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Los rencores del abate Bringas 2 page

—Pues en eso la Iglesia es cómplice, cuando no inspiradora... Aunque por lo menos, volviendo a lo de antes, el clero francés es permeable a las nuevas ideas y su poder está más fragmentado y contestado que en España, donde la injusticia se acomoda en púlpitos y confesonarios... Desde los años oscuros de Trento, volviendo la espalda al futuro, allí siempre nos equivocamos de Dios y de enemigos...

—Sobre todo de enemigos —conviene el almirante—. Precisamente aquellas naciones donde la imprenta está más desarrollada, y donde se editan libros que nos ponen como hoja de perejil.

—Tiene razón —se muestra de acuerdo don Hermógenes—. Hasta para eso tuvimos mala suerte.

—Poco tiene que ver la suerte —opone el almirante—. Y mucho la abulia y el desinterés por las artes, las ciencias y la educación, materias que hacen a los hombres libres.

—Gran verdad —apostilla Bringas—. Hay una frase típica española que me quema la sangre, muy usada en materia de colegios y enseñanza: «Es muy humilde el niño», dicen. Argumentado como elogio, naturalmente... Lo que, traducido, viene a significar: «Ya ha contraído, gracias a Dios, la enfermedad tan española de la sumisión, la hipocresía y el silencio».

—Pero también en nuestra patria hay clérigos ilustrados —protesta don Hermógenes—. Como también hay nobles, burgueses y hasta ministros interesados en la moderna filosofía. Con el tiempo, eso se irá convirtiendo en más libertad y más cultura. En soberanos prudentes que, al menos en lo terrenal, alejen su morada de la de Dios.

—Desengáñese usted —se enroca Bringas—. Si un día hay revolución...

—Yo no hablo de revolución. Ese término...

El abate mira las torres sombrías de la Bastilla como si su contemplación, o sus recuerdos personales tras aquellos muros, le inspirasen energía. Rencor dialéctico.

—Pues yo sí hablo, y a mucha honra. Hablo de reducir a la condición de simples ciudadanos a esos monarcas que alegan un derecho divino como prerrogativa frente al pueblo... Reducirles mediante la persuasión filosófica o mediante el hacha del verdugo.

Don Hermógenes da un respingo y mira alrededor con sobresalto.

—Menuda destemplanza... Diga usted algo, almirante. Me refiero a algo sensato.

—Ni por pienso —sonríe éste—. Yo encuentro amenísima la charla.

—Dios mío.

Absorto en su propio discurso, Bringas no les presta atención. De regreso al Sena, han salido de la rue Saint- Antoine y se internan por una zona de callejas de aspecto humilde. Una trapera borracha, sentada junto a su carretón cargado de harapos, discute con un cochero al que impide el paso, que baja del pescante del fiacre y la abofetea, para regocijo de los vecinos que observan la escena.



—Míreles —dice el abate, señalándolos—. Embrutecidos en sus pequeñas miserias, sin ver más allá. Sin desear la aurora de las ideas que les liberen... Ajenos a cuanto no sea comer, beber, reñir, dormir y procrear.

Siguen camino. Algo más allá, dos obreros discuten vivamente, pero callan y se quitan las gorras cuando pasa junto a ellos un cabriolé conducido por un individuo con aspecto de comerciante adinerado.

—Ahí les tienen —ríe Bringas, cáustico—: resignados a lo poco que tienen, se arrodillan, rezan y besan la mano de curas y príncipes porque sus padres, tan idiotas como ellos, les enseñaron a hacerlo... No son los tiranos los que hacen esclavos. Son los esclavos los que hacen a los tiranos.

—Pero a veces el pueblo estalla —comenta don Hermógenes—. Ya ocurrió aquí, me parece, hace cinco o seis años. Cuando los motines del trigo en Lyon y París, la carestía de pan y todo eso...

—Le veo a usted informado, señor.

—Basta con leer las gacetas, y en Madrid se publican varias. Aquello no es África.

