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Libros de Luz: http://librosdeluz.tripod.com 13 page

Bueno, nunca se puede decir que una investigación haya concluido del todo. Siempre

surgen nuevos elementos, nuevos hallazgos. Pero, pienso que quizá quinientas están ya

muy bien analizadas...

—¿Sólo quinientas?

—Y no es poco —subrayó Cabrera—. Un hombre solo no puede llevar adelante esta

investigación. Necesita del apoyo, de la ayuda, de la colaboración de todo un equipo de

especialistas. Es preciso que estas piedras sean estudiadas por matemáticos, físicos, ingenieros,

médicos, arqueólogos, antropólogos, juristas, zoólogos, astrónomos, etc., etc.

—¿Y religiosos?

—También.

—Si sólo hay descifradas unas quinientas piedras, ¿cuánto tiempo calculas que llevaría

estudiar esas 10.500 restantes?

—Si el trabajo fuera realizado por una comisión, muchos menos años de los que creemos.

La senda está ya abierta. Mis nueve años de investigación no han sido infructuosos. Pero es

preciso que vengan a Ica. Este descubrimiento es patrimonio del mundo entero.

Una última pregunta iba a poner punto final a aquella charla en el jardín de la casa del

médico peruano:

—Supongo que también se encontrará en dichas piedras la motivación que impulsó a

aquella Humanidad a dejar el «mensaje».

—Naturalmente. Pero de eso, repito, sólo podremos hablar cuando el mundo entero haya

conocido primero la existencia de la «biblioteca». No antes.

CAPÍTULO 13

LA OPINIÓN DE LOS ARQUEÓLOGOS OFICIALES

A pesar de la evidencia, de las múltiples pruebas de su autenticidad y de mi propio

convencimiento, quise someter el tema también al juicio de la Arqueología oficial del Perú.

En el fondo necesitaba conocer la opinión de los máximos expertos en esta materia. Un

pensamiento me había atormentado el alma desde que tuve conocimiento de la gran

«biblioteca» del desierto peruano:

«¿Por qué los arqueólogos del país no habían hecho público este sensacional hallazgo?».

Cabrera me había apuntado ya la respuesta a lo largo de nuestras numerosas entrevistas.

Sin embargo necesitaba escucharlo de viva voz.

Y durante mi segundo viaje, me entrevisté con uno de los arqueólogos y portavoz del

máximo organismo Peruano de cultura: don Roger Ravínez, miembro del Instituto Nacional

de Cultura.

Sus palabras quedaron grabadas en mi magnetófono, mientras conversamos al pie de una

de las «huaqueras» o excavación arqueológica existente en las proximidades de Lima. El

arqueólogo señor Ravínez se encontraba trabajando en aquellos días en la restauración de

un viejo «templo» prehispánico, encontrado, como digo, en los alrededores de la capital del



Perú.

Por supuesto, nuestra conversación no tuvo desperdicio. Y escuché lo que

verdaderamente ya había imaginado y Javier Cabrera me había adelantado.

El señor Ravínez, especialista en culturas líticas —fundamentalmente en el Paleolítico

Superior— fue directo al asunto:

—Mire, sólo conozco una piedra grabada que puede ser auténtica. El resto, todos esos

miles y miles, son falsas. Además, hemos estado muchas veces en las casas de los

indígenas de Ocucaje y les hemos visto trabajar las piedras...

—Es decir, ustedes, los arqueólogos sostienen que las piedras no son auténticas... —Por

supuesto.

—Pero, ¿por qué? ¿Cuáles son las razones?

—Desde el punto de vista estilístico no tienen ningún sentido. Allí se mezclan cosas de

Nazca con Mochica, Tiahuanaco, etc. Además, no hay ninguna asociación...

Sin querer recordé las palabras de Javier Cabrera y el caso del manto de Paracas. Pero no

quise interrumpir al arqueólogo.

—... Y usted sabe que un resto sin asociación es imposible de fechar. Cabrera nunca ha

querido mostrar el depósito o yacimiento de donde proceden estas piedras. Si lo hiciera,

quizá pudiéramos averiguar la verdad y, por los posibles restos que hubiera en la zona,

fechar la antigüedad de los grabados.

No salía de mi asombro.

