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Los rencores del abate Bringas 1 page

 

Cuántos compatriotas nuestros allí se dieron cita, por rebeldes al yugo de nuestro despotismo e intolerancia.

M. S. Oliver.

Los españoles en la Revolución Francesa

 

 

Henriette, la hija de los dueños que atiende en el hotel du Roi Henri, es de las que toman varas; y Pascual Raposo no tarda en confirmarlo por vía de hechos. Cada vez que ella sube a la habitación con cualquier pretexto, hacer la cama, traer velas o aceite para el candil, el antiguo soldado de caballería explora más a fondo, internándose en las fragosidades del terreno sin que la resistencia del enemigo sea excesiva. En este momento —son las dos de la tarde—, acorralada la moza contra la pared, sus ojos saltones aceptan mientras la boca niega y ríe a la vez, y las manos de Raposo ascienden audaces bajo la blusa de hilo crudo, palpando con avidez la piel blanca y tersa, los pechos que oscilan cálidos entre sus dedos y aumentan la violenta erección del hombre que presiona contra los muslos de Henriette hasta que ésta se debate, zafándose al fin, justo cuando él se derrama en su propio calzón con un gruñido animal, que arranca a la joven una carcajada de descaro antes de alisarse la blusa y desaparecer por la puerta, rápida como una ardilla, escalera abajo.

Apoyado en la pared, Raposo recobra el aliento. Después cierra la puerta, se palpa con desagrado la humedad del calzón y camina hasta la ventana que se abre a la rue de la Ferronnerie. La calle bulle de animación. En una covacha de los edificios contiguos al viejo cementerio de los Inocentes, bajo un busto y una placa de mármol que indican que en ese lugar, en 1610, fue asesinado Enrique IV por un fanático llamado Ravaillac, un cerrajero lima una pieza de metal sujeta sobre un banco, ante la puerta en cuyas hojas abiertas expone un abundante surtido de pestillos y candados. Y mientras lo mira trabajar, un rayo de sol ilumina el rostro de Raposo y acentúa el reflejo en el vidrio de la ventana: desordenado el pelo, dos días sin afeitar, cercos de fatiga bajo los ojos. Buena parte de la noche la ha pasado despierto, sin poder conciliar el sueño hasta entrada la mañana; removiéndose entre las sábanas arrugadas, limpiando las botas, el sable, la pistola, dando cuerda al reloj, sentado junto a la ventana para contemplar las sombras y las estrellas. Eso ocurre cuando le duele el estómago, y ahora con más frecuencia, cada vez que la maldita duermevela lo zambulle en algo parecido a un océano denso, gris, como mercurio donde flotan ingratos recuerdos y fantasmas creados por su imaginación. Esas noches todo se vuelve desasosiego, pues la sola idea de quedarse dormido, de olvidar el dolor pero entregarse a los monstruos que surgen del sueño, le parece aterradora.

A lo lejos, por la calle llena de gente, ve venir a Milot. El policía camina con el tricornio echado hacia atrás, abierto el redingote que parece ondear a sus flancos como alas de pájaro de mal agüero, empuñado el bastón de nudos con pomo de bronce. Raposo va hasta la jofaina —que está bajo una estampa coloreada del viejo Luis XV con manto de armiño, pegada con miga de pan en la pared—, vierte agua y se lava la cara. Después se pone la casaca y desciende a la planta baja abotonándose, justo en el momento en que el recién llegado franquea el umbral.



—Salve, compañero —dice Milot.

El hotelero —su nombre es Barbou— está sentado junto a la puerta, como suele, y la mujer y la hija trajinan cerca. Así que Raposo y el policía salen a dar un paseo. Milot trae noticias frescas, pues por encargo suyo un par de esbirros ha estado vigilando en los últimos días a los académicos españoles.

—Siguen con sus gestiones —resume, consultando un mugriento cuadernito de notas escritas a lápiz que saca del abrigo—. Y todo el tiempo los acompaña ese fulano, Bringas... Ayer estuvieron en casa de un vendedor de libros prohibidos llamado Vidal; pero, según parece, con poco éxito.