—Ya... Pero lo del pan quedó en nada. Prendió la llama y se apagó rápido. Los alborotadores venían de fuera, y el pueblo de París permaneció pasivo y mirando. Al poco volvió la resignación. O no se fue nunca.

—Pero ahora hay incidentes... ¿No?

—Son menores, aislados. Fáciles de dominar. Alguna bronca esporádica y los versos impresos contra la reina, que cada vez corren más y mejor. Aquí bastan dos mil soldados de las guardias francesas y el regimiento suizo de Versalles, amén de policías y soplones, para mantener la calma. No hay en el pueblo un verdadero ambiente, todavía... Gruñen, pero pasa el rey en carroza, como ese tendero de hace un rato, y todos aplauden porque tiene cara de buen chico. O porque la reina está preñada. Como si eso diera de comer... Lo que, por cierto, refresca unos versos míos que vienen al pelo:

 

Grotesca esclavitud,

aquí donde me hallo.

A pie va la virtud,

el vicio va a caballo.

—A la reina no la aplauden tanto —apunta don Hermógenes.

—¿Qué le iban a aplaudir?... ¿El derroche? ¿Los amantes?... A saber de quién es el delfincito que esa austríaca espera. Por ahí vendrá la ruina principal, supongo. O deseo. Más aún que por el Estado despótico, el enriquecimiento de unos pocos y las finanzas arruinadas... Las Jezabel, las Salomé, las mujeres de Putifar, las Pompadour y las Du Barry siempre dieron buen juego a la hora de perderse hombres y reinos... Por ese lado roe la Historia a los monarcas viciosos. Por donde más pecado tienen.

Aún da unos pasos el abate, envenenados los ojos de cólera.

—Dormidos al borde de un abismo que los cortesanos y los oportunistas cubren de flores —concluye, casi poético.

Don Hermógenes cree llegado el momento de introducir en la conversación algo de buen juicio.

—Yo, sin embargo —expone—, creo que este rey, como el nuestro en España, es un príncipe conocido por la bondad de su corazón, la ecuanimidad de su espíritu y la simplicidad de sus costumbres... Si lograse establecer una autoridad serena, una bondad grave y justa, el pueblo se mostraría agradecido...

—Ah, desengáñense —se rebota de nuevo Bringas—. El francés, como el español, es un pueblo licencioso sin libertad, derrochador sin fortuna, arrogante sin coraje, cargado de los hierros oprobiosos de la esclavitud y la miseria... Pueblos que se apasionan en cafés y tabernas por la libertad de las trece colonias americanas, que están a mil doscientas leguas, pero son incapaces de defender la suya propia. Animales perezosos que necesitan que les metan aliaga espinosa en el culo.

—Por Dios.

Junto a la tapia del cementerio de Saint-Jean se cruzan con unas floristas. El almirante observa cómo a Bringas, pese a su discurso indignado, le queda un resto de atención para dedicar a una de ellas, joven y robusta bajo la blusa bien colmada y el mantón, que los mira con descaro.

—¿Y las mujeres? —se interroga el abate a los pocos pasos—. Para no pocas, las ideas que tienen por la mañana son las del hombre con el que pasaron la noche... Todas dejan de ser ellas mismas a los quince o dieciséis años, y a partir de entonces se aparean con siervos, dispuestas a parir pequeños siervos.

—Pero la felicidad del pueblo... —empieza a decir don Hermógenes.

—Yo no quiero felicidad para el pueblo —lo corta el otro, brutal—. Quiero su libertad. Usándola, que sea o no feliz ya será asunto suyo.

—La nueva filosofía hará ese trabajo. Sin duda.