—...Por otra parte —continuó Ravínez—, hemos hecho microfotografías de las incisiones

de esa única piedra que considero auténtica y son distintas de las incisiones que aparecen

en las piedras de Cabrera.

—Disculpe, pero ¿a qué piedra se refiere?

—A una que descubrió el gran arqueólogo Max Uhle. Tiene grabado un animal. Creo que

una llama...

—¿Y dónde la descubrió?

—En Ocucaje, en el departamento de Ica.

—Entonces, usted cree que, a excepción de la que encontró Uhle, las demás son falsas...

—Sí, concretamente las hace un campesino llamado Basilio Uchuya y otra mujer, también

de Ocucaje.

—¿Sabe usted que en estos momentos se llevan contabilizadas más de 50.000 piedras

grabadas —algunas de gran volumen— y que se encuentran desperdigadas por Perú y

buena parte del extranjero?

—Sí, eso dicen.

—¿Y cree usted verdaderamente que esas 50.000 piedras las han grabado Uchuya y una

mujer?

—Si usted conociera el norte del Perú, se daría cuenta de la gran cantidad de

falsificaciones que se producen. En los «huacos», por ejemplo, se dan a millares.

—Dígame una cosa. ¿Cuántas piedras ha visto grabar personalmente?

—La única vez que estuve en Ocucaje había seis o siete. La misma mujer que las graba —

una tal Irma me confesó que no tardaba ni una hora en trabajarlas.

—Respóndame a otra cuestión. ¿Qué le ocurriría a quien fuera descubierto desenterrando

o traficando con Piezas arqueológicas?

Tenemos una Ley —la 6634— sobre Protección de Monumentos Arqueológicos...

—Pero, ¿qué le sucedería?

—Sería condenado a ir a la cárcel o a pagar una multa. Depende.

—Entonces, ¿cree usted que los humildes campesinos de Ocucaje van a exponerse a

esas penas, confesándoles que las sacan de un lugar secreto? ¿No es más lógico y humano

que se protejan, «grabando» en sus casas —a la vista de todos— algunas piedras?

—Mire —repuso el arqueólogo—, yo considero que este problema de las piedras grabadas

de Ica es antes policial que científico.

—Hay otro punto que me intriga. Usted ha visto las piedras grabadas de la colección del

doctor Javier Cabrera, claro.

—Sí, de pasada...

—Y bien. ¿Cree que esos grabados tan complejos y de tan alto nivel científico pueden

estar hechos por un campesino como Uchuya?

—Yo pienso que todo es imaginación. ¿Cómo puede usted desechar la investigación de

cientos de especialistas del mundo entero?

—¿Qué ocurriría si algún día se demostrase definitivamente que esas piedras son

auténticas?, ¿que fueron grabadas y labradas por una civilización muy remota?

—Pero eso es imposible. El hombre más primitivo surgió en América del Sur hace 23.000 ó

25.000 años...

—Está bien. Concedamos entonces que esa civilización que grabó las piedras sólo tenía

25.000 años. ¿Qué supondría para ustedes, los arqueólogos?

—Únicamente se lograría demostrar que hay un estilo relacionado con cualquier época de

la cerámica, con base en Nazca.

—¿Nada más?

—Nada más. La investigación hace cambiar, pero hay que tener evidencias. Pruebas

concretas, no conjeturas.

—¿Llama usted «conjeturas» a 11.000 piedras grabadas?

—Ya le dije que ésas han sido hechas por Uchuya e Inna.

Estuve tentado de cortar allí nuestra entrevista. Pero quise llegar hasta el final.

—¿Sabe usted que hay análisis de oxidación y petrológicos de esas piedras? Análisis

realizados por Universidades y organismos competentes...

El arqueólogo me miró con ironía y se apresuró a contestar:

—Me gustaría verlos... Si alguien me demuestra que esas piedras son autenticas, estoy

dispuesto a aceptarlo. Pero, tal y como veo las cosas, me niego rotundamente.

—Dice usted que ha visto las piedras de Javier Cabrera. ¿Qué impresión le produjo

cuando descubrió aquella enorme masa de rocas grabadas?

—Que estaba ante una falsificación. Y que Cabrera deliraba.

