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La cañada de los Lobos

 

Pese a todas estas medidas, los libros franceses penetraron en territorio español sorteando las dificultades.

N. Bas Martín. El Correo de la Ilustración

 

 

Abordé el último capítulo de esta historia con otro problema por resolver. Uno de los episodios decisivos en la aventura de los dos académicos, narrado sólo en parte —aunque con interesantes detalles— en el informe que don Hermógenes Molina escribió para la Academia a su regreso, estaba relatado por el bibliotecario de forma confusa, con ciertas imprecisiones topográficas que me desconcertaron, pues mencionaba un paraje próximo a la raya de España que, sin embargo, don Hermógenes vinculaba al nombre de un lugar más bien alejado de ésta. Eso me dio cierto trabajo con el antiguo mapa de Francia, así como con las guías de caminos y postas, intentando establecer el paisaje exacto donde habían ocurrido los hechos notables que aún quedaban por narrar.

Para ese momento de la historia, los dos académicos, a bordo de la berlina conducida por el mayoral Zamarra, con sus equipajes y los veintiocho volúmenes de la Encyclopédie empaquetados en la baca del coche, habían recorrido ya la mayor parte del camino de la capital francesa a Bayona y la frontera. El viaje, según se deduce de la ausencia de incidentes consignados en el informe final, transcurrió sin nada especial que señalar, a medida que el carruaje iba de París a Orleans por el camino real y de allí descendía a lo largo de la ribera del Loira, sin otros percances que los habituales en esa clase de largos viajes, los traqueteos del carruaje, el polvo y las incomodidades propias de posadas y postas no siempre de primera categoría. Sabemos que don Hermógenes tuvo una leve recaída en las fiebres catarrales que ya lo habían maltratado en París, lo que les hizo perder un par de días en Blois, esperando a que se repusiera, y que una crecida del río y la rotura de un puente de madera, unidos a fuertes lluvias y abundante barro en el camino, los hicieron desviarse y perder otros dos días en las proximidades de Tours. De cualquier modo, ésos eran inconvenientes naturales, propios de todo viaje de la época, y los dos académicos se enfrentaron a ellos con la resignación habitual de hombres de su tiempo. Así, cambiando en las postas los caballos de la berlina, leyendo, dormitando o conversando con la amistosa intimidad que esta aventura había establecido entre ellos, don Hermógenes y don Pedro fueron cubriendo etapas en tiempo razonable: Poitiers, Angulema y Burdeos quedaron atrás, y al decimocuarto día de viaje se adentraron los dos viajeros en las boscosas landas bajo el Garona.

Me detuvo en este punto el problema que mencioné antes. El relato del bibliotecario, impreciso en ciertos detalles, me hizo creer al principio que los sucesos que vendrían a continuación habían tenido lugar en el paisaje quebrado del Pirineo; pero tras estudiar bien su informe, las guías de caminos, los mapas de la época y rastrear la ruta recorrida, comprendí que el buen don Hermógenes, sin duda bajo la impresión de lo ocurrido, confundió un par de nombres y lugares, acercándolos más a la frontera de lo que estaban en realidad. Sin embargo, la descripción de uno de los momentos decisivos del incidente, relativa a su escenario, me proporcionó algunas pistas concretas que, con ayuda de mapas modernos y localizaciones aéreas, pude aprovechar de modo satisfactorio. La descripción, sobre todo, de un recorrido hecho pasando junto a un castillo, un puente y luego, a la derecha y junto al río, una iglesia medieval con un alto campanario, todo rodeado de pinos, encinas, huertas y frutales coincidía casi punto por punto con una de las imágenes satélite que confirmé en Google. Los árboles mencionados por don Hermógenes, aunque aún permanecían visibles, habían retrocedido mucho a causa de la expansión urbana registrada por el pueblo de unas trescientas almas en los dos siglos y medio transcurridos desde entonces. El bibliotecario mencionaba un lugar llamado la gorge des Loups —cañada de los Lobos—, próximo al río, pero no pude localizar ese sitio, seguramente desaparecido con la tala de bosques y las construcciones modernas. Pero el castillo, o más bien lujosa residencia de algún noble de la época, seguía estando allí; y tras la curva del río pasado un puente, a la derecha, se alzaba el campanario de una iglesia gótica que presidía el lugar, donde había estado el casco antiguo del pequeño pueblo que entonces la rodeaba. Su nombre era Tartas, y concluí que probablemente se trataba del lugar al que se refería el bibliotecario.



Lo que allí había ocurrido, en el pueblo y sus alrededores, era importante: decisivo para el desenlace de esta historia. Así que, dispuesto a rematarla con solvencia, viajé a Tartas provisto de mis mapas, mis notas y una copia del informe final elevado por don Hermógenes a la Academia. Lo hice en un automóvil alquilado en San Sebastián, con el que pasé la frontera y conduje hasta las orillas del Adour, cuyo curso seguí por caminos secundarios hasta la confluencia con el río Midouze y el pueblo de Tartas. Éste ya era muy distinto al del siglo XVIII, por supuesto, pero las referencias principales seguían siendo las mismas. Tuve además la suerte de que el lugar, una de las messageries o postas para carruajes y diligencias del camino de París a Hendaya mencionadas por el marqués de Ureña en su Viaje, estuviera descrito por éste con mucha precisión. Pude así establecer que, con muchas probabilidades, la descrita como buena, aseada, para cuarenta o más personas y todo el equipaje para las bestias era la misma posada frente a la que se detuvo la berlina de los académicos un lluvioso atardecer después de hacer cinco leguas desde Mont-de-Marsan. Una vez allí, don Pedro y don Hermógenes, cansados y hambrientos, molidos por el traqueteo, descendieron del carruaje manchado de barro para descansar; ignorando, todavía, que esa noche y el día siguiente iban a ser pródigos en dramáticos sobresaltos.

 

Por su parte, Pascual Raposo está decidido a facilitar los sobresaltos en cuanto le sea posible. Apoyado en el arzón de su caballo, con las solapas del capote subidas hasta las orejas y el sombrero calado hasta las cejas, el jinete solitario observa de lejos la berlina detenida ante la posada de Tartas. El sol se encuentra ya muy bajo, rozando el horizonte tras las nubes que se confunden en la distancia con los bosques que circundan el lugar, y las sombras empiezan a reptar por los campos grises enfangados de lluvia, alcanzando el pueblecito que se alza al otro lado del río, y del que ya sólo se distingue con cierta nitidez la torre aguzada de un campanario. Aquél es un terreno muy llano, próximo al cauce del Midouze, y la luz cenicienta del sucio anochecer, cribado de una llovizna fina e intermitente que lo empapa todo, moja el capote de Raposo, empapa el pelaje de su montura y se refleja mercurial en los charcos y rodadas paralelas, en los surcos dejados por el carruaje en el barro del camino; el mismo que salpica las patas del caballo fatigado y las botas del jinete.

