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CAPÍTULO 18. EL MILAGROSA

El episodio de Maracaibo debe ser considerado la obra maestra como pirata del Capitán Blood. Aunque es solamente una de las muchas acciones en las que luchó - registradas con tanto detalle por Jeremy Pitt - en ninguna brilla más su genio para las tácticas navales que en estos dos encuentros con los que salió de la trampa que Don Miguel de Espinosa le había tendido.

 

La fama que tenía antes de esto, aunque ya muy grande, es reducida al tamaño de un enano por la que le siguió. Fue una fama de la que ningún bucanero - ni siquiera Morgan - nunca pudo alardear, antes o después.

 

En Tortuga, durante los meses que estuvo reparando los tres barcos que había capturado de la flota que había ido a destruirlo, se encontró siendo casi un objeto de veneración a los ojos de la salvaje Hermandad de la Costa, todos clamando por el honor de servir bajo sus órdenes. Lo colocó en la rara posición de poder elegir las tripulaciones para su acrecentada flota, y lo hizo a conciencia. Cuando nuevamente salió al mar, lo hizo con una flota de cinco excelentes buques en los que iban más de mil hombres. Así que veis que no era solamente famoso, sino realmente formidable. Los tres navíos españoles capturados fueron rebautizados con un cierto humor erudito, como el Clotho, el Lachesis y el Atropos, una manera de decir al mundo que los hacía los árbitros del destino que cualquier español pudiera en adelante encontrar en los mares.

 

En Europa, las noticias de esta flota, siguiendo a las noticias de la derrota del almirante español en Maracaibo, produjo sensación. España e Inglaterra estaban profunda y desagradablemente preocupadas, y si os tomáis el trabajo de leer la correspondencia diplomática intercambiada sobre este tema, encontraréis que es considerable y no siempre amigable.

 

Y mientras tanto, en el Caribe, el almirante español Don Miguel de Espinosa estaba frenético. Las desgracias en las que había caído en las manos del Capitán Blood lo habían vuelto casi loco. Es imposible, si nos imponemos cierta imparcialidad, no tener una cierta lástima por Don Miguel. El odio era su diario alimento, y el deseo de venganza una obsesión en su mente. Como un loco iba y venía por el Caribe buscando a su enemigo, y mientras tanto, como un aperitivo para su insaciable apetito de venganza, caía sobre cualquier barco de Inglaterra o Francia que aparecía en su horizonte.

 

No necesito decir más para indicar el hecho de que este ilustre capitán y gran caballero de Castilla había perdido su cabeza, y se había convertido él mismo en un pirata. El Supremo Consejo de Castilla podía condenarlo por sus prácticas. ¿Pero qué podría esto importar a quien ya estaba condenado sin redención? Por el contrario, si vivía para colgar al inefable Blood por sus talones, era posible que España viera sus irregularidades presentes con un ojo más benévolo.



 

Y entonces, sin importarle que el Capitán Blood tenía ahora una fuerza muy superior, el español lo buscaba para arriba y para abajo de los mares. Durante todo un año lo buscó inútilmente. Las circunstancias bajo las que finalmente se encontraron son muy curiosas.

 

Una observación inteligente de los hechos de la existencia humana revelarán a los sujetos de mente estrecha que se burlan del uso de las coincidencias en la ficción y el teatro, que la vida es poco más que una serie de coincidencias. Abrid la historia en cualquier página, y allí encontraréis el trabajo de las coincidencias provocando hechos por pura casualidad. Ciertamente, la coincidencia puede ser definida como la herramienta usada por el Destino para dar forma a la suerte de los hombres y las naciones.

 

Observadla ahora trabajando en los intereses del Capitán Blood y de algunos otros.

 

El 15 de setiembre del año de 1688 - un año memorable en los anales de Inglaterra - tres barcos surcaban el Caribe, y con sus encuentros iban a determinar la fortuna de varias personas.

