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CAPÍTULO 19. EL ENCUENTRO.

Mientras la puerta se cerraba de golpe tras la partida del almirante, Lord Julian se dirigió a Arabella, y sonrió. Sintió que lo estaba haciendo mejor, y sacó de ello una satisfacción casi infantil - infantil dadas las circunstancias. "Decididamente, creo que tuve la última palabra aquí," dijo, con un movimiento de sus rizos dorados.

 

La Srta. Bishop, sentada a la mesa de la cabina, lo miró sostenidamente, sin devolver su sonrisa. "¿Acaso importa tanto tener la última palabra? Estoy pensando en los pobres hombres del Royal Mary. Muchos de ellos dijeron su última palabra, realmente. ¿Y para qué? Un hermoso barco hundido, veinte vidas perdidas, tres veces ese número ahora en riesgo, ¿y todo para qué?

 

" Estáis sobrexcitada, señora. Yo ..."

 

"¡Sobrexcitada!" Emitió una sola nota, aguda, de risa. "Os aseguro que estoy calmada. Os hago una pregunta, Lord Julian. ¿Por qué hizo ese español todo esto? ¿Con qué propósito?"

 

"Vos lo oísteis." Lord Julian contestó enojado. "Sed de sangre," explicó brevemente.

 

"¿Sed de sangre?" preguntó ella. Estaba asombrada. "¿Eso existe, entonces? Es insano, monstruoso."

 

" Perverso," admitió su señoría. "Trabajo del diablo."

 

"No entiendo. En Bridgetown, tres años atrás, hubo una invasión española, y se llevaron a cabo actos que serían imposible para hombres, horribles, hechos más allá de lo que se puede creer, que parecen, cuando pienso en ellos ahora, ilusiones de un sueño diabólico. ¿Los hombres son sólo bestias?"

 

"¿Hombres?", dijo Lord Julian, mirándola. "Decid españoles, y estoy de acuerdo." Era un inglés hablando de sus enemigos hereditarios. Y sin embargo, había algo de verdad de lo que dijo. "Esta es la costumbre española en el Nuevo Mundo. Por Dios, casi justifica lo que hacen hombres como Blood."

 

Ella se estremeció, como con frío, y colocando sus codos en la mesa, tomó su mentón entre las manos, y se sentó mirándolo.

 

Observándola, su señoría vio qué blanca se había puesto su cara. Había motivos suficientes para ello, y para más. Ninguna mujer de su conocimiento hubiera mantenido su control en semejante situación; y la Srta. Bishop no había demostrado miedo en ningún momento. Era imposible no admirarla.

 

Un camarero español entró llevando un servicio de plata de chocolate y una caja de dulces de Perú, las que colocó en la mesa ante la dama.



 

"Con los respetos del almirante," dijo, se inclinó y se fue.

 

La Srta. Bishop no les prestó atención, sino que continuó mirando hacia delante, perdida en sus pensamientos. Lord Julian se paseó por la gran cabina, iluminada por una claraboya arriba y grandes ventanales cuadrados a los lados. Estaba lujosamente arreglada: había ricas alfombras orientales en el piso, buenas bibliotecas contra las paredes, y un aparador con vajilla de plata. En un largo sillón se encontraba una guitarra adornada con cintas de colores. Lord Julian la tomó, pulsó sus cuerdas una vez como movido por una irritación nerviosa, y la dejó nuevamente.

 

Giró nuevamente para enfrentar a la Srta. Bishop.

 

"Vine aquí," dijo, "para terminar con la piratería. Pero - ¡tonto de mí! - comienzo a creer que los franceses tienen razón en desear que la piratería continúe como un freno frente a estos bandidos españoles."

 

Iba a confirmar esta opinión antes de que pasaran muchas horas. Mientras tanto, su tratamiento en manos de Don Miguel era considerado y cortés. Confirmó su opinión, amablemente expresada por su señoría a la Srta. Bishop, que desde que pedían rescate por ellos no debían temer ninguna violencia o daño. Una cabina fue dispuesta para la dama y su aterrorizada doncella, y otra para Lord Julian. Les dieron libertad en el barco, y fueron invitados a cenar en la mesa del almirante; pero no les dijo cuál era su intención en relación a ellos ni su destino inmediato.

