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México, febrero de 1985

GRINGO VIEJO – CARLOS FUENTES

 

Publicado por el

FONDO DE CULTURA ECONOMICA

Colección Tierra Firme

Primera Edición , 1985

Impreso en México

 

 

A William Styron, cuyo padre

Me incluya en sus sueños sobre la

guerra civil norteamericana

Mas, ¿Quien conoce el destino de sus huesos,

O cuantas veces va a ser enterrado?

THOMAS BROWNE

Lo que tu llamas morirse

Es simplemente el ultimo dolor

AMBROSE BIERCE

 

I

 

Ella se sienta sola y recuerda.

Vio una y otra vez los espectros de Arroyo y la mujer con cara de luna y el gringo viejo, cruzando frente a su ventana. No eran fantasmas. Sencillamente, habían movilizado sus propios pasados, con la esperanza de que ella haría lo mis­mo reuniéndose con ellos.

Pero a ella le tomó largo tiempo hacerlo.

Primero tuvo que dejar de odiar a Tomás Arroyo por enseñarle lo que pudo ser y luego prohibirle que jamás fuese lo que ella pudo ser:

Él siempre supo que ella regresaría a su casa.

Pero le permitió verse como sería si hubiera permanecido; y esto es lo que ella nunca podría ser.

Este odio tuvo que purgarse dentro de ella, y le tomó muchos años hacerlo. El gringo viejo ya no estaba allí para ayudarla. Tomás Arroyo ya no estaba allí. Tom Brook. Pudo haberle dado un hijo así nombrado. No tenía derecho a pensarlo. La mujer de la cara de luna se lo había llevado con ella a un destino sin nombre. Tomás Arroyo había terminado.

Los únicos momentos que le quedaban eran aquellos cuando ella cruzó la frontera y miró hacia atrás y vio a los dos hombres, el soldado Inocencio y el niño Pedrito, y detrás de ellos, lo piensa ahora, vio al polvo organizarse en una especie de cronología silenciosa que le impedía recordar, ella fue a México y regresó a su tierra sin memoria y México ya no estaba al alcance de la mano. México había desapare­cido para siempre, pero cruzando el puente, del otro lado del río, un polvo memorioso insistía en organizarse sólo para ella y atravesar la frontera y barrer sobre el mezquite y los trigales, los llanos y los montes humeantes, los largos ríos hondos y verdes que el gringo viejo había anhelado, hasta llegar a su apartamento en Washington en la ribera del Potomac, el Atlántico, el centro del mundo.

El polvo se esparció y le dijo que ahora ella estaba sola.

Y recordaba.

Sola.

 

II

 

-El gringo viejo vino a México a morirse.

El coronel Frutos García ordenó que rodearan el montícu­lo de linternas y se pusieran a escarbar recio. Los soldados de torso desnudo y nucas sudorosas agarraron las palas y las clavaron en el mezquital.



Gringo viejo: así le dijeron al hombre aquel que el coro­nel recordaba ahora mientras el niño Pedro miraba intensamente a los hombres trabajando en la noche del desierto: el niño vio de nuevo una pistola cruzándose en el aire con un peso de plata.

-Por puro accidente nos encontramos aquella mañana en Chihuahua y aunque él no lo dijo, todos entendimos que estaba aquí para que lo matáramos nosotros, los mexicanos. A eso vino. Por eso cruzó la frontera, en aquellas épocas en que muy pocos nos apartábamos del lugar de nuestro naci­miento.

Las paletadas de tierra eran nubes rojas extraviadas de la altura: demasiado cerca del suelo y la luz de las linternas. -Ellos, los gringos, sí -dijo el coronel Frutos García-, se pasaron la vida cruzando fronteras, las suyas y las ajenas -y ahora el viejo la había cruzado hacia el sur porque ya no te­nía fronteras que cruzar en su propio país.

-Cuidadito.

("¿Y la frontera de aquí adentro?", había dicho la gringa tocándose la cabeza. "¿Y la frontera de acá adentro?", había dicho el general Arroyo tocándose el corazón. "Hay una frontera que sólo nos atrevemos a cruzar de noche -ha­bía dicho el gringo viejo-: la frontera de nuestras diferen­cias con los demás, de nuestros combates con nosotros mismos.")

-El gringo viejo se murió en México. Nomás porque cruzó la frontera. ¿No era ésa razón de sobra? -dijo el coro­nel Frutos García.

-¿Recuerdan cómo se ponía si se cortaba la cara al rasu­rarse? -dijo Inocencio Mansalvo con sus angostos ojos verdes.

-O el miedo que le tenía a los perros rabiosos -añadió el coronel.

-No, no es cierto, era valiente -dijo el niño Pedro.

-Pues para mí que era un santo -se rió la Garduña.

-No, simplemente quería ser recordado siempre como fue -dijo Harriet Winslow.

-Cuidadito, cuidadito.

-Mucho más tarde, todos nos fuimos enterando a pe­dacitos de su vida y entendimos por qué vino a México el gringo viejo. Tenía razón, supongo. Desde que llegó dio a entender que se sentía fatigado; las cosas ya no marchaban como antes, y nosotros lo respetábamos porque aquí nunca pareció cansado y se mostró tan valiente como el que más. Tienes razón, muchacho. Demasiado valiente para su propio bien.

-Cuidadito.

Las palas pegaron contra la madera y los soldados se detuvieron un instante, limpiándose el sudor de las frentes.

Bromeaba el gringo viejo: "Quiero ir a ver si esos mexi­canos saben disparar derecho. Mi trabajo ha terminado y yo también. Me gusta el juego, me gusta la pelea, quiero verla."

-Claro, tenia ojos de despedida.

-No tenía familia.

-Se había retirado y andaba recorriendo los lugares de su juventud, California donde trabajó de periodista, el sur de los Estados Unidos donde peleó durante la guerra civil, Nueva Orleáns donde le gustaba beber y mujerear y sen­tirse el mero diablo.

-Ah, qué mi coronel tan sabedor.

-Cuidadito con el coronel; parece que ya se le subieron y nomás está oyendo.

-Y ahora México: una memoria de su familia, un lugar adonde su padre había venido, de soldado también, cuando nos invadieron hace más de medio siglo.

"Fue un soldado, luchó contra salvajes desnudos y siguió la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada, muy al sur."

Bromeaba el gringo viejo: "Quiero ver si esos mexicanos saben disparar derecho. Mi trabajo ha terminado y yo tam­bién."

-Esto no lo entendíamos porque lo vimos llegar tan gi­rito al viejo, tan derechito y sin que las manos le temblaran. Si entró a la tropa de mi general Arroyo fue porque tú mismo, Pedrito, le diste la oportunidad y él se la ganó con una Colt .44.

Los hombres se hincaron alrededor de la fosa abierta y arañaron los ángulos de la caja de pino.

-Pero también decía que morir despedazado delante de un paredón mexicano no era una mala manera de despe­dirse del mundo. Sonreía: "Es mejor que morirse de an­ciano, de enfermedades o porque se cayó uno por la escalera."

El coronel se quedó callado un instante: tuvo la clara sen­sación de oír una gota que caía en medio del desierto. Miró al cielo seco. El rumor del océano se apagó.

