos antes de cogerlo. Al hacerlo, advertí que su mano era tan blanca como la de un muñeco de nieve y lucía un aro dorado en el anular.

– Ya estaba roto cuando lo cogí -expliqué.

– Lleva roto quince años -murmuró sin mirarme.

 

Cuando finalmente alzó la mirada, fue para examinarme de arriba abajo, como quien evalúa un mueble viejo o un trasto. Algo en sus ojos me dijo que no daba mucho crédito a mi categoría de ladrón; probablemente me estaba catalogando en la sección de cretino o bobo vulgar. La cara de iluminado que yo lucía no ayudaba mucho. La muchacha enarcó una ceja al tiempo que sonrió enigmáticamente y me tendió el reloj de vuelta.

– Tú te lo llevaste, tú se lo devolverás a su dueño.

– Pero…

– El reloj no es mío -me aclaró la muchacha. Es de Germán.

La mención de aquel nombre conjuró la visión de la enorme silueta de cabellera blanca que me había sorprendido en la galería del caserón días atrás.

– ¿Germán?

– Mi padre.

– ¿Y tú eres? -pregunté.

– Su hija -Quería decir, ¿cómo te llamas?

– Sé perfectamente lo que querías decir replicó la muchacha.

Sin más, se aupó de nuevo en su bicicleta y cruzó la verja de entrada. Antes de perderse en el jardín, se giró brevemente. Aquellos ojos se estaban riendo de mí a carcajadas. Suspiré y la seguí.

 

Un viejo conocido me dio la bienvenida. El gato me miraba con su desdén habitual. Deseé ser un "dobermann".

Crucé el jardín escoltado por el felino. Sorteé aquella jungla hasta llegar a la fuente de los querubines. La bicicleta estaba apoyada allí y su dueña descargaba una bolsa de la cesta que tenía frente al manillar. Olía a pan fresco. La chica sacó una botella de leche de la bolsa y se arrodilló para llenar un tazón que había en el suelo. El animal salió disparado a por su desayuno. Se diría que aquél era un ritual diario.

Creí que tu gato únicamente comía pajarillos indefensos dije.

Sólo los caza. No se los come. Es una cuestión territorial explicó como lo hubiese hecho ante un niño. A él lo que le gusta es la leche. ¿Verdad, Kafka, que te gusta la leche?

El kafkiano felino le lamió los dedos en señal de asentimiento. La muchacha sonrió cálidamente mientras acariciaba su lomo. Al hacerlo, los músculos de su costado se dibujaron en los pliegues del vestido. Justo entonces alzó la vista y me sorprendió observándola y relamiéndome los labios.

– ¿Y tú? ¿Has desayunado? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Entonces tendrás hambre. Todos los tontos tienen hambre -dijo. Ven, pasa y come algo. Te vendrá bien tener el estómago lleno si le vas a explicar a Germán por qué robaste su reloj.

 

La cocina era una gran sala situada en la parte de atrás de la casa. Mi inesperado desayuno consistió en cruasanes que la joven había traído de la pastelería Foix, en la Plaza Sarriá. Me sirvió un tazón inmenso de café con leche y se sentó frente a mí mientras yo devoraba aquel festín con avidez. Me contemplaba como si hubiese recogido a un mendigo hambriento, con una mezcla de curiosidad, pena y recelo. Ella no probó bocado.

– Ya te había visto alguna vez por ahí -comentó sin quitarme los ojos de encima. A ti y a ese chaval pequeñín que tiene cara de susto. Muchas tardes cruzáis por la calle de detrás cuando os sueltan del internado. A veces vas tú solo, canturreando despistado. Apuesto a que os lo pasáis bomba dentro de esa mazmorra…

Estaba a punto de responder algo ingenioso cuando una sombra inmensa se esparció sobre la mesa como una nube de tinta. Mi anfitriona alzó la vista y sonrió. Yo me quedé inmóvil, con la boca llena de cruasán y el pulso como unas castañuelas.

 

– Tenemos visita anunció, divertida. Papa, éste es Oscar Drai, ladrón de relojes aficiona do. Oscar, éste es Germán, mi padre.

