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Los rencores del abate Bringas 3 page

—Me temo, y eso me horroriza, que hable usted en serio.

—Claro que hablo en serio. Cuando se ha vivido de forma adecuada, no hay nada mejor que un largo, bien ganado descanso.

—Bueno. Al menos, usted tiene motivos para merecerlo, cuando llegue su hora. Porque nada tiene que reprocharse: militar, se batió por su rey y por su patria; hombre de ciencia, deja tras de sí sus trabajos y ese magnífico diccionario de Marina; académico, hombre cabal, es respetado por sus amigos, entre los que creo contarme... Es para estar orgulloso.

El almirante se lo queda mirando con mucha fijeza, sin responder en seguida. Al cabo aparta las manos del respaldo de la silla y parece erguirse con una especie de dignidad solitaria. Melancólica. De un modo parecido, piensa fugazmente el bibliotecario, debió de erguirse en su juventud sobre la cubierta de un navío, cuando resonaba la metralla de los buques enemigos.

—No lo sé, don Hermes... En realidad estoy menos orgulloso de lo que soy que de lo que he conseguido no ser.

 

Los dos viajeros no pueden saberlo; pero en ese momento, a doscientas sesenta y cinco leguas de allí, a la luz de una lámpara de aceite Argand regalada hace tres días por el rey a la Real Academia Española —único signo de confort moderno en la polvorienta sala de reuniones—, el pleno de compañeros académicos mantiene una discusión parecida a la suya. Todo empezó cuando, tras los asuntos de despacho, se discutió la papeleta con el lema Ente, que a propuesta de algunos presentes debería modificarse en la próxima edición del Diccionario; de forma que la definición que figura en el tomo correspondiente del de Autoridades, publicado en 1732, y que se ha mantenido durante casi medio siglo, sea acortada. O racionalmente puesta al día, como pide que conste en acta Justo Sánchez Terrón, uno de los académicos que con más denuedo apoyan el cambio. Así, la definición original: Dícese de todo lo que realmente existe. Por antonomasia lo es Dios, por ser Ente increado, e independiente, que por sí mismo subsiste, y por participación lo son todas las cosas creadas, debería verse, según criterios de modernidad, reducida al primer párrafo; o, como mucho, a Todo lo que tiene real existencia, dejando, en cualquier caso, en materia de entes y entidades, a Dios y su creación aparte. Eso ha suscitado un vivo debate que aún se mantiene, aunque en términos más ásperos que el de los dos viajeros en París: ni todos los académicos que tienen fe religiosa, o aseguran tenerla, muestran tanta delicadeza como don Hermógenes, ni todos los que rinden culto a la razón son tan corteses o templados como el almirante.

—Mientras en el extranjero progresan la física, la anatomía, la botánica, la geografía, la historia natural —dice Sánchez Terrón con muchas pausas, gustándose a sí mismo como acostumbra—, nosotros debatimos aquí sobre si el ente es unívoco o análogo, sobre si trascienden las diferencias o sobre si la relación se distingue del fundamento... Y así están las universidades españolas, señores. Así la educación nacional.



Hay protestas en torno al sobado tapete de badana que cubre la mesa, manos alzadas, gestos de aprobación o desagrado. Lanzando rápidas miradas a uno y otro lado, el secretario Palafox toma nota de todo mientras Vega de Sella, el director, concede la palabra.

—Es intolerable —argumenta don Nicolás Carvajal, matemático y autor del Tratado de arquitectura civil, en apoyo del académico que lo ha precedido— que enseñanza y universidad estén, todavía, en manos de defensores de la doctrina aristotélico-tomista frente a los partidarios de la ciencia moderna, cuando éste es el siglo de la educación, de la diplomacia y de la ciencia.

Viene a continuación el turno de palabra de don Antonio Murguía, archivero de su majestad y miembro de la Academia de la Historia: un hombre feo, menudo y enérgico, tocado con rizada peluca gris, autor de una conocida biografía de Felipe V y varios tratados sobre la decadencia de los Austrias y la guerra de Sucesión.