—¿Podemos buscarles problemas por ese lado?

—No, que yo sepa. Por lo visto, se limitaron a conversar. El librero vende obras filosóficas y licenciosas, pero tus amiguitos no compraron nada con lo que podamos comprometerlos.

—¿Y qué hicieron luego?

El policía vuelve a consultar sus notas.

—Poca cosa de interés para ti... Estuvieron curioseando en las librerías y puestos de la orilla derecha, dieron un paseo hasta Saint-Honoré para ver tiendas y luego siguieron hasta los bulevares, donde visitaron el salón de figuras de cera... Cenaron en el hotel de Bourbon, que es un sitio fino. Hasta tengo el menú: jamón, ostras, paté y dos botellas de borgoña, de las que una y media se la bebió el tal Bringas.

Han dejado atrás el mercado que está junto al cementerio, donde a esa hora ya han cerrado los puestos de fruta y verduras, y pasan junto a los ropavejeros de la plaza contigua. No hay brisa, sino un calor húmedo. Milot suda bajo el redingote, pasándose la lengua por los labios.

—Esta mañana me encargué yo mismo de seguirlos —añade—. Visitaron temprano otras dos librerías, tomaron un refresco en el café de la Grille y pasearon por los Campos Elíseos.

—¿Siempre con el abate?

—No se despega de ellos. Nunca se ha visto en otra como ésta: come y bebe gratis, a granel, y cada vez los lleva a sitios más caros.

Los dos bajan despacio hacia el Sena por la rue des Lavandières, que está llena de gente. Con un golpecito del bastón, Milot aparta a un limpiabotas que entorpece el paso con su cajón de cepillos y betún.

—El caso es que en los Campos Elíseos, cerca de la barrera de la plaza Luis XV, hubo un encuentro curioso que igual te interesa... Estaba mirándolos de lejos cuando se me acercó el jefe de guardias de allí, un suizo llamado Federici al que conozco bien. Y estando de charla, quejándose él de los petimetres de la nobleza que, pese a las ordenanzas, pasean por ese lugar a caballo, observé que el abate se acercaba a saludar a unos paseantes: dos señoras de muy buen porte, una vestida de verde y otra de azul, con sombrillas y sombreros de cintas, y dos caballeros que las escoltaban por la avenida... Uno llevaba el cordón de San Luis. Eso me despertó la curiosidad, y pregunté a Federici quiénes eran.

Raposo se vuelve a mirarlo, atento. Milot, que se ha detenido, retira el sombrero y se pasa una mano por el cráneo calvo, cubierto de gotitas de sudor.

—El del cordón era un tal Coëtlegon, que fue militar; y el otro, un peluquero llamado Des Veuves: un tipo de moda en París, al que las damas de la alta sociedad están haciendo millonario.

—¿Por qué?

—Imagínate. Peluqueros y modistos son los amos de esta ciudad, con todas esas pelucas, trajes y peinados a la última. Hoy la moda en París es a la Des Veuves, porque un día, por lo visto, ese tío peinó a la princesa de Lamballe, que es amiga íntima de la reina. ¿Cómo lo ves?

—En Madrid pasa igual... Sólo que allí todo ocurre seis meses después, cuando llegan vuestras putas gacetas ilustradas.

Ríe Milot, que seca con un pañuelo muy arrugado la badana de su sombrero.

—Una de las señoras, la del vestido verde, era la pintora Adélaïde Labille-Guiard. Y la de azul era madame Dancenis... ¿Te suena?

—Para nada. ¿Debería?

—Pues claro, hombre —Milot se pone el sombrero y echa a andar de nuevo—. Es compatriota tuya.

—¿Española?... ¿Con ese apellido?