Tragué de golpe y me volví lentamente. Una silueta que se me antojó altísima se erguía frente a mí. Vestía un traje de alpaca, con chaleco y corbatín. Una cabellera blanca pulcramente peinada hacia atrás le caía sobre los hombros. Un bigote cano tocaba su rostro cincelado por ángulos cortantes en torno a dos ojos oscuros y tristes.

Pero lo que realmente le definía eran sus manos. Manos blancas de ángel, de dedos finos e interminables. Germán.

– No soy un ladrón, señor… -articulé nerviosamente. Todo tiene una explicación. Si me atreví a aventurarme en su casa, fue porque creí que estaba deshabitada. Una vez dentro no sé qué me pasó, escuché aquella música, bueno no, bueno sí, el caso es que entré y vi el reloj. No pensaba cogerlo, se lo juro, pero me asusté y, cuando me di cuenta de que tenía el reloj, ya estaba lejos. O sea, no sé si me explico…

La muchacha sonreía maliciosamente. Los ojos de Germán se posaron en los míos, oscuros e impenetrables. Hurgué en el bolsillo y le tendí el reloj, esperando que en cualquier momento aquel hombre prorrumpiese en gritos y me amenazase con llamar a la policía, a la guardia civil y al tribunal tutelar de menores.

– Le creo dijo amablemente, aceptando el reloj y tomando asiento en la mesa junto a nosotros.

Su voz era suave, casi inaudible. Su hija procedió a servirle un plato con dos cruasanes y una taza de café con leche igual que la mía. Mientras lo hacía, le besó en la frente y Germán la abrazó. Los contemplé al trasluz de aquella claridad que se inmiscuía desde los ventanales. El rostro de Germán, que había imaginado de ogro, se volvió delicado, casi enfermizo. Era alto y extraordinariamente delgado. Me sonrió amablemente mientras llevaba la taza a sus labios y, por un instante, noté que entre padre e hija circulaba una corriente de afecto que iba más allá de palabras y gestos. Un vínculo de silencio y miradas los unía en las sombras de aquella casa, al final de una calle olvidada, donde cuidaban el uno del otro, lejos del mundo.

 

Germán terminó su desayuno y me agradeció cordialmente que me hubiese molestado en devolverle su reloj. Tanta amabilidad me hizo sentir doblemente culpable.

– Bueno, Oscar -dijo con voz cansina, ha sido un placer conocerle. Espero verle de nuevo por aquí cuando guste visitarnos otra vez.

No comprendía por qué se empeñaba en tratarme de usted. Había algo en él que hablaba de otra época, otros tiempos en los que aquella cabellera gris había brillado y aquel caserón había sido un palacio a medio camino entre Sarriá y el cielo. Me estrechó la mano y se despidió para penetrar en aquel laberinto insondable. Le vi alejarse cojeando levemente por el corredor. Su hija lo observaba ocultando un velo de tristeza en la mirada.

– Germán no está muy bien de salud -murmuró. Se cansa con facilidad.

Pero en seguida borró aquel aire melancólico.

– ¿Te apetece alguna cosa más?

– Se me hace tarde -dije, combatiendo la tentación de aceptar cualquier excusa para alargar mi estancia en su compañía. Creo que lo mejor será que me vaya.

Ella aceptó mi decisión y me acompañó al jardín. La luz de la mañana había esparcido las brumas.

 

El inicio del otoño teñía de cobre los árboles. Caminamos hacia la verja; Kafka ronroneaba al sol. Al llegar a la puerta, la muchacha se quedó en el interior de la propiedad y me cedió el paso. Nos miramos en silencio. Me ofreció su mano y la estreché. Pude sentir su pulso bajo la piel aterciopelada.

– Gracias por todo -dije. Y perdón por…

– No tiene importancia.

Me encogí de hombros.

– Bueno…

Eché a andar calle abajo, sintiendo que la magia de aquella casa se desprendía de mí a cada paso que daba. De repente, su voz sonó a mi espalda.

– ¡Oscar!