Tras un rato de inmovilidad, Raposo arrima las espuelas a los flancos de su montura y avanza por el camino hacia la posada, escuchando sólo el chapoteo de los cascos en el fango. Cuando pasa junto a ella, sin detenerse, dirige una ojeada atenta a la berlina parada en la puerta, que el mayoral, cubierto con una capa encerada, se dispone en ese momento a conducir al cobertizo para carruajes. Los dos viajeros ya han desaparecido dentro del edificio, que es un caserón aislado y grande, cuadrangular, con una chimenea humeante que por un momento hace a Raposo, irritado por la humedad y el cansancio del viaje, envidiar el fuego ante el que en ese momento deben de estar calentándose los académicos en espera de una cena adecuada. De camino, floja la rienda, el jinete estudia con mucha atención el establo de los caballos de posta y los cobertizos donde se resguardan de noche los carruajes que allí se detienen; después acicatea un poco al caballo, encaminándolo hacia el puente de piedra que se distingue a lo lejos, entre la veladura de la llovizna. No es la primera vez que recorre aquel paisaje —por eso lo ha elegido para su propósito—, y reconoce con facilidad el pequeño castillo solitario que se alza a un lado del camino, algo alejado, tras un muro de piedra y las copas de árboles que asoman sobre éste.

El ruido de los cascos se hace distinto y recio cuando resuena sobre el pavimento del puente. Bajo los arcos, el agua corre turbia y crecida, arrastrando ramas de árboles. Dejando atrás el río, Raposo dirige el caballo por el camino a la derecha, acercándose al pueblo: medio centenar de casas donde, en la penumbra que precede a la noche cerrada, sólo hay alguna luz encendida. Orientándose por la iglesia, que tiene una antigua y puntiaguda torre, Raposo busca la plaza central, donde sabe que está el ayuntamiento. Casi todo se encuentra ya oscuro cuando echa pie a tierra, ata las riendas a una argolla de la pared, y mientras mira alrededor intenta orientarse entre los edificios que circundan la plaza en sombras. Al fin se golpea el capote con las manos para sacudirse el agua de lluvia y se encamina hacia uno de ellos, en cuyo dintel arde un pequeño farol que ilumina un rótulo mal pintado sobre la puerta: Aux amis de Gascogne, puede leerse. Una vez allí, empuja la puerta y entra en la taberna.

—Rediós, Raposo, ¿eres tú o tu fantasma?... Cuánto tiempo.

El tabernero, que estaba sentado ante la chimenea dando chupadas a una pipa, se ha levantado quitándosela de la boca al verlo llegar. Sorpresa, primero. Sonrisa, luego. Mano extendida, al fin —le falta el dedo índice en la derecha—. Durán, se llama el individuo. Flaco, huesudo, pelo espeso y lleno de canas. Ojos bregados de perro viejo. De fiar según para qué y para quién. Español de Valencia, casado con francesa, establecido allí desde hace tiempo. Antiguo compadre del viajero que ahora se quita el capote mojado, toma asiento frente al fuego y extiende las botas embarradas para calentarse los pies entumecidos. La taberna es un lugar agradable, con trofeos de caza en las paredes y una mesa larga, corrida y limpia, con bancos. Sólo están allí el tabernero y un individuo que, ajeno a todo, dormita junto a una jarra de vino, apoyada la cabeza en los brazos, al extremo de la mesa.

—¿De dónde sales?

—De esa puta lluvia.

En el mundo peculiar de Pascual Raposo, las palabras de más nunca se pronuncian. Sobran. A menudo conviene no saber o contar sino lo imprescindible, en especial cuando eres un antiguo camarada que aparece de improviso y, con la confianza de los viejos hábitos, ocupas un lugar junto al fuego y extiendes la mano para que te pongan en ella un vaso de vino caliente. De manera que Durán no hace otras preguntas que las imprescindibles, y Raposo no da más respuestas que las oportunas. Sigue luego, mientras las ropas del recién llegado humean por el calor —al rato se pone en pie, de espaldas a la chimenea y pegado a ella, para secarse del todo—, un intercambio de referencias comunes: amigos, lugares, recuerdos. Lo que aceita las ruedecillas secas de cualquier vieja amistad.

—Ahorcaron a Nicolás Augé.

—No me digas.

—Como te lo cuento. El año pasado.

—¿Y su hermano?

—Arrastrando una bola con cadena en el presidio de Tolón.

Tuerce Raposo la boca al oír aquello.

—Mala suerte.

—Sí.

—No se puede ganar siempre.

—Ésa es la verdad... Y a veces, nunca.

El recién llegado mira suspicaz al fulano que duerme al extremo de la mesa; y Durán, que sorprende el gesto, hace un ademán quitándole importancia.

—¿Qué te trae por aquí?

—Negocios.

—¿De qué clase?

Raposo vuelve a mirar al que dormita; y Durán, tras pensarlo un momento, va hasta él y lo zarandea.

—Ahueca, Marcel, que voy a cerrar. Vete a casa a seguir durmiéndola. Anda.

Se levanta aturdido el otro y se deja llevar por el tabernero hasta la puerta, obediente. Cuando se quedan solos, Durán le sirve más vino a Raposo, que ha vuelto a sentarse.

—¿Quieres comer algo?

—Luego —Raposo se pasa una mano por las patillas y la cara sin afeitar, cuya piel grasienta brilla a la luz del fuego—. Ahora quiero que me respondas a un par de cosas.

Lo estudia el otro con renovado interés.

—Pareces cansado —concluye.

—Lo estoy, y mucho. Acabo de tragarme cinco leguas a caballo, con este tiempo perro.

—Tus motivos tendrás —Durán sonríe ahora, expectante.

—No te quepa.

Un trago de vino. Y otro. El viajero se calienta las manos con el vaso.

—Ahí van las preguntas —anuncia.

Guiña un ojo Durán mientras enciende de nuevo la pipa, que se le ha apagado, con una brasa de la chimenea.

—Si conozco las respuestas...

—Las conoces.

Metiendo los dedos en un bolsillo del chaleco, Raposo saca tres luises de oro, los hace resonar en la palma de la mano y se los vuelve a guardar. Asiente el tabernero mientras echa humo, como quien conoce la música.

—Tú dirás.

—¿Tienes buenas relaciones con las autoridades locales?

—Muy buenas. El alcalde es amigo, y viene con frecuencia. Se llama Rouillé y es padrino de mi hija. Aquí nos conocemos todos... Sólo somos trescientos ochenta vecinos, contando las casas de los alrededores.

—¿Cómo andáis de policía?

Durán mira con súbita desconfianza a su interlocutor y da una larga chupada a la pipa. Al cabo de un instante desarruga el ceño.

—Un sargento y cuatro soldados de esa guardia rural que aquí llaman Maréchaussée... Vigilan el relevo de postas en la posada que está al otro lado del río, y echan un vistazo a la gente de paso. Pero tampoco es que se esfuercen mucho.

—¿Dónde tienen la caserna?

—Ahí mismo, en el ayuntamiento... Junto a la iglesia.

—¿Dependen los guardias del alcalde?

Durán expulsa una bocanada de humo.

—En la práctica, sí. Están asignados a la guarnición de Dax, pero todos son de este pueblo, incluso el sargento.

Ahora Raposo sonríe esquinado, con un lado de la boca. Carnicero y peligroso.

—¿Y qué crees que harían si supieran que en la posada hay dos espías ingleses?

—No fastidies —exclama Durán.