—Es de su marido: Pierre-Joseph Dancenis fue comisario real de Abastos e hizo fortuna en negocios inmobiliarios. Antes fue jefe de la misión comercial francesa en San Sebastián, donde conoció a su mujer, se casó con ella y se la trajo. Tienen una casa soberbia en la rue Saint-Honoré y una finca cerca de Versalles.

—¿Conoces su apellido español?

—Echarri, se llama ella. Margarita Echarri de Dancenis, es el nombre completo. Hija de un financiero de allí.

Raposo hace memoria.

—Hubo un Echarri, me parece, que estuvo en el banco de San Rafael, hasta la quiebra.

—Será ése. Desde luego, gente de mucho dinero... Ella está acostumbrada al lujo: elegante, rica, mujer de moda, tiene una tertulia famosa, entre filosófica y literaria, en su salón, donde recibe los miércoles.

—¿Edad?

—Sobre los treinta largos. O más. Las malas lenguas dicen que cuarenta muy bien llevados... Piel pálida y ojos negros y grandes: una de esas mujeres guapas que saben de sobra que lo son. Y ejercen.

—¿Y qué tiene que ver ella con el abate Bringas?... No me cuadra.

—Te va a cuadrar en cuanto te lo cuente.

—Pues empieza.

Y Milot, que no es mal narrador, se pone a ello. Federici —el suizo del que habló a Raposo hace un momento— es jefe de vigilantes de los Campos Elíseos: hombre puntilloso y serio, falto de imaginación como buen suizo; pero justo por eso no se le escapa un nombre, ni una cara, ni un detalle de cuanto ocurre tras la verja de sus dominios. Y según él, ese abate Bringas, aunque sujeto poco recomendable —que dice haber sido detenido por publicar panfletos políticos, aunque lo fue por vender pornografía—, es también hombre culto y ameno. O eso comentan. Así que, además de zascandilear por cafés de escritores y filósofos, cae en gracia en algunos círculos de la buena sociedad parisién, donde divierte por su carácter exaltado y frecuenta tertulias en un par de casas buenas, incluida la de monsieur Dancenis; donde a su mujer le hace, más o menos, el papel de bufón con talento.

—¿Me explico, compañero?

—Perfectamente.

Han llegado al muelle de l’École, junto al viejo Louvre. Milot va a acodarse en el pretil de piedra y Raposo se sitúa a su lado. La vista desde allí es magnífica: el Pont Neuf lleno de carruajes que van y vienen entre ambas orillas, con el espolón de la isla de Notre-Dame metido en la corriente. El río está lleno de barcas y gabarras navegando o amarradas como en racimos.

—Pues no te extrañe —comenta Milot— si tus dos pájaros y el bufón acaban aterrizando un miércoles donde los Dancenis. Porque esta mañana Bringas los presentó a la señora en los Campos Elíseos; y luego anduvieron de paseo y charla animada hasta su coche, que esperaba en la plaza Luis XV.

—¿Todos juntos?

—Como te digo. Delante de mis ojos, y con Federici a mi lado como un perro de San Bernardo, interpretándome cada gesto.

Raposo se da la vuelta, y de espaldas al río apoya los codos en el parapeto. Frente a él se alza el campanario de Saint-Germain-l’Auxerrois. Ante esa iglesia, tiene entendido, se mató mucho y bien la noche de San Bartolomé, cuando el pueblo de París hizo una linda montería de protestantes. Para que luego digan, concluye en sus adentros, de los españoles y sus frailes. Unos cardan la lana y otros se llevan la fama.

—Tendré que informarme sobre los Dancenis, entonces. Por si acaso.

—Te informo yo de buena gana, para que luego no digas que no sé ganarme los luises del otro día... Y los que estén por caer.

—¿Tienen mucho dinero?

—Muchísimo. Para comprarnos a ti y a mí con lo que se gastan en una cena.

—¿Y ella?

Milot le dirige una mirada socarrona.

—Ella, ¿qué?

—Ya sabes —Raposo curva un pulgar y un índice e introduce un dedo de la otra mano por el agujero—. ¿Tiene amantes?