—Los mensajes de los novatores del pasado siglo —argumenta—, pese a su timidez, fueron ya considerados por teólogos y moralistas atrincherados en el escolasticismo y el aristotelismo como una amenaza... Su presión obligó a muchos hombres sabios al silencio prudente. Y las costas las pagamos todavía. Así que esta docta casa no puede seguir siendo cómplice de tales silencios.

Preocupado por la deriva que toma el debate, el director mira el reloj que está en la pared, coteja la hora —son las ocho y cuarto— con la que marca el que saca discretamente de un bolsillo de la chupa, y recuerda a los presentes que se trata de discutir sobre una simple acepción del Diccionario, no de diagnosticar los males intelectuales de la nación.

—Se trata de revisar una definición, señores académicos. De la lengua castellana, o española. Y en los términos adecuados... O sea, que no estamos polemizando en un café sobre el contenido de una gaceta.

Asienten algunos y encogen otros los hombros; corre en torno a la mesa, en fin, un dispar murmullo de aprobación y desaprobación. Y acaba haciéndose con la palabra, torcido el gesto, Manuel Higueruela. En términos agriados, como suele, lanzando bajo su peluca miradas maliciosas a los compañeros de los que discrepa, el periodista se declara opuesto al newtonianismo y racionalismo porque el científico, subraya, debe centrarse en conocer y poseer la sabiduría de Dios, no en descubrir supuestas leyes de la naturaleza cuyo control no le corresponde, lo que es necio y perverso. Pretender racionalizar el mundo mediante la observación y la experiencia significa anular la necesidad de una explicación divina y considerar inútil la digna función eclesiástica.

Asiente silenciosa y vigorosamente, a su exposición, el grupo más ultramontano de los académicos: dos de los cinco clérigos que lo son de número, el alto funcionario de Hacienda y el duque del Nuevo Extremo. Por su parte, el secretario perpetuo del Consejo de la Inquisición, don Joseph Ontiveros, permanece callado, con una sonrisa distante en los labios. Al fin alza la cabeza cana y pide la palabra.

—Vaya por delante que no creo que deba tocarse la definición de Ente, tal y como está; al menos en la próxima edición del Diccionario. Pero es cierto que a la larga no podremos volver la espalda a la efervescencia que se extiende por todas partes... Todo es ahora analizado, discutido, removido, nos guste o no, desde los principios de la ciencia hasta los fundamentos de la fe religiosa, desde la metafísica al buen gusto, desde la teología hasta la economía y el comercio... Negarse a verlo así perjudica a la religión aún más que a la razón, pues la sitúa como enemiga.

Toma de nuevo la palabra Higueruela, que levanta la mano gordezuela en la que relucen anillos de oro, y apunta un dedo acusador hacia el radical Sánchez Terrón, quien sonríe con desdén al otro lado de la mesa. En realidad, por encima del tapete y de afinidades tácticas, son espacios y siglos los que se extienden entre ambos.

—No falta autoridad al reverendo padre Ontiveros —dice Higueruela, aunque mira al otro—. Pero esa mesura, esa comprensión cristiana, no hacen sino dar aliento a los descreídos. Al sinedrio filosófico que, como algunos compañeros de esta casa, pretende que en vez del padrenuestro la gente recite: e, elevado a pi, más uno, igual a cero. Que dejemos las ciudades para recobrar nuestro estado natural, volviendo a las praderas y selvas con los hotentotes, patagones e iroqueses... Que recemos a San Euler y a San Voltaire. O que no recemos a nadie, ni respetemos reyes, ni sotanas, ni togas... Y eso ya es aberración y es soberbia.