-Nunca supimos cómo se llamaba de verdad -añadió mi­rando a Inocencio Mansalvo, desnudo y sudoroso, de rodillas ante la caja pesada y tenazmente atada al desierto, como si en tan poco tiempo hubiera echado raíces-; los nombres gringos nos cuestan mucho trabajo, igual que las caras gringas, que todas nos parecen igualitas; hablan en chino los gringos -se carcajeó la Garduña, que por nada de este mundo se perdía un entierro, cuantimenos un desentierro-; sus caras son en chino, deslavadas, todititas igualitas para nosotros.

Inocencio Mansalvo arrancó un tablón medio podrido de la caja y apareció la cara del gringo viejo, devorada por la noche más que por la muerte: devorada, pensó el coronel Frutos García, por la naturaleza. Esto le daba al rostro cur­tido, verdoso, extrañamente sonriente porque el rictus de la boca había dejado al descubierto las encías y los dientes largos, dientes de caballo y de gringo, un aire de burla per­manente.

Todos se quedaron mirando un minuto lo que las luces de la noche dejaban ver, que eran las luces gemelas de los ojos hundidos pero abiertos del cadáver. Al niño lo que más le llamó la atención fue que el gringo apareciera peinado en la muerte, el pelo blanco aplacado como si allá abajo anduviera un diablito peinador encargado de humedecerles el pelo a los muertos para que se vieran bien al encontrarse con la pelona.

-La pelona -exclamó a carcajadas la Garduña.

-Apúrenle, apúrenle -dio la orden Frutos García-, sá­quenlo de prisa que mañana mismo debe estar en Camargo el cabrón viejo este -dijo con la voz medio atorada el coro­nel-, apúrense que ya va camino del polvo y si viniera un viento, se nos va para siempre el gringo viejo.. .

 

Y la verdad es que casi sucedió así, soplando el viento entre tierras abandonadas, barriales y salinas, tierras de indios insumisos y españoles renegados, cuatreros azarosos y minas dejadas a la oscura inundación del infierno: la verdad es que casi se va el cadáver del gringo viejo a unirse al viento del desierto, como si la frontera que un día cruzó fuera de aire y no de tierra y abarcara todos los tiempos que ellos podían recordar detenidos allí, con un muerto desenterrado entre los brazos; la Garduña quitándole la tierra del cuer­po al gringo viejo, gimiente, apresurada; el niño sin atre­verse a tocar a un muerto: los demás recordando a ciegas los largos tiempos y los vastos espacios de un lado y otro de la herida que al norte se abría como el rió mismo desde los cañones despeñados: islas en los desiertos del norte, viejas tierras de los pueblos, los navajos y los apaches, cazadores y campesinos sometidos a medias a las furias aventureras de España en América: las tierras de Chihuahua y el rió Grande venían misteriosamente a morir aquí, en este páramo donde ellos, un grupo de soldados, mantenían por unos se­gundos la postura de la piedad, azorados ante su propio acto y la compasión hermana del acto, hasta que el coronel dijo de prisa, rompió el instante, de prisa, muchachos, hay que devolver al gringo a su tierra, son órdenes de mi general.

Y luego miró los ojos azules hundidos del muerto y se asustó porque los vio perder por un momento la lejanía que necesitamos darle a la muerte. A esos ojos les dijo porque parecían vivos aún:

-¿Nunca piensan ustedes que toda esta tierra fue nues­tra? Ah, nuestro rencor y nuestra memoria van juntos.

Inocencio Mansalvo miró duro a su coronel Frutos García y se puso el sombrero tejano cubierto de tierra. Se fue hacia su caballo regando tierra desde la cabeza y luego todo se precipitó, acciones, órdenes, movimientos: una sola escena, cada vez más lejana, más apagada, hasta que ya no fue posible ver al grupo del coronel Frutos García y el niño Pedro, la carcajeante Garduña y el rendido Inocencio Mansalvo; los soldados y el cadáver del gringo viejo, envuelto en una fra­zada y amarrado, tieso, a un trineo del desierto: una camilla de ocote y cuerdas de cuero arrastrada por dos caballos ciegos.

-Ah -sonrió el coronel-, ser un gringo en México. Eso es mejor que suicidarse. Eso decía el gringo viejo.

 

III

 

Apenas cruzó el Río Grande, escuchó el estallido y volteó a mirar el puente en llamas.

Había descendido del tren en El Paso con su maletín negro plegadizo, lo que entonces se llamaba una maleta "Gladstone", vestido todo él de negro salvo los blancos blasones de sus puños y su pechera. Se dijo que en este viaje no iba a necesitar demasiado equipaje. Caminó unas cuan­tas cuadras por la ciudad fronteriza; la había imaginado más triste y desganada y vieja de lo que realmente era, enferma también de la revolución, de la cólera del otro lado. Era una ciudad, en cambio, de automóviles nuevecitos, tiendas de cinco-y-diez y gente joven, tan joven que ni siquiera había nacido en el siglo XIX. Buscó en vano su idea de la frontera americana. No era fácil comprar un caballo sin esquivar preguntas inoportunas sobre el destino del jinete.

Podía cruzar la frontera y comprarlo en México. Pero el viejo quería hacerse difícil la vida. Además, se le había metido en la cabeza que necesitaba un caballo americano. En caso de que le abrieran la maleta en la aduana, sólo encontrarían unos sándwiches de tocino, una navaja de rasu­rar, un cepillo de dientes, un par de libros suyos y un ejemplar del Quijote; una camisa limpia y una pistola Colt escondida entre sus cachorones. No quería dar razones para viajar tan ligera aunque tan precisamente.

-Me propongo ser un cadáver bien parecido.

-¿Los libros, señor?

-Son míos.

-Nadie insinuó que se los hubiera robado.

El viejo se resignaría, sin entrar en mayores explicaciones.

-Nunca he podido leer el Quijote en mi vida. Quisiera hacerlo antes de morir. Yo ya dejé de escribir para siempre.

Se imaginó todo esto y al que le vendió el caballo le dijo que iba a buscar tierras para fraccionar, al norte de la ciu­dad; un caballo seguía siendo más útil en la salvia que una de esas máquinas infernales. El vendedor le dijo que así era y ojalá todo mundo pensara como él, pues nadie com­praba caballos ahora, sino los agentes de los rebeldes mexicanos. Por eso era un poquito alto el precio, considerando que había una revolución del otro lado de la frontera, y las revoluciones son buenas para los negocios.

-Así que todavía se puede dar buen uso a un buen ca­ballo -dijo el viejo y salió montado sobre una yegua blan­ca que sería visible de noche y le dificultaría la vida a su dueño cuando su dueño quisiera tener la vida difícil. Ahora tenía que mantener su sentido de orientación, pues si la frontera estaba dibujada ancha y clara en el río que divide a El Paso y Ciudad Juárez, más allá de la población mexicana no había más delimitación que la distancia donde se unen el cielo y el llano sucio y seco. La línea del encuentro se alejó a medida que el viejo avanzó, con sus piernas largas colgando bajo el vientre de la yegua y el maletín negro anidado en el regazo. Unos veinte kilómetros al oeste de El Paso vadeó el río en su parte más estrecha, la atención de todos distraída por el esta­llido en el puente. En la mirada clara del viejo se reunieron en ese instante las ciudades de oro, las expediciones que nunca regresaron, los frailes perdidos, las tribus errantes y mori­bundas de indios tobosos y laguneros sobrevivientes de las epidemias europeas que huyeron de las poblaciones españolas para tomar el caballo y el arco y luego el fusil, en un movi­miento perpetuo de fundaciones y disoluciones, bonanzas y depresiones en los reales de minas, genocidios tan gigantescos como la tierra y tan olvidados como el rencor acumulado de sus hombres.