 

El Milagrosa, con su consorte el Hidalga navegando tras ella, se dirigían al sur por el oeste, luego viraron al sudeste alrededor del Cabo Tiburón, y posteriormente, estando bien afuera en el mar, siendo la tierra no más de una nube hacia babor, se dirigió directamente al este, y así corrió directo a los brezos del Capitán Blood, quien iba por el pasaje Windward, como sabemos. Esto sucedió temprano en la mañana siguiente. Después de haber sistemáticamente cazado a su enemigo en vano durante un año, Don Miguel se lo encontró de esta forma inesperada y fortuita. Pero esta es la manera irónica de la Fortuna. Fue también la manera de la Fortuna que Don Miguel se encontrara así con el Arabella, en el momento en que, separado del resto de su flota, estaba solo y en desventaja. Le pareció a Don Miguel que la suerte que durante mucho tiempo había estado del lado de Blood finalmente había girado a su favor.

 

La Srta. Bishop, recientemente despertada, había salido a tomar el aire sobre cubierta, bajo el cuidado de su señoría - como es de esperar de un caballero tan galante - cuando vio al gran navío rojo que había sido una vez el Cinco Llagas, saliendo de Cádiz. El barco se dirigía a ellos, las montañas de velas blancas despegadas y henchidas hacia delante, el gran pendón con la cruz de St. George ondeando de su palo mayor en la brisa matinal, sus aberturas doradas en su armazón rojo refulgiendo en el sol de la mañana.

 

La Srta. Bishop no podía reconocer al Cinco Llagas que había visto una vez - en un día trágico en Barbados tres años atrás. Para ella era solamente un gran barco dirigiéndose resuelta, majestuosamente, hacia ellos, e inglés a juzgar por el pendón que llevaba. Su vista la emocionó curiosamente; le despertó una creciente sensación de orgullo que no tuvo en cuenta el peligro que llevaba para ella en encuentro que era ahora inevitable.

 

A su lado en la popa, donde se habían encaramado para tener una mejor vista, e igualmente hipnotizado a su vista, se encontraba Lord Julian. Pero no compartía su entusiasmo. Había tenido su primer lucha en el mar el día anterior, y sentía que la experiencia le alcanzaba por mucho tiempo. Esto, insisto, no va en desmedro de su coraje.

 

"Mirad," dijo la Srta. Bishop, señalando; y para su infinito asombro observó que sus ojos brillaban. ¿Se daba cuenta, se preguntó, lo que se venía? Su próxima sentencia resolvió sus dudas. "Es inglés, y viene resueltamente. Pretende atacar."

 

"Dios lo ayude, entonces," dijo su señoría melancólicamente. "Su capitán debe estar loco. ¿Qué piensa que puede hacer contra los fuertes armazones de estos barcos? Si pudieron tan fácilmente hacer explotar al Royal Mary, ¿qué no le harán a ese navío? Mirad al endemoniado Don Miguel. Es desagradable en su alegría."

 

Desde la otra cubierta, donde se movía entre el fragor de las preparaciones, el almirante había lanzado una mirada a sus prisioneros. Sus ojos fulguraban, su rostro transfigurado. Lanzó su brazo hacia delante para señalar al barco que se aproximaba y gruño algo en español que se les perdió entre el ruido de la tripulación trabajando.

 

Avanzaron hacia la popa y observaron el tumulto. Con el telescopio en su mano, Don Miguel daba órdenes. Ya los artilleros estaban encendiendo sus mechas; los marineros replegaban las velas; otros colocaban cuerdas para evitar la caída de los espolones. Y mientras, Don Miguel hacía señales a su consorte, y en respuesta de ellas el Hidalga se había adelantado y se hallaba ahora a la altura del Milagrosa, a medio cable de distancia de estribor, y desde la alta popa su señoría y la Srta. Bishop podían ver su propio movimiento de preparación. Y podían ver señales de lo mismo sobre el barco inglés que avanzaba, también. Estaba arriando velas y preparándose para la acción. Así, casi en silencio y sin cambio de señales o desafíos, la acción había sido determinada mutuamente.