 

El primero era la nave insignia del Capitán Blood, el Arabella, que había sido separado de la flota bucanera en un huracán en las Antillas Menores. En algún lugar entre 17º de latitud y 74º de longitud, navegaba hacia Tortuga luchando con los intermitentes vientos del sudeste en esa estación. En Tortuga se reunirían los navíos que habían sido separados.

 

El segundo era el gran galeón español, el Milagrosa, que, acompañado por una fragata menor, la Hidalga, navegaba hacia el norte por la península del suroeste de Hispaniola. Sobre el Milagrosa navegaba el vengativo Don Miguel.

 

El tercero y último de estos barcos que nos conciernen en el momento, era un buque de guerra inglés, el que en la fecha indicada estaba anclado en el puerto francés de St. Nicholas, en la costa noroeste de Hispaniola. Iba en camino desde Plymouth a Jamaica, y llevaba a bordo un pasajero muy distinguido, Lord Julian Wade, quien venía encargado por su pariente, Lord Sunderland, con una misión delicada, motivada directamente por la insultante correspondencia entre Inglaterra y España.

 

El gobierno francés, como el inglés, excesivamente molestos por las depredaciones de los bucaneros, y las constantes tiranteces en las relaciones con España que provocaban, habían intentado en vano detenerlos con órdenes severas sobre sus gobernadores de ultramar. Pero éstos, o, - como el Gobernador de Tortuga - tenían una asociación tácita con los filibusteros, o - como el gobernador de la Hispaniola francesa - sentían que debían ser alentados como una manera de detener el poder y la codicia de España. Miraban, ciertamente, con aprensión cualquier medida drástica que provocara a los bucaneros a buscar nuevos campos de caza en los mares del sur.

 

Para satisfacer la ansiedad del Rey James para tranquilizar a España, y como respuesta a los constantes y lastimeros pedidos del embajador español, Lord Sunderland, el secretario de estado, había designado a un hombre fuerte para gobernador delegado de Jamaica. Este hombre fuerte era el Coronel Bishop quien por unos cuantos años había sido el más influyente hacendado de Barbados.

 

El Coronel Bishop había aceptado el cargo, y partió de las plantaciones en las que había amasado una gran fortuna, con una ansiedad que tenía sus raíces en su deseo de cobrar una cuenta propia con Peter Blood.

 

Desde que llegó a Jamaica, el Coronel Bishop se había hecho sentir por los bucaneros. Pero hiciera lo que hiciera, el único bucanero que buscaba - ese Peter Blood que una vez había sido su esclavo - lo eludía siempre, y continuaba sin que nadie lo detuviera y con gran fuerza, hostigando a los españoles sobre mar y tierra, y manteniendo las relaciones entre Inglaterra y España en un estado de perpetua fermentación, particularmente peligroso en esos días en que la paz de Europa era precariamente mantenida.

 

Exasperado no sólo por su acumulado disgusto, sino también por los reproches que llegaban de Londres por su fracaso, el Coronel Bishop fue tan lejos como para considerar ir a la propia Tortuga a cazar a su presa y hacer un intento de limpiar la isla de los bucaneros que amparaba. Afortunadamente para él, abandonó la idea de una empresa tan insana, disuadido no sólo por la enorme fuerza natural del lugar, sino también por la reflexión de que una invasión al lugar que era, nominalmente por lo menos, una colonia francesa, sería vista como una grave ofensa a Francia. Pero de alguna forma, se sintió frustrado. Confesó esto en una carta al secretario de estado.

 

La carta y el estado de las cosas que allí se indicaba, hizo desistir a Lord Sunderland de la idea de resolver este problema por medios ordinarios. Se dedicó a considerar medios extraordinarios, y recordó el plan adoptado con Morgan, que había sido enrolado al servicio del Rey bajo Charles II. Se le ocurrió que un camino similar podría ser efectivo con el Capitán Blood. Su señoría no omitió la consideración que la situación presente de Blood fuera de la ley podía muy bien estar ocasionada no por una inclinación natural sino por la presión de la mera necesidad, que había sido forzado por las circunstancias de su traslado, y que daría la bienvenida a la oportunidad de salir de ella.