Rebelión y represión, plaga y hambre: el viejo supo que entraba a las inquietas tierras de Chihuahua y el Río Grande, dejando atrás el refugio de El Paso fundado con ciento trein­ta colonos y siete mil cabezas de ganado. Abandonaba el refugio consagrado de los fugitivos de norte y sur: un abrigo ralo, precario sobre la tierra dura de los desiertos: una calle central, un hotel y una pianola, fuentes de sodas y Fords con hipo y la respuesta del norte invasor a los espejismos del desierto: un puente colgante de fierro, una estación de ferrocarril, una bruma azul importada de Chicago y Filadelfia.

Él mismo era ahora un fugitivo voluntario, tan fugitivo como los antiguos sobrevivientes de asaltos de conchos y apaches revertidos al nomadismo cruel de la necesidad, la en­fermedad, la injusticia y el desengaño: todo esto escribió en su cabeza el gringo viejo al cruzar la frontera entre México y los Estados Unidos. Con razón todos se cansaron de tanto huir y se quedaron enredados en las espinas de las haciendas durante más de cien años.

Pero acaso él traía otro temor y lo dijo al cruzar la fron­tera:

-Temo que la verdadera frontera la trae cada uno adentro.

El puente estalló a lo lejos y él se dirigió a la derecha y al sur, y sintió que iba bien orientado (ya estaba en México y eso le bastaba) cuando al atardecer olió las tortillas calien­tes y los frijoles refritos.

Se acercó al caserío de adobe gris y preguntó, en su espa­ñol acentuado, si podrían darle una comida y una manta para dormir. La pareja gorda de la casa humeante dijo sí, ésta es su casa, señor.

Conocía la frase ritual de la cortesía mexicana y sospe­chaba que después de ofrecer la casa, el anfitrión se senti­ría libre de someter al huésped a toda clase de vejaciones y caprichos, sobre todo los de la sospecha celosa. Pero frenó su deseo de provocar; todavía no, se dijo, todavía no. Esa noche, mientras dormitaba, vestido de negro, sobre el petate, escuchando la pesada respiración de sus anfitriones, oliendo los espesos olores de la pareja y de sus perros, dife­rentes de él porque comían distinto y pensaban y amaban y temían distinto, le gustó la idea de que le ofrecieran una casa. Qué había perdido sino eso, en cuatro golpes sucesivos e irremediables y al cabo no tenía otra razón, admitió en contra de su propio guiño adormecido pero malicioso, para trotar ahora hacia el sur, la única frontera que le iba quedando después de agotar en sus setenta y un años de vida los otros tres costados del continente norteamericano y hasta la frontera negra que los confederados quisieron abrirles en el '61. Ahora sólo le quedaba el sur abierto, la única puerta para salir al encuentro de un quinto golpe ciego y asesino de la suerte.

Amaneció en el filo de la montaña.

-¿Por aquí se va a Chihuahua? -le preguntó al casero gordo.

El mexicano asintió y preguntó a su vez con una mirada recelosa hacia la puerta cerrada de la casa:

-¿Y a usted qué lo lleva a Chihuahua, mister?

Añadió una e ligera y final a la palabra, haciéndola sonar como místere, y el viejo pensó que la ventaja inicial que un gringo siempre tenía sobre un mexicano era la de ser un misterio, algo que no se sabía cómo tomar: amigo o enemigo. Aunque generalmente no les daban el beneficio de esta duda.

El casero seguía hablando:

-La lucha está dura por allí; ése es el territorio de Pancho Villa.

La mirada fue más elocuente que las palabras. El viejo le dio las gracias y siguió su camino. Atrás, oyó al casero abrir la puerta y regañar a la mujer que sólo entonces se atrevió a mostrar las narices. Pero el gringo quiso imaginar unos ojos de melancolía negra: el viaje es doloroso para la que se queda, y más bello de lo que jamás será para el via­jante. El gringo viejo quiso rechazar la reconfortante noción de que su presencia en casa ajena todavía podía provocar celos.

Las montañas se levantaban como puños morenos y gas­tados y el viejo pensó que el cuerpo de México era un gigantesco cadáver con huesos de plata, ojos de oro, carne de piedra y un par de cojones duros de cobre. Las montañas eran los puños. Iba a abrirlos, uno tras otro, en espera de que tarde o temprano encontraría, como hormigas apresuradas sobre una palma de hondos surcos, lo que buscaba.

Esa noche, amarró su caballo a un gigantesco cacto y se hundió en un sueño hambriento, dando gracias por su ropa interior de lana. Soñó con lo que vio antes de dormirse: las nacientes estrellas azules y las amarillas, moribundas; trató de olvidar a sus hijos muertos, preguntándose cuáles estrellas estaban apagadas ya, su luz nada más que su propia ilusión: una herencia de las estrellas muertas para las miradas humanas que continuarían alabándolas siglos des­pués de su desaparición en una antigua catástrofe de polvo y llamas.

Soñó que cruzaba un puente en llamas. Despertó. No soñó. Lo había visto la mañana cuando entró a México. Pero sus ojos despiertos miraron a las estrellas y el viejo se dijo: "Mis ojos brillan más que cualquier estrella. Nadie me verá decrépito. Siempre seré joven porque hoy me atrevo a volver a ser joven. Siempre seré recordado como fui."

Ojos de azul profundo, azul acero, bajo cejas moteadas, casi rubias. No eran la mejor defensa contra el sol enojado y el viento crudo que al día siguiente lo llevaron al cora­zón del desierto mientras mordisqueaba un sandwich seco y se acomodaba un Stetson negro informe, de alas anchas, sobre la mata de pelo plateado. Se sintió como un gigantesco monstruo albino en un mundo reservado por el sol para su pueblo amado, oscuramente protegido y cercano a la som­bra. Cesó el viento y quedó el sol. En la tarde, se le estaría pelando la piel. Se encontraba en el desierto mexicano, hermano del Sahara y del Gobi, continuación del Arizona y el Yuma, espejos del cinturón de esplendores estériles que ciñe al globo como para recordarle que las arenas frías, los cielos ardientes y la belleza yerma, esperan alertas y pacien­tes para volver a apoderarse de la Tierra desde su vientre mismo: el desierto.

-El gringo viejo vino a México a morirse.

