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El inquilino del hotel de Montmartel

 

La oscuridad acabará en un nuevo siglo de luz. Nos deslumbrará el amanecer, después de haber estado algún tiempo en las tinieblas.

Jean le Rond d’Alembert.

Prólogo a la Encyclopédie

Las pelucas son blancas y las casacas sobrias y oscuras. Por su cercanía al palacio de Justicia, la clientela habitual del café del Parnaso tiene aspecto grave, incluso solemne. La atmósfera está cargada de humo de tabaco y rumor de conversaciones, olor a multitud, a serrín mojado en el suelo, a ropa húmeda. Hay gabanes en los percheros, parasoles goteantes cerrados y apoyados en la pared, a la entrada; y dentro, en torno a mesas cubiertas de carpetas, papeles y tazas de café, hombres de leyes de toda clase escriben, leen, fuman y charlan.

—Es un golpe terrible —resume don Pedro Zárate—. Un desastre.

Están sentados los tres en un reservado del fondo, junto a una estufa maloliente y bajo un cuadro de mala factura que representa una escena de caza. Frente al almirante, los codos apoyados en una mesa y las manos en la cara, don Hermógenes acaba de contar los últimos pormenores del episodio. Tiene la ropa sucia y todavía mojada, pese a la estufa, y un desgarrón en el hombro de la casaca. Aparte su expresión contrita, el rostro del bibliotecario muestra los estragos de la reciente aventura: párpados hinchados, un ojo con un derrame de sangre en la esclerótica, expresión todavía aturdida. A su lado, el abate Bringas no muestra mejor aspecto: se ha quitado la peluca, y entre los trasquilones se adivina el bulto de un grueso chichón. También tiene un hematoma violáceo en un pómulo, y se mueve con los ademanes doloridos y cautos de quien acaba de verse molido a palos.

—Nos lo robaron todo —musita don Hermógenes, deshecho—. Absolutamente todo. Hasta el reloj me quitaron. Y la tabaquera de rapé.

—Sin duda nos venían siguiendo desde la banca Vanden-Yver —apunta el abate.

—¿Y cómo pudieron averiguar que llevaban tanto dinero?

—No lo sé —el bibliotecario mueve la cabeza, desolado—. No me lo explico.

—Lo importante es que ustedes están bien.

—Bien apaleados —se lamenta Bringas.

—Aun así, no hubo daños más graves. Hay que felicitarse por eso. En estos casos, siempre puede ser peor... ¿Resistieron?

Se mueve el bibliotecario, sofocando un quejido.

—Lo que pudimos. El señor abate más que yo, desde luego. Lo oí debatirse en la refriega como gato panza arriba.

—Lo de refriega es excesivo —matiza Bringas con despecho—. No tuvimos ninguna oportunidad... ¡Ah, si los hubiera visto venir!... En otro tiempo, yo... Bueno. El caso es que esos tres canallas fueron rápidos y eficaces. Sabían lo que hacían.

—¿Sólo eran tres? —se lamenta don Hermógenes—. A mí, por los golpes, se me antojaron treinta.



Se quedan en silencio, mirándose sombríos. Indecisos.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta al fin don Hermógenes.

El almirante mueve la cabeza.

—No lo sé.

—Habrá que denunciar el robo.

—No servirá de mucho. A estas horas, ese oro habrá volado muy lejos.

—De todas formas, presentemos una queja formal en la embajada —sugiere Bringas.

—Eso no resuelve el problema principal —responde el almirante—. Tenemos un compromiso: la Encyclopédie de la viuda Hénault... Y su hijo está esperando el dinero.

—Dígales que hay retraso. Un par de días.

—En un par de días no habremos resuelto el problema. No tenemos otras mil quinientas libras.

—Ni forma de conseguirlas —apunta don Hermógenes.

—Exacto.

El bibliotecario vuelve a hundir el rostro entre las manos.

—Imposible creer lo que está ocurriendo. Nuestra mala suerte.

—Es culpa mía —intenta consolarlo el almirante—. Debí estar con ustedes.

—No habría cambiado nada, querido amigo... Seríamos tres apaleados, en vez de dos. Y el oro habría volado igual.

—Entre los tres nos habríamos defendido mejor.

—Le aseguro que no había defensa posible —insiste Bringas—. Nos cayeron encima como tigres de Bengala.

El abate y don Hermógenes miran ahora al almirante, pidiendo de su serenidad un diagnóstico de la situación. A modo de resumen, éste encoge los hombros.

—Nos quedan unas seiscientas libras, que estaban destinadas a los últimos gastos en París y al viaje de vuelta. Incluido el alojamiento del mayoral, la cochera de la berlina y las postas de los caballos.

—Con eso no alcanza —admite el bibliotecario—. Y nos dejaría en la indigencia.

—Absoluta, sí.

—Quizá podríamos darle la mitad a los Hénault como señal, para que esperen unos días.

—¿Cuántos?... Reunir el resto es imposible.

—Escriban a Madrid, contando lo ocurrido —propone Bringas—. Que su Academia decida.

Asiente el almirante, aunque escéptico.

—Habrá que hacerlo, por supuesto. Pero recibir una respuesta llevará tiempo. Y nos arriesgamos a perder la Encyclopédie mientras esperamos... Por otra parte, es difícil explicar lo que ha ocurrido, las dificultades pasadas y presentes, en una simple carta. No sé si nuestros compañeros académicos lo iban a entender.

—Dios mío... —se lamenta don Hermógenes, desesperado—. Qué vergüenza... Qué deshonra.

Arruga el ceño Bringas, a quien parece habérsele ocurrido una idea, y mira a don Pedro.

—¿Cree usted que alguien conocido, como los Dancenis, podría...?

El almirante se echa atrás en la silla, impasible el rostro. Seco.

—Ni pensarlo.

Surge otro silencio. Los tres se miran, abatidos.

—Estamos en un callejón sin salida —concluye don Pedro—. Habrá que abandonar.

Se quedan callados de nuevo. Bringas le da vueltas a su peluca, pensativo. Al fin se palpa el chichón y, con sumo cuidado, se la encaja encima.

—Antes he dicho de presentar una queja en la embajada.

—Y lo haremos —responde el almirante—. Resulta lógico.

—Ya. Pero es que hay otras cosas que pueden intentarse en la embajada misma.

Lo mira don Pedro con curiosidad.

—Explíquese.

—Ustedes son académicos de la Española... No son cualquiera.

—Académicos apaleados —apunta don Hermógenes—. Al menos en la parte que me toca.

El almirante sigue atento al abate.

—¿A dónde quiere ir a parar?

Bringas sonríe ahora por un lado de la boca. Casi taimado.

—El embajador, mi paisano el conde de Aranda, no puede negarse a recibirles. Y más tratándose de lo que se trata. También está obligado a aconsejarles. Y en caso necesario, a darles socorro.

—¿Se refiere a dinero?

—Naturalmente... Alguien que, como él, dispone de doscientas mil libras anuales para gastos, y eso sin contar dispendios secretos, bien puede proveerlos a ustedes. Si lo convencen, claro... Porque tiene fama de tacaño.

El almirante se queda un momento en silencio, considerando aquello, mientras don Hermógenes mira a uno y otro, esperanzado.

—No perdemos nada con intentarlo —dice—. ¿Nos recibiría otra vez?... La anterior no nos hizo mucho caso.