 

Actuando en función de estas conclusiones, Sunderland mandó a su familiar, Lord Julian Wade, con algunas comisiones en blanco, y directivas sobre el curso que el secretario consideraba deseable que tomaran los acontecimientos, con la mayor discreción para llevarlas a cabo. El sagaz Sunderland, maestro en los laberintos de la intriga, adviritió a su pariente que si encontraba a Blood intratable, o juzgaba por otras razones que no era deseable alistarlo al servicio del rey, debía dirigir su atención a los oficiales que servían bajo él, y seducirlos para debilitarlo hasta que fuera una víctima fácil para la flota del Coronel Bishop.

 

El Royal Mary - el navío que llevaba al ingenioso, tolerablemente educado, suavemente disoluto, enteramente elegante enviado de Lord Sunderland - hizo un buen viaje a St. Nicholas, su última escala antes de Jamaica. Estaba entendido que primero Lord Julian debía reportarse al gobernador en Port Royal, desde si era necesario lo podían trasladar a Tortuga. Pero sucedió que la sobrina del gobernador había venido a St. Nicholas unos meses antes a visitar a unos parientes, y así escapar del insufrible calor de Jamaica en esa estación. Siendo ya hora de volver, se la recibió abordo del Royal Mary, considerando el rango de su tío.

 

Lord Julian la recibió con satisfacción. Le daba al viaje que había estado lleno de interés para él el toque que le faltaba para ser una experiencia perfecta. Su excelencia era uno de esos personajes que sin tener una mujer cerca sentían que algo les faltaba. La Srta. Arabella Bishop - esta directa jovencita con su voz casi de varoncito y su soltura también casi de niño - no era tal vez una dama que en Inglaterra le hubiera llamado la atención a los ojos escrutadores de su señoría. Sus gustos sofisticados, cuidadosamente educados en esta materia lo inclinaban a las lánguidas y desvalidas féminas. Los encantos de la Srta. Bishop no se podían negar. Pero era necesario un hombre de mente delicada para apreciarlos; y Lord Julian aunque con una mente muy lejana de ser grosera, no poseía el necesario grado de delicadeza. No debe entenderse de esto que esté implicando nada en su contra.

 

Pero, finalmente la Srta. Bishop era una joven mujer y una dama; y en estas latitudes en que se encontraba Lord Julian, esto era un fenómeno suficientemente raro como para llamarle la atención. Por su lado, con su título y su posición, su gracia personal y el encanto de un acostumbrado cortesano, tenía a su alrededor la atmósfera del gran mundo en el que normalmente había estado - un mundo que no era más que una palabra para ella, que había pasado la mayor parte de su vida en las Antillas. No es para sorprenderse que se hayan sentido atraídos uno al otro antes de que el Royal Mary zarpara de St. Nicholas. Cada uno podía dar al otro la información que le interesaba. Él podía regalar a su imaginación historias de St. James - en la mayoría de las cuales se asignaba si no un papel heroico, por lo menos distinguido - y ella podía enriquecer su mente con información sobre este nuevo mundo al cual había llegado.

 

Antes de perder de vista a St. Nicholas ya eran buenos amigos, y su señoría comenzaba a corregir su primera impresión de ella y a descubrir el encanto de esa actitud franca y directa, de camaradería, que hacía que tratara a cada hombre como si fuera su hermano. Considerando cómo su mente estaba obsesionada con su misión, no es extraño que le hablara a ella del Capitán Blood. Ciertamente, hubo una circunstancia que lo llevó directamente a ello.