El discurso de Higueruela —de aquí a una semana saldrá impreso en tinta fresca y con idénticas palabras en el Censor Literario que edita el periodista— cae mal en torno a la mesa; y el director Vega de Sella, que lanza frecuentes y desesperados vistazos al reloj de la pared, se ve obligado a reclamar orden; aunque no puede evitar que por alusiones, aunque no sean directas, Sánchez Terrón pida de nuevo la palabra, y en términos de relativa dureza critique —así figurará en las actas escritas por el diligente secretario Palafox— «la absurda cosmología aristotélico-ptolemaica de algunos señores académicos, su escolasticismo a ultranza y su defensa de las Sagradas Escrituras como autoridad». España, concluye, debe dejar de resistirse a la ciencia y la razón. Que aprenda a pensar, y a leer. Que apañada va, y buena falta le hace.

—¿Que aprendamos a leer? —salta Higueruela, irritado, sin aguardar turno de palabra—. ¿Nos está llamando analfabetos en nuestras barbas el señor académico?

—En absoluto —niega Sánchez Terrón, con un desdén y una cínica sonrisa superior que desmienten sus palabras.

Higueruela parece escupir veneno sobre el tapete.

—Esas reflexiones ya se han hecho en toda Europa, con resultados nefastos: ya no hay reino, menos el de España, que para su desgracia no sea newtoniano, y por consiguiente copernicano, y por consiguiente ofensivo para las sagradas letras que tanto debemos venerar... O para el simple sentido común. Porque hace poco leí algo del señor Sánchez Terrón, y desde entonces no pego ojo: cuando despacho un plato de fresas me trago otros tantos animalitos sensibles, cuando huelo una rosa casi puedo conversar con ella de ente a ente, y cuando corto una flor me expongo, prácticamente, a ser enjuiciado por homicidio... ¿A dónde vamos a parar con tanta insensatez?

—Sólo recomiendo —insiste fríamente Sánchez Terrón, con la misma displicencia de antes— que aprendan a dejarse guiar por las luces.

—Por luces extraviadas, querrá decir... O ajenas —matiza Higueruela con pésima intención—. Me refiero a ese empeño frívolo en manejar mucho énfasis, mucha oscuridad, mucho desahogo en pregonar ideas extranjeras que apenas se rozan en la superficie, indiferentes a su mucha o poca verdad... La razón no se ejerce imitando, sino siendo. Y, ante todo, español.

—No le consiento...

—Me trae al fresco que lo consienta o no.

El reloj da por fin una campanada, y el director Vega de Sella aparta de él los ojos con visible alivio.

—Se levanta la sesión, señores académicos. Agimus tibi gratias...

Se encuentran a la salida, envuelto en su capa española Higueruela, abrigado Sánchez Terrón con gabán de paño cortado a la última. Salen de la Academia sin mirarse, altaneros, y caminan cada uno por un lado de la calle del Tesoro. Allí, el paso del uno se torna más lento hasta dar al otro ocasión de alcanzarlo y ponérsele a la par.

—Es usted un impertinente —masculla Sánchez Terrón.

Higueruela se encoge de hombros y sigue junto a él, al mismo ritmo. Lleva el sombrero de tres picos bajo el brazo, y la peluca da a su cabeza redonda, de cuello corto que parece atornillado en el torso, un toque grotesco.

—No se queje, porque en la diatriba antifilosófica de mi próximo Censor lo dejo al margen. Yo soy hombre que sabe respetar las treguas.

—No tengo ninguna tregua con usted.

—Llámela como quiera: acuerdo táctico, comunidad de intereses, ganas de fastidiar... El caso es que tenemos un pequeño asunto en común. Y eso, le guste o no, crea sus vínculos. Su deleitoso puntito.

Titubea el otro, incómodo.

—Quiero dejarle claro que, en ningún momento, yo...

—Claro, claro. Natural. No se preocupe. Me hago cargo.

—Me temo que usted no entiende nada.

—Pues crea que lo entiendo como de dulce. Le gusta que le hagan los trabajos sucios, pero quiere presumir de manos limpias.

—Buenas noches, señor.