Bringas hace un ademán de suficiencia.

—Ah, la recepción pueden darla por segura. Sería un escándalo que, después de lo ocurrido, un embajador de España no se interesara por los problemas en París de dos compatriotas académicos... Otra cosa es que lo convenzan de aflojar la mosca.

Asiente convencido don Hermógenes, que no deja de observar al almirante.

—¿Por qué no? —aventura—. Nada perdemos con intentarlo.

Bringas se apoya en la mesa con súbita animación.

—Es cosa de presentarse allí... Pero háganme caso, pues conozco a mis clásicos: nada de ir en plan humilde, solicitando una audiencia por vía ordinaria. Vayamos ahora mismo, con ustedes dos pisando fuerte, con mucha indignación, y exijan al secretario Heredia ver al conde inmediatamente: asunto de suma gravedad, y todo eso, pateando la puerta.

—Hombre, pateándola... —opone don Hermógenes.

—Es una figura retórica. Pero les aseguro que, con el cuerpo diplomático, esa actitud es mano de santo.

—Si usted lo dice...

—Lo digo y lo sostengo. Yo mismo, como saben, tengo cierta facilidad de acceso a la embajada. Y les aseguro que...

—De acuerdo —lo interrumpe el almirante, brusco.

Parpadea Bringas, sorprendido por el tono.

—¿Está seguro, señor?

—Del todo. Tiene usted razón. De perdidos, al río. Y más en París, con esta lluvia.

 

En toda novela hay personajes secundarios que dan cierto trabajo; y en ésta, el conde de Aranda, embajador de España en París, fue uno de ellos. Llegado a este punto de la aventura de los dos académicos, yo necesitaba algunos datos específicos sobre la misión diplomática de Aranda en la Francia prerrevolucionaria y ciertos detalles concretos en la biografía del personaje. Comprometido con el reformismo y los enciclopedistas, corresponsal de Voltaire y otros filósofos, la figura de Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, me era familiar por diversos motivos, entre ellos el papel clave que, varios años antes de estos sucesos, había jugado en la expulsión de los jesuitas de España; asunto, éste, relacionado con una novela mía anterior: El enigma del Dei Gloria. Conservaba por tanto, sobre Aranda, abundante material en mi biblioteca, incluidas un par de biografías notables, como la monumental El conde de Aranda de Olaechea y Ferrer, rica en pormenores sobre los diez años que don Pedro Pablo estuvo al frente de la embajada en París; y también tenía localizados varios retratos que me permitían darle encarnadura física al personaje. Recurrí a todo ello para perfilar más a fondo su figura, que ya había aparecido en el capítulo 5 de esta historia —sesenta y dos años en apariencia mal llevados, encorvado, estrábico, algo sordo y con pocos dientes—, y completar así, con lo documentado y lo imaginado, la segunda y última entrevista que don Pedro Zárate y don Hermógenes Molina mantuvieron con el embajador de España en el hotel de Montmartel, sede diplomática española que pronto se trasladaría al edificio que hoy es el hotel Crillon, en la plaza de la Concordia. Una entrevista, aquélla, de la que don Hermógenes daría cuenta en el informe que más tarde entregó a la Academia; y cuyo original, que se conserva en los archivos, pude tener en mis manos para reconstruir con razonable fidelidad una escena de la que el propio bibliotecario escribió:

 

Fue la suya al principio, para con nosotros, una cortesía ligera, distraída. Como la de quien tiene cosas más graves e importantes que le ocupan la cabeza.

Las tenía, desde luego. Por esas fechas, el conde de Aranda no sólo se ocupaba de la relación entre las cortes de Madrid y Versalles, de mantener estrechos lazos con el mundo de las luces, del sostén a las colonias rebeldes contra Inglaterra en América, del apoyo francés en los asuntos de Gibraltar y Menorca, y otros serios negocios de Estado, sino que también conspiraba para segar la hierba bajo los pies de sus enemigos políticos en España, principalmente el secretario de Estado, Floridablanca, y el fiscal del consejo de Castilla, Campomanes. En la época en que los dos académicos visitaron París, el conde seguía siendo hombre ilustrado y reformista, temporalmente alejado de la corte española pero siempre influyente, con prestigio, muchas relaciones y sólidos contactos en Europa, a quien todavía aguardaba una brillante posición al regreso a España; aunque su simpatía por las ideas avanzadas que pronto iban a desencadenar la Revolución en Francia lo arruinaría políticamente una década más tarde.

Era el conde de Aranda, en cualquier caso, el hombre todavía poderoso que aquel día de luz cenicienta, con la lluvia golpeando en los cristales y una enorme chimenea encendida que hacía insoportable la temperatura en su despacho, recibió a don Pedro Zárate y a don Hermógenes Molina sentado al otro lado de una mesa llena de libros y papeles, después de que los dos académicos, con especial tenacidad del almirante, explicaran al secretario Heredia que no iban a marcharse de allí hasta ser recibidos por el embajador, por asunto grave y casi razón de Estado. Y en eso estaban. En convencerlo de que así era.

 

—Deplorable —dice el conde de Aranda—. Lo que les ha ocurrido es deplorable.

Parece gustarle el adjetivo, pues todavía lo repite para sí mientras toma una pulgarada de rapé —sin ofrecer a sus visitantes— de una tabaquera de oro y esmalte adornada con las armas de la corona de España.

—Deplorable —añade de nuevo, tras sonarse, ruidoso, con un pañuelo de encaje.

La luz sucia de la ventana agrisa aún más sus ojos, de los que el derecho bizquea un poco. La peluca es blanca y está rizada con absoluta perfección, a tono con la casaca de seda verde bordada en oro en puños y solapas, donde luce la orden francesa del Espíritu Santo.

—¿Qué piensan hacer ahora?

El almirante mira a su compañero, indeciso. La pregunta del conde de Aranda ha sido más de conversación cortés que de interés auténtico. De vez en cuando el embajador dirige una mirada discreta, furtiva, a los papeles y periódicos que tiene sobre la mesa en espera de su atención interrumpida por los visitantes, a los que el secretario Heredia introdujo en su despacho argumentando asunto grave.

—Necesitamos dinero —dice el almirante, con sencillez.

El ojo izquierdo de Aranda parpadea un instante antes que el otro. Dinero. Aquélla es una de las pocas palabras que a un hombre como él, bregado en toda clase de lances, pueden hacerlo parpadear. Su dureza de oído parece concederle unos segundos de tregua.

—¿Dinero, han dicho?

—Sí, excelencia.

—Hum... ¿Cuánto?

—Lo robado. Mil quinientas libras.

Aranda se toca la nariz como si el rapé le picara todavía. Es grande, corva, y destaca en la piel cetrina de su rostro. Por un momento, sin responder, estudia a los dos hombres sentados ante su mesa: los ojos tranquilos del almirante Zárate; la mirada cándida, esperanzada y bondadosa del bibliotecario Molina. Mil quinientas libras es un dineral, en estos tiempos. Incluso para la embajada. Así que arruga la frente con fastidio.

—¿Pretenden que me haga cargo de ese gasto?