 

"Me pregunto," dijo mientras caminaban por la popa," si alguna vez visteis a este sujeto Blood, que fue durante un tiempo esclavo en las plantaciones de vuestro tío."

 

La Srta. Bishop se detuvo. Se inclinó sobre la barandilla, mirando a la tierra que se alejaba, y pasó un instante antes de que contestara con una calma voz:

 

"Lo veía a menudo. Lo conocí muy bien."

 

"¡No me digáis!" Su señoría dejó por un instante la imperturbabilidad que había aprendido. Era un hombre joven, tal vez de veintiocho años, por encima de la altura media en estatura, y parecía más alto por su excesiva delgadez. Tenía un rostro fino, pálido, bastante agradable, rodeado de rizos de una peluca dorada, una boca sensible y ojos celeste pálido que daban a sus facciones una expresión soñadora, de melancólica meditación. Pero eran ojos alertas y observadores, sin embargo, aunque en esta ocasión no observaron el leve cambio de color que su pregunta había llevado a las mejillas de la Srta. Bishop, ni la excesiva compostura de la respuesta.

 

"¡No me digáis!", repitió, y se llegó a su lado. "¿Y qué tipo de hombre pensáis que es?"

 

"En esos días lo consideraba un caballero desafortunado."

 

"¿Conocíais su historia?"

 

"Él me la contó. Es por eso que lo estimaba - por la calmada resignación con que tomaba la adversidad. Desde entonces, considerando lo que ha hecho, he llegado casi a dudar si lo que me contó es verdad."

 

"Si os referís a los errores que sufrió en las manos de la comisión real que juzgó a los rebeldes de Monmouth, hay pocas dudas de que no sea cierto. Nunca estuvo con Monmouth; eso es seguro. Fue convicto por un punto de la ley que bien podía ignorar, y eso lo convirtió en traidor. Pero, realmente que ha tenido su venganza, de alguna forma."

 

"Eso," dijo ella con una voz muy pequeña, "es lo imperdonable. Lo ha destruido - merecidamente."

 

"¿Destruido?" Su señoría rió un poco. "No estéis tan segura de eso. Se ha convertido en un hombre rico, he escuchado. Ha convertido, podríamos decir, sus botines españoles en oro francés, el cual está siendo atesorado para él en Francia. Su futuro suegro, M. d'Ogeron, se ha ocupado de ello."

 

"¿Su futuro suegro?" dijo ella, mirándolo con ojos asombrados. Luego agregó: "¿M. d'Ogeron? ¿El gobernador de Tortuga?"

 

"El mismo. Ya veis que el hombre está bien protegido. Es un trozo de las noticias que recogí en St. Nicholas. No estoy seguro que me guste, porque no estoy seguro de que haga más fácil la tarea con la que Lord Sunderland me ha enviado. Pero es así. ¿No lo sabíais?"

 

Ella sacudió su cabeza sin contestar. Había ocultado su rostro, y sus ojos miraban hacia abajo al agua que se movía suavemente. Luego de un momento habló, su voz firme y perfectamente controlada.

 

"Pero seguramente, si fuera verdad, hubiera puesto ya un fin a su piratería. Si ... si amara a una mujer y estuviera comprometido, y siendo rico como decís, seguramente habría abandonado esa vida desesperada, y ..."

 

"Eso mismo pensé yo", interrumpió su señoría, "hasta que tuve la explicación. D'Ogeron es avaro para él y su hija. Y en lo que concierne a la joven, tengo entendido que es una buena pieza, muy adecuada para un hombre como Blood. Casi me asombra que no se casen y la lleve a sus aventuras con él. No sería una nueva experiencia para él. Y me maravilla, también, la paciencia de Blood. Mató a un hombre para obtenerla."

 

"¿Mató a un hombre por ella, decís?" Había horror ahora en su voz.

 

"Sí - un bucanero francés llamado Levasseur. Era el galán de la joven y el socio de Blood. Blood codiciaba a la joven y mató a Levasseur para ganarla. ¡Pah! Es una historia insípida, creo. Pero los hombres viven con diferentes códigos en estas tierras ..."