Envarado, metiendo las manos en los bolsillos del gabán, Sánchez Terrón da media vuelta y se aleja a grandes pasos hacia la plaza del palacio real. Sin inmutarse, el otro le va detrás, paciente y callado durante un trecho. Al fin vuelve a ponerse a su lado y le tira de una manga.

—Oiga, míreme a la cara... Usted no se baja de esta diligencia en marcha, se lo aseguro.

—Esto ha ido demasiado lejos.

Emite Higueruela una risita taimada.

—Es lo que me fascina de ustedes, los redentores del pueblo: su facilidad para ponerse de perfil cuando las cosas giran hacia lo real. Cuando hay que pagar los precios morales de los deseos ejecutados por otros.

Se han detenido en la luz de uno de los faroles de la plaza. Al otro lado, entre las sombras, bajo un cielo salpicado de estrellas, clarea la mole de piedra blanca del palacio real. Higueruela levanta la mano de los anillos, señala el pecho de Sánchez Terrón y luego se toca el suyo.

—Está en esto igual que yo —puntualiza.

—La idea fue de usted.

—Y le pareció estupenda.

—Pues ya me lo parece menos.

—Demasiado tarde. Lo de nuestro hombre en París sigue su curso, y habrá que afrontar las consecuencias... Precisamente esta mañana recibí carta de él.

Un destello de interés despeja, a su pesar, la fatua gravedad de Sánchez Terrón.

—¿Y qué cuenta?

—Que los viajeros tienen dificultades para encontrar lo que buscan, y se dispone a entorpecerlo más todavía. Que están en manos, además, de un individuo poco de fiar, y que la embajada se desentiende... Todo bien, como ve. Favorable para nuestros planes.

Da un respingo el otro, indignado de nuevo. Arrogante.

—Le repito que yo...

—No se moleste en repetirlo. Precisamente el tal Raposo acaba de pedir un poco más de dinero. Los gastos se acumulan, al parecer. O eso dice.

—Ya le di a usted tres mil reales.

—Sí. Y desde luego, no creo todo lo que cuenta Raposo. Sin embargo, para estar tranquilos, creo que algo más podemos mandarle.

—¿De qué cantidad me habla?

—Mil quinientos reales.

—¿En total?

—Cada uno. Me he permitido enviárselo todo hoy de mi bolsillo, con una carta de pago del Giro Real contra la banca Sartorius de París... Por eso le agradecería que me haga llegar su parte en cuanto le sea posible.

Han vuelto a caminar, esta vez a lo largo de la fachada del palacio. Frente al cuerpo de guardia, a la luz de un fanal, un centinela los mira indiferente, desde el abrigo de su garita.

—Sé lo que está pensando —comenta Higueruela—. Podría haber hecho frente a ese pago yo solo, naturalmente... Pero me tienta violentar un poquito su prístina conciencia ilustrada.

—Es usted un mal bicho.

—Hay días que sí. Algo... Por eso mi Censor Literario se vende como se vende.

Sánchez Terrón emite una risa desagradable, áspera, ajena al buen humor.

—Claro... Majismo y desgarro nacional, toros y coplas, sátiras injuriosas, libelos difamatorios contra los sujetos más beneméritos de nuestras letras modernas nunca faltan ahí. Pero elogios de sabios, mención de sus obras y reflexiones sobre los progresos de la ciencia, en eso anda su periodicucho muy escaso... Y encima, los funcionarios de la censura son de su cuerda. Sus compinches.

—Señor mío, la libertad de imprenta, se lo dice alguien que desde hace veinte años imprime papeles públicos, tiene sus límites. El choque de ciertos entendimientos y materias produce la luz, es verdad. Pero en algunos asuntos como religión y monarquía, ese choque provoca incendios que deben evitarse con cauta prudencia... Dígame. En un sistema político gobernado por los de su cuerda, ¿habría libertad de imprenta?

—No le quepa duda.

—¿Y se me permitiría publicar mi gaceta, tan lindamente?

Vacila un instante Sánchez Terrón.

—Supongo.