—Ya, pero a bofetadas. El pueblo es demasiado grosero para comprender. Por eso hace falta que deje de respetar la autoridad que lo aprisiona... Que se agiten los espíritus del hombre bajo, mostrándole la vergüenza de su propia esclavitud. Esos enjambres de hijos que devoran con los ojos la comida expuesta en las tiendas lujosas, el marido que se desloma para meter en casa unos pocos francos y se emborracha para olvidar su miseria, el pan, la leña, las velas que no pueden pagarse, la madre que no come para que sus criaturas puedan hacerlo, y prostituye a las hijas apenas tienen edad, a fin de meter algún dinero en casa... Ése es el París real, y no el de la rue Saint-Honoré y los bulevares, que tanto elogian las guías de viajeros.

Han vuelto a los muelles del Sena. La ciudad vieja se amontona al otro lado, tras los muros que circundan la orilla: abigarrada, sucia, cubierta por la nube de humo de hollín que parece achatarse sobre tejados y chimeneas.

—Si hay revolución en Francia, en España, en el mundo podrido que habitamos —prosigue Bringas, mascando las palabras cual si le supieran amargas en la boca—, no saldrá de las clases altas ilustradas de salón, ni tampoco del pueblo analfabeto y resignado, ni de los tenderos y artesanos que ni leen la Encyclopédie ni la leerán nunca... Vendrá de los impresores, periodistas, de nosotros los escritores capaces de transformar la teoría filosófica en prosa vibrante. En olas de implacable violencia que derriben altares y tronos...

Con una fuerte y doble palmada, el abate apoya las manos en el parapeto de piedra. Después dirige una mirada a uno y otro lado, al almirante y a don Hermógenes, antes de ensimismarse en la contemplación del río.

—No hay mayor aliado de los tiranos —dice tras un silencio largo— que un pueblo sumiso porque cree tener alguna esperanza en lo que sea: el progreso material o la vida eterna... La misión de quienes manejamos la pluma, nuestro deber filosófico, es demostrar que no hay esperanza ninguna. Enfrentar al ser humano a su propia desolación. Sólo entonces se alzará pidiendo justicia o venganza...

Se detiene en ese punto del discurso, un instante. Lo justo para lanzar un sonoro, denso escupitajo al agua verdegrís que arrastra ramas, basura y cadáveres de ratas.

—Se acerca la hora de que este siglo levante cadalsos y afile el cuchillo —concluye—. Y no hay mejor piedra de amolar cuchillos que la letra impresa.

 

—El abate Bringas es un clarísimo ejemplo de rencor prerrevolucionario —opinó el profesor Rico mientras encendía su enésimo cigarrillo—. Un ejemplo de cómo el fracaso y la frustración intelectual engendran, también, sus propios monstruos.

Había sido, para mí, un feliz encuentro. Al telefonear a Francisco Rico para consultarle un par de detalles sobre el personaje, éste me había dicho que también se encontraba en París, con motivo de unas conferencias. Algo sobre Erasmo, Nebrija o uno de ésos. Nos habíamos citado para desayunar en Lipp, donde me estuvo contando un disparatado proyecto suyo para buscar huellas digitales de Quevedo, Lope de Vega y Calderón en los manuscritos originales que tenemos en la Academia, idea que lo divertía mucho de puro inútil, y ahora bajábamos paseando por la rue Bonaparte, atento yo a sus palabras; flaco, elegante y despectivo él, como de costumbre, con su calva pulquérrima, sus gafas de Mefistófeles de biblioteca y su boca ancha y muelle, tan desdeñosa hacia el resto del mundo como la corbata azul tinta de nudo grueso y el dandiesco pañuelo de color amarillo imposible que se le derramaba desde el bolsillo superior de una chaqueta italiana de corte impecable. Creo haber mencionado antes que el profesor Rico es autor de Los aventureros de las Luces, un estudio muy interesante —enemigo contumaz de toda falsa modestia, él lo califica de imprescindible— sobre los intelectuales españoles en la Revolución Francesa.

—¿Has leído mi obrita baladí? —quiso saber.

—Claro.

—¿Y los libros de Robert Darnton y Blom?... ¿Los de los enciclopedistas, los títulos prohibidos y demás parafernalia?