Y sin embargo, montado en la yegua blanca y avanzando sin prisa, sintió que su voluntad de extinción era una burla. Miró cuanto le rodeaba. La lechuguilla se levantaba nerviosa como alambre y afilada como punta de espada. En toda la rama del ocotillo, las espinas protegían la belleza intocable de una flor salvajemente roja. El sauce del desierto concen­traba en una sola flor morada y pálida toda la dulzura de su perfume nauseabundo. La choya crecía caprichosa y grande, escudando sus flores amarillas. Si el gringo iba en busca de Villa y la revolución, el desierto era ya un simu­lacro de la guerra, con sus yucas de bayoneta española, sus aguerridas plumas de apache, y las agresivas espinas, como ganchos, del palo verde. La avanzada del desierto eran las jaurías de la planta rodadora, manadas vegetales hermanas del lobo nocturno y de sus compañeros.

Volaron en círculo los zopilotes y el viejo levantó la cabeza. Bajó la mirada, alerta: los alacranes y las culebras del desierto sólo pican a los extranjeros. Nunca conocen al que viaja. Subió y bajó la cabeza, atarantado: las palomas tristes pasaron como flechas, con su gemido luctuoso, y los halco­nes peregrinos lo desorientaron. En el aire más alto los pájaros dejaban un ruido de pasto ondulante y quebrado.

Cerró los ojos pero no aceleró el paso.

Entonces el desierto le decía que la muerte es sólo una fatiga de las leyes de la naturaleza: la vida es la regla del juego, no su excepción, y hasta el desierto que parecía muer­to escondía toda una minuciosa vida que prolongaba, ori­ginaba o remedaba las leyes de la existencia humana. El no podía sustraerse, aunque fuese otra su voluntad, al imperio vital del yermo al que había llegado por si mismo, sin que alguien se lo ordenara: gringo viejo, lárgate al desierto.

La arena acude al mezquital. El horizonte se mueve y sube hasta los ojos. Las sombras implacables de las nubes visten a la tierra con velos de lunares. La tierra huele fuerte. El arco iris se desparrama como un espejo de sí mismo. Las matas de la bistorta se incendian en ramilletes amarillos. Sopla el viento álcali.

El gringo viejo tose, se cubre la cara con la bufanda ne­gra. La respiración se le va como las aguas se retiraron un día de la tierra, creando el desierto. Las gotas de su respi­ración son como la sed del taray que crece junto a los ríos escasos, atesorando lujosamente la humedad.

Tiene que detenerse, ahogado por el asma, descender con pena de la yegua, asfixiándose, y hundir piadosamente el rostro en el lomo de su montadura. Pero a pesar de todo dice:

-Mi destino es mío.

 

IV

 

Inocencio Mansalvo dijo desde que lo vio llegar al campamento: -Ese hombre vino aquí a morirse.

Como Pedro era un muchachito de apenas once años y muy lejos todavía de tutearse con el valiente Inocencio oriun­do de Torreón Coahuila, no entendió muy bien qué cosa quiso decir. Pero ya desde entonces lo respetaba mucho. Si el Mansalvo ese era un león en el combate, era más fiero adi­vinando la suerte de la gente. Y eso que el gringo viejo le resultó más valiente que nadie en las batallas que peleó aquí en Chihuahua. Quizás Mansalvo le adivinó una valentía sui­cida desde que lo vio entrar y por ello dijo lo que dijo.

-Ese gringo viene montando su caballo como si ya fue­ra a entrarle a los trancazos aquí mismo, como si viniera a echarnos bravatas aunque luego todos le cáigamos encima y lo hagamos picadillo.

-Se ve que es hombre de honor; monta sin intenciones traperas -dijo el coronelito Frutos García, cuyo padre era español-. Luego luego se ve.

-Les digo que viene a morirse -insistió Inocencio.

-Pero con honor -repitió el coronelito.

-Yo no sé si con honor, toda vez que es gringo. Pero a morirse sí -dijo otra vez Mansalvo-. ¿Qué puede esperar un gringo aquí entre nosotros sino eso, la muerte?

-¿Por qué ha de morirse a fuerzas?

A Inocencio le brillaron tanto los dientes que hasta los ojos se le pusieron verdecitos. -Nomás porque cruzó la frontera. ¿No es ésa razón de sobra?

-No, qué va -se rió la Garduña, una horrenda puta de Durango que vino a unirse a la tropa siendo la única profesional entre las soldaderas decentes que seguían a las fuerzas de mi general Arroyo-: -ése lo que viene es rezando. Ha de ser hombre santo.

Se carcajeó hasta que la pintura se le quebró en los ca­chetes como barniz puesto demasiado tiempo al sol. Hundió las narices en un ramillete de rosas muertas que siempre traía prendidas al pecho.

Luego, en los pocos días que anduvo con la tropa villista, tanto el Inocencio como el coronelito se dieron cuenta de que el gringo viejo se ocupaba de sí mismo como una seño­rita a punto de ir a su primer baile. Tenía su propia navaja de afeitar y la afilaba cuidadosamente; hurgaba por el cam­pamento hasta encontrar agua hirviente para rasurarse con la mayor suavidad para su piel; hasta el lujo de una toalla caliente llegó a exigir el muy catrín. Pero ay de que por torpeza se cortara, a pesar de que él tenía a su disposición un buen espejo en el carro del general Arroyo y los demás nunca se habían rasurado mirándose a un espejo, todos a ciegas o cuantimás en el reflejo rápido de un río. Pero ay de que se cortara la cara el viejo, la que armaba, más blan­co se ponía, se secaba como si se fuera a desangrar, sacaba unos parchecitos blancos y rápido se cubría la herida, como si le importara menos desangrarse o infectarse que verse mal.

-Lo que pasa es que nunca ha estado muerto en toda la vida -chilló la llamada Garduña, que ella sí parecía sali­da, no de un lupanar durangueño, sino del camposanto vecino, donde se niegan los curas a enterrar mujeres así.

-Ustedes dicen que lo manda la muerte -estornudó la Garduña, corno si sus flores aún vivieran-. Yo digo que lo mandó el diablo porque ni el diablo lo quiere. ¡Miren que llegar aquí! Hay que ser muy pobre como ustedes, o muy jodida como yo, o muy malo... como él.

-Viene como rezando, pidiendo algo -dijo desde lejos Mansalvo.

-Trae un dolor en la mirada -dijo de repente la Gardu­ña, y ya lo respetó para siempre.

Los demás también. Todos aprendieron a respetarlo, aunque las razones fueron muy variadas.

El hecho es que ahora estaba aquí, con el llano a la vista, después de cuatro días de existencia solitaria y pegada a la tierra: un llano punteado de campos humeantes, diseminados como las matas de la creosota alrededor de un tren para­lizado, sentado sobre sus rieles. Vio la escena trotando aho­ra sobre el campo de salvia; los carros con aspecto de casas ambulantes para las mujeres y los niños con los soldados que descansaban en los techos de los vagones, fumando cigarri­llos amarillos y deshebrados.

El había llegado.