 

Tienen las maletas abiertas sobre un gran arcón de madera, sin deshacer del todo, y charlan como de costumbre antes de irse a dormir. La cena ha sido razonable —estofado de liebre, embutido y queso, con un poco de vino del país—, y aún permanecieron un rato de conversación frente al fuego. Ahora don Pedro y don Hermógenes están ya en la habitación que comparten: un cuarto espacioso de dos camas separadas por un biombo de caña y tela pintada, con una estufa de hierro que apenas calienta pese a que acaban de meterle dentro varios gruesos trozos de madera. Por eso demoran el momento de meterse en la cama y siguen hablando sentados en sillas junto a la estufa, a la luz de una vela puesta en su palmatoria sobre la mesa de pino sin barnizar, donde hay apilados varios libros junto al informe del viaje que don Hermógenes redacta para la Academia. Están relajados, en chaleco y mangas de camisa el almirante, con una manta por encima de los hombros el bibliotecario. Hablan de zoología, de matemáticas, del nuevo jardín de plantas que bajo protección real está a punto de abrirse en Madrid, de la necesidad de una Academia de Ciencias en España, en la que deberían ingresar los más selectos geómetras, astrónomos, físicos, químicos y botánicos. Los dos amigos conversan en el tono afectuoso de siempre, cuando escuchan pisadas en la escalera y fuertes golpes en la puerta.

—¿Qué ocurre? —se inquieta don Hermógenes.

—No tengo la menor idea.

El almirante se levanta a abrir. En el umbral hay cuatro hombres, uniformes azules con vueltas rojas y correajes blancos. Su aspecto es poco simpático. Las bayonetas caladas en los fusiles reflejan la luz del farol que uno de los uniformados sostiene en alto. Éste lleva el distintivo de sargento en la casaca y apoya la otra mano en la empuñadura del sable envainado.

—Vístanse y sígannos.

—¿Perdón?

—Que se vistan y vengan con nosotros.

Don Pedro cambia una mirada de estupor con don Hermógenes.

—¿Se puede saber qué...?

Sin darle tiempo a terminar la frase, el sargento apoya una mano en el pecho del almirante y lo empuja, apartándolo de la puerta.

—¿A qué viene este atropello? —pregunta don Pedro, indignado.

Nadie responde. El sargento permanece junto a él en actitud amenazadora mientras los tres guardias penetran en la habitación y empiezan a registrarlo todo, revolviendo papeles y hurgando en las maletas. Asombrado, don Hermógenes retrocede hasta la cama mientras mira con angustia al almirante.

—Exijo saber qué ocurre —dice éste.

—Ocurre —responde el sargento, brutal— que están ustedes detenidos.

—Eso es un disparate.

El otro se le encara con hosquedad. Es un veterano de aire estólido, mostacho entrecano y rostro correoso.

—Vístanse, he dicho. O nos los llevamos como están.

—¿Llevarnos?... ¿A dónde? ¿Con qué motivo?

—Eso lo hablaremos luego. Tenemos tiempo por delante.

A un gesto del sargento, uno de los guardias muestra a don Pedro la punta de su bayoneta. Todavía desconcertado, impotente, enrojecido el rostro de vergüenza e indignación, don Pedro se pone de mala gana la casaca y coge el sobretodo y el sombrero. Por su parte, mientras acaba de vestirse, el desolado don Hermógenes ve cómo los guardias requisan cuantos papeles hay en la habitación y los meten dentro de una bolsa de lona.

—No tienen derecho a hacer eso —balbucea—. Son documentos privados y somos gente respetable... ¡Por Dios!... ¡Protesto por semejante barbaridad!

El sargento ni lo mira.

—Pueden protestar lo que les dé la gana... De todo se tomará nota en las diligencias —señala la puerta—. Y ahora, salgan.

Bajan la escalera precedidos por el sargento y seguidos por los tres guardias. Abajo están el posadero, los criados y algunos huéspedes a medio vestir o en camisa de dormir, que los miran con sorpresa y suspicacia. Al mayoral Zamarra lo ven sentado a una mesa del fondo, custodiado por otro guardia, interrogado por un individuo cubierto con un largo redingote gris. Al verlos aparecer, Zamarra les dirige una mirada de desamparo.

—Aquél es nuestro cochero —dice don Pedro al sargento—. Y no ha hecho nada malo, que sepamos.

—Eso lo vamos a ver —responde seco el militar.

Salen a la oscuridad de la calle, donde muerden la humedad y el frío. El sargento camina delante, farol en mano, conduciéndolos hasta un carruaje en el que suben todos.

—¿A dónde nos llevan? —pregunta el almirante.

Nadie le responde. El carruaje avanza en la noche, primero cruzando un puente y luego junto a una hilera de casas que apenas se ven en la oscuridad. Al fin llega a una plaza, también a oscuras, junto a la que se alzan entre las sombras los muros de una vieja iglesia. Medio centenar de pasos más allá, el carruaje se detiene ante un edificio anejo al ayuntamiento, donde hacen bajar a los académicos. Dentro, en un cuarto sucio mal iluminado por un velón de aceite, hay una mesa desvencijada, algunas sillas, un reloj parado, un armero para fusiles y dos armarios abiertos con los estantes llenos de carpetas de documentos, presidido todo por una estampa coloreada de Luis XVI. Al otro lado de una puerta entreabierta se ve el portón enrejado de un calabozo.

—¿Estamos en la cárcel? —inquiere don Hermógenes, estupefacto.

—Eso parece —apunta con inquietud el almirante.

El sargento acerca un par de sillas y las coloca frente a la mesa.

—Van a sentarse aquí... Con la boca cerrada, de momento.

—Es usted un insolente, y esto es un desafuero —don Pedro se resiste a obedecer, hasta que uno de los guardias lo obliga a sentarse—. Exijo que me digan qué está pasando aquí.

El sargento lo estudia acercando el rostro exageradamente, con mucha sorna.

—¿Exige, ha dicho?

—Eso mismo, sí. Ignoro lo que ocurre, pero están yendo demasiado lejos.

—No me diga... ¿Cómo de lejos?

—Más allá de lo que permiten el decoro y la decencia.

El otro deja de sonreír y le asesta al almirante una mirada torva. Después se sienta en un ángulo de la mesa y cruza los brazos.

—Pues tenga paciencia, que se lo van a explicar muy pronto —replica, burlón—. Y ahora estén tranquilos y callados, por la cuenta que les trae, mientras esperamos.

—¿Esperar?... ¿A quién? —pregunta don Hermógenes.

—A la autoridad competente.

La mencionada autoridad se presenta un cuarto de hora más tarde. Es el individuo de redingote gris al que los académicos vieron interrogar al mayoral Zamarra cuando se los llevaban de la posada. No trae sombrero, está mal afeitado y tiene un aire malhumorado y ruin que acentúan unos labios demasiado finos, casi inexistentes, bajo una nariz pequeña y chata, una frente estrecha y unos ojos oscuros y desconfiados. Viene en compañía de un escribiente: un hombre mayor, calvo, con lentes, que trae una resma de papel y recado de su oficio. Tras entrar en el cuarto sin mirarlos ni saludar, el del redingote gris se sienta detrás de la mesa desabotonándose el abrigo, abre un cartapacio que trae lleno de notas y sólo entonces los observa largamente, en silencio.

—Díganme sus nombres —ordena al fin.

—Díganos usted el suyo —replica el almirante—. Y qué estamos haciendo aquí.