Ríe el otro, grosero, enseñando los dientes y unas encías descarnadas.

—Esto es París, ombligo de la vida galante y toda esa mierda... Hasta la misma reina da buen ejemplo: los maridos, del rey abajo, llevan los cuernos con tanta naturalidad como la peluca empolvada... A la Dancenis se le suponen historias, claro. O al menos, la cortejan y ella se deja adorar. Su legítimo es hombre apacible, retirado de los negocios, disfrutando de la tranquilidad. Tiene una buena biblioteca, donde pasa la mayor parte del tiempo. Y según mis noticias, posee una Encyclopédie... Ahí puede haber relación con tus dos viajeros.

—¿Podemos controlar eso?

—Claro. Donde hay lacayos y criados, y de ésos los Dancenis tienen unos cuantos, siempre se saca información.

—Lo dejo de tu cuenta, entonces.

—Descuida, compañero. Confía en el viejo Milot... Acabarás sabiéndolo todo como si estuvieras dentro.

El policía le golpea el hombro, amistoso, y señala una taberna situada al otro lado de la embocadura del puente.

—Tengo hambre —comenta frotándose la barriga—. ¿Tú has comido algo?

—Todavía no.

—¿Qué tal unas orejas de cerdo fritas y unos tintos para quitarnos las telarañas?

—De acuerdo... Sus y a ellos.

—Invitas tú, claro. A cargo de lo mío.

—Ni lo sueñes.

—Pues nos lo jugamos a los dados... ¿Te parece?

Por el camino se cruzan con algunas mujeres bonitas, a las que Raposo sigue con la mirada. Le gustan las francesas, confirma una vez más. No gastan melindres como las españolas, siempre aferradas al misal y el rosario. Que hasta para sonreír a un hombre parecen estarle haciendo un favor.

—¿Cómo andas de esparcimiento? —se interesa Milot, pícaro.

—Me defiendo.

—Cuando quieras nos vamos por ahí y te recomiendo a alguna de confianza —el policía suelta una risotada lúbrica—. En tu última visita a París no lo pasaste mal, que yo recuerde.

—Tomo nota.

—Más te vale. Porque te desaconsejo ir de caza a ciegas. No paramos de enviar putas a Saint-Martin, y la mayor parte están infectadas... Aquí te descuidas y por poco dinero te hacen coronel de caballería: te pasas el resto de tu vida rascándote la entrepierna.

 

A esa misma hora, los dos académicos y el abate Bringas se encuentran en el lado opuesto —por decirlo en términos morales— del diálogo que mantienen Raposo y su compadre Milot. Es fiesta de guardar en España, don Hermógenes acaba de asistir a misa en Notre-Dame, y con el ite, missa est sale de la catedral para reunirse con el almirante y el abate, que aguardan bajo el pórtico guarnecido de santos y reyes. Antes de que empezara la misa, el almirante acompañó un rato al bibliotecario, visitando con fría curiosidad la inmensa nave de la principal iglesia de París; pero al empezar el oficio religioso salió a la calle, a esperar en compañía de Bringas, que se había quedado fuera aguardándolos desaprobador, el aire hosco.

—¿Qué tal la misa? —se interesa cortés el almirante.

—Conmovedora, en ese escenario. Aunque nada que no tenga la catedral de León, o la de Burgos... El edificio es magnífico, pero me han decepcionado los vitrales. Había leído que dan a la catedral una luz misteriosa, casi mágica.

—Así eran —confirma Bringas—. Pero hace tiempo se cambiaron por vidrio blanco.

—En cualquier caso, una iglesia extraordinaria... ¿No cree?

Frunce el ceño el abate.

—Me parece excesiva, ya que lo pregunta. Como todas, por fastuosas o humildes que sean. Llena de símbolos negativos para la humanidad.

—Pero reconózcalo, hombre: es una obra maestra de la arquitectura.