Ya estaba aquí. Trotando, se preguntó si sabía algo de este país. Pasó como un relámpago por sus ojos azules la imagen tan lejana de la redacción del San Francisco Chronicle, donde las noticias de México cruzaban el aire lentamente, no como las flechas que mantenían saltando a los reporteros: escándalos locales, acontecimientos nacionales, los reporteros del imperio de William Randolph Hearst eran enérgicos, Aquiles norteamericanos, no tortugas me­xicanas, a la caza de la noticia, inventando la noticia si era necesario, había noticias águila que entraban rompiendo las ventanas de la redacción de Hearst: La Follete fue electo por la plataforma populista en Wisconsin, Hiram Johnson era el nuevo gobernador de California, Upton Sinclair pu­blicó La selva, Taft tomó posesión prometiendo la reforma de las tarifas y un viejo faraón residía en el castillo de Cha­pultepec, condecorado, diciendo de tarde en tarde "Máten­los en caliente" y manteniéndose vivo sólo gracias a su aler­ta animosidad contra los zopilotes que volaban en círculos sobre todos los palacios e iglesias de México. Un anciano alerta, el deleite de los periodistas, un viejo tirano con ge­nio para las frases publicables: "Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos." Noticias pequeñas, irritantes, noticias como moscas gordas y verdes en una tarde de verano, entrando a la sala de redacción del San Francisco Chronicle donde los lentos ventiladores pintados color ma­rrón no lograban mover el aire pesado. Wilson era el can­didato salido de la universidad de Princeton, Teddy Roosevelt se había separado para formar el partido Bull Moose y en México unos bandidos llamados Carranza, Obregón, Villa y Zapata se habían levantado en armas con el propó­sito secundario de vengar la muerte de Madero y de derro­car a un tirano borracho, pero con el propósito principal de robarle sus tierras al señor Hearst. Wilson habló de la Nueva Libertad y dijo que les enseñaría la democracia a los mexi­canos. Hearst exigía: Intervención, Guerra, Indemnización.

-No tenias que venir a México para hacerte matar, hijo -le dijo la sombra de su padre-. ¿Recuerdas cuando em­pezaste a escribir? Hay quienes tomaron apuestas sobre tu longevidad.

-Ese lo que viene es rezando -dijo la Garduña-. Ha de ser hombre santo.

-A ti no te van a enterrar en sagrado -se rió el Ino­cencio.

-Cómo no -dijo la Garduña-. Ya lo tengo todo arre­glado con mi familia en Durango. Cuando yo me muera, van a decir que soy mi tía Josefa Arreola, que se quedó tan virgen que ya ni quién se acuerde de ella. Los curas sólo se acuerdan de los pecadores.

-Pues a ver de qué lado está el gringo, si de los santos o de los pecadores.

-¿Qué puede esperar un gringo aquí con nosotros?

El gringo viejo sabía que había un enjambre de periodis­tas como él, venidos de ambas costas, revoloteando alrede­dor del ejército de Pancho Villa, así que nadie lo detuvo cuando atravesó el campamento. Todos lo miraron raro: periodista no parecía, dijo siempre el coronelito Frutos García; cómo no iban a mirarlo así a un viejo alto, flaco, de pelo blanco, ojos azules, tez sonrosada y arrugas como surcos de maizal con las piernas colgándole más abajo de los estribos. Como su padre era español y comerciante en Salamanca, Guanajuato, Frutos García dijo que así miraban los cabreros y las maritornes a don Quijote cuando metió las narices en sus aldeas, sin que nadie lo invitara, montado en un rocín desvencijado y arremetiendo con su lanza contra ejér­citos de brujos.

-¡Médico! ¡Médico! -le gritaron desde los vagones apiñados de gente cuando divisaron su maletín negro.

-No, no médico. Villa. Busco a Pancho Villa -les gritó a su vez el viejo.

-¡Villa! ¡Villa! ¡Viva Villa! -gritaron todos juntos, hasta que un soldado con un sombrero amarillo estriado de su­dor y pólvora gritó riendo desde el techo de un furgón-: -¡Todos somos Villa!

El gringo viejo sintió que alguien le tiraba de los panta­lones y bajó la mirada. Un niño de once años con ojos como canicas negras y dos cartucheras cruzándole el pecho le dijo:

-¿Quiere conocer a Pancho Villa? El general va a ir a verlo esta noche. Venga a ver al general, señor.

El niño guió el caballo del viejo por las riendas hasta uno de los carros del ferrocarril, donde un hombre con quijadas duras, un bigote acosado y ojos amarillos y estrechos, esta­ba comiendo tacos y soplándose de los ojos un fleco rebelde y lacio de pelo cobrizo.

-¿Quién eres, gringo? ¿Otro periodista? -dijo el hom­bre con mirada de ranura, columpiando las piernas envuel­tas en polainas de cuero, desde la apertura del carro extra­viado-. ¿O quieres vendernos parque?

-Este hombre vino aquí buscando la muerte -quiso de­cirle Inocencio Mansalvo a su jefe, pero la Garduña le tapó a tiempo la boca: ella quería ver si era cierto lo que los tres amigos pensaron al verlo llegar. El niño de once años guió al caballo del extranjero.

El viejo movió negativamente la cabeza y dijo que había venido a unirse al ejército de Villa.

-Quiero pelear.

Los ojos de ranura se abrieron un poquito; la máscara de polvo se quebró entonces con alegría. La Garduña co­reó la risa y se la contestaron las mujeres vestidas con faldas largas y rasgadas que salieron de la cocina en un extremo del furgón, envueltas en los rebozos, a ver de qué se reía tanto el general.

-¡Viejo! ¡Viejo! -se rió el joven general-. ¡Estás demasiado viejo! ¡Vete a regar tu jardín, viejo! ¿Qué haces aquí? No necesitamos lastres. A los prisioneros de guerra los matamos pa no andarlos arrastrando. Este es un ejército de guerrilleros, ¿entiendes?

-Vine a pelear -dijo el gringo.

-Vino a morirse -dijo Inocencio.

-Nos movemos de prisa y sin hacer ruido; tu pelo brillaría de noche como una llamarada blanca, viejo. Anda, vete, éste es un ejército, no un asilo de ancianos.

-Ande, pruébeme -dijo el viejo y lo dijo muy frío, recuerda el coronelito Frutos García.

Las mujeres hacían ruidos de pájaros pero ahora se que­daron calladas cuando el general miró al viejo con la misma frialdad con que el viejo habló. El general sacó su larga pis­tola Colt. El viejo no se movió de la silla. Entonces el gene­ral le tiró la pistola y el viejo la agarró en el aire.

Volvieron a esperar. El general metió la mano en el hondo bolsillo del pantalón de campo, sacó un peso de plata reluciente, ancho como un huevo y plano como un reloj y lo echó al aire, alto y recto. El viejo esperó sin moverse hasta que la moneda descendió a un metro de la nariz del general; entonces disparó rápidamente; las mujeres gritaron; la Garduña miró a las demás mujeres; el coronelito y Mansalvo miraron a su jefe; sólo el niño miró al gringo.

El general apenas movió la cabeza. El niño corrió a buscar la moneda, la recogió del polvo, frotó su forma apenas do­blada contra la cartuchera y se la devolvió al general. Había un hoyo perfecto atravesando el cuerpo del águila.

-Quédate la moneda, Pedrito, tú nos lo trajiste -sonrió el general y la pieza de plata hasta le quemó los dedos-. Yo creo que nomás una Colt .44 puede atravesar un peso de éstos, que fue mi primer tesoro. Te lo ganaste, Pedrito, te digo que te lo quedes.

-Este hombre vino a morirse -dijo Mansalvo.