—¿Sabía usted que en las piedras aparecen animales prehistóricos junto a seres

humanos?

—Sí, y ya le he dicho que me parecen producto de la imaginación de los referidos

campesinos de Ocucaje.

—¿También la descripción de los ciclos biológicos?

—Por supuesto.

—Pero, si esos campesinos apenas saben leer...

El señor Ravínez hizo un gesto de cansancio. Al Parecer, no le agradaba aquella

conversación.

—¿Sabía usted que las piedras grabadas han sido encontradas en terrenos de la Era

Primaria y Secundaría, precisamente?

—No sé..., yo no soy geólogo.

—Me gustaría creer que ustedes, los arqueólogos estarían dispuestos a cambiar sus

esquemas mentales si llegara el caso...

—Y lo estamos. Todos los arqueólogos cambian, por muy conservadores que sean.

Además, se lo repito, la cosa es bien simple: que Cabrera nos muestre el yacimiento.

—¿Usted ha hablado con él?

—No, por Dios. Yo no hablo de Arqueología con alguien que no es arqueólogo...

La verdad es que aquella última frase me había dado el secreto, la verdadera razón por la

que los arqueólogos oficiales de Perú no querían colaborar con Javier Cabrera en la

apasionante investigación de las piedras grabadas.

No me sentí con fuerzas para hablarle a aquel representante de la Arqueología peruana

sobre los estudios efectuados por las Universidades de Bonn o de Ingeniería de Lima. Ni de

las piedras grabadas encontradas por el arquitecto señor Agurto, cuatro años antes de que

Javier Cabrera se interesara por los gliptolitos. Ni de las ratificaciones de los Observatorios

Astronómicos de París y Alemania Oriental en relación con los grabados de una de las

piedras de la «biblioteca». Ni de las manifestaciones de los propios campesinos de Ocucaje

en aquella mi primera visita al poblado.

No merecía la pena.

Por fortuna, no todos los arqueólogos del hermoso país de los incas opinaban del mismo

modo que el portavoz del Instituto Nacional de Cultura.

Durante mi estancia en Perú pude recoger algunas manifestaciones a favor de la

autenticidad de las piedras, expuestas por un grupo de profesores y estudiantes de la

Universidad San Luis Gonzaga de la misma ciudad de Ica. Algunas de estas opiniones fueron

recogidas posteriormente por la prensa de Lima.

Estos profesores se sumaron a la defensa de las discutidas piedras grabadas de Ocucaje,

señalando también que cabe la posibilidad de que existan abundantes piedras falsificadas,

especialmente a partir de los últimos meses de 1974, fecha en que el hallazgo trascendió a

todos los niveles del país.

El doctor Nimio Antezana Gallegos, profesor de la referida Universidad iqueña, añadió,

incluso, que no sólo en Ocucaje, sino también en otras regiones peruanas, había tenido

conocimiento de las piedras grabadas.

«Tanto en Palpa como en Llauta —expresó— tuve la oportunidad de verlas. Incluso

conservo algunas de ellas. Y es más, varios amigos míos también las han adquirido. En

ningún caso hay relación ni con el doctor Cabrera ni con las encontradas en Ocucaje».

Pero en sus declaraciones, el citado profesor Antezana Gallegos iba más allá. Y sentí una

profunda alegría al comprobar que sus apreciaciones coincidían básicamente con las mías.

Al referirse a las piedras trabajadas por Basilio Uchuya, Antezana Gallegos decía:

«Esas piedras que graba el campesino de Ocucaje nada tienen que hacer frente a las que

son consideradas auténticas. Los dibujos de las pocas piedras que posee Uchuya son

simples y torpes, frente a los complejos símbolos e ideogramas de las otras. Hasta un niño

se daría cuenta de la tremenda diferencia».

En aquellas declaraciones, el profesor de Ica concluía:

«No hay razón para silenciar y poner trabas a un trabajo de investigación en favor de la

cultura peruana».

Por su parte, otros profesores peruanos —yola da Velázquez Carrión y Edda Flores de la

Cruz— afirmaban también públicamente, a través de las páginas del periódico limeño La

Prensa:

«Al estudiar con detenimiento los gliptolitos del doctor Cabrera Darquea se encuentra

mucha similitud con las huellas del llamado Cosmódromo de Nazca, así como figuras y

símbolos que jamás conocieron ni los incas ni las demás culturas de las que se tiene información

real.