Me volví. Ella seguía allí, tras la verja. Kafka yacía a sus pies.

– ¿Por qué entraste en nuestra casa la otra noche?

Miré a mi alrededor como si esperase encontrar la respuesta escrita en el pavimento.

– No lo sé admití finalmente. El misterio, supongo…

La muchacha sonrió enigmáticamente.

– ¿Te gustan los misterios?

Asentí. Creo que si me hubiese preguntado si me gustaba el arsénico, mi respuesta hubiera sido la misma.

– ¿Tienes algo que hacer mañana?

Negué igualmente mudo. Si tenía algo, pensaría en una excusa.

Como ladrón no valía un céntimo, pero como mentiroso debo confesar que siempre fui un artista.

– Entonces te espero aquí, a las nueve -dijo ella, perdiéndose en las sombras del jardín.

– ¡Espera!

Mi grito la detuvo.

– No me has dicho cómo te llamas…

– Marina… Hasta mañana.

La saludé con la mano, pero ya se había desvanecido. Aguardé en vano a que Marina volviese a asomarse. El sol rozaba la cúpula del cielo y calculé que debían de rondar las doce del mediodía. Cuando comprendí que Marina no iba a volver, regresé al internado.

Los viejos portales del barrio parecían sonreírme, cómplices. Podía escuchar el eco de mis pasos, pero hubiera jurado que andaba un palmo por encima del suelo.

Capítulo 4

Creo que nunca había sido tan puntual en toda mi vida. La ciudad

todavía andaba en pijama cuando crucé la Plaza Sarriá. A mi paso, una bandada de palomas alzó el vuelo al toque de campanas de misa de nueve. Un sol de calendario encendía las huellas de una llovizna nocturna. Kafka se había adelantado a recibirme al principio de la calle que conducía al caserón. Un grupo de gorriones se mantenía a distancia prudencial en lo alto de un muro. El gato los observaba con una estudiada indiferencia profesional.

– Buenos días, Kafka. ¿Hemos cometido algún asesinato esta mañana?

El gato me respondió con un simple ronroneo y, como si se tratase de un flemático mayordomo, procedió a guiarme a través del jardín hasta la fuente. Distinguí la silueta de Marina sentada al borde, enfundada en un vestido de color marfil que dejaba sus hombros al descubierto. Sostenía en las manos un libro encuadernado en piel en el que escribía con una estilográfica. Su rostro delataba una gran concentración y no advirtió mi presencia. Su mente parecía estar en otro mundo, lo cual me permitió observarla embobado durante unos instantes. Decidí que Leonardo da Vinci debía de haber diseñado aquellas clavículas; no cabía otra explicación. Kafka, celoso, rompió la magia con un maullido. La estilográfica se detuvo en seco y los ojos de Marina se alzaron hacia los míos. En seguida cerró el libro.

– ¿Listo?

 

Marina me guió a través de las calles de Sarriá con rumbo desconocido y sin más indicio de sus intenciones que una misteriosa sonrisa.

– ¿Adónde vamos? pregunté tras varios minutos.

– Paciencia. Ya lo verás.

Yo la seguí dócilmente, aunque albergaba la sospecha de ser objeto de alguna broma que por el momento no acertaba a comprender. Descendimos hasta el Paseo de la Bonanova y, desde allí, giramos en dirección a San Gervasio. Cruzamos frente al agujero negro del bar Víctor. Un grupo de "pijos", parapetados tras gafas de sol, sostenía unas cervezas y calentaba el sillín de sus Vespas con indolencia. Al vernos pasar, varios tuvieron a bien bajarse las Ray Ban a media asta para hacerle una radiografía a Marina. "Tragad plomo", pensé.

Una vez llegamos a la calle Dr. Roux, Marina giró a la derecha. Descendimos un par de manzanas hasta un pequeño sendero sin asfaltar que se desviaba a la altura del número 112. La enigmática sonrisa seguía sellando los labios de Marina.

– ¿Es aquí? pregunté, intrigado.