Como si le hubiera picado una serpiente, Bringas se vuelve, brusco, señalando el edificio que dejan atrás, semejante a un enorme navío varado a orillas del río.

—¿Sabe cuántos obreros cayeron de sus andamios mientras se construía ese monumento a la superstición y a la soberbia?... Centenares. Miles, tal vez. ¿Imagina cuántas bocas hambrientas podrían haberse saciado con lo que costó este disparate de piedra?

—En cualquier caso, disparate irreemplazable —opone don Hermógenes.

—Ah, yo le haría demoler, más que reemplazar. En París, como en el resto de Europa, por no decir España, sobran iglesias. ¿Saben cuántas misas se dicen en esta ciudad cada día?... Cuatro mil. A quince sueldos cada una, significa que la religión se embolsa a diario... Ah... Esto...

Se ha puesto a contar con los dedos, perplejo. Acude en su socorro el almirante.

—Tres mil libras —apunta con sequedad—. Lo que hace cuatro millones al año.

Triunfal, Bringas se golpea la palma de una mano con el puño de la otra.

—Ahí lo tienen. ¡Linda renta, a fe mía!... Y eso, sin contar la colecta en la misa y los cepillos de vírgenes y santos.

—Se trata de un acto voluntario —argumenta don Hermógenes—. En París se da una libertad de culto envidiable. Reconózcalo.

—Lo reconozco, desde luego. Si no quieres, el cura te incomoda lo mínimo. Y cuando estás enfermo, no viene a dar matraca a menos que le llames... O que seas tan célebre que la Iglesia pretenda apuntarse el tanto. No hay sueño de párroco que no incluya dar los óleos a un filósofo y alardear de ello en el sermón del domingo.

Bringas se detiene de pronto y alza un dedo, cual si acabase de caer en algo que reclamara especial atención.

—¿Les apetece un paseo?... Quiero enseñarles otra clase de templo, más siniestro todavía.

Siguiéndolo, cruzan el puente que comunica la isla con la orilla derecha. En realidad es un pasaje construido con casas de varios pisos a ambos lados, que impiden ver el Sena y cuyos bajos albergan tiendas de libros viejos y objetos religiosos.

—De todas formas —comenta Bringas, mirando malhumorado un tenderete lleno de rosarios, crucifijos y estampas—, no hay que olvidar que esos curas negaron hace poco el entierro cristiano incluso a Voltaire...

Ha pronunciado el nombre con tal familiaridad que don Hermógenes lo mira, ingenuamente interesado.

—¿Llegó a ver usted a Voltaire?... ¿A conocerlo?

Da unos pasos el abate, gacha la cabeza. Rumiando un visible rencor que parece irle creciendo en las entrañas. Al fin se yergue vigorosamente y abre los brazos, como para abarcar el mundo.

—¡Ah, Voltaire! —exclama—. ¡Ese gran traidor a la humanidad!

—Me deja usted de piedra —se sorprende el bibliotecario.

El otro lo perfora con ojos febriles.

—¿De piedra, dice?... Así quedé yo cuando el hombre que cambió la inteligencia de nuestro siglo vendió su primogenitura por un plato de lentejas en la mesa de los poderosos.

—Qué me dice usted.

—Lo que oye. Al solitario de Ferney, en realidad le gustaba muy poco la soledad, y mucho el halago, el poder, el dinero, las palmaditas en la espalda de los mismos imbéciles a los que decía combatir en sus escritos... Nadie como él a la hora de escurrirse como una anguila en las polémicas peligrosas, que llevaron a sus fieles a la cárcel o el cadalso... Nadie tan hábil a la hora de eludir el bulto... Amagando siempre, sí, con enorme talento; pero sin rematar nunca. Por eso su poderosa inteligencia no merece perdón humano.

—Diantre. ¿Y a quién salva usted, entonces?

—¿A quién?... ¿A quién, dice?... Al grande, noble, integérrimo... Al único puro de todos ellos. Al gran Juan Jacobo.