—Sabe que no —ahora quien ríe es Higueruela—. Que, pese a todo con lo que se llenan la boca, lo primero que harían los suyos sería prohibir publicaciones como la mía.

—Eso es falso.

—Lo dice con letra pequeña. No es lo mismo desvestir santos que vestirlos. Manejar ideas que afrontar hechos... Así que, como tengo la suerte de estar en el mango de la sartén, me curo en salud y procuro que nunca llegue ese momento.

—Maldita sea... ¿Cómo diablos entró usted en la Academia?

—Aparte del amor a las letras, por relaciones y ambición... Como usted, más o menos. A mí me tienen miedo, y usted es un figurón moderno que da vitola ilustrada.

—Vendrá un tiempo en que tengan miedo a los hombres como yo, no a los de su calaña.

Silba bajito el otro, irónico.

—En tal contexto —comenta tras pensarlo un poco—, y tras lo de mal bicho, eso de calaña suena fuerte entre académicos de la Española... Recuérdeme que el próximo jueves busquemos en el Diccionario la definición.

—Se la digo yo: semejanza. En este caso, con algo de mínima especie. Y mal bicho es sinónimo de canalla: gente baja y ruin.

—Diantre. No son términos para usar entre caballeros.

—Usted no es un caballero.

—Ya... Usted sí, se entiende. Tan puro... Tan noble siempre, en su arrogante razón ilustrada.

Caminan los dos alejándose del cuerpo de guardia, precedidos por sus sombras que alarga el fanal a sus espaldas. Pensativos y hermanados en el mutuo odio. A los pocos pasos, Higueruela encoge los hombros, contemporizador.

—En cualquier caso, por esta vez lo dejaremos pasar. Me refiero a las dos definiciones académicas. Y en cuanto al futuro... Bueno. Ya procuraremos que el tiempo en que los teman a usted y los suyos tarde mucho en llegar. En todo caso, para entonces nuestra pequeña alianza táctica se habrá deshecho.

—Eso espero.

—Pues no se haga ilusiones, ya que surgirán otras nuevas. Porque mire: vitriolo entre nosotros aparte, hay una cierta concurrencia de intereses, aunque sean opuestos, que no desaparecerá nunca... A pesar de la necesidad, tan española, no de vencer o convencer, sino de exterminar al adversario, en el fondo me necesita tanto como yo a usted.

—No diga disparates.

—¿Se lo parecen?... Razone un poco, ya que tanto lo predica. Como organismos parásitos, vivimos uno del otro. Justificamos nuestro papel a uno y otro lado de un pueblo torpe y brutal, de instintos bajos, cuya posibilidad de redención siempre será escasa... Incluso aunque nos matáramos a garrotazos surgiría siempre, al fin, la necesidad de resucitarnos mutuamente. Los pueblos, sobre todo el español, viven del sueño, del apetito, del odio y del miedo; y eso la gente como usted y yo, cada cual a su manera, lo administra como nadie. ¿No cree?... Y a fin de cuentas, recuerde el viejo dicho. Tarde o temprano, los extremos se tocan.

 

—¿Qué es ese tumulto? —pregunta don Hermógenes.

—Putas —responde el abate Bringas—. Les llevan a la Salpêtrière.

Se han detenido en la esquina de la rue Saint- Martin, donde se arremolina una multitud de curiosos, paseantes y gente que sale a mirar desde los comercios cercanos. También hay vecinos asomados a las ventanas. Sobre las cabezas y sombreros se ve avanzar una carreta llena de mujeres: son una docena, de diversas edades, y van despeinadas, mal vestidas, agrupadas en el carruaje descubierto, custodiadas por una docena de guardias de uniforme azul armados con fusiles y bayonetas.

—Qué extraño espectáculo —comenta el almirante.