Aquel sendero no parecía conducir a ninguna parte. Marina se limitó a adentrarse en él. Me condujo hasta un camino que ascendía hacia un pórtico flanqueado por cipreses. Más allá, un jardín encantado poblado por lápidas, cruces y mausoleos enmohecidos palidecía bajo sombras azuladas. El viejo cementerio de Sarriá.

 

El cementerio de Sarriá es uno de los rincones más escondidos de Barcelona. Si uno lo busca en los planos, no aparece. Si uno pregunta cómo llegar a él a vecinos o taxistas, lo más seguro es que no lo sepan, aunque todos hayan oído hablar de él. Y si uno, por ventura, se atreve a buscarlo por su cuenta, lo más probable es que se pierda. Los pocos que están en posesión del secreto de su ubicación sospechan que, en realidad, este viejo cementerio no es más que una isla del pasado que aparece y desaparece a su capricho.

Ése fue el escenario al que Marina me llevó aquel domingo de septiembre para desvelarme un misterio que me tenía casi tan intrigado como su dueña. Siguiendo sus instrucciones, nos acomodamos en un discreto rincón elevado en el ala norte del recinto. Desde allí teníamos una buena visión del solitario cementerio. Nos sentamos en silencio a contemplar tumbas y flores marchitas. Marina no decía ni pío y, transcurridos unos minutos, yo empecé a impacientarme. El único misterio que veía en todo aquello era qué diablos hacíamos allí.

– Esto está un tanto muerto -sugerí, consciente de la ironía.

– La paciencia es la madre de la ciencia -ofreció Marina.

– Y la madrina de la demencia -repliqué. Aquí no hay nada de nada.

Marina me dirigió una mirada que no supe descifrar.

– Te equivocas. Aquí están los recuerdos de cientos de personas, sus vidas, sus sentimientos, sus ilusiones, su ausencia, los sueños que nunca llegaron a realizar, las decepciones, los engaños y los amores no correspondidos que envenenaron sus vidas… Todo eso está aquí, atrapado para siempre.

La observé intrigado y un tanto cohibido, aunque no sabía muy bien de lo que estaba hablando. Fuera lo que fuese, era importante para ella.

– No se puede entender nada de la vida hasta que uno no entiende la muerte -añadió Marina.

De nuevo me quedé sin comprender muy bien sus palabras.

– La verdad es que yo no pienso mucho en eso -dije. En la muerte, quiero decir. En serio no, al menos…

Marina sacudió la cabeza, como un médico que reconoce los síntomas de una enfermedad fatal.

– O sea, que eres uno de los pardillos desprevenidos… -apuntó, con cierto aire de intriga.

– ¿Los desprevenidos? Ahora sí que estaba perdido. Al cien por cien.

Marina dejó ir la mirada y su rostro adquirió un tono de gravedad que la hacía parecer mayor. Estaba hipnotizado por ella.

– Supongo que no has oído la leyenda empezó Marina.

– ¿Leyenda?

– Me lo imaginaba -sentenció. El caso es que, según dicen, la muerte tiene emisarios que vagan por las calles en busca de los ignorantes y los cabezas huecas que no piensan en ella.

Llegado a este punto, clavó sus pupilas en las mías.

– Cuando uno de esos desafortunados se topa con un emisario de la muerte -continuó Marina, éste le guía a una trampa sin que lo sepa. Una puerta del infierno. Estos emisarios se cubren el rostro para ocultar que no tienen ojos, sino dos huecos negros en los que habitan gusanos. Cuando ya no hay escapatoria, el emisario revela su rostro y la víctima comprende el horror que le aguarda…

Sus palabras flotaron con eco mientras mi estómago se encogía.

Sólo entonces Marina dejó escapar aquella sonrisa maliciosa. Sonrisa de gato.

– Me estás tomando el pelo -dije por fin. Evidentemente.

 

Transcurrieron cinco o diez minutos en silencio, quizá más. Una eternidad. Una brisa leve rozaba los cipreses. Dos palomas blancas revoloteaban entre las tumbas. Una hormiga trepaba por la pernera de mi pantalón. Poco más sucedía. Pronto sentí que una pierna se me empezaba a dormir y temí que mi cerebro siguiese el mismo camino. Estaba a punto de protestar cuando Marina alzó la mano, haciéndome callar antes de que hubiese despegado los labios. Me señaló hacía el pórtico del cementerio.