—Soy Lucien Rouillé, alcalde de este pueblo. Y las preguntas las hago yo... ¿Sus nombres?

Señala el almirante el montón de papeles que los guardias han puesto sobre la mesa, junto a los que maneja la pluma el escribiente, anotándolo todo.

—Pedro Zárate y Hermógenes Molina. Ahí tiene usted nuestros documentos de viaje, señor.

—¿Nacionalidad?

—Española.

Al oír eso, el tal Rouillé cambia una mirada de inteligencia con el sargento, que se levantó al verlo entrar y ahora asiste a la conversación de pie junto a sus hombres.

—¿Qué hacen en Tartas?

—Viajamos de París a Madrid, por Bayona.

—¿Con qué objeto?

—Llevamos libros adquiridos en París. Entre esos documentos encontrará cartas que nos acreditan como miembros de la Real Academia Española.

—¿De la qué?

Don Pedro se inclina un poco hacia la mesa. Rígido y circunspecto.

—Señor alcalde, ya que afirma que ése es su cargo: exijo que nos diga para qué nos han traído aquí.

Sin prestar atención a lo que dice el almirante, Rouillé mira algunos de los documentos que están sobre la mesa. Lo hace con indiferencia, cual si el contenido de éstos no le interesara demasiado.

—¿Alguno de ustedes habla inglés?

—Yo —dice don Pedro.

—¿Cómo de bien?

—Razonablemente.

Rouillé se vuelve un momento hacia el escribiente, para asegurarse de que ha tomado nota de eso. Después mira maligno a don Hermógenes.

—¿Y usted? —pregunta, con intención.

Niega el bibliotecario, desconcertado.

—Yo, ni una palabra.

—Qué raro.

Parpadea boquiabierto don Hermógenes.

—¿Por qué habría de ser raro?

El otro no le hace caso. Se ha vuelto hacia el almirante.

—Así que dice usted que son españoles...

—No solamente lo digo —se indigna don Pedro—. Lo somos. Yo mismo soy brigadier retirado de la Real Armada.

—Brigadier, nada menos.

La sangre sube de golpe al rostro del almirante. Don Hermógenes ve cómo aprieta los puños hasta que le blanquean los nudillos.

—No estamos acostumbrados a esta clase de trato —protesta don Pedro, con voz sofocada por la cólera.

Lo mira Rouillé con absoluta desvergüenza.

—Pues tendrán que irse acostumbrando.

El almirante inicia un movimiento brusco para levantarse, interrumpido cuando el sargento da un paso hacia él y uno de los guardias, bajando el fusil, le apoya la bayoneta en el pecho. Conmovido, don Hermógenes advierte que en la frente de su compañero brillan minúsculas gotitas de sudor. Nunca lo había visto sudar antes. De codos sobre la mesa, con los dedos de las manos entrecruzados y apoyada en ellos la barbilla, el alcalde Rouillé asiste indiferente a la escena.

—El hombre que está bajo custodia en la posada —pregunta—, ¿es su cochero?

Toma don Hermógenes la palabra, abnegado, en un intento por suavizar las cosas.

—En efecto —confirma—. Viajó con nosotros desde Madrid, y es criado del marqués de Oxinaga. Él podrá explicarle...

—Oh, ése no explica nada —Rouillé emite una risita sardónica—. Está demasiado asustado, me parece. Y seguramente con motivo. De momento, sostiene lo mismo que ustedes.

—Lógico. No hay más que...

—¿Qué libros son esos que traen?

—Veintiocho volúmenes de la Encyclopédie, obra que supongo usted conocerá. Con algunos otros títulos sueltos que hemos comprado en París.

—¿Y dice que llevan esos libros a España?

—Sí.

Rouillé modula una sonrisa astuta.

—La Encyclopédie está prohibida allí —dice, triunfal—. Dudo que les permitieran pasarla por la frontera.

—Estamos autorizados —apunta el almirante, que parece haber recobrado la serenidad.

—¿Ah, sí? —Rouillé se vuelve hacia él—. ¿Por quién?

—Por una orden real.

—Vaya. ¿Del rey de España, o del de Inglaterra?

Consciente de que aquello no va a ninguna parte, don Pedro hace un gesto de impotencia.

—Todo esto es absurdo —concluye alzando un poco las manos—. Ridículo.

—¿Qué le parece ridículo?

El almirante señala al propio Rouillé, y luego al sargento y sus hombres.

—La conversación. Estos guardias y sus bayonetas... El señor sargento y su grosera manera de comportarse en la posada.

Rouillé tuerce la boca en una mueca maligna.

—¿Oyes, Bernard? —se dirige al sargento—. Al caballero le pareces grosero.

Chasquea la lengua el aludido, sonriendo siniestro.

—Hum... Habrá que corregir eso, cuando llegue el momento.

Sostiene su mirada el almirante, con desdén. Después se vuelve hacia el alcalde.

—Usted mismo, señor, con esta manera...

Lo deja ahí, pero se intensifica la mueca del otro. Sus ojos desconfiados brillan con despecho.

—¿Ah, sí?... ¿Yo también le parezco grosero, como Bernard?... ¿O tal vez ridículo, como mi conversación?

—No he dicho eso. Digo que usted, con este interrogatorio...

—¿Sabe lo que es ridículo, señor?... Que crean ustedes que en este pueblo somos tontos.

Se miran almirante y bibliotecario, de nuevo desconcertados.

—Nosotros nunca... —empieza a decir don Hermógenes.

—Éste es un lugar pequeño, humilde —lo interrumpe Rouillé—. Pero somos buenos súbditos del rey nuestro señor... Gente honrada y despierta —acerca los dedos índice y pulgar—. No se nos escapa ni tanto así.

—Esto es un malentendido —dice don Pedro tras otro momento de estupor—. Sin duda nos confunden con alguien... No sé de qué clase, pero está cometiendo usted un grave error, señor alcalde.

—Eso ya se verá. De momento hay demasiados cabos sueltos en esta historia.

Señala el almirante los papeles que están amontonados sobre la mesa.

—En esos documentos tiene usted justificación de todo.

Rouillé se encoge de hombros.

—Estos documentos serán revisados a su tiempo, se lo aseguro. Y con mucho cuidado. De momento, y mientras se aclara todo, permanecerán aquí.

—Mientras se aclara, ¿qué?... ¿Puede decirnos de una vez qué demonios está pasando?

—Es muy simple: están detenidos en nombre del rey.

—¿Qué dice usted? —protesta don Hermógenes—. En una nación culta, como lo es Francia, un rey debe ser un padre que castiga cuando hace falta, no un amo bárbaro que aprisiona sin garantías, ni justicia...

—No se canse, don Hermes —dice el almirante—. Estos señores no parecen estar para sutilezas retóricas.

—Enciérrenlos —ordena Rouillé a los guardias.

—¿Encerrarnos? ¿Está usted loco? —el almirante se ha puesto en pie—. Somos académicos, le digo. Le doy mi palabra de que...