 

Por necesidad ahora, con menos velas, el avance del Arabella era más lento, pero no menos sostenido. Ya estaba al alcance de tiro, y se podían ver las figuras en su castillo de proa, y los cañones de bronce brillando en su proa. Los cañoneros del Milagrosa levantaron sus mechas y las soplaron, mirando impacientemente al almirante.

 

Pero el almirante sacudió solemnemente su cabeza.

 

"Paciencia," los exhortó. "Guardad vuestro fuego hasta que lo tengamos. Está viniendo derecho a su condena - derecho al palo mayor y la soga que lo han estado esperando tanto tiempo."

 

"¡Que me condenen!", dijo su señoría. "Este inglés puede ser suficientemente gallardo como para aceptar la batalla en estas condiciones. Pero hay momentos en que la discreción es una mejor cualidad que la gallardía en un comandante."

 

"La gallardía a menudo vence, incluso contra mucho mayor fuerza," dijo la Srta. Bishop. Él la miró, y notó en su semblante solamente animación. De miedo, no vio ni rastros. Su señoría estaba totalmente asombrado. Ella no era, sin dudas, el tipo de mujer al que la vida lo había acostumbrado.

 

"Ahora," dijo, "aceptaréis que os lleve a cubierto."

 

"Veo mejor desde aquí," le contestó. Y agregó quedamente: "Estoy rezando por este inglés. Debe ser muy valiente."

 

Bajo su aliento, Lord Julian maldijo la valentía de este sujeto.

 

El Arabella avanzaba ahora en un curso que, de ser continuado, lo debía llevar derecho entre los dos barcos españoles. Su señoría lo indicó. "¡Seguramente está loco!" gritó. "Está dirigiéndose derecho a una trampa mortal. Va a ser despedazado entre los dos. No es de extrañar que el oscuro Don esté reteniendo su fuego. En su lugar, yo haría lo mismo."

 

Pero en ese preciso momento el almirante levantó su mano; bajo él, sonó una trompeta, e inmediatamente el cañonero de proa disparó sus cañones. Al salir su trueno, su señoría vio delante de él al barco inglés y hacia su babor dos fuertes chapoteos. Casi enseguida dos sucesivas descargas de fuego salieron de los cañones del Arabella, y apenas los observadores de la popa habían visto la lluvia que provocaron cuando uno de los tiros golpeó el agua cerca de ellos, y con un golpe que sacudió al Milagrosa de proa a popa , el otro cayó en su castillo de proa. Para vengar ese disparo, el Hidalga disparó al inglés con todos sus cañones delanteros. Pero incluso a esa corta distancia - entre doscientas y trescientas yardas - ninguno dio en el blanco.

 

A cien yardas los cañones delanteros del Arabella, que habían sido recargados, dispararon nuevamente al Milagrosa, y esta vez redujeron su bauprés a astillas; por lo que por un instante se sacudió terriblemente. Don Miguel juró profanamente, y luego, mientras se estabilizaba el barco, sus propios cañones respondieron. Pero el tiro fue demasiado hacia arriba, y mientras uno de los proyectiles rompió el tope del mástil del Arabella, el otro no acertó. Y cuando el humo de esa descarga se levantó, el barco inglés estaba casi entre los españoles, su borda casi en línea con la de ellos, y llegando firmemente a lo que su señoría suponía una trampa mortal.

 

Lord Julian contuvo su aliento, y la Srta. Bishop jadeó, asiéndose fuertemente a la barandilla frente a ella. Tuvo un vistazo del rostro de Don Miguel malignamente sonriendo, y las sonrientes caras de los hombres en los cañones.