Don Hermógenes, que no las tiene todas consigo, vuelve a mirar a su compañero. Éste se mantiene en silencio, serio y rígido en su silla, fija la vista en el embajador, que observa curioso las facciones regulares del almirante, el pelo gris recogido en coleta y afeitada la barba con esmero, la sobria casaca azul que le da un aire severo y casi marcial que contrasta con el desaliño del bibliotecario. Brigadier de la Armada, parece concluir Aranda con su observación. Uno de esos pulidos y estirados marinos, reconocible hasta de paisano. Ni siquiera el calor de la habitación parece afectarlo.

—Nuestros recursos son limitados —dice el embajador al cabo de un momento—. La vida en París es cuatro veces más cara que en Madrid. Representar dignamente al rey nuestro señor se lleva una fortuna. ¿Saben lo que gasta esta legación sólo en cocina, alumbrado, calefacción y caballerizas?... Pues la friolera de sesenta mil libras al año. Y ahorro hablarles del resto... Aquí se bate el cobre de la política continental, y los gastos son monstruosos.

—Necesitamos ese dinero, excelencia —dice don Pedro Zárate, con sequedad.

En otro hombre, aquello habría parecido descaro. Como si no hubiera oído sus anteriores palabras, parece considerar Aranda, molesto. Así que alza un poco la cabeza, altivo.

—Esto no es un banco, estimados señores. Me temo que en materia pecuniaria nada puedo hacer por ustedes.

El almirante se queda callado un momento, la vista distraída en los ejemplares del Courier de l’Europe y La Gazette d’Amsterdam que están entre los papeles que cubren la mesa.

—Permita que le cuente una historia, señor embajador.

Aranda mira las manecillas del reloj dorado, barroco, que está sobre la chimenea en la que arde el fuego enorme.

—Tengo que ver al rey en Versalles esta tarde —objeta—, y el camino hasta allí es, hum, tediosamente largo... No sé si dispongo de tiempo.

—Esperamos de su hidalguía que disponga de él.

Se lleva Aranda una mano a la oreja derecha.

—¿Perdón?

—Su hidalguía, excelencia.

Los ojos claros del almirante sostienen, francos, la mirada incómoda del embajador. Al fin, de mala gana, éste hace un ademán claudicante.

—Dígame, entonces.

Y don Pedro lo dice. Hace casi setenta años, cuenta, once hombres buenos que se reunían los jueves para hablar de letras decidieron enriquecer la lengua española con un diccionario, como ya habían hecho ingleses, franceses, italianos y portugueses. Cierto es que España se había adelantado a todos ellos un siglo antes, cuando el diccionario monolingüe en lengua romance de Sebastián de Covarrubias mereció universal estimación. Pero el tiempo había pasado, lo de Covarrubias quedaba anticuado, y España carecía de una herramienta eficaz que compendiase a su última perfección la riqueza de la lengua castellana.

—Todo eso lo conozco de sobra —lo interrumpe el embajador con gesto de fastidio.

Pero el almirante se mantiene imperturbable.

—Sabemos que su excelencia lo conoce —prosigue sin inmutarse—, y a eso precisamente apelamos... Porque sin duda sabe también que aquellos precursores, aquellos once primeros académicos, nombraron director al marqués de Villena y se pusieron bajo la protección del rey Felipe V.

—Eso también lo sé.

—Por descontado... Como también, supongo, el hecho de que su majestad les encomendara trabajar en un diccionario exacto y puntual de la lengua española: un diccionario, aparecido primero en seis volúmenes y luego en uno solo, en el que ahora trabaja la Academia de cara a una nueva edición que esperamos vea la luz en uno o dos años más.

Se impacienta Aranda, que dirige otro malhumorado vistazo al reloj.

—¿A dónde quiere ir a parar, señor?

—A que, en materia de diccionarios, los españoles hemos vivido mucho tiempo con el sonrojo de haber sido los primeros, pero no los mejores... Y es eso lo que intenta la actual Academia. Conseguir que esa primera edición con citas de autoridades, que esa segunda reducida a un tomo para su mejor manejo, que esta tercera que saldrá en un futuro cercano, sean las mejores posibles. Las más perfectas de cada tiempo... Para eso, esta vez no podemos volver la espalda a la vanguardia de las ideas en Europa, que recoge con gran acierto la Encyclopédie. Es un mandato real, señor embajador. Es nuestra obligación como súbditos y nuestro honor como españoles.

—Todo lo entiendo muy bien, y estoy, hum, de acuerdo —argumenta Aranda—. Pero el dinero...

—El dinero es un sacrificio, y lo comprendemos. Se lo dicen a usted dos humildes académicos que no habían visto mil quinientas libras juntas en toda su vida. La mala fortuna nos ha golpeado, y eso nos deshonra ante nuestros compañeros de la Academia, ante el rey y ante nuestra nación... Pero no merecemos esa deshonra, señor. Le doy a usted mi palabra de honor de que no la merecemos. Quizá la tarea desbordaba nuestras fuerzas, pero la asumimos con la mejor voluntad... Por eso acudimos hoy a vuestra excelencia, como español y como hombre de honor.

Opone el otro un movimiento evasivo.

—Yo sólo soy un embajador.

Sonríe un poco el almirante, casi absorto. Como si reflexionara en voz alta.

—Para quien está en tierra extranjera, un embajador es un padre, y una embajada su casa de asilo... Volver a España sin la Encyclopédie que se nos encargó se nos antoja una posibilidad insoportable.

—Demonios —Aranda se ha echado atrás en la silla—. Es usted elocuente, señor.

—Soy, como mi compañero don Hermógenes, un hombre desesperado.

Asiente con timidez el bibliotecario al verse aludido, mientras se seca el sudor del cuello con un pañuelo. Y sobreviene un silencio, durante el que don Pedro contempla al embajador con mucha fijeza.

—También soy un hombre que miró la antorcha resplandeciente —añade.

La sorpresa con que don Hermógenes se vuelve hacia su compañero, al oír aquello, no es nada en comparación con la que muestra el embajador. Con gesto de individuo duro de oído, éste abre mucho los ojos, incluido el derecho. Después se inclina un poco sobre la mesa en dirección al almirante, observándolo perplejo. Entonces, con los dedos índice y corazón unidos, éste se toca la solapa izquierda de la casaca.

—¿Murator? —pregunta al fin Aranda, casi en voz baja.

—De las Tres Luces.

—¿Grado?

—Tercio.

Los ojos asimétricos del embajador siguen muy atentos al almirante.

—¿Usted conoce, entonces...?

Se interrumpe ahí, sin dejar de mirarlo, mientras el almirante asiente despacio. Después, con los mismos dedos índice y corazón, se toca la solapa derecha.

—Asombroso —concluye Aranda, al fin.

—No tanto —don Pedro hace ahora un ademán impreciso, que abarca tiempo y distancias—. Antes de académico fui marino... En otro tiempo viajé a Francia e Inglaterra.

El embajador estudia brevemente a don Hermógenes, con visible inquietud.

—¿Su compañero, también...?

—En absoluto. Pero es hombre de honor y de silencio.

Suspira Aranda, toqueteando la caja de rapé, mientras don Hermógenes mira a uno y otro, desconcertado. Al fin el embajador abre la tabaquera y se la ofrece al almirante, que niega con la cabeza. Adelantando un poco el cuerpo, el bibliotecario toma una pizca y se la lleva a la nariz.