Lo interrumpe la mano del sargento, que lo agarra con mucha desconsideración por un hombro. Vejado en su dignidad, por simple instinto, don Pedro la aparta de un manotazo. Intenta el otro asirlo de manera más violenta y se resiste el almirante con insospechada energía, rechazando a los guardias que se abalanzan sobre él. Al ver tratar así a su amigo, don Hermógenes se levanta e intenta socorrerlo, pero recibe un culatazo que vuelve a echarlo sobre la silla. Todo es entonces confusión y forcejeo: Rouillé da voces, los guardias se emplean a fondo y los dos académicos acaban cercados de bayonetas, sujetos con firmeza, llevados a la fuerza, casi a rastras, y arrojados al calabozo de la otra habitación.

 

La noche es negra, sin estrellas. Ha dejado de llover, aunque el suelo sigue enfangado y el farol que ilumina la entrada de la posada se refleja en los charcos del camino. Es la única luz visible, y Pascual Raposo está inmóvil ante ella, pensativo, envuelto en su capote y con el calañés metido hasta las cejas. La brasa de un cigarro le ilumina la parte inferior del rostro a cada chupada.

Un ruido a su espalda le hace volver la cabeza. Una sombra que proviene del puente se perfila en la oscuridad, destacándose hasta convertirse en silueta. Un momento más tarde, el tabernero Durán, que blasfema porque ha metido las botas en el fango, estrecha la mano de Raposo.

—¿Qué tal por el pueblo? —se interesa éste.

—Todo en orden. Tus dos pájaros en una jaula y el alcalde feliz de la vida.

—¿Qué va a pasar con ellos?

—Seguirán allí hasta que por la mañana avisen al chevalier D’Esmangart.

—¿Quién es ése?

—El fulano que vive en el castillo que está más allá de la posada; el que se ve desde el camino cuando vienes de Mont-de-Marsan. Es un noble, dueño de medio Tartas incluidos bosques y cotos de caza, que hace las veces de prefecto de toda esta zona: nuestra autoridad oficial para asuntos locales... Rouillé, el alcalde, está escribiendo un informe para que lo lleven a su casa.

—¿Y cuándo irá a verlos o decidirá sobre ellos, ese chevalier?

—Ni idea. Es de los que se levantan tarde, menos cuando sale a cazar. Dudo que se moleste antes del mediodía.

Da Raposo otra chupada al cigarro.

—¿Cómo se lo tomaron, aquellos dos?

—Creo que bastante mal. Según me ha contado Rouillé, hasta se pusieron gallitos y hubo que meterles mano.

Sonríe Raposo en las sombras, imaginando la escena.

—¿Cuánta mano, dices?

—La suficiente para que se calmaran... Por lo visto. Bernard, el sargento de guardias, les tenía ganas. Los veía muy estirados, sobre todo al más alto.

Da una última chupada Raposo al cigarro y lo deja caer al suelo, entre sus botas.

—¿Conoces al guardia que se ha quedado aquí?

—Sí. Jarnac, se llama...Un buen muchacho. Casado con la hija del panadero, que es prima de mi mujer.

—Joder... Aquí todos sois parientes o compadres.

—Casi. Y como ves, tiene sus ventajas.

—Pues vamos a charlar un poco con ese pariente tuyo.

—Como quieras —los dos hombres echan a andar hacia la posada—. Y oye... ¿De verdad esos dos abuelos son espías ingleses?

—Así lo tengo entendido.

—Espero que esto no me enrede mucho la vida. Ya me entiendes.

—¿Por qué te la iba a enredar?... Tú, recuerda, te has limitado a entregar a la autoridad una carta anónima que dejó un viajero en tu taberna.

—Ya. Pero si preguntan por él...

—Si preguntan, les dices que dejó la nota y se fue. Y que no eres responsable de nada. Te limitaste a cumplir con tu deber de buen vecino y ciudadano.

—¿Pero son espías de verdad, o no?

—Mira, Durán... Piensa en los luises que te he metido en el bolsillo y no me toques los huevos.

Encuentran a Jarnac de charla con el posadero, sentado ante la chimenea y con el fusil apoyado en la pared. El guardia es un individuo de edad mediana y aspecto simple. Se ha desabrochado la casaca y alterna mordiscos a un trozo de queso con sorbos de un vaso de vino. Durán presenta a Raposo como viejo conocido y viajero de paso, interesado por el incidente de los dos espías ingleses, y durante un rato conversan sobre ello. Jarnac confirma que el mayoral que acompañaba a los dos viajeros está arriba encerrado en un cuarto, que el coche se encuentra en el cobertizo de carruajes y los caballos desenganchados en el establo de la posta.

—¿Qué han hecho con el equipaje? —inquiere Raposo.

—Nada todavía —responde el guardia—. El de los detenidos está en su habitación, excepto los papeles requisados que se llevaron mis compañeros, y el resto aún sigue encima de la berlina... Mañana nos ocuparemos de eso, supongo.

Todavía charlan un buen rato, que emplea el posadero en lamentar lo inseguro de los tiempos que corren, la gente tan diversa que allí suele parar, la perfidia de los ingleses y la oportunidad de que gente como el buen amigo Jarnac, sus camaradas y su sargento se encarguen de la ley y el orden. Al cabo de un rato, cuando considera que el ambiente ya está lo bastante relajado, Raposo se pone en pie, paga la ronda de vino y dice que va a echar un vistazo a su caballo, al que dejó sin avena en el establo. Tras cambiar una mirada de inteligencia, Durán se ofrece a acompañarlo. Abotonándose el capote, Raposo enciende un farol y sale al exterior acompañado del tabernero, al frío húmedo de la noche que sigue oscura y cerrada, camino de los establos y el cobertizo. Este último es una estructura de madera y tejas que protege a los carruajes de las inclemencias del tiempo. Sólo está allí la berlina de los académicos, negra e inmóvil, con la lanza del tronco de caballos apoyada en un tocón de madera.

—¿Qué buscas aquí? —se interesa Durán.

—Tú calla y atiende. Aunque luego no habrás visto nada.

En la baca, todavía cubierto por una lona, está el resto de equipaje de los académicos. Encaramándose a una escalera de mano, Raposo levanta un poco la lona e ilumina los bultos con el farol.

—No deberías tocar eso —dice el tabernero.

—Cierra el pico, carajo.

Los paquetes de la Encyclopédie son siete, grandes, bien envueltos con tela encerada e hilo bramante. Raposo los palpa y apenas se permite una leve sonrisa de satisfacción mientras hace cálculos. Peso y dimensiones. Manera de llevárselos. Bastará con una caballería extra, concluye. Dos bultos a la grupa de su caballo y cinco a lomos de otro animal. Al fin y al cabo tiene los planes hechos, conoce el paraje y no se trata de ir muy lejos.

—Voy a necesitar una mula, Durán.

 

Amanece, al fin. La luz gris que entra por una claraboya de vidrios sucios ilumina el rostro fatigado del almirante, que ha estado dormitando de mala manera encogido de frío, tumbado en un poyo de piedra sobre un jergón de hojas de maíz, cubierto con su abrigo y una manta vieja y sucia. Ahora, entumecido, intentando establecer que lo que vive es real y no una pesadilla, don Pedro se pasa una mano por el rostro sin afeitar, parpadea y mira a don Hermógenes, que está tumbado sobre otro jergón, tapado con la capa y con otra manta tan mugrienta como la suya, mirándolo con ojos legañosos. Insomnes.

—¿Lleva mucho tiempo despierto? —le pregunta don Pedro.

—Toda la noche.

Con un esfuerzo penoso, el almirante aparta la manta y se sienta, apoyando la cabeza entre las manos.