 

Finalmente el Arabella estaba justo entre los dos barcos españoles, proa a popa y popa a proa. Don Miguel habló al trompeta, quien estaba a su hombro. El hombre levantó el instrumento de plata para dar la señal a los cañones del lado de cada barco. Pero cuando lo colocaba en sus labios, el almirante le cogió el brazo para detenerlo. Solamente en ese momento percibió lo que era obvio - o debía haberlo sido para un experimentado luchador de mar; se había demorado demasiado y el Capitán Blood lo había aventajado. Al intentar disparar sobre el inglés, el Milagrosa y su consorte estarían también disparándose uno al otro. Demasiado tarde ordenó a sus hombres a girar el timón rápidamente y dirigir el barco a babor, como una maniobra preliminar para una posición menos imposible para atacar. En ese mismo momento el Arabella pareció explotar mientras pasaba entre los dos. Dieciocho cañones de cada uno de sus flancos se vaciaron sobre los dos navíos españoles.

 

Medio aturdida entre esos truenos, y perdido su equilibrio por el sacudimiento del barco bajo sus pies, la Srta. Bishop se lanzó violentamente contra Lord Julian, quien se mantuvo de pie solamente agarrándose fuertemente a la barandilla contra la que se había estado recostando. Grandes nubes de humo hacia estribor ocultaban la vista, y su olor acre, entrando por sus gargantas, los dejaron tosiendo y jadeando.

 

De la confusión y tumulto bajo ellos se levantó un clamor de fieras blasfemias españolas y gritos de hombres heridos. El Milagrosa se tambaleaba lentamente, con una brecha en su armazón, su palo mayor desecho, fragmentos de las cuerdas colgando por doquier. Su mascarón de proa estaba hecho astillas, y un disparo había destrozado la gran cabina, reduciéndola a ruinas.

 

Don Miguel daba órdenes salvajemente, y mirando a través de la cortina de humo que se deslizaba lentamente hacia popa, en su ansiedad por saber qué había pasado con el Hidalga.

 

De repente, y con aspecto fantasmal, se dibujó el perfil de un barco; gradualmente las líneas de su armazón rojo se fueron definiendo más claramente mientras se acercaba.

 

En vez de seguir su curso como Don Miguel había esperado que hiciera, el Arabella había girado cubierto por el humo, y navegaba ahora en la misma dirección del Milagrosa, tan rápidamente que antes de que el desesperado Don Miguel se diera cuenta de la situación, su barco se tambaleó bajo el impacto con el que el otro llegó. Hubo ruido de metal al caer una docena de arpeos que se clavaron en las maderas del Milagrosa y el barco español quedó firmemente atrapado en los tentáculos del inglés.

 

Más allá y ahora bien a popa, el velo de humo se disipó finalmente y el Hidalga se vio en su situación desesperada. Se hundía rápidamente, con una terrible inclinación a babor, y no era más que una cuestión de momentos hasta que desapareciera. Su tripulación estaba totalmente dedicada a la desesperada tarea de bajar los botes a tiempo.

 

De esto, los angustiados ojos de Don Miguel no tuvieron más de un relámpago antes de que sus propias cubiertas fueran invadidas por una salvaje y ruidosa turba al abordaje desde el otro navío. Nunca se convirtió la confianza tan rápidamente en desesperación, nunca un cazador fue tan rápidamente convertido en presa. Porque los españoles estaban sin esperanza. La maniobra de abordaje ejecutada tan rápidamente los había tomado de improviso en un momento de confusión. Por un momento hubo un valiente esfuerzo de los oficiales de Don Miguel para juntar hombres y enfrentar a los invasores. Pero los españoles, nunca buenos en la lucha cuerpo a cuerpo, estaban desmoralizados por los enemigos a los que se enfrentaban. Rápidamente formaban grupos que eran destrozados antes de presentar batalla; la lucha se resolvió como una serie de escaramuzas entre grupos. Y mientras esto sucedía arriba, otra horda de bucaneros se lanzaron a la cubierta principal para atacar a los cañoneros en sus puestos allí.