»Al observarse estos vestigios, que muestran hombres y animales antediluvianos en

diversas actitudes, se distingue que algunos de esos individuos poseían características

antropológicas muy diferentes a las del hombre de hoy. Así, por ejemplo, tenían una gran cabeza

y manos con cinco dedos, todos del mismo tamaño, tan perfectamente grabados que

resulta imposible imitar en la actualidad.»

Después de aquella un tanto amarga y descorazonadora entrevista con un representante

de la Arqueología oficial del Perú, preparé una nueva visita al poblado del desierto de

Ocucaje. En este mi segundo viaje a Perú había dejado intencionadamente para el final la

investigación entre los campesinos.

En una de mis primeras visitas a Ocucaje —en septiembre de 1974—, algunos de los

indígenas nos habían confesado que «las piedras de gran volumen y peso costaba mucho

trabajo sacarlas». Por eso, precisamente, sólo iban a por ellas cuando eran encargadas

previamente. Y éste era el caso de las múltiples moles que había ido reuniendo Javier

Cabrera con el paso de esos nueve años.

Ahora, meses después de aquel primer contacto con estos sencillos campesinos, todo iba

a ser distinto.

Al llegar a Lima me impresionó el auge que había adquirido el tema de la «biblioteca» lítica

en los periódicos y revistas peruanos. Meses antes, en mi primera visita a Ica, nadie hablaba

del asunto. Ni un solo diario se había percatado de la trascendencia del hallazgo. Todo era

calma.

Muy al contrario, en esta segunda ocasión, y merced a las noticias que procedían de

Europa respecto al sensacional descubrimiento, la prensa y medios informativos peruanos

tomaron cartas en el asunto, dando lugar a una curiosa y espectacular polémica.

Mientras algunos rotativos y revistas atacaban sin piedad no sólo las piedras grabadas,

sino también la propia persona del doctor Cabrera, otros defendían a ambos con el mismo

apasionamiento.

Los primeros, por ejemplo, basaban sus ataques en las declaraciones hechas por el tal

Basilio Uchuya.

«Yo he hecho las 11.000 piedras del doctor Javier Cabrera», afirmaba el campesino en

dichos periódicos.

«Mi técnica —proseguía, con todo lujo tipográfico— se basa en grabar las piedras después

de haberlas calentado con estiércol de burro o de caballo.»

Aquello, francamente, era digno de análisis. Y me las prometí felices cuando volviera a ver

a mi amigo Uchuya.

Días antes de viajar hasta Ocucaje me pusieron en antecedentes de un hecho que

considero importante, a la hora de comprender por qué el campesino se había prestado a

hacer aquellas declaraciones.

—Quizá ante el cariz que iban tomando los acontecimientos —fue visitado e interrogado

por la P.I.P. (Policía de Investigación Peruana)—. Y es de suponer que el humilde aldeano

—asustado por el alcance de un asunto que hasta ese momento sólo le había proporcionado

módicas pero fáciles y reposadas ganancias— decidió cubrir sus espaldas y las de sus hijos

con aquellas afirmaciones. Como ya he comentado en otra oportunidad, reconocer que las

piedras eran extraídas de algún yacimiento o depósito, así como de las tumbas, habría

significado la cárcel para él y la ruina para su familia.

Eran, por tanto, absolutamente disculpables las declaraciones del «cholo» de Ocucaje.

Pero quizá lo más sabroso de aquellas explosivas manifestaciones en contra de la

autenticidad de la «biblioteca» lítica era la «técnica» empleada por Uchuya.

Según él, todas las piedras que poseía Javier Cabrera habían sido grabadas con sus

propias manos. No voy a examinar este punto. Ni siquiera un pueblo completo, con cientos

de «uchuyas» provistos de modernos taladros y herramientas, podría grabar la mitad de

aquellas 50.000 piedras que hoy circulan por el mundo.

Lo que realmente no tenía desperdicio era su afirmación sobre el calentamiento de las

piedras a base de estiércol de caballerías...

Para empezar, lo que Uchuya lógicamente ignoraba es que una piedra sometida al fuego

termina por resquebrajarse.