—¿Cuánto durará este disparate? —pregunta don Hermógenes.

—No lo sé.

La puerta del calabozo tiene una reja en la parte superior, y por ella puede verse el pasillo a oscuras y una puerta cerrada. Don Pedro se levanta, desentumece como puede sus miembros doloridos, se arregla un poco la ropa desordenada, mira alrededor y se acerca a la reja. Una vez allí, asido a los barrotes, llama sin que nadie responda. Cuando se vuelve, impotente, encuentra la mirada angustiada del buen don Hermógenes, que lo contempla como si en su mano o en su voluntad estuviera la solución de todo aquello.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta el bibliotecario.

—Es evidente que nos confunden con otros.

—Qué locura. ¿Con quiénes?

—No tengo ni idea.

La celda es larga y estrecha, con paredes húmedas y llenas de arañazos e inscripciones obscenas. En un rincón hay un recipiente de hojalata para que los presos hagan sus necesidades. Los dos lo utilizan para orinar, sustrayéndose con el mayor pudor posible a la mirada del otro.

—Esto es indigno —comenta don Hermógenes.

Hace memoria el almirante, intentando reconstruir lo ocurrido. Las circunstancias que los han llevado allí. Todavía confuso, intrigado, busca interpretar la actitud de los guardias, la grosería del sargento, la mala fe del alcalde Rouillé.

—Esas alusiones a Inglaterra —concluye— dan mala espina.

—¿Y qué hay con eso?

—Francia está en guerra, como España. Es posible que nos tomen por agentes extranjeros.

Don Hermógenes abre mucho la boca.

—¿A usted y a mí?... ¡Qué cosa más peregrina!... ¿Y qué íbamos a hacer en estos parajes?

El almirante ha vuelto a sentarse sobre el jergón, con el abrigo sobre los hombros. Reflexionando.

—Estamos teniendo muy mala sombra —comenta—. Primero aquel robo en París, y ahora esto.

—Santo Dios —se sobresalta el bibliotecario—. ¿Cree que puede haber relación?

Don Pedro lo piensa un poco más.

—No, realmente no lo creo —concluye—. Pero sorprende tanto incidente. Tanta mala suerte.

—Es posible que...

Un ruido de cerrojos interrumpe al bibliotecario. Un farol ilumina el pasillo, y en él aparecen algunas personas. Don Pedro reconoce al alcalde Rouillé, al sargento Bernard y a uno de los guardias de la noche anterior. Los acompaña un individuo alto, de mediana edad y aspecto distinguido, que lleva el pelo sin empolvar recogido en una coleta y viste ropas de campo, o de caza.

—Éstos son los pájaros —dice Rouillé, zafio.

El desconocido se acerca a la reja y contempla largamente a los dos académicos. Lo hace entre curioso y suspicaz.

—Soy el chevalier D’Esmangart, y hago funciones de prefecto en este lugar —dice con sequedad—. Iba a salir de caza cuando me avisaron... ¿Quiénes son ustedes?

—El brigadier Zárate y don Hermógenes Molina —responde el almirante—, miembros de la Real Academia Española.

Los mira perplejo el otro. Tiene, observa don Pedro, unos ojos grises y tranquilos que parecen inteligentes.

—¿La de la lengua castellana, de Madrid?... ¿La que edita el Diccionario?

—La misma.

—¿Y qué hacen en Tartas?

—Nos dirigimos a Bayona con un cargamento de libros comprados en París.

El chevalier D’Esmangart se queda unos instantes meditando sobre lo que acaba de escuchar. Después dirige una mirada al alcalde Rouillé y acaba volviéndose de nuevo hacia los académicos.

—¿Pueden acreditar su identidad?

—Naturalmente —responde el almirante con mucha serenidad—. Nuestros documentos de viaje, con sello de las autoridades francesas, han sido confiscados con el resto de papeles... Anoche estaban en una mesa, ahí afuera.

D’Esmangart hace ademán de que los traigan, y el sargento sale a por ellos. Pensativo, el chevalier mira de nuevo a Rouillé.

—¿Quién los denunció?

—Un viajero. En la taberna de Durán.

—¿Y dónde está ese viajero?

—No sé —el alcalde duda un momento—. Puede que siguiera camino... Pero dejó una nota.

La saca del bolsillo y se la entrega al chevalier. Éste lee, frunce las cejas y la pasa a don Pedro entre los barrotes. Está escrita en francés:

 

Es mi dever como buen súdito notiphicar que en la posada hay dos spías yngleses que viajan de Paris a la frontera. Viva Francia y viva el rei.

—Es lo que imaginábamos, don Hermes —indignado, el almirante devuelve la nota al chevalier—. Nos han denunciado como espías.

—¿Cómo?... ¿Quién firma esa infamia?

—No sé. No lleva firma. Es una carta anónima.

—Santo Dios... ¿Nos tratan así a causa de un anónimo?

El sargento regresa con algunos de los documentos principales, entre los que el almirante reconoce los pasaportes y los permisos de viaje. A la luz del farol que sostiene en alto el alcalde, D’Esmangart lo lee todo con detenimiento, mira a los prisioneros y vuelve a leer. Al cabo pliega los papeles, ordena que abran la celda y todos pasan al despacho donde don Pedro y don Hermógenes fueron interrogados la noche anterior. Tras ofrecer las mismas sillas a los académicos, el chevalier ocupa el asiento detrás de la mesa mientras Rouillé, el sargento y el guardia permanecen de pie.

—¿Han comido ustedes algo?

El tono parece ahora suavizado. Más cortés.

—Nada desde anoche —responde don Hermógenes.

—En seguida nos ocuparemos de eso —D’Esmangart ordena al guardia que vaya a buscar dos tazones de caldo, pan, una jarra de agua y toallas, y luego se dirige al alcalde—. ¿Quién trajo esta carta?

—Durán, como ya le dije... Según nos cuenta, un viajero que estaba de paso reconoció a estos sujetos, así que creyó su deber notificarlo.

El chevalier arruga de nuevo la frente.

—¿Por qué a Durán y no aquí?

—No lo sé, señor.

—Háganlo venir.

—Es de confianza, señor. Soy padrino de su hija. Por eso...

—Que lo traigan, digo.

Llega el guardia con el desayuno, el agua y las toallas, que D’Esmangart ofrece cortés a los académicos. Se asean éstos un poco, desmigan pan en las tazas y desayunan sin ceremonias sobre la mesa misma del despacho, mientras conversan con el chevalier. Éste, noble de provincias que se revela educado y culto, queda sorprendido al saber que llevan una primera edición de la Encyclopédie a Madrid con permiso real y de la Inquisición. Interrogados sobre su estancia en París, don Pedro y don Hermógenes mencionan episodios que incluyen a algún conocido común, como es el caso del enciclopedista Bertenval, a quien D’Esmangart conoce y con el que un tío suyo, intendente de Lille, mantiene correspondencia. Se presenta en eso el tabernero Durán, quien no parece tenerlas todas consigo, y responde inquieto a un frío interrogatorio por parte del chevalier, que acaba de ponerlo más nervioso todavía. Finalmente incurre en varias contradicciones y asegura de nuevo que apenas vio el rostro del autor de la denuncia anónima. D’Esmangart lo despide visiblemente disgustado, mira a los académicos con desolación y se dirige a Rouillé.