—No es fácil edificar en España —comenta Aranda mientras don Hermógenes saca otra vez el pañuelo y se suena, ruidoso.

Lo ha dicho mirando a don Pedro con curiosidad expectante. Éste sonríe con suavidad, melancólico.

—Lo sé —responde—. Pero apenas me ocupo de eso... Mi vínculo fue leve. Y es antiguo.

—¿Quiere decir que no es constructor activo?

—Hace tiempo que no. Aunque conservo los recuerdos, los códigos y la simpatía.

Sigue un largo silencio, en el que el embajador y el almirante se miran con tranquila complicidad mientras don Hermógenes no da crédito a lo que presencia. Al cabo, Aranda coge una pluma de ave y se la pasa por el dorso de la mano izquierda, pensativo. Por fin abre una carpeta de cuero con sus armas en oro y extrae una hoja de papel.

—¿A qué nombre quieren la carta de pago?

—Señora viuda Hénault —dice el almirante, sin inmutarse—. Así es más seguro.

Moja el embajador la pluma en un tintero y escribe, despacio. Durante un minuto sólo se escucha el rasgueo sobre el papel.

—Necesitaré un recibo firmado por ustedes. Con el compromiso de devolución por parte de la Academia —alza el rostro y los mira alternativamente—. ¿Pueden asumir esa responsabilidad?

—Naturalmente —afirma don Pedro con frialdad—. Pero no será la Academia, sino yo, quien responda. Con mi nombre y firma.

—Y el mío, naturalmente —añade don Hermógenes, picado por verse fuera del compromiso.

Aranda los mira con benevolencia.

—¿Tienen ustedes en Madrid esa cantidad?

Asiente el almirante.

—Tengo medios personales adecuados para reunirla, bajo mi exclusiva responsabilidad... La firma de mi compañero no será necesaria.

—Disparata usted, querido amigo —protesta el bibliotecario—. No voy a permitir que este compromiso recaiga sobre usted solo.

—Lo discutiremos más tarde, don Hermes. Éste no es lugar, ni momento.

El embajador firma el papel, abre la salvadera y echa polvos por encima. Luego lo agita en el aire.

—Hum. Entonces, todo resuelto.

Cogiendo una campanilla de bronce que está entre los papeles, la hace sonar. Al momento aparece el secretario Heredia en la puerta.

—Don Ignacio, haga el favor de llevar esta orden a Ventura, el tesorero, y que provea a estos señores de lo que ahí se detalla.

Coge el papel el otro, lo lee y mira al embajador torciendo la boca cual si tuviera dolor de muelas.

—¿Mil quinientas libras, excelencia?

—Eso pone ahí, ¿no?... Hala, despáchelo en seguida, porque urge.

—Por supuesto —obedece el secretario, sin más resistencia.

Aranda se ha puesto en pie, alisándose los faldones de la casaca. Los académicos lo imitan.

—Espero que todo acabe bien. Don Ignacio es hombre eficiente y se ocupará de todo... De vuelta a Madrid, saluden de mi parte al marqués de Oxinaga, que es buen amigo. Y cuando publiquen esa nueva edición del Diccionario, envíenme un ejemplar —el ojo bizco le dedica un guiño al almirante—. Creo que me lo he ganado.

—Sin duda.

—Oh, una cosa más... Tengo ahí, sobre la mesa, un informe sobre un incidente desagradable en el que se vio envuelto hace unos días un ciudadano español de paso por París. Un duelo, tengo entendido... ¿Es así, don Ignacio?

—En efecto, excelencia —el secretario enarca una ceja—. Al menos es lo que se cuenta.

Aranda se vuelve hacia los académicos.

—¿Sabrían ustedes, por casualidad, algo de esto?

—Poca cosa —dice el almirante, sereno.

—Aunque algún rumor nos ha llegado —apostilla inquieto don Hermógenes.

—Pues sí —el ojo bizco mira a don Pedro con tanta penetración como el izquierdo—. Un duelo con alguien de cordón rojo, que por lo visto llevó la peor parte... Hay un informe de la policía, con la sugerencia de que se investigue por esta embajada y se haga sufrir al responsable las consecuencias del asunto.

—¿Y qué piensa hacer vuestra excelencia? —pregunta el almirante con mucha sangre fría.

El embajador lo mira unos instantes sin decir nada, como si no hubiera oído bien. Después alza las manos con ademán de cómica impotencia.

—La verdad es que no pensaba hacer nada, pues tengo otras cosas en que ocuparme. ¿Verdad, señor secretario?... Como, por ejemplo, ir a Versalles dentro de un rato.

Hace una pausa y, vuelto hacia su mesa, rebusca entre los papeles hasta hacerse con uno de ellos. Pasea por él la vista, de modo superficial, y luego lo agita suavemente en el aire.

—Sólo quería comentarlo con ustedes, y decir que, hum... Bueno... Si antes la cosa me era indiferente, y pensaba archivarla sin pesquisa alguna, ahora rompo este papel con sumo gusto... Buenos días, caballeros.

 

El abate Bringas se suena ruidosamente con un pañuelo mientras maldice del tiempo y de París. Están los tres de pie, mojados como perros, refugiados junto a los puestos de libros, estampas y malos cuadros que hay bajo las arcadas del Louvre, y miran caer la lluvia mientras sacuden los sobretodos y el parasol. Huele a papel húmedo, a encuadernaciones mohosas, a barro de la calle. En la débil luz cenicienta que viene de afuera, don Hermógenes observa de reojo al almirante.

—Nunca lo habría imaginado —dice.

Como si regresara de lejos, don Pedro se vuelve despacio hacia su compañero y se lo queda mirando sin decir nada. Bringas, que estudia con crítica curiosidad el contenido de su pañuelo, lo dobla y se lo mete en el bolsillo, prestando atención a los académicos.

—¿A qué se refiere? —pregunta.

El bibliotecario no responde, y sigue mirando al almirante. Hay una expresión vagamente dolorida en su rostro: la de quien se siente traicionado, o puesto al margen.

—No me advirtió de eso —dice al fin.

—No había motivo —responde al fin don Pedro.

Los dos siguen mirándose en silencio, y por un momento sólo se oye el rumor de la lluvia.

—Creo que me he perdido algo —comenta Bringas.

Nadie le aclara las dudas. Don Hermógenes sigue atento al almirante.

—Llevamos juntos una larga temporada —dice con amargura—. Y hay cosas...

Lo deja ahí, con el mismo tono apenado, sin obtener respuesta. Bringas se vuelve a uno y otro, cada vez más curioso.

—¿Podrían decirme de qué diablos hablan?

—Don Hermes acaba de saber que soy masón —dice el almirante—. O que lo fui, un tiempo.

El abate se queda estupefacto.

—¿Usted?

—Es una historia vieja. Casi de juventud... Pasé un tiempo en Inglaterra. Y después me relacioné con otros marinos que lo eran.

—Ah, vaya —Bringas mete un dedo bajo la peluca y se rasca con vigor—. Le admiro a usted, señor.

—¿Por qué? —don Pedro hace un ademán indiferente—. Fue una tontería de aquellos años... Cedí a la moda, como otros. Nada serio.

—¿Fue iniciado, y todo lo demás?

—Sí. En Londres, renovando mi vínculo en Cádiz, con otros compañeros del Observatorio de la Armada.