Camina un poco más Bringas, se detiene a llevarse las manos a la cara, dramático. Al fin camina de nuevo.

—Todavía derramo lágrimas cuando recuerdo nuestro encuentro...

—Vaya —se interesa el almirante—. ¿Conoció a Rousseau?

—Tangencialmente —matiza el otro—. Le reconocí saliendo de su casa en la rue Plâtriere, su Getsemaní: la calle más humilde, incómoda y mezquina de esta ciudad, a la que fue a vivir oscuramente, pobre y desconfiado tras persecuciones y maltratos, vilipendiado por Voltaire, Hume, Mirabeau y los encumbrados de su ralea... Era el cuatro de mayo del año setenta y ocho; le quedaban sólo dos meses de vida... Ese día le marqué con piedra blanca en la parte heroica del calendario de mi existencia. Me quité el sombrero, recuerdo que se me cayó la peluca al suelo, y me detuve a vitorearlo a gritos. Él me miró al pasar: dos miradas, dos inteligencias, una sola alma... Y eso fue todo.

Don Hermógenes parece decepcionado.

—¿Todo?

—Sí, todo —Bringas lo observa de través—. ¿Le parece mal?

—¿No llegó a hablar con él?

—¿Para qué?... Durante años habíamos dialogado a través de sus escritos. Y sí. Supe en el acto que el gran filósofo, merced a su intuición prodigiosa, reconocía a un hermano gemelo, a un amigo leal. Y entonces me sonrió con aquella boca suya tan elocuente, tan noble, tan...

—¿Hambrienta? —aventura el almirante, sin poderlo remediar.

La mirada torva de Bringas no hace mella en la sonrisa imperturbable, siempre cortés, del académico.

—¿No se estará usted choteando de mí? —inquiere el abate, amoscado.

—En absoluto.

—Pues lo parece, la verdad.

—No... Para nada.

—¡Rousseau, nada menos! —retoma el hilo Bringas, tras unos segundos de agria reflexión—. Y todavía le persiguen y difaman esos eclesiásticos sin conciencia... Ya ven ustedes: caridad, la justa. Ojo al detalle. El clero más reaccionario no perdona la luz de la razón... ¡Perros!

—Hombre, señor mío —protesta don Hermógenes—. Perros, perros...

—Ni hombre ni pimientos en vinagre... Como digo. Perros de hocico a rabo.

Han dejado atrás el puente y la plaza de Grève y caminan por la explanada que orilla el río, llena de barcazas atracadas y cobertizos donde se almacena el heno para los caballos de los miles de carruajes que atascan París.

—Pero no sólo ellos —añade Bringas a los pocos pasos—. Rousseau era el único puro. Los otros... Ah, los otros. Esos filosofillos de salón, dedicados a entretener y adular, desde su falsa autoridad, a aristócratas empolvados y ociosos...

El sol enflaquece aún más la sombra estrafalaria del abate: su casaca estrecha y raída, las medias de lana zurcidas, la grasienta peluca enredada de nudos, acentúan su imagen desastrada y miserable. En ocasiones hunde el mentón, caviloso, en el pañuelo arrugado que lleva al cuello; y cada vez, los pelos de la barba, que necesita la cuchilla de un barbero, rozan ruidosos la seda amarillenta.

—Más que nunca —dice al cabo—, la humanidad necesita de nosotros, los artilleros temerarios y audaces, insobornables, que hacemos caer bombas sobre la casa de Dios.

Carraspea don Hermógenes, incómodo con las obsesiones del abate.

—Apreciado señor, respetando sus ideas como respeto las de todo el mundo, creo que la cercanía de Dios a través de su obra... En fin... La religión...

Se queda ahí, porque Bringas, que se ha parado frente a él, lo perfora con mirada asesina.

—¿Religión?... No me haga reír, que no he almorzado.

—Haberlo dicho —apunta el almirante, palpándose un bolsillo del chaleco.