—Elemental, querido Paco. Pero me falta el toque maestro. Por eso, como estás a mano, recurro a ti.

Lo de toque maestro le había gustado. Lo demostró haciendo un aro de humo con los labios fruncidos —un aro propio de él, exquisito, casi perfecto— y dejando caer la ceniza, desde arriba y al pasar, en el vaso de plástico de un mendigo rumano.

—Pues entre uno y otros lo tenemos todo dicho, querido. O casi. Darnton, que toma la idea de Gerbier, y yo mismo, que no la tomo de nadie porque para eso he leído más libros que ellos dos juntos, explican, o explicamos muy bien, a gente como nuestro radicalísimo abate... ¿Me sigues?

—Hasta el fin del mundo, profesor.

—Como es tu obligación. Pues eso. Porque estamos hablando de los parias de la intelectualidad, vaya. Y mira —señaló con el cigarrillo la calle, como si todos anduvieran por allí cerca—. De una parte estaba el grand monde, los que habían logrado llegar a lo alto: los nombres ilustres como Voltaire, Diderot, D’Alembert, que además ganaban dinero... Gente recibida en los salones y respetada por los lectores. Triunfadores de las corrientes ideológicas a la moda... De la otra estaban los del quiero y no puedo, los mediocres o desafortunados, que soñaban con el esplendor de ese mundo pero se iban quedando por el camino. ¿Imaginas?... Todo ese rencor acumulado por cualquier jovenzuelo que, creyéndose con talento, acudía a París esperando codearse con Rousseau y envejecía malviviendo en una buhardilla, escribiendo libelos baratos y pornografía para conseguir al menos una comida al día... Ni para pagarse una fille de joie tenían.

Nos detuvimos a mirar el escaparate de la librería y tienda de autógrafos de la rue Bonaparte. Allí, prácticamente, había nacido una de mis novelas, La sombra de Richelieu, en la que el propietario de aquella tienda, ya fallecido, daba título a uno de los capítulos. El profesor Rico dudó de la autenticidad de una carta autógrafa de Victor Hugo expuesta en la vitrina, y mencionó en italiano una cita que supuse apócrifa de La leyenda de los siglos —«En francés pierde mucho», aclaró—. Después dejó caer la colilla sobre la alfombrilla que tapizaba la entrada, mirándola con desapasionada curiosidad científica mientras se consumía —«Esa moqueta no es ignífuga», dijo al concluir la observación—, encendió otro cigarrillo y seguimos nuestro camino.

—Ni en el siglo dieciocho ni ahora —continuó al cabo de un momento— acepta nadie que su fracaso se deba a falta de talento, sino que ve injusticias, conspiraciones y desdenes por todas partes... Bringas era uno de esos pseudofilósofos frustrados y radicales que mostraban en sus libelos y panfletos más odio contra los que, según ellos, les negaban el reconocimiento debido, que hacia los aristócratas y reyes a los que decían odiar... Sentían el rencor más feroz contra los que se habían adueñado de la república de las letras y no les cedían unas migajas de gloria. Fue eso lo que más tarde convirtió a muchos como Bringas en despiadados revolucionarios... Pero no es exclusivo de su tiempo: se da siempre, en cada terremoto histórico... ¿Recuerdas las delaciones entre intelectuales y artistas durante la guerra civil española y los años del franquismo?

—Por supuesto... Menudearon las denuncias, encarcelamientos y ejecuciones en ambos bandos: García Lorca, Muñoz Seca... Y la delación contra el filósofo Julián Marías, el padre de Javier, a los once días de acabar la guerra: la que casi le cuesta el paredón.