Alguien acababa de entrar. La figura parecía la de una dama envuelta en una capa de terciopelo negro. Una capucha cubría su rostro. Las manos, cruzadas sobre el pecho, enfundadas en guantes del mismo color que su atuendo. La capa llegaba hasta el suelo y no permitía ver sus pies. Desde allí, se diría que aquella figura sin rostro se deslizaba sin rozar el suelo. Por alguna razón, sentí un escalofrío.

– ¿Quién…? -susurré.

– Sssh -me cortó Marina.

 

Ocultos tras las columnas de la balconada, espiamos a aquella dama de negro. Avanzaba entre las tumbas como una aparición. Portaba una rosa roja entre los dedos enguantados. La flor parecía una herida fresca esculpida a cuchillo. La mujer se aproximó a una lápida que quedaba justo bajo nuestro punto de observación y se detuvo, dándonos la espalda. Por primera vez advertí que aquella tumba, a diferencia de todas las demás, no tenía nombre. Sólo podía distinguirse una inscripción grabada en el mármol: un símbolo que parecía representar un insecto, una mariposa negra con las alas desplegadas.

La dama de negro permaneció por espacio de casi cinco minutos en silencio al pie de la tumba. Finalmente se inclinó, depositó la rosa roja sobre la lápida y se marchó lentamente, del mismo modo en que había venido. Como una aparición.

Marina me dirigió una mirada nerviosa y se acercó a susurrarme algo al oído. Sentí sus labios rozarme la oreja y un ciempiés con patitas de fuego empezó a bailar la samba en mi nuca.

– La descubrí por casualidad hace tres meses, cuando acompañé a Germán a traerle flores a su tía Reme… Viene aquí el último domingo de cada mes a las diez de la mañana y deja una rosa roja idéntica sobre esa tumba explicó Marina. Siempre lleva la misma capa, los guantes y la capucha. Siempre viene sola. Nunca se le ve la cara. Nunca habla con nadie.

– ¿Quién está enterrado en esa tumba?

El extraño símbolo tallado sobre el mármol despertaba mi curiosidad.

– No lo sé. En el registro del cementerio no figura ningún nombre…

– ¿Y quién es esa mujer?

Marina iba a responder cuando vislumbró la silueta de la dama desapareciendo por el pórtico del cementerio. Me asió de la mano y se alzó apresurada.

– Rápido. Vamos a perderla.

– ¿Es que vamos a seguirla? -pregunté.

– ¿Tú querías acción, no? -me dijo, a medio camino entre la pena y la irritación, como si fuera bobo.

 

Para cuando alcanzamos la calle Dr. Roux, la mujer de negro se alejaba hacia la Bonanova. Volvía a llover, aunque el sol se resistía a ocultarse. Seguimos a la dama a través de aquella cortina de lágrimas de oro. Cruzamos el Paseo de la Bonanova y ascendimos hacia la falda de las montañas, poblada por palacetes y mansiones que habían conocido mejores épocas. La dama se adentró en la retícula de calles desiertas. Un manto de hojas secas las cubría, brillantes como las escamas abandonadas por una gran serpiente. Luego se detuvo al llegar a un cruce, una estatua viva.

– Nos ha visto… -susurré, refugiándome con Marina tras un grueso tronco surcado de inscripciones.

Por un instante temí que fuese a volverse y a descubrirnos. Pero no. Al poco rato, torció a la izquierda y desapareció. Marina y yo nos miramos. Reanudamos nuestra persecución. El rastro nos llevó a una callejuela sin salida, cortada por el tramo descubierto de los ferrocarriles de Sarriá, que ascendían hacia Vallvidrera y Sant Cugat. Nos detuvimos allí. No había rastro de la dama de negro, aunque la habíamos visto torcer justo en aquel punto. Por encima de los árboles y los tejados de las casas se distinguían los torreones del internado en la distancia.