—No tiene nada de extraño —apunta Bringas—. En París hay treinta mil prostitutas, entre descaradas y encubiertas, y cada semana se hacen detenciones nocturnas, con un celo ciertamente excesivo... Les concentran ahí arriba, en la cárcel de Saint-Martin, y una vez al mes comparecen ante los jueces, escuchan su sentencia de rodillas y son llevadas a prisión de esta manera pública, para que sirva de escarmiento.

Se han detenido los tres y observan el paso de la carreta. Hay entre la multitud congregada, comprueban los académicos, quien asiste a la escena con simple curiosidad, pero también quien se burla de las detenidas, o las insulta. Las mujeres son de varias edades, desde la encallecida veterana hasta la muchacha de apariencia inocente. Algunas, sobre todo las más jóvenes, van con la cabeza baja, avergonzadas y llorosas. Otras sostienen con descaro las miradas que les dirigen, y algunas devuelven con desparpajo los improperios o zahieren a los guardias, dirigiéndoles toda clase de procacidades.

—Es desolador —opina don Hermógenes—. Esto golpea los sentimientos. Ni siquiera esas desventuradas merecen que se las trate así.

Bringas hace un ademán de impotencia.

—Pues ahí van. Así es también esta ciudad hipócrita, esta urbe de filósofos que ustedes tanto admiran. Las infelices no tienen procuradores, ni abogados... Se les encierra de cualquier manera, sin la menor garantía. Sin el menor derecho.

—¿Y a dónde dice usted que las llevan?

—A la Salpêtrière, donde está la prisión para mujeres públicas. Allí se separa a las que están infectadas y sin cura posible, y se envía a éstas a Bicêtre, a una legua de París: lugar espantoso donde las palabras compasión y esperanza brillan por su ausencia... Un infierno donde se hacinan de cuatro a cinco mil personas, y del que rara vez salen estas desgraciadas, consumidas por el vicio y las enfermedades... Un nombre, el de ese lugar, receptáculo de la sociedad más inmunda, donde están mezclados delincuentes, mendigos, desgraciados, locos, enfermos de toda clase, que nadie puede pronunciar sin espanto. Que es baldón de esta ciudad y vergüenza de la humanidad.

—Qué horror —don Hermógenes se fija en una joven detenida que lleva a un niño de pocos meses en brazos, envuelto en una toquilla—. Algunas mueven a compasión.

Bringas se muestra de acuerdo. Lo peor, comenta, es la arbitrariedad con que se hace todo. La conciencia de cualquier marquesa o princesa libertina, de las que en París abundan, está más sucia de vicios y pecados que la de esas pobres mujeres. En aquella carreta de oprobio van las infortunadas que no gozan de protección, que no tienen detrás a un policía, a una autoridad, a un protector con recursos. Las más abandonadas.

—Cuando uno piensa —añade amargo el abate— en todas las rameras camufladas de respetabilidad que pululan por esta ciudad, las chicas de la Ópera, las mantenidas, las confidentes de la policía, las que tienen donde arrimarse, y compara eso con estas desgraciadas, comprende lo injusto que es todo... Ni siquiera entre esas mismas detenidas hay equidad. La que tiene recursos, amigos, dinero, consigue que le dejen ir en otro carruaje cubierto, a otras horas, para escapar a la vergüenza pública.

Un grupo de hombres y mujeres de entre los que miran, que debe de conocer a una de las detenidas, le grita chanzas groseras que ésta, con mucho aplomo y desenvoltura, devuelve en forma de terribles obscenidades, hasta que un guardia la amenaza con la bayoneta y le ordena que se calle.

—Fíjense en esos miserables —apunta Bringas—. Esos infames. Los mismos que se mofan son quienes quizá ayer mismo se aprovecharon de ellas... Se puede calcular en unos cincuenta millones por año el dinero que en París mueven las mujeres públicas, y que acaba en manos de modistos, joyeros, alquiladores de coches, restaurantes y propietarios de casas de citas. Un negocio inmenso, como pueden imaginar. Y la misma ciudad que se beneficia de los sudores de estas peripatéticas, valga el eufemismo, les castiga y avergüenza de ese modo. Ibi virtus laudatur et auget dum vitia coronantur... Es vomitivo.