Por no contarte lo mío de ahora, remató el profesor Rico mientras miraba de reojo, crítico, su perfil en el cristal de un escaparate. Es duro estar siempre arriba, oye. No creo que puedas hacerte idea. Y en realidad, añadió al cabo de un momento, los Bringas y su rencor social fueron los que precipitaron la Revolución en Francia. Las luces podían haber quedado en asunto de salones y tertulias aristocráticas, de cafés selectos frecuentados por teóricos de la nueva filosofía. Fue la desesperación de los amargados pobres diablos la que, al estallar en las capas sociales más bajas, acabó inflamando al pueblo. En la práctica, fanáticos rencorosos como el enloquecido abate, con su frustración y su odio, echaron más gente a la calle que todos los enciclopedistas juntos.

—La Revolución, cuando estalló, puso al frente, como suele ocurrir, a los que no tenían nada que perder. Y los llevó arriba, frotándose las manos, dispuestos a ajustar cuentas... Actores y dramaturgos frustrados como Collot y Fabre mandaron a la guillotina a cuantos pudieron de los antiguos colegas... En su etapa jacobina, Bringas no dejó filósofo triunfador con cabeza, hasta que también él cayó con Robespierre y sus compadres... Un caso claro es el de Bertenval, un enciclopedista al que tu abate adulaba en público pero odiaba con toda su alma, y al que delató y mandó al cadalso durante el Terror... A mí, por supuesto, de haber estado allí, me habrían reservado plaza en la primera carreta. Por entonces ya había cervantistas mediocres, no vayas a creer... O más bien todos lo eran. Pero, en fin —parecía lamentarlo—. No estuve.

Tomamos a la izquierda en el cruce con la rue Jacob para detenernos de nuevo ante una librería; esta vez, especializada en libros de ciencia. En el escaparate estaba expuesta una soberbia edición de La Méthode des fluxions de Newton, traducido por Buffon. Entré a preguntar por el libro, considerando la posibilidad de regalárselo a José Manuel Sánchez Ron a mi regreso a Madrid, pues Newton es su tótem. Pero era atrozmente caro. Cuando salí, el profesor Rico, que se había quedado fuera haciendo nuevos aros de humo, pareció recordar algo.

—Hay unas Memorias muy interesantes —dijo—. Las de Lenoir. Casi tanto como si fueran mías.

Miré el escaparate antes de caer en la cuenta de que me hablaba de otra cosa.

—¿El que fue jefe de la policía antes de la Revolución?

Hizo un nuevo aro de humo, tiró el cigarrillo y se quitó los lentes para limpiarlos con el espectacular pañuelo de seda amarilla.

—Ese mismo.

—Las tengo, sí. Encontré el libro en la colección Bouquins, aunque aún no le he metido mano.

—Pues hazlo. En él hay un apartado delicioso, donde Lenoir menciona una lista de fulanos que luego fueron diputados radicales, votaron la muerte del rey y ocuparon cargos de importancia durante el Terror... Unos pocos años antes, en los informes policiales todos ellos eran considerados chusma mediocre y fracasada, bajuna... Y la lista es divertida: en ella están Fabre d’Églantine, tu amigo Bringas y también Marat, el amiguito del pueblo... El comentario sobre este último es magnífico. Algo así como: Desvergonzado charlatán, ejerce la medicina sin ser médico, y ha sido denunciado porque muchos enfermos han muerto en sus manos.

Miró los lentes al trasluz, volvió a ponérselos, e introdujo de nuevo el pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta con un elegante floreo de muñeca, dejando colgar las puntas. Lánguidas.

—Espero —dijo, displicente— que no hagas como el cabrón de Javier Marías, y que no se te ocurra sacarme de personaje en tu próxima novela.

—Ni hablar —respondí—. Descuida.

 

Sopla viento afuera, que el almirante ya previó al atardecer, cuando las nubes y la neblina de hollín empezaron a deshilacharse sobre la ciudad en colas de caballo. Ahora resuenan rachas en las oquedades del edificio, aleros y canalones, y baten los postigos sueltos de las casas vecinas. El cambio de tiempo parece haber traído algún malestar a don Hermógenes, que tiene fiebre y el pulso rápido, aunque él lo achaca a la discusión mantenida con el abate Bringas sobre religión. Sentado en su cama a la luz de un velón de aceite, con batín y gorro de dormir, conversa con el almirante, que en chaleco y mangas de camisa aviva la estufa con una paletada de carbón.