– Se habrá metido en su casa -apunté. Debe de vivir por aquí…

– No. Estas casas están deshabitadas. Nadie vive aquí.

Marina me señaló las fachadas ocultas tras verjas y muros. Un par de viejos almacenes abandonados y un caserón devorado por las llamas décadas atrás era cuanto quedaba en pie. La dama se había esfumado ante nuestras narices.

 

Nos adentramos en el callejón. Un charco reflejaba una lámina de cielo a nuestros pies. Las gotas de lluvia desvanecían nuestra imagen. Al final del callejón, un portón de madera se balanceaba movido por el viento.

Marina me miró en silencio. Nos aproximamos hasta allí con sigilo y me asomé a echar un vistazo. El portón, cortado sobre un muro de ladrillo rojo, daba a un patio. Lo que en otro tiempo fue un jardín ahora estaba completamente poseído por las malas hierbas. Tras la espesura, se adivinaba la fachada de un extraño edificio cubierto de hiedra. Tardé un par de segundos en comprender que se trataba de un invernadero de cristal armado sobre un esqueleto de acero. Las plantas siseaban, igual que un enjambre al acecho.

– Tú primero -me invitó Marina.

Me armé de valor y penetré en la maleza. Marina, sin previo aviso, me tomó la mano y siguió tras de mí.

 

Sentí mis pasos hundirse en el manto de escombros. La imagen de una maraña de oscuras serpientes con ojos escarlatas me pasó por la cabeza. Sorteamos aquella jungla de ramas hostiles que arañaban la piel hasta llegar a un claro frente al invernadero. Una vez allí, Marina soltó mi mano para contemplar la siniestra edificación. La hiedra tendía una telaraña sobre toda la estructura. El invernadero parecía un palacio sepultado en las profundidades de un pantano.

– Me temo que nos ha dado esquinazo -apunté. Aquí nadie ha puesto los pies en años.

Marina me dio la razón a regañadientes. Echó un último vistazo al invernadero con aire de decepción. "Las derrotas en silencio saben mejor", pensé.

– Anda, vámonos -le sugerí, ofreciéndole mi mano con la esperanza de que la tomase de nuevo para atravesar los matojos.

Marina la ignoró y, frunciendo el ceño, se alejó para rodear el invernadero. Suspiré y la seguí con desgano. Aquella muchacha era más tozuda que una mula.

– Marina -empecé, aquí no…

La encontré en la parte trasera del invernadero, frente a lo que parecía la entrada. Me miró y alzó la manó hacia el vidrio. Limpió la suciedad que cubría una inscripción sobre el cristal. Reconocí la misma mariposa negra que marcaba la tumba anónima del cementerio. Marina apoyó la mano sobre ella. La puerta cedió lentamente. Pude sentir el aliento fétido y dulzón que exhalaba del interior. Era el hedor de los pantanos y los pozos envenenados. Desoyendo el poco sentido común que aún me quedaba en la cabeza, me adentré en las tinieblas.

Capítulo 5

Un aroma fantasmal a perfume y a madera vieja flotaba en las sombras. El piso, de tierra fresca, rezumaba humedad. Espirales de vapor danzaban hacia la cúpula de cristal. La condensación resultante sangraba gotas invisibles en la oscuridad. Un extraño sonido palpitaba más allá de mi campo de visión. Un murmullo metálico, como el de una persiana agitándose.

Marina seguía avanzando lentamente. La temperatura era cálida, húmeda. Noté que la ropa se me pegaba a la piel y una película de sudor me afloraba en la frente. Me giré hacia Marina y comprobé, a media luz, que a ella le estaba sucediendo otro tanto. Aquel murmullo sobrenatural continuaba agitándose en la sombra. Parecía provenir de todas partes.

– ¿Qué es eso? susurró Marina, con un punzada de temor en la voz.

Me encogí de hombros. Seguimos internándonos en el invernadero.