 

Ella lo miraba de frente. Estaba pálida hasta los labios, y sus ojos color almendra lanzaban fuego, mientras cortó su defensa de Blood.

 

"Debe ser así, si sus otros socios le permitieron vivir luego de eso."

 

"Oh, la cosa fue hecha de una manera derecha, me han dicho."

 

"¿Quién os lo contó?"

 

"Un hombre que navegó con ellos, un francés llamado Cahusac, que encontré en una taberna en St. Nicholas. Era el lugarteniente de Levasseur, y estuvo presente en la isla cuando todo pasó, cuando Levasseur fue muerto."

 

"¿Y la joven? ¿Estaba la joven presente, también?"

 

"Sí. Fue testigo del encuentro. Blood se la llevó cuando hubo despachado a su hermano-bucanero."

 

"¿Y los hombres del muerto lo permitieron?" Él captó una nota de incredulidad en su voz, pero se le escapó la nota de alivio que llevaba. "Oh, no creo en esa historia. ¡No la voy a creer!"

 

"Os honra, Srta. Bishop. Me costaba a mí mismo creer que haya hombres tan insensibles, hasta que Cahusac me ofreció la explicación."

 

"¿Cómo?" Reprimió ella su incredulidad, una incredulidad que había nacido de una inexplicable congoja. Prendida de la barandilla, giró totalmente su rostro hacia su señoría con esa pregunta. Más tarde él recordaría y percibiría en su comportamiento actual una cierta rareza que en el momento no observó.

 

"Blood compró su consentimiento, y el derecho a llevarse a la joven. Les pagó con perlas que valían más de veinte mil monedas de oro." Su señoría rió nuevamente con un toque de desprecio. "¡Un buen precio! Por mi fe, son todos bandidos - tan sólo ladrones. Y por Dios, es una linda historia para los oídos de una dama."

 

Ella miró hacia el mar nuevamente, y sintió su mirada empañada. Luego de un momento, con una voz menos firme que antes, le preguntó:

 

"¿Por qué este francés os habría de contar semejante historia? ¿Odiaba al Capitán Blood?"

 

"No me pareció," dijo su señoría lentamente. "La relató ... oh, como algo común, un episodio en las costumbres buacaneras."

 

"¡Algo común!" dijo ella. "¡Mi Dios! ¡Algo común!"

 

"Me animo a decir que todos somos salvajes bajo la capa de estos modos civilizados nuestros," dijo su señoría. "Pero este Blood, era un hombre educado, por lo que Cahusac me contó. Era bachiller en medicina."

 

"Eso es cierto, según mi propio conocimiento."

 

"Y había servido en el servicio exterior en mar y tierra. Cahusac dijo - aunque difícilmente lo creo - que luchó bajo el mando de de Ruyter."

 

"Eso también es cierto", dijo ella. Suspiró profundamente. "Vuestro Cahusac parece haber estado muy acertado. ¡Qué pena!"

 

"¿Estáis apenada, entonces?"

 

Ella lo miró. Estaba muy pálida, según notó él.

 

"Como me apena oír sobre la muerte de alguien que hemos estimado. Una vez lo consideré un desafortunado pero valioso caballero. Ahora..."

 

Se detuvo, y sonrió con una sonrisa pequeña y torcida. "Semejante hombre está mejor olvidado."

 

Y con eso pasó a otro tema. La amistad, que era su gran don para tratar a quienes conocía, creció entre ellos en el tiempo que siguió hasta el evento que truncó lo que parecía ser la parte más agradable del viaje de su señoría.