Bringas se pasa la lengua por los labios, ávido de emociones conspirativas.

—¿Y luego?

—Pues luego, nada. Ya he dicho que aquello no era formal. Se fue diluyendo poco a poco. Es cosa pasada.

—Sin embargo, con el embajador fue útil —incide don Hermógenes, que sigue dolido.

—¿En serio? —Bringas respinga con sorpresa—. ¿Ése ha sido el motivo de que...?

Asiente don Pedro.

—El embajador es masón, tengo entendido. O lo fue. Al menos, simpatiza con quienes lo son. Pensé que era un cartucho por quemar. Y salió bien.

El abate abre la boca medio palmo.

—¿Se lo planteó usted directamente?... ¿Al conde de Aranda, nada menos?

—Oh, no —el tono de don Hermógenes contiene un sarcasmo insólito en él—. Hizo uso de los códigos secretos. Todos esos signos raros que usan entre ellos.

El almirante hace un gesto reposado.

—Cualquiera los conoce, y un niño podría usarlos. Así que eso hice.

—Con un aplomo que me dejó estupefacto —insiste don Hermógenes.

—Sólo fue un tiro a ciegas.

—Que les ha valido mil quinientas libras —puntualiza Bringas—. Y eso con el conde de Aranda, que gasta menos que el Gran Turco en catecismos... Debería estar reconocido, don Hermógenes.

Pero el bibliotecario sigue molesto.

—No lo estoy —apoya la barbilla en el pecho—. No a ese precio.

—¿Precio?

Sigue un silencio incómodo, sólo perturbado por el eco de las voces de los libreros bajo los arcos. Afuera sigue cayendo la lluvia.

—Yo puedo entender muchas cosas, almirante —dice al fin don Hermógenes—. Pero la masonería queda fuera de mi comprensión. Le doy mi palabra.

—¿Por qué? —se interesa el almirante.

—Hay dos bulas papales condenándola. Y tiene pena de excomunión.

—¿Ésa es la razón?... ¿Habla usted en serio?

—Completamente.

—Motivos de sobra para hacerse masón —opina Bringas.

—No diga usted simplezas —se exaspera don Hermógenes con el abate—. La francmasonería es perniciosa para la Iglesia y el Estado. Trastoca las obediencias debidas a Dios y al monarca.

—Sobre tales obediencias habría mucho que decir —opina Bringas.

Prescindiendo de él, don Hermógenes se vuelve hacia el almirante.

—No lo imagino a usted en reuniones secretas, conspirando a la luz de un candelabro. Hablando del Gran Arquitecto y todas esas bobadas.

Se echa don Pedro a reír. Una risa neutra, entre dientes.

—Usted ha leído demasiado al padre Feijoo, me parece.

Parpadea el bibliotecario, picado.

—Lo que he leído es el Centinela contra francmasones del padre Torrubia.

—Mejor me lo pone. No dudo que haya logias disparatadas; pero en la que yo conocí todo era mucho más simple. Hay quien se reúne en un café, y quien se reúne en una logia. La mía era una especie de club inglés: había militares, pero también hombres de negocios bien acomodados y algún aristócrata... Se hablaba de libros, de ciencia y de fraternidad, entre gente educada y sin distinción de patrias ni banderas. No era mal ambiente. Lo oculto era más mojiganga que otra cosa.

Pero don Hermógenes no se da por vencido.

—¿Y todo aquello de los juramentos y las confabulaciones fraternas?

—Eso son bobadas. Bulos de simples y de viejas —el almirante se apunta al rostro con un dedo—. ¿Tengo yo aspecto de andar minando tronos o altares, o manejando códigos mágicos medievales?

—Sin embargo, en las logias hay fanáticos —insiste el bibliotecario—. Gente de ideas extremas y destructivas.

—Insensatos hay en todas partes, don Hermes... En las logias y fuera de ellas. Pero le aseguro que eso de la Gran Conspiración Universal es un camelo.

Se quedan callados de nuevo, mirando la lluvia. Don Pedro sonríe otra vez, el aire absorto.

—De cualquier modo, en lo que a mí respecta, de todo aquello hace mucho tiempo. Hoy es más un recuerdo divertido que otra cosa.

—Que ha sido asombrosamente útil —apostilla Bringas.

—Todos los recuerdos lo son... Todo lo vivido aprovecha, de una u otra forma. Excepto para los fanáticos y los imbéciles.

 

Pascual Raposo retira la mano de entre los muslos de la rubia semidesnuda que tiene sentada en las rodillas y bebe un largo sorbo de vino, hasta vaciar el vaso.

—Abre otra botella, Milot.

Apartando a la mujer que está con él, Milot se levanta, tambaleante, coge una botella de la cesta que está sobre la mesa, y mientras se afana con el sacacorchos canturrea una canción licenciosa.

—Ahí lo tienes, compañero —dice llenando los vasos.

Luego ríe fuerte, con carcajadas ebrias, y las mujeres lo imitan. Los dos secuaces llevan varias horas encerrados con ellas en un burdel de la chaussée-d’Antin, lugar mal afamado del norte de la ciudad. Celebran el golpe como es debido: vino de calidad, comida razonable, cama grande y dos hembras de buen parecer, todo por treinta libras. Un día es un día.

—Por el éxito —dice Milot, alzando su vaso—. Por las mil quinientas libras.

—Hablas demasiado —le reprocha Raposo, mirando de reojo a las mujeres.

—No te preocupes. Éstas son de confianza.

—Aún no he conocido a una puta en la que se pueda confiar.

La que está sentada en sus rodillas se remueve molesta por oírse llamar así. Raposo la mira de cerca, cruel, con fría dureza.

—Sí, lo has entendido bien —le dice—. Putain... Salope... Puta tú y la madre que te parió.

Hace ademán de levantarse la mujer, airada, recogiéndose la ropa. Raposo la sujeta por el cabello, inmovilizándola.

—Como te muevas, te arranco la cabeza. Puerca.

Sirve más vino Milot, suelta una rápida parrafada en argot que Raposo apenas entiende, y se relaja el ambiente. La mujer que está con Raposo cambia de expresión, riendo al fin.

—¿Qué les has dicho?

—Que les vamos a llenar los coños con monedas de oro.

Raposo dirige una mirada crítica a su asociado.

—Sigo creyendo que hoy hablas mucho.

—Tranquilo, compañero —ríe de nuevo el policía—. Estamos en mi territorio. Éstas son buenas chicas. Y saben estar calladas, por la cuenta que les trae.

Bebe Raposo, poco convencido, acariciando distraídamente los senos de la mujer que tiene sentada encima. Piensa en los académicos: en lo fácil que fue quitarles el dinero, y en los pasos que darán en adelante. En lo que al dinero se refiere, la partida parece resuelta. Lo parece, insiste mentalmente mientras repite el término. La cuestión ahora es si el almirante y el bibliotecario abandonarán París o permanecerán en la ciudad intentando conseguir los libros por otros medios. Aunque Raposo no logra imaginar cuáles pueden ser éstos. Mil quinientas libras no brotan de los árboles. Todo es asunto de no perderlos de vista en las próximas horas, y los confidentes de Milot se ocupan de eso.

—Desarruga esa cara, compañero —le dice el policía—. El negocio está acabado, ¿no crees?

—Nunca se sabe.