-Ya no sé si es hombre santo -dijo la Garduña olien­do sus flores.

-¿Qué viene a hacer un gringo a México? -se preguntó el coronelito.

"Sus ojos venían llenos de oraciones", y si el gringo viejo no leyó las mentes de quienes lo miraron descender de las montañas metálicas al desierto, sí repitió sus propias palabras escritas para anunciarles desde lejos que "este pedazo de hu­manidad, este ejemplo de agudas sensaciones, esta fabrica­ción de hombre y bestia, este humilde Prometeo, venía rogando, sí, implorando el bien de la nada.

"A la tierra y al cielo por igual, a la vegetación del de­sierto, a los seres humanos que lo vieron llegar, esta encar­nación sufriente les dirigía una oración silenciosa:

-He venido a morir. Denme ustedes el tiro de gracia."

 

V

 

El gringo viejo sonrió cuando el general Tomás Arroyo se sopló el mechón de pelo cobrizo que le cubría los ojos, ade­lantando el labio inferior para sacar el aire antes de decir su nombre y plantársele en jarras al extranjero.

-Yo soy el general Tomás Arroyo.

El nombre propio salió disparado por delante, pero su flecha personal era el título militar y a partir de ese momen­to el gringo sabía que todos los lugares comunes del machis­mo mexicano le iban a ser arrojados sobre la blanca cabeza, uno tras otro, para ver hasta dónde podían llegar con él, probarlo, sí, pero también disfrazarse ante él, no mostrarle a él sus caras verdaderas.

Lo vitorearon después de la hazaña de la Colt y le rega­laron un sombrero de alas anchas; le obligaron a comer tacos de criadillas con chile serrano y moronga; le mostraron la botella de mezcal para espantar payos, con un gusanito asentado en la base del licor.

-Conque tenemos un general gringo con nosotros.

-Oficial cartógrafo -dijo el viejo-. Noveno Regimiento de Voluntarios de Indiana. Guerra civil norteamericana.

-¡La guerra civil! Pero si eso pasó hace cincuenta años, cuando aquí andábamos defendiéndonos de los franceses.

-¿Qué tienen los tacos?

-Testículos de toro y sangre, general indiano. Las dos cosas las vas a necesitar si entras al ejército de Pancho Villa.

-¿Qué tiene el alcohol?

-No te preocupes, general indiano. El gusanito no está vivo. Nomás le alarga la vida al mezcalito.

Las soldaderas le dieron los tacos. Arroyo y los muchachos se miraron entre sí sin expresión alguna. El gringo viejo comió en silencio, tragándose enteros los chiles, sin que los ojos le lloraran o la cara se le pusiera roja.

-Los gringos se quejan de que en México se enferman del estómago. Pero ningún mexicano se muere de diarrea por comer o beber en su propio país. Es como la botella esta -dijo Arroyo-. Si la botella y tú cargan al gusanito toda la vida, los dos se hacen viejos muy a gusto. El gusano se come algunas cosas y tú te comes otras. Pero si sólo comes cosas como las que yo vi en El Paso, comida envuelta en papel y sellada pa que no la toquen ni las moscas, entonces el gusano te ataca porque ni tú lo conoces a él, ni él te conoce a ti, ge­neral indiano.

Pero el gringo viejo decidió esperar con toda la paciencia de sus antepasados protestantes, desapasionados y salvados de antemano por su fe, a que el general Tomás Arroyo le ofre­ciera una cara desconocida al mundo.

Estaban en el carro privado del general, que al gringo viejo le pareció como el interior de uno de los prostíbulos que le gustaba frecuentar en Nueva Orleáns. Se sentó en un sillón hondo, de terciopelo rojo, y acarició con sorna las borlas de las cortinas de lamé dorado. Los candelabros que colgaban precariamente sobre sus cabezas tintinearon cuando el tren empezó a arrancar bufando y el joven general Arroyo se echó el vaso de mezcal y el viejo lo imitó sin de­cir palabra. Pero a Arroyo no se le había escapado la mirada sardónica del viejo cuando observaba el suntuoso carruaje con sus paredes laqueadas y sus techos acolchados. El gringo viejo estaba frenando todo el tiempo su capacidad de juego, su ironía, diciéndose a cada rato: "Todavía no."

Lo raro es que entonces sintió, desde el principio, que debía meterle rienda a otro sentimiento, y éste era el de afecto paternal hacia Arroyo. Quería frenar los dos, pero Arroyo sólo se dio cuenta (o sólo quiso darse cuenta) de la mirada de burla retenida. Sus ojos se perdieron de­trás de las angostas ranuras y el tren pareció decidir que esta vez no iba a quedarse parado. Agarró velocidad pareja, abriéndose paso por el desolado atardecer del desierto, ale­jándose de las montañas que aún daban pruebas de la lucha titánica en la que unas engendraron a las otras, metiéndose los hombros unas a otras y sosteniéndose entre sí, a veces a regañadientes, apoyando sus inmensas torres, coronadas al atardecer de rojo y oro, estriadas en sus vastos cuerpos azules y verdes. Ahora el mar silencioso del desierto estaba a sus pies y el viejo, desde la ventanilla, podía nombrar y distin­guir el crecimiento culpable del fustete, que en inglés se llamaba el árbol del humo.

Arroyo dijo que el tren le había pertenecido a una familia muy rica, dueña de la mitad del estado de Chihuahua y parte de los estados de Durango y Coahuila también. ¿Había notado el gringo a esa tropa que lo recibió?, por ejemplo a uno de angostos ojos verdes, a una puta astrosa; ¿seguramente notó al niño que lo llevó hasta su presencia y luego se quedó con la moneda ardiente y el águila descabezada? Bueno, pues ahora ese tren era de ellos. Arroyo dijo que él entendía la necesidad de tener un tren así, lo dijo con una es­pecie de mueca biliosa, puesto que tomaba dos días y una noche para atravesar la posesión de la familia Miranda.

-¿Los dueños? -dijo el viejo con cara de palo.

-¡Pruébalo! -le ladró Arroyo.

El viejo se encogió de hombros:

-Usted lo acaba de decir. Estas son sus posesiones.

-Pero no sus propiedades.

Una cosa era tener algo tomado, aunque no fuera nues­tro, como la familia Miranda tenía estas tierras ganaderas del norte, cercadas por un desierto que ellos quisieron esté­ril y duro para protegerse, un muro de sol y de mezquite para deslindar lo que se agarraron, dijo Arroyo, y otra cosa era ser realmente dueños de algo porque trabajamos para obte­nerlo. Dejó caer su mano de la cortina de lamé y le dijo al viejo que contara los callos en ella. El viejo estuvo de acuerdo en que el general había sido peón de la hacienda de los Miranda y ahora se estaba desquitando, paseándose en este carro privado de relumbrón que antes fue de los amos, ¿no era así?

-No entiendes, gringo -dijo Arroyo con una voz grue­sa e incrédula-. De veras que no entiendes nada. Nuestros papeles son más viejos que los de ellos.

Se acercó a una caja fuerte escondida detrás de un mon­tón de suaves cojines de damasco y la abrió, sacando una caja muy plana y larga de terciopelo verde gastado y de pa­lisandro astillado. La abrió enfrente del viejo.