Nos detuvimos en un punto donde convergían unas agujas de luz que se filtraban desde la techumbre. Marina iba a decir algo cuando escuchamos de nuevo aquel siniestro traqueteo. Cercano. A menos de dos metros. Directamente sobre nuestras cabezas. Intercambiamos una mirada muda y, lentamente, alzamos la vista hacia la zona anclada en la sombra en el techo del invernadero. Sentí la mano de Marina cerrarse sobre la mía con fuerza. Temblaba. Temblábamos.

 

Estábamos rodeados. Varias siluetas angulosas pendían del vacío. Distinguí una docena, quizá más. Piernas, brazos, manos y ojos brillando en las tinieblas. Una jauría de cuerpos inertes se balanceaba sobre nosotros como títeres infernales. Al rozar unos con otros producían aquel susurro metálico. Dimos un paso atrás y, antes de que pudiésemos darnos cuenta de lo que estaba sucediendo, el tobillo de Marina quedó atrapado en una palanca unida a un sistema de poleas. La palanca cedió. En una décima de segundo aquel ejército de figuras congeladas se precipitó al vacío. Me lancé para cubrir a Marina y ambos caímos de bruces. Escuché el eco de una sacudida violenta y el rugido de la vieja estructura de cristal vibrando. Temí que las láminas de vidrio se quebrasen y una lluvia de cuchillos transparentes nos ensartase en el suelo. En aquel momento sentí un contacto frío sobre la nuca. Dedos.

Abrí los ojos. Un rostro me sonreía. Ojos brillantes y amarillos brillaban, sin vida. Ojos de cristal en un rostro cincelado sobre madera lacada. Y en aquel instante escuché a Marina ahogar un grito a mi lado.

– Son muñecos -dije, casi sin aliento.

 

Nos incorporamos para comprobar la verdadera naturaleza de aquellos seres. Títeres. Figuras de madera, metal y cerámica. Estaban suspendidas por mil cables de una tramoya. La palanca que había accionado Marina sin querer había liberado el mecanismo de poleas que las sostenía. Las figuras se habían detenido a tres palmos del suelo. Se movían en un macabro ballet de ahorcados.

– ¿Qué demonios…? -exclamó Marina.

Observé aquel grupo de muñecos. Reconocí una figura ataviada de mago, un policía, una bailarina, una gran dama vestida de granate, un forzudo de feria… Todos estaban construidos a escala real y vestían lujosas galas de baile de disfraces que el tiempo había convertido en harapos. Pero había algo en ellos que los unía, que les confería una extraña cualidad que delataba su origen común.

– Están inacabadas -descubrí.

Marina comprendió en el acto a qué me refería. Cada uno de aquellos seres carecía de algo. El policía no tenía brazos. La bailarina no tenía ojos, tan sólo dos cuencas vacías. El mago no tenía boca, ni manos… Contemplamos las figuras balanceándose en la luz espectral. Marina se aproximó a la bailarina y la observó cuidadosa mente. Me indicó una pequeña marca sobre la frente, justo bajo el nacimiento de su pelo de muñeca. La mariposa negra, de nuevo. Marina alargó la mano hasta aquella marca. Sus dedos rozaron el cabello y Marina retiró la mano bruscamente. Observé su gesto de repugnancia.

– El pelo… es de verdad -dijo.

Imposible.

Procedimos a examinar cada una de las siniestras marionetas y encontramos la misma marca en todas ellas. Accioné otra vez la palanca y el sistema de poleas alzó de nuevo los cuerpos. Viéndolos ascender así, inertes, pensé que eran almas mecánicas que acudían a unirse con su creador.

 

– Ahí parece que hay algo -dijo Marina a mi espalda.

Me volví y la vi señalando hacia un rincón del invernadero, donde se distinguía un viejo escritorio. Una fina capa de polvo cubría su superficie. Una araña correteaba dejando un rastro de diminutas huellas. Me arrodillé y soplé la película de polvo. Una nube gris se elevó en el aire. Sobre el escritorio yacía un tomo encuadernado en piel, abierto por la mitad. Con una caligrafía pulcra, podía leerse al pie de una vieja fotografía de color sepia pegada al papel: "Arles, 1903”. La imagen mostraba a dos niñas siamesas unidas por el torso. Luciendo vestidos de gala, las dos hermanas ofrecían para la cámara la sonrisa más triste del mundo.