 

El aguafiestas fue el perro rabioso del almirante español, con quien se encontraron en el segundo día de travesía, a medio camino atravesando el Golfo de Gonaves. El capitán del Royal Mary no estaba dispuesto a intimidarse ni aún cuando Don Miguel abrió fuego sobre él. Observando la mala maniobra del español que le ofrecía todo el lado del barco como blanco, el inglés se sintió inclinado a la burla. Si este Don quien enarbolaba la bandera de Castilla quería una lucha, el Royal Mary era justo el barco para ello. Puede ser que estuviera justificado en su airosa confianza, y que ese hubiera podido ser el día que pusiera fin a la salvaje carrera de Don Miguel de Espinosa, pero un disparo afortunado del Milagrosa cayó sobre cierta pólvora almacenada en el castillo de proa, y voló la mitad del barco antes de que la lucha comenzara. Cómo había llegado allí la pólvora nunca se sabrá, y el gallardo capitán no sobrevivió para averiguarlo.

 

Antes de que los hombres del Royal Mary se hubieran recuperado de su consternación, su capitán muerto y la tercera parte de la tripulación destruida con él, el barco hamacándose sin dirección, totalmente estropeado, los españoles lo abordaron.

 

En la cabina del capitán bajo la popa, a la que la Srta. Bishop había sido conducida para su seguridad, Lord Julian intentaba darle ánimo y confortarla, asegurándole que todo estaría bien, en el preciso momento en que Don Miguel ponía el pie abordo. El mismo Lord Julian no estaba muy tranquilo, y su rostro estaba indudablemente pálido. No es que fuera en absoluto un cobarde. Pero esta lucha sobre una cosa de madera que en cualquier momento podía ceder bajo sus pies y hundirse en las profundidades del océano era inquietante para cualquiera que fuera muy valiente sobre tierra. Afortunadamente, la Srta. Bishop no parecía estar en estado desesperado de necesidad del escaso consuelo que él podía ofrecer. Ciertamente ella también estaba pálida, y sus ojos color almendra podía decirse que parecían más grandes de lo habitual. Pero se mantenía compuesta. A medias sentada, a medias inclinada sobre la mesa del capitán, mantenía suficiente coraje como para intentar calmar a la doncella que se retorcía a sus pies en estado de terror.

 

Y entonces la puerta de la cabina se abrió de golpe, y el mismo Don Miguel, alto, bronceado, de rostro aguileño, entró. Lord Julian se dio la vuelta para enfrentarlo, y cerró una mano sobre su espada.

 

El español fue directo al punto.

 

"No seáis tonto," le dijo en su propia lengua, "o tendréis un fin de tontos. Vuestro barco se está hundiendo."

 

Había tres o cuatro hombres con morriones detrás de Don Miguel, y Lord Julian reconoció su posición. Soltó su mano, y un par de pies de acero volvieron suavemente a su vaina. Pero Don Miguel sonrió, con un relámpago de blancos dientes tras su desgreñada barba, y estiró su mano.

 

"Por favor," dijo

 

Lord Julian dudó. Sus ojos se dirigieron a la Srta. Bishop. "Creo que sería mejor," dijo la compuesta joven, a lo que, con un encogimiento de hombros, su señoría hizo lo que se le pedía, rindiendo su espada.

 

"Venid - todos vosotros - abordo de mi barco," invitó Don Miguel, y salió de la cabina.

 

Fueron, por supuesto. Por un lado, el español tenía la fuerza para obligarlos; por otro un barco que había anunciado que se hundía les ofrecía poco atractivo para permanecer. Se quedaron lo suficiente como para que la Srta. Bishop recogiera algunos artículos de vestimenta, y su señoría cogiera su valija.

 

Los sobrevivientes, entre las ruinas de lo que había sido el Royal Mary, fueron abandonados por los españoles a sus propios medios. Que tomaran los botes, y si no alcanzaban, que nadaran o se ahogaran. Si Lord Julian y la Srta. Bishop fueron trasladados, fue porque Don Miguel percibió su obvio valor. Los recibió en su cabina con gran urbanidad. Urbanamente les solicitó el honor de saber sus nombres.