El general y el gringo vieron los papeles quebradizos como seda antigua.

El general y el gringo se miraron hablándose en silencio y en las alturas opuestas de un barranco: las miradas eran sus palabras y la tierra que corría por la ventanilla del tren a espaldas de cada uno de ellos contaba tanto la historia de los papeles que era la historia de Arroyo como la historia de los libros que era la historia del gringo (pensó el viejo con una sonrisa amarga: papeles al cabo, pero qué diferente manera de saberlos, ignorarlos, guardarlos: este archivo del desierto va corriendo y no sé a dónde va ir a dar, no lo sé, -eso lo aceptó el gringo viejo-, pero yo sé lo que quiero): vio en los ojos de Arroyo lo que Arroyo le estaba contando con otras palabras, vio en el paso de la tierra de Chihuahua, que era el ademán trágico de una ausencia, menos de lo que Arroyo pudo decirle pero más de lo que él mismo sabía: este gringo no iba a pisar un palmo de tierra sin conocer la historia de esa tierra; este gringo iba a saber hasta el úl­timo hecho de la tierra escogida para regalarle setenta y un años de hueso y pellejo: como si la historia siguiese corrien­do sin parar al ritmo del tren, pero también al ritmo de la memoria de Arroyo (el gringo supo que Arroyo recordaba y él sólo sabía: el mexicano acarició los papeles como aca­riciaría la mejilla de una madre o la cintura de una amante); los dos vieron la marcha, la fuga, el movimiento en los ojos del otro: huir de los españoles, huir de los indios, huir de la encomienda, agarrarse a las grandes haciendas ganade­ras como el mal menor, preservar como islotes preciosos las escasas comunidades protegidas en su posesión de tierras y aguas por la corona española en la Nueva Vizcaya, evadir el trabajo forzado y unos cuantos: pedir respeto a la propiedad comunal otorgada por el rey, negarse a ser cuatreros o escla­vos o rebeldes o tobosos pero al cabo ellos también, los más recios, los más honorables, los más humildes y orgullosos a la vez, vencidos también por el destino del mal: esclavos y cuatreros, nunca hombres libres salvo cuando eran rebeldes. Esa era la historia de esta tierra y el viejo gusano de bibliotecas americanas lo sabía y miró los ojos de Arroyo para confirmar que el general lo sabia también: esclavos o cuatreros, nunca hombres libres, y sin embargo dueños de un derecho que les permitía ser libres: la rebelión.

-¿Ves, general gringo? ¿Ves lo que está escrito? ¿Ves la letra? ¿Ves este precioso sello colorado? Estas tierras siempre fueron nuestras, de los escasos labriegos que recibimos pro­tección lo mismo contra la encomienda que contra los asal­tos de indios tobosos. Hasta el rey de España lo dijo. Hasta él lo reconoció. Aquí está. Escrito con su puño y letra. Esta es su firma. Yo guardo los papeles. Los papeles prueban que nadie más tiene derecho a estas tierras.

-¿Sabe usted leer, mi querido general?

El gringo dijo esto con un destello sonriente en la mirada. El mezcal estaba bien calientito y tentaba a los espíritus chocarreros. Pero también los tentaba el sentimiento paterno. De manera que Arroyo tomó la mano del gringo con fuerza, aunque sin amenaza. Casi la acarició y fue el senti­miento de cariño lo que arrancó brutalmente al viejo de su tibio jugueteo obligándolo a pensar, con un vértigo re­pentino y doloroso, en sus dos hijos. El general le pedía que mirara hacia afuera antes de la puesta del sol, que mirara las formas veloces de la tierra que iban dejando atrás, las esculturas torcidas y sedientas de las plantas luchando por preservar su agua, como para decirle al resto del desierto moribundo que había esperanza y que a pesar de las aparien­cias, aún no habían muerto.

-¿Crees que la biznaga puede leer y yo no? Eres un tonto, gringo. Yo soy analfabeta, pero también me acuerdo. No puedo leer los papeles que guardo para mi gente, eso me hace el favor de hacerlo por mí el coronelito Frutos García. Pero yo sé lo que mis papeles significan mejor que los que puedan leerlos. ¿Te enteras?

El viejo sólo contestó que la propiedad cambia de manos, así operan las leyes del mercado; no hay riqueza que nazca de una propiedad que nunca circula. Sintió un rubor ca­liente en la mejilla junto a la ventana y por un minuto cre­yó que su temperatura era sólo la sensación interna del sol que cada atardecer nos abandona con un destello de terror. Suyo y nuestro: miró derecho a los salvajes ojos amarillos de Tomás Arroyo. El general se pegó repetidas veces con el dedo índice en la sien: todas las historias están aquí en mi cabeza, toda una biblioteca de palabras; la historia de mí pueblo, mi aldea, nuestro dolor: aquí en mi cabeza, viejo. Yo sé quién soy, viejo. ¿Lo sabes tú?

No fue el sol lo que, ausentemente, quemó la mejilla del gringo viejo junto a la ventana. Era un fuego en el llano. El sol ya se había puesto. El fuego tomó su lugar.

-Ah qué los muchachos -suspiró con una especie de or­gullo el general Arroyo.

Corrió hasta la plataforma trasera del carro y el viejo lo siguió con toda la dignidad posible.

-Ah qué los muchachos. Se me adelantaron.

Señaló hacia el incendio y le dijo, mira viejo, la gloria de los Miranda convertida en puritito humo. Les había dicho a los muchachos que llegaría al atardecer. Se le adelan­taron. Pero no le quitaron su placer, sabían que éste era su placer, llegar cuando la hacienda agarraba fuego.

-Buen cálculo, gringo.

-Mal negocio, general.

 

La banda tocó la marcha Zacatecas cuando el tren entró a la estación de la Hacienda Miranda. El gringo no pudo distinguir el olor de hacienda quemada del olor de tortilla quemada. Una niebla espesa y cenicienta envolvía a hom­bres y mujeres, niños y cocinas improvisadas, caballos y ga­nado suelto, trenes y carretas abandonadas. El griterío de las órdenes del coronelito Frutos García e Inocencio Mansalvo se dejaba oír encima del otro tumulto, insensible y casi natural:

-Convoy, alt...!

-¡El maíz del caballo de mi general!

-!Brigada alerta!

-¡Vamos a echarnos un zarampahuilo!

Ladraron los perros cuando el general Arroyo descendió del carro y se puso su sombrerote cuajado de parrería de plata como una corona de guerra sobre su faz ensombrecida. Levantó la mirada y vio al gringo. Por primera vez, el viejo mostraba miedo. Los perros le ladraban al extranjero que no se atrevía a dar el siguiente paso sobre el peldaño para bajar a tierra.

-A ver -le ordenó a Inocencio Mansalvo-, espántele los perros aquí al general gringo -luego le sonrió-. Ah, qué mi gringo valiente. Los federales son más bravos que cual­quier canijo perrito de éstos.