Además, ¿calculan el tremendo número de toneladas de estiércol necesario para calentar

50.000 piedras?

No me imagino al bueno de Basilio Uchuya recolectando 10.000, 20.000 ó 30.000

toneladas de excrementos de burro y caballo, a fin de proporcionar a sus grabados un

«toque de calidad». Todo, claro, para después vender las piedras a cien pesetas... por otra

parte, ¿dónde estaban los hornos necesarios para tamaña operación?

En todas mis visitas al poblado —y por más que escudriñé entre las chozas de adobe y

cañas— jamás descubrí el menor vestigio.

Aquellas familias —sumidas en un lamentable analfabetismo— no estaban en condiciones

de comprender siquiera los «tesoros» científicos que albergaban aquellas piedras que

extraían del desierto. Pero yo mismo terminaba por reprocharme esta absurda insistencia,

tratando de demostrar que los campesinos de Ocucaje no eran los autores de las piedras

grabadas. Nunca podrían serlo.

De ahí que mi última visita al poblado fuera más breve que ninguna otra. Basilio Uchuya

nos recibió con mucho más recelo y desconfianza que nunca. Se le notaba molesto.

Cuando preguntamos si podía mostrarnos alguna piedra grabada, se excusó diciendo que

apenas si le quedaban...

Tuvimos que acudir a otras chozas, a fin de localizar algunas de estas piedras. Todas ellas

eran de pequeño tamaño. La mayor apenas si rebasaría los 500 gramos.

Todas menos una, claro. Todas menos la que, desde hacía meses, se empeñaba en

grabar la señora Irma, otra de las campesinas de Ocucaje. En mitad del corral, la aldeana

nos mostró la enorme piedra donde —como Dios le daba a entender— iba grabando algunas

estrellas y una figura que trataba de parecerse a las de los famosos «pájaros mecánicos»

que yo había visto en la colección de Javier Cabrera. Al examinar la piedra los allí reunidos

nos miramos en silencio. Era evidente la diferencia de trazado, de estilo e, incluso, de la

misma roca utilizada para la grabación.

Irma, al igual que Uchuya y el resto de las familias que habita Ocucaje, llevaba muchos

años —posiblemente desde 1962— viendo las piedras que salían del fondo del desierto.

Esto podía explicar perfectamente que los motivos elegidos por ella para «grabar» la piedra

depositada sobre la arena de su corral fueran parecidos —o trataran de parecerse, para hablar

con propiedad— a los de las auténticas «ideografías» de la colección de Javier Cabrera.

En realidad —y según me confesó minutos después Tito Aisa—, el verdadero objetivo de

la vieja Irma no era precisamente vender la piedra, sino «protegerse» de aquellos que

realmente podían colocarla en apuros. Tito se refería, por supuesto, a los policías o

arqueólogos oficiales. Aquella piedra a medio grabar era la mejor prueba de que ella

«trabajaba» los cantos rodados...

Cuando entramos en la casa del campesino llamado Aparcana tuve la oportunidad de

asistir a un hecho que, por su significación, me resisto ahora a pasarlo por alto.

Semanas antes de aquella visita, uno de mis acompañantes había pedido a la esposa de

dicho campesino que —puesto que ellos se reconocían «autores» de dichos grabados— le

proporcionara una piedra en la que apareciese su coche, con el número de la matrícula. Si

así lo hacían, mi amigo sabría pagar espléndidamente dicha piedra.

Y he aquí que en la referida visita, mi compañero recordó el hecho a Aparcana. Al poco, la

mujer de éste aparecía a la entrada de la choza con un pequeño canto rodado en el que —

efectivamente— había sido grabada la silueta de un coche.

Aquello fue definitivo. El grabado del vehículo —con trazos imprecisos y burdos— había

sido realizado por la única cara que quedaba sin grabar en la piedra. Al reverso del «coche»

de mi amigo podía verse un animal prehistórico que sí correspondía a una grabación

auténtica. La diferencia de trazos, como digo, era brutal.

Pero la suerte estaba aquel día de nuestro lado, porque mi amigo, al comprobar el fraude,

se negó a aceptar la piedra. Inmediatamente, la esposa del campesino exclamó:

—¿Y qué hago yo ahora con esta piedra? ¡Ya se ha malogrado!