—En conclusión, señor alcalde: usted recibió una nota anónima que a su vez le habían dado al tabernero, y decidió meter en la cárcel a estos dos caballeros, sin comprobar antes sus identidades... ¿Lo he resumido bien?

A Rouillé se le ha ido el color de la cara.

—El asunto era grave, chevalier —balbucea—. Creí que lo más urgente era actuar.

—Ya lo veo —D’Esmangart tamborilea con los dedos sobre la mesa mientras mira pensativo al sargento Bernard—. ¿Fueron ustedes maltratados?

—Ligeramente —confirma don Hermógenes—. De palabra y obra.

—El alcalde lo dispuso todo —se excusa Bernard—. Yo me limité a cumplir sus órdenes.

—Sigo creyendo... —interviene Rouillé.

D’Esmangart lo interrumpe, molesto.

—Hay una evidencia, señor alcalde. Estos documentos están en regla. Están visados y sellados como es debido... Y estos caballeros, pese al mal aspecto que les ha dejado la noche pasada aquí, tienen todo el aire de ser personas respetables. Creo que anoche se le fue un poco la mano.

—Pero es que Durán...

—Es usted padrino de la hija, sí —D’Esmangart lo fulmina con su mirada gris—. Ya lo dijo antes.

Ha vuelto a observar a los académicos, que acaban el desayuno. Don Hermógenes mastica plácidamente una última corteza de pan y el almirante deja en la mesa la taza de caldo vacía.

—¿Tienen ustedes alguna explicación para todo esto?

—No sé qué decir, señor —con expresión preocupada, don Pedro se seca los labios con el pañuelo arrugado—. Lo cierto es que no es el primer incidente extraño que nos ocurre. Pero no logro imaginar quién puede querer...

Se interrumpe de pronto, pues ha caído en la cuenta y cree recordar: un jinete solitario, con el que alguna vez se han cruzado en el camino desde París, en dos o tres postas y posadas. El almirante retiene una vaga imagen de aquel individuo taciturno, con patillas de boca de hacha y sombrero calañés, vestido a la española. Y puede ser, aunque no está seguro de ello, que también lo vieran alguna vez en el viaje de ida.

—¿Dónde está nuestro equipaje? —pregunta, estremeciéndose—. ¿Los libros empaquetados que quedaron en la berlina?

—En el cobertizo de carruajes de la posta, supongo —responde el sargento Bernard a una mirada del chevalier—. Donde la posada.

—¿Los vigila alguien?

—Dejamos allí a un guardia, ¿no? —comenta Rouillé.

—Sí, Jarnac —confirma el sargento.

Para sorpresa de todos, incluido don Hermógenes, el almirante se ha puesto en pie con precipitación, casi derribando la silla. Tiene el rostro crispado, pálido. Y se dirige a D’Esmangart.

—Le ruego, señor, que vayamos allí en seguida. Tengo un mal presentimiento.

 

 

Jarnac tarda un buen rato en volver en sí. Lo han encontrado en el cobertizo de carruajes cuando llegaban apresurados desde el pueblo, tras cruzar por el puente hasta la posada. El guardia, cuenta cuando se recobra y lo interrogan, había salido a comprobar si todo estaba allí en orden y se topó con alguien que trajinaba en la berlina: un tipo que había estado antes en la posada en compañía del tabernero Durán. Al verlo, el guardia le preguntó qué hacía, el otro se acercó sonriendo a dar explicaciones, y en mitad de éstas le sacudió un golpe en la base del cráneo que lo hizo desplomarse como un saco de maíz. A partir de ahí, Jarnac no recuerda nada más, excepto al fulano que se lo hizo: vestido con ropa de camino, patillas frondosas, rostro duro y muy mala leche. Por lo demás, ignora qué estaba haciendo en el cobertizo y cuáles eran sus intenciones. Eso es Durán quien debe de saberlo, pues apareció con él en la posada. A no ser que...

—La Encyclopédie —dice con angustia don Hermógenes.

Todos miran en la dirección que señala. La lona ha sido retirada de la baca del coche —se encuentra tirada a un lado, junto a una rueda— y los paquetes ya no están allí.

—¿Buscaba eso? —pregunta el chevalier D’Esmangart, incrédulo—. ¿Robarles a ustedes los libros?

—Así parece —dice el almirante, demudado el rostro.

—¿Y qué tienen de especial?

—No lo sé... Le doy mi palabra de que no lo sé.

Se miran, confusos. Desolados los académicos.

—¿Qué van a hacer ustedes?

—Eso tampoco lo sé —don Pedro observa el paisaje mojado y gris, inhóspito bajo las nubes bajas de color oscuro—. Pero debemos ir en su busca.

El alcalde Rouillé se muestra desolado. Él no podía imaginar que todo aquello, la denuncia y demás, era una conspiración. Etcétera. El tabernero Durán y él, asegura, van a tener luego algo más que palabras. Padrino de su hija, o no. El miserable.

—Me siento como un idiota —resume.

Y con toda razón, apostilla ácido D’Esmangart; pero lo cierto es que el daño está hecho. El asunto ahora es ver si hay forma de perseguir al extraño ladrón.

—¿Sabemos hacia dónde se fue?

Interrogado un mozo de la posada, que ha acudido con el dueño al advertir el revuelo, dice que, aún ignorante de lo ocurrido al guardia Jarnac, hace un rato vio alejarse a un jinete con una segunda cabalgadura siguiendo la ribera del río, hacia la cañada de los Lobos. Y acaba de comprobar que falta una mula del establo.

—La cañada está a media legua de aquí —dice el sargento Bernard tras pensar un momento—. Si va en esa dirección, quizá podamos alcanzarlo.

Jarnac, dolido en su amor propio además de en la cabeza, se ofrece voluntario para dar caza a su agresor. Irán por lo menos el sargento y él, decide D’Esmangart en conformidad con el alcalde. Y mientras el guardia va en busca de su fusil, el chevalier ordena al posadero alistar los caballos disponibles en el establo. Hay cuatro en condiciones, confirma éste: dos para los guardias, y los otros para quien decida acompañarlos.

—Yo debo ir —dice el almirante—. Eso está fuera de toda cuestión.

—El que atacó a Jarnac parece un individuo peligroso —objeta el alcalde.

—Da igual. Son nuestros libros, y tengo que saber qué pretende llevándoselos.

—Como guste —accede D’Esmangart—. Tiene todo el derecho, por supuesto... ¿Monta bien a caballo?

—Sí.

—Magnífico. ¿Y quién será el cuarto?

Todos miran a don Hermógenes, que ha levantado tímidamente la mano.

—Ni hablar —lo rechaza afectuoso el almirante.

—No veo por qué no voy a ir —protesta el otro—. Soy tan responsable de esos libros como usted. Estamos en esto juntos.

—Hay ciertos riesgos.

—Pues precisamente por eso, caramba... También en París los hubo, y muy a mi costa. A ver cómo me presento yo en la Academia, después, diciendo que lo dejé enfrentarse a ellos solo.

—¿Monta usted a caballo? —se interesa D’Esmangart.

Asiente con estoicismo heroico el bibliotecario.

—Consigo no caerme, que ya es algo.