No había placer en la cara de Arroyo mientras el gringo viejo lo siguió, alto y desgarbado, contrastando con la forma más baja, joven, muscular y dramática del general, cami­nando por el llano polvoso más allá de la estación al vasto caserío en llamas con un clamor metálico de espuelas y cin­turones y pistolas y artillería rápidamente retirada y el murmullo tardío del viento del desierto sobre las únicas hojas a la mano: las del sombrero de mi general.

Un silbido colectivo se impuso a todos y el gringo viejo miró, con un temblor atávico, las filas de los colgados de los postes de telégrafo, con las bocas abiertas y las lenguas de fuera. Todos silbaban, meciéndose en el suave viento de­sértico, desde la alameda que progresaba hacia la hacienda incendiada.

 

VI

 

Allí estaba ella. En medio de la muchedumbre, luchando y empujando y tratando de encontrar su lugar, mirando todas las caras que se reunían, intentando ser testigo del es­pectáculo; de en medio de la multitud silenciosa de som­breros y rebozos emergieron esos ojos grises combatiendo por retener un sentido de la identidad propia, de la dignidad y el coraje propios en medio del vertiginoso terror de lo imprevisto.

El viejo la miró por primera vez y se dijo: Seguro que vino prevenida.

Y sin embargo allí estaba, sin duda terca como una mula y poco realista: al verla, reconoció a muchísimas muchachas comparables, que él había conocido en su vida, incluyendo a su esposa cuando era joven, y a su hermosa hija. Ahora se preguntó con qué la asociaría si la hubiese conocido en otra parte, y otra parte quería decir: el lugar apropiado, las cir­cunstancias que le eran naturales a ella. Una señorita apro­piada. No, más que eso, una señorita de maneras propias tratando de seguir las instrucciones de su madre para con­vertirse en una mujer instruida. Una joven matrona, den­tro de muy poco tiempo. Todavía no, todavía dependiente de su dinero para alfileres.

¿Qué iba a decir? ¿Qué se esperaba de ella? ¿Cuáles eran sus lugares comunes, como la moronga y el gusanito de mi general? "Soy ciudadana norteamericana. Exijo ver a mi cón­sul. Tengo ciertos derechos constitucionales. No pueden detenerme aquí. No saben con quién tratan." No. Nada de eso. La detuvieron a la fuerza porque la hacienda estaba en llamas, y acaso sintieron en su hueso y en su músculo algo que decía que ella vino aquí a trabajar y a vivir y a perma­necer y nadie iba a fumigarla como a un insecto para que saliera corriendo del lugar donde estaba empleada y donde le habían pagado ya un mes entero de salario anticipado.

Pues esto, en efecto, es lo que estaba diciendo con un acento que el viejo situó en el este, la costa atlántica, Nueva York sin duda, pero en seguida se sintió obligado a irse a la deriva, un poquito más al sur, la más ligera entonación de Virginia superpuesta a Manhattan. De todos modos, sólo él parecía entenderla, quizás el general un poquito también, pues había estado en El Paso, dijo, exilado quizás o quizás contrabandeando armas, imaginó el gringo viejo.

-He recibido mi pago y permaneceré aquí hasta que la familia regrese y yo pueda instruir a los niños en la lengua inglesa y merecer mi sueldo. So!

Arroyo la miró con una sonrisa preparada especialmente para meter miedo, pero en seguida se soltó riendo; una risa tonta pero poderosa, juvenil y con una experiencia extrema de la estupidez humana; el viejo diría siempre que en ese momento Arroyo le pareció un payaso trágico, un bufón al que había que tomar en serio. Cuando interpretó las palabras de la mujer para su gente, los hombres se rieron abiertamente, mientras que las mujeres sólo hicieron ruidos de ave embozadas por sus rebozos. Dice que le va a enseñar el inglés a los escuincles Miranda, ¿oyeron eso? Cree que van a regresar, ¿oyeron? A ver, Chencho, dile la verdad, pues que nunca más van a regresar, señorita, se fueron muy a tiempo a Paris de Francia; apenas sintieron que la lumbre les lle­gaba a los aparejos vendieron la hacienda y se compraron por allá un caserón; nunca han de regresar, gritó la Gardu­ña meneando las tetas muy oronda con su ramillete de flores muertas, se la vacilaron nomás, señorita, la hicieron ve­nir por nada, nomás para hacernos creer que no se iban, dijo con voz más mesurada el coronel Frutos García, y la Garduña:

-Nos dejaron a todos chiflando en la loma, se-ño-rrita.

-Que quiere decir con el niño en brazos -dijo en inglés el viejo. Ella lo miró. Era difícil ver a nadie en la confu­sión de humo y fuego y rostros extraños, pero ella lo miró a él.

-Ayúdeme -murmuró.

El viejo supo que a ella no le era fácil decir esto, pedir auxilio de alguien; lo vio en su mentón, en sus ojos, en la marea de sus pechos. El viejo supo allí mismo que a él le correspondería mirar a través de los actos y las palabras de esta muchacha, respetando ambos, pero ella no estaba tra­tando de engañar a nadie, sólo intentaba ponerse de acuer­do con ella misma, con la lucha que él pudo ver en la trans­parencia de su ser femenino. La miró y se dijo que ella era todo lo que él sabía, "pero tiene el derecho de ocultarme lo que es y yo la obligación de respetarlo". Una muchacha independiente pero no rica ni acomodada, y no a causa del dinero para alfileres, o sea lo que en México se llamaba la mesada, o de la educación familiar. "Incómoda porque está aquí igual que yo, luchando por ser." Era una muchacha transparente y el gringo, al mirarla, se dijo que quizás él también lo era, después de todo. "Hay gente cuya objetivi­dad es generosa porque es transparente, todo se puede leer, tomar, entender en ellas: gente que porta su propio sol para iluminarse."

Arroyo los miró detrás de sus párpados como ranuras, al gringo primero, luego a la gringa. Arroyo era opaco, su opacidad era su virtud, se dijo el viejo al observarlo. Su ge­nerosidad era su enigma: tenía que ser desentrañado para ser entendido y darse. La mitad del mundo era transparente; la otra mitad, opaca. Arroyo: algo veloz y oculto en el fondo de su mirada de mapache; algo corriendo de aquí para allá dentro de su cerebro.

-Seguro: Tú ocúpate de ella, general indiano. Tú ve que no corra ningún peligro.

Arroyo se fue con su gente como una marejada y ellos se quedaron solos, una pareja mirándose intensamente, el viejo exigiéndose una vigilancia extrema contra su tenden­cia periodística al estereotipo veloz a fin de que las masas estúpidas entendieran pronto y se sintieran halagadas por ello: un membrete para todo, ésta era la Biblia de su jefe míster Hearst. Caminó pocos metros detrás de ella, haciendo que se sintiera protegida pero en realidad observándola, la manera de andar, la manera de portarse, los pequeños movi­mientos de orgullo herido, seguidos de arranques resuel­tos de afirmación. Para su periódico hubiera escrito en uno de los extremos que le encantaban a Hearst: una mujer­zuela disfrazada de maestra de escuela, o una maestra de escuela en busca de la primera aventura real de su vida. Aunque también podía adoptar la perspectiva de un caba­llero de los estados algodoneros y preguntarse, sencillamen­te, si esta muchacha del norte sabía con certeza qué cosa era la cabal


Date: 2016-01-05; view: 652


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