—Los ojos de ese hombre, Bringas —comenta el bibliotecario.

—¿Qué tienen de particular?

—No paran. ¿Se ha dado cuenta?... Van de un lado a otro, casi feroces, como si tomaran nota de todo para un archivo siniestro y personal. El ojo tiene siete músculos, como usted sabe...

—Ocho, tengo entendido.

—Bueno, tanto da. El caso es que los de nuestro abate, o lo que ese individuo sea ahora, trabajan a una velocidad sorprendente.

Sonríe don Pedro, volviéndose hacia su amigo tras cerrar la trampilla de la estufa, y ocupa una silla junto a la cama.

—Lo que tiene que hacer usted es cerrar los suyos y descansar. Demasiados paseos, me temo. Demasiadas corrientes de aire.

Don Hermógenes asiente, se queda un momento pensativo y frunce el ceño con aire censor.

—Por cierto, querido almirante: no me sentí en absoluto apoyado por usted cuando salió a relucir el asunto religioso... ¡Qué saña la de ese sujeto! ¡Qué beligerancia y qué rencor!... Ya sé que comparte algunas de sus ideas, aunque gracias a Dios, no las más exaltadas.

Se ensancha la sonrisa de don Pedro. Le ha tomado una muñeca al bibliotecario para tantearle el pulso.

—El disparate estaba en la forma de plantearlas, no en el fondo. Las ideas del tal Bringas, aunque desaforadas, me parecen en su fondo correctas.

—Vaya por Dios.

El almirante le suelta la muñeca y se recuesta en la silla.

—Lo siento, don Hermes... Pero en lo tocante a religiones, Bringas tiene razón. En las nueve mil leguas que tiene de perímetro el mundo, no hay un solo lugar donde las supuestas órdenes de algún dios no hayan consagrado algún crimen.

—Porque son dioses torpes los que nos representan, propios de bestias sin luces. Para eso están los misioneros lúcidos, precisamente. Tanto en sentido literal como en el figurado. Para persuadir de la verdadera y necesaria fe, compatible con la verdadera y necesaria razón.

Mira el almirante a su compañero, guasón. Ha sacado su reloj de un bolsillo, consulta la hora y se lo lleva a la oreja para comprobar su funcionamiento.

—¿Misioneros, a estas alturas, don Hermes?... ¿Misioneros, y yo en ayunas?

—No empecemos, querido amigo.

Coge el bibliotecario el Horacio que tiene en la mesita de noche y hace ademán de hojearlo, aunque no le presta atención y acaba dejándolo sobre la colcha.

—Y más en este siglo de progreso y adelantos —dice de pronto—. Todos esos pueblos recién descubiertos en el corazón de África y en el Pacífico... Primero la noción de un dios justo, luego la civilización y luego combinar ideas. Nada más natural. Nada más positivo.

Niega con la cabeza, cortés pero firme, el almirante.

—A los pueblos recién descubiertos —dice con mucha calma, dándole cuerda al reloj— debería enviarse antes que al misionero, al geómetra. Alguien que, para empezar, los convierta a los principios básicos... Que primero sepan combinar unidades, y luego ya combinarán ideas. Es a la física y a la experiencia, prueba y error, a las que debe rendir culto el hombre libre.

En la ventana, por fuera, el viento hace golpear uno de los postigos, mal cerrado. El almirante inclina la cabeza, el aire ausente, ensimismado en imágenes o recuerdos. Al fin la sacude casi con violencia, cual si buscara regresar al presente.

—Si junto limadura de hierro con azufre y agua, se produce fuego —dice tras un instante—. Si un objeto cae, golpea los cuerpos que encuentra en su caída y les comunica movimiento según su densidad... Si un navío navega de A hacia B, abate en su rumbo debido al factor C, integrado por el viento y la corriente... Ése es el catecismo real. El único que sirve de algo.