—Eso es verdad. Nunca. Pero en este caso, tus académicos lo tienen difícil.

—Ya te digo... Nunca se sabe.

—Serás tú. Yo sí sé algo.

—¿Por ejemplo?

—Que ahora mismo voy a tumbar otra vez a esta furcia patas arriba, en esa cama, y a darle lo suyo por delante y por detrás. Con tu permiso.

—Lo tienes.

—Pues procedo... Fíjate bien y aprende.

Bebe Raposo más vino. La rubia le pasa una lengua húmeda y tibia por la oreja, susurrándole una invitación para unirse a los otros, pero él la aparta, molesto. Sigue pensando en los académicos, en lo que ocurrirá a partir de ahora. Su instinto le dice que las cosas no son tan fáciles como parecen. Que no están resueltas como sostiene Milot. El almirante Zárate, ese individuo alto y flaco que empuñaba el espadín en el prado de los Campos Elíseos, el que disparó fríamente sus pistolas contra los bandoleros en el robledal del río Riaza, no parece de los que se dan por vencidos con facilidad, pese a sus años. Pensar que quitarles el dinero supone liquidar la partida puede ser un error. Y a Raposo no le gusta cometer errores, sobre todo cuando cobra por no cometerlos.

—Vamos con ellos —insiste la puta, señalando la cama donde Milot ya se ha trabado con su compañera.

Niega Raposo con la cabeza mientras con ecuánime curiosidad observa actuar al policía, que realmente se afana mucho en lo suyo. Al cabo, tras pensarlo un momento y como si volviera en sí, con una mano se abre la portañuela del calzón y con la otra hace agacharse a la mujer.

—Ponte de rodillas —ordena.

En ese momento llaman a la puerta. Lo hacen de forma insistente, hasta el punto de que Milot interrumpe sus actividades en la cama, y Raposo, apartando a la mujer que ya se inclinaba sobre su calzón abierto, masculla una blasfemia, se pone en pie y va hasta la puerta remetiéndose de mala manera la camisa.

—¿Qué demonios pasa? —inquiere Milot desde la cama.

Es uno de los hombres del policía el que ha llamado, comprueba Raposo cuando abre: un esbirro menudo y flaco, con cara de hurón, al que ha visto otras veces. Se cubre con un sombrero empapado y deforme por la lluvia, y un capote que gotea junto a sus botas embarradas. Al verlo, Milot se levanta y, desnudo como se halla, rascándose con vigor una ingle —tiene el torso rechoncho, velludo, y las piernas cortas—, cruza la habitación y se acerca a su hombre, saliendo al pasillo mientras Raposo los mira desde este lado de la puerta. El de la cara de hurón cuchichea algo en el oído de Milot que hace a éste pasarse una mano por la cabeza, con gesto preocupado, antes de mirar a Raposo y seguir atento a lo que dice el otro. Al cabo lo despide, regresa a la habitación y cierra la puerta. Parecen habérsele ido de golpe los vapores del vino.

—Han ido a la embajada. Tus académicos.

Asiente Raposo, tranquilo.

—Eso era de esperar.

—Ya. Pero después fueron directamente al despacho del abogado Hénault.

A Raposo se le seca la boca. Incrédulo.

—¿Les han dado dinero en la embajada?

Milot mira a la mujer que espera en la cama y vuelve a rascarse la entrepierna.

—Eso no lo sé... Pero del despacho han cogido un fiacre, y en compañía del abogado se han ido todos a la casa de la madre. Acompañados del tal Bringas.

A Raposo se le cae el mundo encima.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace hora y media.

—¿Y dónde están en este momento?

—Siguen en casa de la viuda. Al menos allí estaban todavía cuando ése decidió venir a informarme.

Se quedan callados. El policía mira a las putas y Raposo lo mira a él.

—Lo han hecho —murmura al fin, abatido—. Tienen el dinero.

Tuerce el otro la boca, escéptico.

—¿Me estás diciendo que en la embajada les han dado mil quinientas libras por su cara bonita?

—Son académicos de la Española. Gente respetable... No es raro.

—Mierda —casi escupe Milot—. Con eso no contábamos.

La puta rubia se ha reunido con la otra, que ahora se cubre a medias con la colcha. Las dos están sentadas en la cama y los contemplan con aire aburrido. Milot les dirige un último vistazo, despidiéndose melancólicamente de la fiesta. Después se agacha con desgana, coge su camisa del suelo y se la pone.

—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta.

Raposo hace un ademán de impotencia.

—No lo sé.

—Si tienen el dinero y han pagado, poco lograremos en ese sentido. Los libros serán suyos a estas horas. Nada podrás hacer en París.

—¿No hay manera de buscarles algún problema?... ¿De quitarles los libros?

Niega el policía, ceñudo.

—Hasta ahí no llego yo, compañero. Veintitantos volúmenes no se escamotean así como así. Esta ciudad tiene sus límites. Y si los han comprado, son poseedores legales.

—¿Y una denuncia falsa, o algo que los fastidie?

—Sólo conseguirías ganar unos días, y más si están en contacto con la embajada... Con los libros de su propiedad, no hay nada que hacer.

—¿No hay modo de confiscárselos?

—No hay motivo. Y te recuerdo que es un abogado, o su madre, quien los vende. Todo será legal e impecable... Poco a rascar, por ese lado.

Milot acaba de vestirse despacio. Pensativo. Al cabo parece ocurrírsele algo, pues de pronto sonríe a medias.

—De todas formas —apunta con siniestra deliberación—, el viaje de vuelta es largo. Acuérdate de lo que hablamos.

Ha bajado la voz para hurtársela a las dos mujeres. Ahora se inclina un poco hacia Raposo, confidencial.

—Son muchos días y muchas leguas —añade—. Y los caminos entre Francia y España están llenos de peligros: lobos, bandidos, ya sabes. Lo natural en esos parajes.

—Eso es cierto —admite Raposo, sonriendo al fin.

—Pues, a menos que yo te conozca poco, raro será que no haya ocasión para incidentes... Para alguna lamentable desgracia.

Mientras habla, Milot se ha acercado a la mesa donde está el vino, llena dos vasos bien colmados, guiña un ojo a las putas y vuelve hasta donde está Raposo, ofreciéndole la bebida.

—Los libros son materia frágil, ¿no es cierto?

—Mucho —coincide Raposo.

—Están expuestos a los ratones y a la polilla.

—Cierto.

—También a las inclemencias del tiempo, al fuego y al agua. Si no me equivoco.

La sonrisa de Raposo se torna carcajada.

—No te equivocas en absoluto.

Ríe a su vez Milot mientras alza el vaso, brindando con el de su compinche.

—En tal caso, estoy seguro de que sabrás apañártelas, si surge la oportunidad. O buscarla, si no surge... Que yo sepa, y como diría uno de esos filósofos, la más preciada de tus virtudes es la unidad de carácter.

 

Ha dejado de llover hace un par de horas, y los faroles iluminados puntean entre largos intervalos de oscuridad las orillas del Sena, reverberando sus reflejos en el agua negra del río y el suelo mojado del muelle de Conti. Más allá se percibe el resplandor del puesto de guardia del Pont Neuf, cuyo fanal encendido ilumina desde abajo la estatua ecuestre que lo domina.