 

En la otra cubierta, hacia la que se dirigía una enorme ola de bucaneros, dirigidos por un gigante con un solo ojo, desnudo hasta la cintura, estaba Don Miguel, insensible por desesperanza y furia. Hacia arriba y hacia atrás de él en la popa, Lord Julian y la Srta. Bishop miraban, su señoría horrorizado por esta lucha, la valiente calma de la dama finalmente conquistada por el horror, dejándola enferma y débil.

 

Pronto, sin embargo, la furia de esa breve lucha terminó. Vieron la bandera de Castilla bajando del palo mayor. Un bucanero lo había cortado con su machete. Los invasores estaban al mando, y los últimos grupos de españoles desarmados se juntaban como rebaños de ovejas.

 

De repente la Srta. Bishop se recuperó de su náusea, para inclinarse hacia delante, observando con los ojos desorbitados, mientras sus mejillas se pusieron aún más pálidas si es posible.

 

Buscando su camino pulcramente entre los escombros venía un hombre alto con un rostro profundamente bronceado, resguardado por un yelmo español. Estaba cubierto en pecho y espalda con un peto de acero negro, hermosamente decorado con arabescos dorados. Sobre esto, como una faja, llevaba un cinto de seda escarlata en cuyos extremos colgaban dos pistolas de plata. Pasando por el puente, cómodo y con seguridad, llegó a la cubierta, hasta que estuvo ante el almirante español. Allí saludó dura y formalmente. Una rápida y metálica voz, hablando perfecto español, llegó a los dos espectadores de popa, y aumentó el asombro admirado con el que Lord Julian habían observado la aproximación del hombre.

 

"Nos encontramos finalmente, Don Miguel," dijo. "Espero estéis satisfecho. Aunque el encuentro tal vez no sea exactamente como os lo imaginasteis, por lo menos ha sido ardientemente buscado y deseado por vos."

 

Sin habla, lívido el rostro, su boca en una mueca y respirando con dificultad, Don Miguel de Espinosa recibió la ironía de este hombre al que le atribuía su ruina y más aún. Luego articuló un grito de rabia, y su mano fue a su espada. Pero cuando llegó al pomo, la mano del otro se cerró sobre su muñeca para evitar el hecho.

 

"¡Calma, Don Miguel!" le dijo suave pero firmemente. "No invitéis a los feos extremos que vos habríais practicado si la situación hubiera sido al revés."

 

Por un momento se quedaron mirándose uno al otro a los ojos.

 

"¿Qué pretendéis hacer conmigo?" preguntó el español finalmente, su voz hueca.

 

El Capitán Blood se encogió de hombros. Los firmes labios sonrieron un poco. "Lo que pretendía ya está hecho. Y aunque aumente vuestro rencor, os ruego que observéis que lo habéis provocado. Así lo tenéis," Giró e indicó los botes, cargados con los españoles. "Vuestros botes están siendo botados. Tenéis la libertad de embarcar en ellos con vuestros hombres antes de que echemos a pique este barco. Allí están las costas de Hispaniola. Llegaréis a ellas a salvo. Y si seguís mi consejo, señor, no me cazaréis más. Creo que os traigo mala suerte. Id a vuestro hogar en España, Don Miguel, y a tareas que conocéis mejor que esta del mar."

 

Por un largo momento el derrotado almirante continuó mirando a su ser más odiado en silencio, luego, sin hablar, fue con sus hombres, tambaléandose como un ebrio, su inútil espada arrastrándose tras él. Su conquistador, quien ni siquiera se tomó el trabajo de desarmarlo, lo miró ir, luego giró y se enfrentó con los dos que estaban inmediatamente sobre él en la popa. Lord Julian podría haber observado, si hubiera estado menos ocupado con otras cosas, que el hombre pareció quedar rígido repentinamente, y que se puso pálido bajo su profundo bronceado. Por un momento se quedó mirando; luego de repente y rápidamente fue hacia los escalones. Lord Julian fue hacia delante para encontrarse con él.