Marina volvió las páginas. El cuaderno era un álbum de antiguas fotografías, normal y corriente. Pero las imágenes que contenía no tenían nada de normal y nada de corriente. La imagen de las niñas siamesas había sido un presagio. Los dedos de Marina giraron hoja tras hoja para contemplar, con una mezcla de fascinación y repulsión, aquellas fotografías. Eché un vistazo y sentí un extraño hormigueo en la espina dorsal.

– Fenómenos de la naturaleza… -murmuró Marina. Seres con malformaciones, que antes se desterraban a los circos…

El poder turbador de aquellas imágenes me golpeó con un latigazo. El reverso oscuro de la naturaleza mostraba su rostro monstruoso. Almas inocentes atrapadas en el interior de cuerpos horriblemente de formados.

Durante minutos pasamos las páginas de aquel álbum en silencio. Una a una, las fotografías nos mostraban, siento decirlo, criaturas de pesadilla. Las abominaciones físicas, sin embargo, no conseguían velar las miradas de desolación, de horror y soledad que ardían en aquellos rostros.

 

Dios mío… susurró Marina.

Las fotografías estaban fechadas, citando el año y la procedencia de la fotografía: Buenos Aires, 1893. Bombay, 1911. Turín, 1930. Praga, 1933… Me resultaba difícil adivinar quién, y por qué, habría recopilado semejante colección. Un catálogo del infierno. Finalmente Marina apartó la mirada del libro y se alejó hacia las sombras. Traté de hacer lo mismo, pero me sentía incapaz de desprenderme del dolor y el horror que respiraban aquellas imágenes. Podría vivir mil años y seguiría recordando la mirada de cada una de aquellas criaturas. Cerré el libro y me volví hacia Marina. La escuché suspirar en la penumbra y me sentí insignificante, sin saber qué hacer o qué decir. Algo en aquellas fotografías la había turbado profundamente.

– ¿Estás bien…? -pregunté.

Marina asintió en silencio, con los ojos casi cerrados. Súbitamente, algo resonó en el recinto. Exploré el manto de sombras que nos rodeaba. Escuché de nuevo aquel sonido inclasificable. Hostil. Maléfico. Noté entonces un hedor a podredumbre, nauseabundo y penetrante. Llegaba desde la oscuridad como el aliento de una bestia salvaje. Tuve la certeza de que no estábamos solos. Había alguien más allí. Observándonos. Marina contemplaba petrificada la muralla de negrura. La tomé de la mano y la guié hacia la salida.

Capítulo 6

La llovizna había vestido las calles de plata cuando salimos de allí. Era la una de la tarde. Hicimos el camino de regreso sin cruzar palabra. En casa de Marina, Germán nos esperaba para comer.

– A Germán no le menciones nada de todo esto, por favor -me pidió Marina.

– No te preocupes.

Comprendí que tampoco hubiera sabido explicar lo que había sucedido. A medida que nos alejábamos del lugar, el recuerdo de aquellas imágenes y de aquel siniestro invernadero se fue desvaneciendo. Al llegar a la Plaza Sarriá, advertí que Marina estaba pálida y respiraba con dificultad.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté.

Marina me dijo que sí con poca convicción.

 

Nos sentamos en un banco de la plaza. Ella respiró profundamente varias veces, con los ojos cerrados. Una bandada de palomas correteaba a nuestros pies. Por un instante temí que Marina fuera a desmayarse. Entonces abrió los ojos y me sonrió.

– No te asustes. Es sólo un pequeño mareo. Debe de haber sido ese olor.

Seguramente. Probablemente era un animal muerto. Una rata o…

Marina apoyó mi hipótesis. Al poco rato el color le volvió a las mejillas.

– Lo que me hace falta es comer algo. Anda, vamos. Germán estará harto de esperarnos.


Date: 2016-01-05; view: 626


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Primera edición, Febrero 2003 | EL CEMENTERIO DE LOS LIBROS OLVIDADOS
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