—Qué hermosa ciudad —comenta don Hermógenes con el sombrero en la mano y arreglándose la capa—. Al final lamentaré irme.

Acaban de salir del restaurante donde los dos académicos han celebrado junto al abate Bringas su última noche en París. Todo está a punto para viajar mañana con la primera luz: los veintiocho grandes volúmenes de la Encyclopédie, empaquetados en siete fardos bien protegidos con paja, cartón y tela encerada, listos para cargarse en la parte superior de la berlina, con el mayoral Zamarra prevenido y los caballos del tiro dispuestos en su establo. Don Hermógenes y don Pedro han querido despedirse con todos los honores del abate Bringas, agradeciéndole su colaboración del mejor modo posible: con una cena de homenaje en un restaurante de la orilla izquierda. El hotel de Corty, sugerido por el propio Bringas, es famoso por sus delicias marinas, y la mesa ha estado bien provista de ostras de Bretaña y pescado de Normandía, incluidos unos rodaballos que hicieron derramar al abate lágrimas de gratitud, facilitadas por las botellas de Chambertin y de Saint-Georges que han ido vaciando, de modo sistemático, a lo largo de la noche. Hasta don Hermógenes probó un poco más de vino de lo que es corriente, y el usual tono rojizo del rostro del almirante se ha intensificado un punto.

—Una cena espléndida —comenta Bringas, feliz, dando una golosa chupada al cigarro que humea entre sus dedos.

—Usted se la merece —responde don Hermógenes—. Ha sido un leal compañero.

—Sólo he sido lo que debo ser... Doscientas libras aparte.

Los tres se han detenido junto al pretil del muelle, aspirando el aire fresco y húmedo. Sobre sus cabezas, el cielo se muestra cada vez más limpio, salpicado de estrellas. Por viejo reflejo profesional, el almirante alza los ojos y ve Orión ya bajo, a punto de desaparecer, y el brillante Sirio bien definido en el firmamento.

—Es un buen augurio para su viaje —dice Bringas, mirando también hacia lo alto—. ¿A qué hora tienen previsto salir?

—A las diez.

—Quizá les eche de menos.

Después de esas palabras permanecen en silencio, ante el río y las luces lejanas. Al fin suspira el abate y arroja el chicote del cigarro al agua.

—Ah, sí. Algún día esta ciudad será distinta —dice, pensativo.

—Pues a mí me gusta mucho como es —comenta don Hermógenes, plácido.

Bringas se vuelve a mirarlo. Sobre el estrecho gabán, del que lleva las solapas subidas, la claridad lejana de un farol perfila el rostro del abate entre las sombras, acentuando su delgadez bajo la deforme peluca. Reflejándose en sus ojos ávidos.

—Ustedes llevan unos días aquí, y en cierto modo yo he sido su Virgilio... ¿De verdad no advierten lo que hay detrás de todo esto?... ¿Tan torpe soy, a fe mía, que fui incapaz de hacerles ver que bajo la apariencia de este París que a usted, señor, le gusta tanto, hay una fuerza temible que poco a poco va aflorando y que un día arrasará esta engañosa placidez?... ¿No bastan mis comentarios y razones para hacerles comprender que esta ciudad, o el mundo que representa, está sentenciada a muerte?

Sigue un silencio tenso. El almirante, vuelto hacia Bringas, espera con atención a que éste siga hablando; mientras don Hermógenes, cogido de improviso, parpadea anonadado. No era ésa la conversación que el bibliotecario pretendía mantener.

—El veneno oportuno —prosigue Bringas, brutal—, la ponzoña salvífica que matará este mundo de mentira e injusticia, este decorado de teatro, viaja con ustedes mañana. Y estoy orgulloso de haber contribuido a ello... No imagino causa más noble que llevar esa Encyclopédie, y sobre todo lo que contiene y representa, al corazón de esa España oscura y cerril de la que vivo en exilio.

Don Hermógenes parece tranquilizarse un poco.

—Su nobleza es extrema, señor abate.

Bringas da una palmada sobre el parapeto de piedra.

—Maldición. No use conmigo esa palabra, tan contaminada por quienes la usan como título.

—Su pureza de sentimientos, entonces —corrige el bibliotecario.

—Tampoco.

—Vaya... Digamos, pues, su amor por la humanidad.

Bringas abre y extiende los brazos, casi sacerdotal, como si pusiera al Sena por testigo.

—Creía haber sido transparente estos días que estuvimos juntos. A mí no me mueve el amor por la humanidad, sino el desprecio hacia ella.

—Exagera —se sobresalta de nuevo don Hermógenes—. Usted...

—No exagero lo más mínimo. Ah, no. El ser humano es bestia torpe a la que no mueven los buenos sentimientos, sino el látigo. Para hacer el hombre nuevo, el que de verdad convertirá el mundo en lugar armonioso y habitable, hace falta una etapa intermedia. Una transición en la que hombres como yo, paladines de lo absoluto, le hagan ver lo que se niega a ver.

—Para eso están las escuelas, querido abate —interviene amable el almirante—. Para educar a ese hombre nuevo.

—No hay escuela posible si no se levanta antes, en el mismo solar, un buen cadalso.

Don Hermógenes se estremece, escandalizado.

—Por Dios.

La invocación arranca a Bringas una carcajada salvaje.

—Nada tiene él que ver en este asunto, suponiendo tenga que ver con algún otro... ¿Apela usted al Dios cuyos ministros aún se oponen a la inoculación de la viruela, pues tuerce la voluntad divina?... ¿Que hasta en eso se meten?

—Le ruego que dejemos a Dios y a sus ministros a un lado.

—Ah, eso quisiera yo. Porque cambiar el signo de los tiempos no es asunto de Dios, sino de los hombres. De lo que ustedes han venido a hacer aquí, y de lo que se llevan a España como precioso equipaje. Pero, ay, España... Allí sólo se pide un poco de pan y toros. Allí se odia la novedad, y se detesta cuanto pretenda removerla de la ociosidad, la pereza y la poca afición al trabajo.

—Nuestro viaje a París prueba que no todo es así —protesta don Hermógenes.

—Hará falta más que unos libros para despertar a nuestra infeliz patria, señores míos. Alguna sacudida mayor que despierte de su letargo a ese pueblo miserable y digno de lástima, al que nada debe Europa en el último siglo. Tan inútil para el mundo como para sí mismo.

—Ya estamos de nuevo con su revolución —se lamenta el bibliotecario—. Con su estallido.

—Naturalmente. ¿Con qué, si no?... Allí hace falta una conmoción total, un choque espantoso, una revolución regeneradora. Esa atonía española no es de las que se corrigen con métodos civilizados. Hace falta el fuego para cauterizar la gangrena que le pudre.

—¿Quiere usted cadalsos para nuestra patria?

—¿Por qué no?... ¿Qué otra cosa puede cambiar a un pueblo en el que, al ingresar en la profesión, a un médico o un cirujano se les exige jurar que defenderán la inmaculada concepción de la Virgen María?

Han empezado a caminar hacia el puente, siguiendo el pretil.

—Les acompaño un trecho —dice Bringas—. El último paseo.

Avanzan en silencio, reflexionando sobre la reciente conversación. La luna, que empieza a despuntar sobre los tejados, aclara el cauce del río entre los muelles y define en la distancia la claridad fantasmal de las torres de Notre-Dame.