 

"No diréis, señor, que dejaréis irse libremente a ese bribón español?" gritó.

 

El caballero con el peto negro pareció percatarse de su señoría por primera vez.

 

"¿Y quién demonios podéis ser vos?" preguntó, con un marcado acento irlandés. "¿Y qué tenéis que ver en esto?"

 

Su señoría entendió que la agresividad y falta de adecuada deferencia del sujeto debían ser corregidas. "Soy Lord Julian Wade," anunció para ello.

 

Aparentemente el anuncio no provocó ninguna impresión.

 

 

"¡Lo sois, ciertamente! ¿Entonces tal vez explicaréis por qué estáis importunando en este barco?"

 

Lord Julian se controló para brindar la explicación deseada. Lo hizo breve e impacientemente.

 

"Os tomó prisionero, ¿lo hizo - junto con la Srta. Bishop?"

 

"¿Conocéis a la Srta. Bishop?" gritó Lord Julian, pasando de sorpresa a sorpresa.

 

Pero este maleducado personaje había pasado a su lado y estaba haciendo una reverencia a la dama, quien por su lado permanecía sin responder y en un punto de desprecio. Observando esto, se volvió a responder la pregunta de Lord Julian.

 

"Tuve ese honor una vez," dijo. "Pero parece que la Srta. Bishop tiene una memoria más corta."

 

Sus labios se torcían en una amarga sonrisa, y había dolor en los ojos azules que brillaban tan vívidamente bajo sus negras celas, dolor y burla en su voz. Pero de todo esto la Srta. Bishop percibió solamente la burla; y le molestó.

 

"No cuento a ladrones y piratas entre mis conocidos, Capitán Blood," dijo ella; frente a lo que su señoría explotó con excitación.

 

"¡Capitán Blood!", gritó. "¿Sois el Capitán Blood?"

 

"¿Quién otro suponéis?"

 

Blood hizo la pregunta con cansancio, su mente en otra cosa. "No cuento a ladrones y piratas entre mis conocidos." La cruel frase llenó su mente, repitiéndose y reverberando allí.

 

Pero Lord Julian no iba a ser ignorado. Lo tomó por la manga con una mano, mientras con la otra indicaba entre los que se retiraban a la derrotada figura de Don Miguel.

 

"¿Debo entender que no vais a colgar a ese bribón español?"

 

"¿Por qué habría de colgarlo?"

 

"Porque es un maldito pirata, lo puedo probar, ya lo he probado."

 

"¡Ah!" dijo Blood, y Lord Julian se maravilló a la instantánea dureza de un rostro que había sido tan superficial unos pocos momentos atrás. "Soy un maldito pirata, yo también; y por tanto soy clemente con mis iguales. Don Miguel se va libre."

 

Lord Julian tragó saliva. "¿Después de lo que os he contado que ha hecho? ¿Después de hundir el Royal Mary? ¿Después de como me ha ... nos ha tratado?"

 

"No estoy al servicio de Inglaterra, ni de ninguna nación, señor. Y no me interesan los males que su bandera pueda sufrir."

 

Su señoría se retrajo bajo la furiosa mirada que lo traspasaba desde el duro rostro de Blood. Pero la pasión se esfumó tan rápido como había llegado. Fue con una voz tranquila que el Capitán añadió.

 

"Si podéis escoltar a la Srta. Bishop a mi barco, os estaré agradecido. Os ruego que os apuréis. Estamos por hundir este armazón."

 

Giró lentamente para irse. Pero nuevamente Lord Julian se interpuso. Conteniendo su indignado asombro, su señoría le dijo fríamente."Capitán Blood, me desilusionáis. Tenía esperanzas de grandes cosas para vos."

 

"Idos al demonio", dijo el Capitán Blood, girando sobre sus talones, y así partió.

 


Date: 2016-01-03; view: 600


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