Mientras la carreta pasa ante el abate y los académicos, el niño al que llevan en brazos rompe a llorar. El llanto desgarrado de la criatura se eleva sobre las voces de la gente.

—Es terrible —dice don Hermógenes, conmovido.

No es el único que lo está. Inclinadas como él a la compasión, varias mujeres, verduleras del mercado cercano, alzan la voz en favor de la joven madre y su hijo e insultan indignadas a los guardias. Sus gritos parecen cambiar el tono de la multitud, de la que, apagados de pronto los insultos y las burlas, brota ahora un clamor de piedad y repulsa por la escena. Con aire complacido, Bringas mira largamente en torno, sonriendo mordaz.

—Ah, escuchen a la voluble turba —dice satisfecho—. No todo está perdido. Aún quedan sentimientos, decencia... Aún hay quien se conmueve ante la injusticia y la desgracia. Quien alza el puño bajo un cielo sin dioses... El puño hoy todavía desnudo, pero que un día empuñará el gladio redentor. La antorcha purificadora.

Sube el clamor. Como un reguero de pólvora, los gritos de reprobación corren entre la multitud, que ahora se agita e increpa a los guardias. Gozoso, Bringas se suma a ellos.

—¡Abajo la injusticia! —grita con enérgico entusiasmo—. ¡Mueran el mal gobierno y la represión infame!

—Por Dios, señor abate —lo reconviene don Hermógenes, sobresaltado, tirándole de la casaca—. Cálmese usted.

Bringas lo mira con ojos extraviados.

—¿Que me calme, dice? ¿Que me calme, en presencia de este espectáculo de oprobio y vileza?... ¡Al diablo la calma! ¡Abajo el abuso y las bayonetas!

Son precisamente las bayonetas las que empiezan a reaccionar frente al tumulto. Algunas de las verduleras exigen a los guardias favor para la madre, y éstos las rechazan con violencia, bajando los fusiles que llevaban al hombro. Eso hace arreciar los gritos de la multitud, que ondula indignada como un campo de trigo bajo el viento. Todo son ahora insultos para los guardias, y algunos objetos son lanzados contra ellos. El oficial al mando saca el sable.

—Habría que apartarse de aquí —sugiere el almirante.

—¡Nunca! —vocea Bringas, desencadenado—. ¡Favor para esa madre y su hijo!... ¡Favor para esas desgraciadas!

Ha gritado en francés dirigiéndose a la gente, enfervorecido, señalando la carreta con el bastón. Unos muchachos desharrapados y algunos tipos de mala catadura se han unido a las verduleras y empujan a los guardias, intentando llegar a la carreta y liberar a las mujeres. Se producen ya los primeros golpes y culatazos.

—¡Canallas! —grita Bringas, debatiéndose entre la gente que se empuja y atropella—. ¡Sicarios sin conciencia!... ¡Esclavos de los tiranos! ¡Filisteos!

Reaccionando con mucha presencia de ánimo, el almirante lo agarra por un brazo y se lo lleva para atrás, entre la gente, mientras arrastra con la otra mano al desconcertado don Hermógenes. Todo es ahora confusión y griterío. Relucen las bayonetas frente a la multitud, y de pronto suena un tiro. El estampido produce una desbandada general. Todo el mundo echa a correr, dispersándose por las calles adyacentes. Con el gentío, Bringas y los dos académicos huyen como pueden por la rue des Lombards, espantado el bibliotecario, apresurándose don Pedro, vuelto Bringas de vez en cuando para lanzar venablos a lo que dejan atrás, hasta el punto de que el almirante se ve forzado a tirar de él varias veces para obligarlo a seguirlos. Corren así un buen trecho, descompuestos y resoplando por el esfuerzo, hasta que al fin se detienen los tres, sofocados por la carrera, tras doblar una esquina y al resguardo de un portal.


Date: 2016-01-05; view: 899


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