El almirante sigue en desacuerdo, y los dos amigos discuten mientras el posadero y el mozo se acercan con cuatro caballos ensillados que traen de las riendas. Jarnac ya ha vuelto con su fusil, y el sargento Bernard, ceñudo, comprueba el cebo de la pistola que lleva al cinto.

—Decídanse —dice, montando en uno de los animales—, o ese canalla se nos escapará.

Se lee en su cara que no es de los que dejan que les tomen el pelo, ni les apaleen a subalternos, y que ha hecho del episodio un asunto personal. Jarnac sube a otra cabalgadura, terciado el fusil; pero el almirante, enfrentado al contumaz don Hermógenes, duda todavía.

—Su amigo tiene razón —apunta D’Esmangart, ecuánime—. Si desea ir, tiene derecho.

—Lo tengo —insiste el bibliotecario, testarudo.

Don Pedro contempla el rostro decidido que tiene delante: sin afeitar, con cercos oscuros y bolsas bajo los ojos tras la mala noche que ambos han pasado, don Hermógenes mantiene apretadas las mandíbulas y sostiene con firmeza el examen de que es objeto. Parecen haberle caído de golpe diez años encima, pero nunca antes el almirante lo había visto tan resuelto. Tan seguro de sí.

—¿Está convencido, don Hermes?

—Por completo. ¿Qué se ha creído usted?... Procuraré no estorbar.

Resignado, sin más palabras, don Pedro hace un gesto afirmativo, pone el pie en el estribo de un caballo y se acomoda en la silla. Don Hermógenes, ayudado por D’Esmangart y el alcalde, hace lo mismo, y una vez montado se envuelve en su capa con ademán casi gallardo.

—No llevan ustedes armas —cae en la cuenta el chevalier.

—Tengo mi bastón estoque —dice el almirante—. Y confío en que mi compañero no las necesite.

—Yo también confío en eso —coincide don Hermógenes con un suspiro.

D’Esmangart le alarga a Don Pedro una pistola corta, tipo cachorrillo, que saca de debajo de la ropa.

—Le ruego que acepte ésta, señor. Está cargada... Nunca se sabe.

—Es usted muy amable —sonríe cortés el almirante, tocándose el pico del sombrero—. Procuraré devolvérsela dentro de un rato. Sin dispararla, espero.

—Estaremos en la posada, aguardando noticias... Tengan mucho cuidado —D’Esmangart se dirige ahora al sargento—. Y tú, Bernard, ya sabes que te hago responsable de todo... Ningún riesgo deben correr estos caballeros.

—Descuide, chevalier —lo tranquiliza el otro—. Yo me hago cargo.

Y arrimando espuelas, bajo el cielo gris que todavía destila humedad, los cuatro jinetes abandonan el camino real y, por el curso del río, siguiendo las huellas de cascos visibles en el suelo embarrado entre los árboles, se dirigen a la cañada de los Lobos.

 

Corre el Midouze crecido y turbio, a la derecha de Pascual Raposo: un rumor de agua plomiza, inquieta, violenta, que a veces invade la orilla y anega el suelo entre los árboles. En la cañada que desemboca en el río surgen a trechos franjas de arena enfangada que los animales cruzan con dificultad, y luego el sendero continúa serpenteando entre los chopos de hojas claras y verdes, en cuyas ramas altas todavía parecen enredarse los últimos jirones de bruma. A veces una urraca revolotea a ras de hierba, inesperada, agitando los helechos.

En un tramo espeso, muy arbolado, la orilla se eleva en una loma tajada a un lado por el río. Raposo observa el lugar con detenimiento antes de conducir allí a los animales, apartándose del sendero. Desmonta, ata las riendas del caballo a una rama y hace lo mismo con la mula. Primero descarga los bultos que están en la grupa del caballo, y luego los cinco que lleva la mula, dejándolos caer sobre la hierba húmeda. Son pesados, desde luego. Nunca imaginó que unos libros pesaran tanto. Abriendo la navaja, corta el hilo bramante que rodea uno de los paquetes y luego parte de la tela encerada y el cartón que lo envuelve. Los libros son bonitos, aprecia: de buen tamaño, encuadernados en piel con hermosas letras doradas en los lomos. Encyclopédie, dice. Abre el primer volumen que encuentra en el paquete y lee unas líneas al azar: Aussi fallut-il au genre humain, pour sortir de la barbarie...

Para salir de la barbarie, el género humano necesita una de esas revoluciones que dan un rostro nuevo a la tierra: destruido el Imperio Griego, su ruina hizo refluir hacia Europa los pocos conocimientos que aún le quedaban al mundo; la invención de la imprenta, la protección de los Médicis y de Francisco I, reanimaron los espíritus y la luz renació por todas partes...

Dejando el libro, sobre cuyas páginas abiertas hacen caer las ramas de los árboles gotas de rocío, Raposo se incorpora, va hasta las alforjas de su caballo y saca avío de fumar. Un momento después está parado al borde del tajo sobre el río, mirando correr el agua mientras da tranquilas chupadas a un cigarro. El lugar es adecuado, considera. En un primer momento, anoche, pensó en pegarle fuego al cobertizo donde estaba la berlina, para que se achicharrase todo. Pero eso habría sido matar moscas a cañonazos, llegando a extremos innecesarios. Meterse en problemas mayores y llamar demasiado la atención. Arrojarlos al río es más discreto. Más limpio. La cuestión es tirar desde allí los libros uno a uno, o hacerlo directamente con los fardos, que en aquel lugar se hundirán con facilidad. Bastará con cortar la envoltura de cada uno para que el interior se empape bien. El cauce bajo el tajo parece hondo; y el agua, de cualquier manera, acabará por arruinarlo todo.

Decidiéndose, el cigarro entre los dientes, Raposo empieza a acuchillar la tela que envuelve el resto de los bultos y arrastra el primero, tirando de él sobre la hierba hasta el borde del tajo. El género humano necesita una de esas revoluciones que dan un rostro nuevo a la tierra, recuerda echándole un último vistazo al libro que está encima. Lástima, concluye, no tener tiempo para leer un poco más. Raposo no es en absoluto de leer libros —ni siquiera lee las gacetas en los cafés—, y menos aún los que tratan de asuntos peligrosos en el mundo donde él se busca la vida. Pero aquellas líneas lo han hecho pensar. Y lo mismo es cierto, concluye sonriendo con una mueca lobuna. Aunque no sea negocio suyo, es posible que, como dice el libro con mucho atrevimiento, de vez en cuando el género humano necesite irse un rato al carajo. Irse bien ido, y que alguien dé un empujoncito para facilitar el viaje. Tal pensamiento lo lleva, por primera vez, a relacionar el contenido de esos libros con los hombres a los que se los arrebató. Hasta un momento atrás, antes de leer aquellas líneas, la Encyclopédie no era más que una palabra sin sentido; y el almirante y el bibliotecario, dos tipos cualesquiera: unos viejos carcamales respecto a los que Raposo cobra por fastidiar en lo posible. Ahora, de pronto, en función de lo leído, de esos libros que está a punto de arrojar al agua, los dos adquieren sentido como individuos. Como gente con ideas y objetivos, quizá de la que tiene fe en cosas. Hombres originales e incómodos para otros hombres, de los que creen neces


Date: 2016-01-05; view: 801


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