—A fin de cuentas —dice de pronto Bringas—, viajes como el de ustedes serán inútiles mientras no se haga una siega previa, una depuración de cuanto no constituye materia educable... De todo aquello que es la parte más oscura, irrecuperable, de la raza humana.

—Eso suena fuerte —estima el almirante.

—Más fuerte sonaría si en mi mano estuviera hacerlo oír.

—¿Habla usted de una matanza colectiva?

—¿Por qué no?... Colectiva y sobre todo expeditiva. Y a partir de ahí, luego, las escuelas: niños arrebatados a sus madres, como en la antigua Esparta. Educados como ciudadanos, desde el comienzo. En la virtud y la dureza. Y el que no...

—¿No cree que cualquier ser humano es educable con métodos suaves?... Al fin y al cabo, la cultura es fuente de felicidad, pues desarrolla la lucidez del pueblo.

—No lo creo. O no del todo, al menos en la primera fase. Porque el populacho no está hecho para pensar.

Suena la risa queda y suave, siempre amable, del almirante.

—Veo que baja usted un poco la guardia, señor abate. Se contradice. Eso del populacho lo decía Voltaire, a quien usted no estima mucho.

—En algo acertó ese oportunista aficionado a lujos y reyes —responde Bringas con presteza—. En realidad, al ser humano, al desventurado hecho a aficiones groseras, sólo le educan la razón y el miedo... O mejor dicho, el miedo a las consecuencias de no seguir a la razón y quienes la encarnan... Recuerden que el gran Juan Jacobo, y ése sí era de verdad grande, tenía sus dudas, más que razonables, sobre los beneficios de la cultura repartida a espuertas.

—Pero Rousseau no hablaba de matanzas y barbaridades así.

—Da igual. Ya estamos otros para poner la letra pequeña.

—La que con sangre entra.

—Sí.

Pasan en este momento junto al retén de guardias francesas, al pie de la estatua de Enrique IV. El farol colgado de la verja ilumina en penumbra los uniformes azules y a los hombres que dormitan sentados en los peldaños. Un soldado, armado con fusil y bayoneta calada, se acerca un instante, les echa un vistazo y vuelve a su puesto sin decir palabra, después de que el almirante diga buenas noches y lo salude tocándose el pico del sombrero.

—Ustedes creen de buena fe —sigue diciendo Bringas— que basta con llevar la Encyclopédie a su Academia, hacer diccionarios y todo lo demás, para que el pueblo, educado a partir de eso, o de lo que simboliza, alcance su felicidad poco a poco...

—Quizá el almirante tenga alguna duda al respecto —admite don Hermógenes—. Yo, desde luego, ninguna.

—Ah, pues yo las tengo todas... Una nación que tuviera manufacturas, artes, filósofos y libros no por eso estaría mejor gobernada. Podría perfectamente seguir en manos de esos mismos, de los de siempre. Una tiranía ilustrada, por muy ilustrada que sea, siempre es una tiranía... El asunto es erradicar eso. Barrer a los enemigos del progreso. Hacer rodar cabezas.

—¿Con qué método? —se interesa el almirante, fríamente cortés.

—Seduciendo primero a los actuales miembros de la clase dirigente, ilustrados de corazón o por conveniencia, o moda, y luego, una vez a la par con ellos, sustituyéndoles.

—Y eso, ¿cómo se hace?

—Muy sencillo: exterminándoles sin piedad.

Se persigna don Hermógenes, horrorizado.

—Jesús.

—¿Y quiere usted eso para Francia? —se interesa el almirante—. ¿Para España?

Bringas se mantiene firme.

—Lo quiero para el mundo. Aquí y en la China... El único camino irreversible hacia la prosperidad pública: un baño de sangre que preceda al baño de razón.

—¿Algo así como que a quien no desee ser libre se le haga libre a latigazos?

—Pues sí, mire. Es una forma de decirlo.

—¿Y quién manejaría el látigo?

—Los Licurgos justos y lúcidos... Los incorruptibles. Los irreprochables.

—Creo que se nos ha ido la mano con el vino, señor abate.

—Al contrario. Vinum animi speculum... Nunca estuve más sensato que esta noche.

Bringas se ha parado en mitad del puente y señala con ademán enérgico las luces espaciadas que puntean la orilla.

—Miren esos faroles de ahí, con sus poleas. Son un buen símbolo del progreso. Del futuro.

—En efecto —asiente don Hermógenes, aliviado por cambiar de asunto—. El sistema me parece ingenioso. Y el aceite de tripas que queman...

—No me refiero a eso, hombre... Donde usted ve aceite y confort, yo veo unos lugares estupendos para colgar a los enemigos del pueblo. A los que se oponen al progreso... ¿Imagina esta ciudad con un noble o un obispo colgados en cada uno de esos faroles?... ¡Qué espectáculo grandioso!... ¡Qué lección para el mundo!

—Es usted un hombre peligroso, señor abate —opina el almirante.

—Lo soy, en efecto. Y a mucha honra. Ser peligroso es mi único patrimonio.

—Hombres flacos e inquietos, que duermen mal... Como los de Shakespeare en Julio César.

—Sí. Brutos y Casios. Los que tenemos los ojos abiertos somos de esa virtuosa estirpe... ¡Ay de los reyes y los tiranos, si un día les hallamos bajo la estatua de Pompeyo!... Aseguro a ustedes que en mi mano no temblará el puñal republicano.

Echa a andar de pronto, decidido, como si el puñal aguardase al extremo del puente. Lo siguen los académicos.

—Ha sido usted un buen amigo —comenta don Pedro al ponerse a su altura—. Aunque pertenezca, me temo, a esa clase de hombres que mientras son amigos resultan entrañables, pero como enemigos se vuelven implacables... El problema, imagino, es averiguar el momento exacto en que dejan de ser amigos.

Bringas sacude con vigor la cabeza, como ofendido.

—Yo a ustedes dos, nunca...

Se interrumpe de pronto y sigue andando sin añadir nada más. Al poco afloja el paso.

—De todas formas, ha sido un privilegio conocerlos —dice mientras se encoge de hombros—. Asistirles en esto... Son ustedes hombres decentes.

Sonríe el almirante entre las sombras.

—Espero que lo recuerde usted cuando empiece a colgar gente en las farolas de Madrid.

—Aún falta tiempo para eso. Aunque menos del que sospechan.

Suenan los pasos en el empedrado de la plaza vacía, pues caminan ahora junto a la prolongada y sombría fachada del Louvre. No hay en ella ni una sola ventana iluminada. Sólo reluce cerca un solitario farol, y la oscuridad acentúa el aspecto siniestro del edificio.

—¿No volvería usted a España? —se interesa don Hermógenes—. ¿A su casa?

—¿Mi casa? —el tono del abate está lleno de desprecio—. Yo no creo en esos que tienen, o creen tener, una casa, una familia y unos amigos... Además, en España acabaría mal. En prisión, en el mejor de los casos... He vivido lo bastante para saber que, allí, diferencia e independencia engendran odio.

Hace Bringas una larga pausa y se vuelve a mirar en torno, cual interrogando a las sombras.

—Yo estoy condenado a vagar por estas orillas, como los espectros de la Eneida.

A la luz del farol más cercano, el almirante


Date: 2016-01-05; view: 1064


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