¿Por qué decía la mujer que se había malogrado?

Por supuesto, aquella piedra, con la grabación del coche de mi amigo, fue adquirida —y

con todos los honores— por nuestra pequeña expedición.

Era la primera piedra donde se alternaban un grabado original y auténtico con otro

descaradamente falso...

Antes de retirarnos del poblado no pude por menos de volver a la casa de Basilio Uchuya.

Y con toda la seriedad de que era capaz le pregunté:

—Mire usted, Basilio, ¿podría hacerle un encargo?

El «cholo» me miró con desconfianza y preguntó entre dientes de qué se trataba.

—Desearía que me grabara en una piedra una «vasectomía». No tiene que preocuparse

por el precio. Le abonaré lo que pida...

Observé la expresión de duda y confusionismo del humilde campesino.

—Bueno —me respondió—, ahora estoy ocupado, pero quizá...

No quise ensañarme más.

Al volver a Ica y comentar con Javier Cabrera lo sucedido en Ocucaje, el médico comentó:

—Hay una prueba mucho más elemental y segura para saber, en definitiva, si nos

encontramos ante una piedra auténtica o ante una falsificación.

Javier Cabrera tomó de una de las estanterías una piedra de regular tamaño y nos pidió

que le acompañáramos a la puerta de la calle. Allí lanzó la roca al aire y dejó que se

estrellara con estrépito contra el pavimento. La piedra no sufrió el menor daño.

Tomó nuevamente el canto rodado entre sus manos y afirmó:

—Ésta, amigos, es una piedra falsa.

Todos quedamos perplejos. ¿Por qué?

—Si hubiera sido una de las piedras prehistóricas se habría despedazado. A raíz del último

terremoto, algunas de las piedras que tenía situadas en las partes más altas de las

estanterías cayeron al suelo, fracturándose.

»Pero, ¿por qué no se rompen los cantos rodados que son falsos? Muy fácil de

comprender. Un canto rodado se forma, precisamente, por el choque y roce con otras

piedras y rocas. Y va pulimentándose, hasta que queda la parte más dura de la piedra. Por

eso al lanzarlo al aire no se ha roto. Con las piedras grabadas auténticas no sucede así

porque su naturaleza petrológica es muy diferente a la de estos cantos rodados que se

emplean para la falsificación de grabados.

—Está claro, por tanto —comenté— que existen piedras «falsas»...

—¡Ah, por supuesto, amigo!

Javier Cabrera hablaba gruesamente con toda la sinceridad de que era capaz.

—...Es ahora, desde que el descubrimiento está tomando auge, cuando indudablemente

han comenzado a «fabricar» algunas de esas grabaciones. Pero puedo asegurarte que no

pasarán de veinte o cuarenta. Y todas ellas están en manos de personas conocidas. En

todas, además, se adivina inmediatamente que el grabado es falso. Pero, fíjense bien —

apuntó el doctor— yo no culpo al pobre Uchuya de lo que está ocurriendo. Él hace lo que, en

el fondo, haríamos todos si nos viéramos en sus circunstancias.

—Él afirma que todas las piedras que tú tienes las grabó en su choza de Ocucaje...

—¿Y qué otra cosa puede decir? ¿Que las ha ido sacando de un lugar del desierto para

vendérmelas? No es lógico ni humano. Y yo le entiendo.

»Pero eso no es lo peor. Mucho peor es ver cómo personas como Santiago Agurto —que

también le compró piedras a Uchuya— sigue callado.

»Yo podría decirte, incluso, de algunas personas de Ica que, cargadas de mala fe, llegaron

a encargar, incluso, a los campesinos que falsificaran varias de estas piedras y que luego

me las trajeran, a fin de confundirme y pillarme en la trampa. Pero puedo asegurarte que ya

resulta difícil engañarme. Son muchos años viendo piedras y estudiando sus ideografías...»

Este, quizá, era uno de los problemas más desagradables con que debía enfrentarse el

investigador iqueño. Todos cuantos le conocían en Ica, todos cuantos le habían visto crecer,

todos cuantos reconocían en él un ciudadano más se preguntaban ahora cómo podía ser


Date: 2016-01-05; view: 902


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