—Pero la idea de Dios...

Ulula el viento y sigue batiendo el postigo. Se levanta don Pedro, brusco, y da tres zancadas hasta la ventana.

—Ésa sólo sirve para camuflar la parte del catecismo natural que el hombre todavía no conoce... Lo peor de las cosas es el error deificado.

Mientras dice eso, abre la ventana y cierra el postigo con un fuerte golpe. Desde la cama, el bibliotecario lo mira, extrañado.

—Caramba, almirante. Se le diría a usted furioso. Y no comprendo...

—Cierto, discúlpeme. Pero no es con usted.

Regresa despacio hasta su silla, pero no se sienta; permanece en pie, apoyadas las manos en el respaldo. Su expresión es sombría.

—El hombre es infeliz porque ignora a la naturaleza. Incapaz de interrogarla de modo científico, no percibe que ésta, desprovista tanto de maldad como de bondad intrínsecas, se limita a seguir leyes inmutables y necesarias... O dicho de otra manera, que no puede actuar de modo distinto al que actúa. Por eso los hombres, en su ignorancia, se someten a hombres iguales que ellos: reyes, hechiceros y sacerdotes, a los que su estupidez los hace considerar dioses sobre la tierra. Y éstos aprovechan para esclavizarlos, corromperlos y volverlos viciosos y miserables.

—Puedo estar de acuerdo —responde don Hermógenes con mucha mesura—, aunque sólo en parte y con matices. Hoy dijo Bringas algo en lo que convengo: no son los tiranos los que hacen a los esclavos, sino éstos quienes hacen a los tiranos.

—Con un agravante, querido amigo... En los tiempos de oscuridad, la ignorancia del hombre era disculpable. En un siglo ilustrado como éste, resulta imperdonable.

Dicho eso, el almirante calla y permanece un rato inmóvil. La luz de aceite ahonda sombras en el rostro delgado, envejeciéndolo más con profundas arrugas. Intensificando el efecto de humedad en sus ojos.

—Ya dejé atrás los años en que la maldad me enfurecía —añade al fin—. Ahora me enfurece la estupidez.

—No sé cómo tomarme eso.

—Tampoco va por usted.

Resuena una prolongada racha de viento tras el postigo cerrado. De pronto, el bibliotecario comprende lo que le ocurre a su compañero. Está recordando el mar. La furia ciega de la naturaleza, que opera según sus propias reglas. Indiferente a la virtud o la maldad de los hombres a los que zarandea y mata.

—¿De verdad cree usted, don Hermes, que porque un hombre cambie en voz baja unas palabras con otro, borrará de su conciencia o dejará de pagar en otra vida el mal que haya hecho en ésta?

Sigue inmóvil el almirante, apoyadas las manos en el respaldo de la silla, mirando a su amigo. Y éste siente la necesidad de oponer algún lenitivo a aquella extraña calma. A la helada resignación del compañero al que admira.

—Por Dios —dice con impulsiva honradez—. ¿No le gustaría, al menos, empezar una nueva vida, otra vez? ¿Empezar desde cero, con la conciencia limpia?... Eso es lo hermoso de la contrición cristiana. Basta humillarse ante Dios para obtener la inmortalidad del alma. Un paso por el Purgatorio, y listo.

—¿Y cuánto tiempo me administraría allí, amigo mío?

—Es usted imposible.

Ahora el almirante sonríe al fin. Se ha movido un poco, y las sombras dejan de torturarle el rostro.

—Si me dieran la inmortalidad absoluta a cambio de un día de Purgatorio, rechazaría el trato. Qué pereza, luego, todo el tiempo tocando el arpa en una nube, vestido con un ridículo camisón blanco... Lo mejor es dejar de existir.


Date: 2016-01-05; view: 1022


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