 

Lord Julian, enfermo de horror por el espectáculo que había presenciado, puso algunas dificultades para dárselos. Luego, autoritariamente, demandó conocer a su vez el nombre de su agresor. Sabía que si bien no había hecho nada positivamente vergonzoso en la extraña y difícil situación en la que el destino lo había colocado, tampoco había hecho nada que le diera crédito. Esto hubiera sido menos importante si el espectador no hubiera sido una dama. Estaba determinado a mejorar esto ahora.

 

"Soy Don Miguel de Espinosa," fue la respuesta que recibió. "Almirante de la Armada de su Majestad Católica."

 

Lord Julian tragó saliva. Si España hacía tanto ruido por las depredaciones de un aventurero fugitivo como el Capitán Blood, ¿qué podría Inglaterra decir ahora?

 

"¿Me diréis, entonces, por qué os conducís como un maldito pirata?" preguntó. Y agregó: "Espero os deis cuenta que habrán consecuencias, y seréis llamado a responder por vuestros hechos del día de hoy, por la sangre que habéis criminalmente derramado, y por vuestra violencia con esta dama y conmigo."

 

"No he tenido violencia con vosotros," dijo el almirante, sonriendo, como sólo quien maneja la situación puede sonreír. "Por el contrario, he salvado vuestras vidas ..."

 

"¡Salvado nuestras vidas!" Lord Julian quedó un momento sin habla ante tanto descaro. "¿Y qué hay de las vidas que habéis destruido en vuestra carnicería? Por Dios, hombre, que os costarán caras."

 

La sonrisa de Don Miguel persistía. "Es posible. Todo es posible. Mientras tanto, son vuestras propias vidas las que os costarán caras. El Coronel Bishop es un hombre rico; y vos, milord, sin duda también. Lo consideraré y fijaré vuestro rescate."

 

"Así que sois realmente el maldito pirata asesino que estaba imaginando que erais," lo enfrentó su señoría. "¿Y tenéis el descaro de llamaros el Almirante de la Armada de su Majestad Católica? Veremos lo que vuestra Majestad Católica tiene que decir de esto."

 

El Almirante dejó de sonreír. Reveló algo de la furia que le había carcomido el cerebro. "No comprendéis," dijo. "Trato a los perros herejes ingleses como los perros herejes ingleses han tratado a los españoles en estos mares - ¡vuestros ladrones salidos del infierno! Tengo la honestidad de hacerlo en mi propio nombre - pero vos, bestias pérfidas, mandáis a vuestro Capitanes Blood, vuestros Hagthorpes, y vuestros Morgans contra nosotros y no aceptáis responsabilidad por lo que ellos hacen. Como Pilatos, os laváis las manos." Rió salvajemente. "Dejada a España jugar la parte de Pilatos. Dejadla negar su responsabilidad por mí, cuando vuestro embajador en El Escorial vaya gimiendo al Consejo Supremo por este acto de piratería de Don Miguel de Espinosa."

 

"¡El Capitán Blood y el resto no son almirantes del Inglaterra!" gritó Lord Julian.

 

"¿No lo son? ¿Cómo lo sé? ¿Cómo lo sabe España? ¿No sois todos mentirosos, vosotros ingleses herejes?

 

"¡Señor!" La voz de Lord Julian era áspera como una lija, sus ojos flameaban. Instintivamente llevó una mano a donde debía estar su espada. Luego se encogió de hombros y se burló: "Por supuesto," dijo, "concuerda con lo que he oído del honor español y lo que he visto del vuestro que insultéis a un hombre desarmado y que es vuestro prisionero."

 

El rostro del almirante flameaba escarlata. Levantó a medio camino su mano para golpear. Y luego, detenido tal vez por las propias palabras del inglés, giró sobre sus talones y se fue sin contestar.

 


Date: 2016-01-03; view: 536


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