Con desdén filosófico, aunque no sin obvia lucha interior, Bringas aleja de momento la sugerencia.

—Eso puede esperar... Déjeme decirle antes aquí, a su compañero, que un salvaje errante por los bosques de América, contemplando el cielo y la naturaleza, sintiendo así al único amo que conoce, que es la ley natural, está más cerca de la idea de Dios que un monje encerrado en una celda, o una monja acariciando los fantasmas de su ardiente imaginación... Y acariciándose de paso con ellos.

—Por Dios, señor —se escandaliza don Hermógenes—. Le ruego que a las monjas...

Suelta Bringas una carcajada tétrica. Apocalíptica.

—Todas las monjas deberían ser elevadas a la categoría de madres... De grado, o por fuerza.

—Jesús... —el bibliotecario se vuelve hacia el almirante, en demanda de socorro y buen juicio—. ¿No dice usted nada ante semejante barbaridad?

—Yo en cosa de monjas no me meto —responde el otro, que parece divertirse mucho.

Sacando fuerzas de su propia indignación, don Hermógenes se encara de nuevo con Bringas.

—En eso el almirante es como usted, me temo... Creyendo incompatibles las palabras Dios y razón.

Ahora es Bringas quien se dirige al almirante, estudiándolo benévolo.

—¿Es cierto eso?... ¿Qué opina usted, señor?

Esta vez don Pedro tarda en responder. Y lo hace con elegante indiferencia.

—La polémica entre don Hermógenes y yo es vieja, y no tengo respuesta... Resumiré diciendo que si Dios es un error, no puede ser útil al género humano. Y si es una verdad, debería mostrar pruebas físicas lo bastante claras.

—La idea de Dios puede ser útil, de todas formas —insiste el bibliotecario—. Reconózcalo.

—Aunque así fuera, mi querido amigo, la utilidad de una opinión no la convierte en verdadera.

Pero el bibliotecario no se da por vencido.

—En materia de dioses —opone—, desde hace siglos, los hombres han coincidido en su existencia. Y ya sabe: puesto que estamos hechos para la verdad, no puede dejar de serlo aquello en lo que nos mostramos universalmente de acuerdo.

El almirante le dirige una sonrisa escéptica.

—Eso de que estamos hechos para la verdad me parece discutible... Por otra parte, el consentimiento general de los hombres en torno a algo que ninguno de ellos puede conocer, no prueba nada.

Tras dejar atrás el río, han subido paseando por la rue Saint-Antoine, entre las tiendas de muebles, ebanistería y espejos que prolongan sus escaparates y mostradores hasta la iglesia de Sainte-Marie. Hay allí un café estrecho y oscuro donde Bringas se mete sin titubeos, tras recordar a los académicos que no ha comido aún. Al salir, después de que el almirante pague dos cafés con leche y un panecillo con manteca y cecina para el abate, siguen paseando. Más allá se elevan, siniestros, los muros oscuros de la Bastilla.

—Ahí estuve —casi escupe Bringas, señalándolos—. Embastillado hasta las trancas, en ese templo laico de la sinrazón y la tiranía.

—Gentil definición —comenta el almirante—. Digna de diccionario.

Con ojos extraviados, tocándose la peluca torcida, Bringas suelta a continuación una larga perorata. Sólo hay algo a lo que los hombres con cargos públicos, del rey al ministro, dice, temen más que la educación de sus súbditos: la pluma de los buenos escritores. La conciencia de los poderosos se retuerce cada vez que uno de estos héroes del pueblo, como el propio Bringas sin ir más lejos, denuncia lo que esos infames no se avergüenzan de perpetrar. Por eso la censura pública, y el tachar de crimen la prosa que los ataca, y la criba de textos que da lugar a que los mejores aspectos se pierdan y que la pluma del genio quede sujeta a la tijera cruel de la mediocridad culpable.

—¿Me siguen ustedes el razonamiento?

—Hasta la médula —responde el almirante.


Date: 2016-01-05; view: 799


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