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CAPÍTULO 13. TORTUGA

Es tiempo de establecer claramente que la supervivencia de la historia de las hazañas del Capitán Blood se debe enteramente al trabajo de Jeremy Pitt, el marino de Somersetshire. Además de sus habilidades como navegante, este cordial joven parece haber tenido una pluma infatigable, e inspiró su fluidez el afecto que muy obviamente tenía por Peter Blood.

 

Mantuvo la bitácora de la fragata de cuarenta cañones Arabella, en donde sirvió como patrón, o, como debemos decir hoy en día, oficial de navegación, como ninguna bitácora fue mantenida jamás. Tiene cerca de veinte volúmenes de diferentes tamaños, algunos desaparecieron y otros están tan deteriorados que son de poca utilidad. Pero si a veces en la laboriosa búsqueda de ellos - están preservados en la biblioteca del Sr. James Speke de Comerton - he lamentado estas lagunas, en otros casos se me ha hecho difícil por la excesiva prolijidad de lo que resta y la dificultad de separar del confuso todo las partes realmente esenciales.

 

Tengo sospechas que Esquemeling - aunque cómo o dónde no puedo saber - debe haber tenido acceso a estos registros, y que extrajo de ellos las plumas brillantes de muchas hazañas para colocarlas en la cola de su propio héroe, el Capitán Morgan. Pero es un comentario al pasar. Lo menciono fundamentalmente como advertencia, porque cuando pase a relatar el caso de Maracaibo, los que habéis leído a Esquemeling pueden estar en peligro de suponer que Henry Morgan realmente llevó a cabo estos hechos que acá son verazmente atribuidos a Peter Blood. Creo, sin embargo, que cuando peséis los motivos de ambos Blood y el Almirante español en ese caso, y cuando consideréis cuán fundamental es ese evento en la historia de Blood - mientras es un incidente deshilvanado en la de Morgan - llegaréis a mi conclusión sobre quién es el real plagiario.

 

El primero de los tomos de Pitt casi completamente es una retrospectiva de los eventos hasta el momento de la primer llegada de Blood a Tortuga. Éste y la colección Tannatt de Juicios de Estado son las principales - aunque no las únicas - fuentes de mi historia hasta acá.

 

Pitt hace especial hincapié en el hecho que fueron las circunstancias que hemos narrado, y sólo ellas, las que llevaron a Peter Blood a buscar anclar en Tortuga. Insiste largamente, y con una vehemencia que demuestra claramente que había una opinión en contrario en algún lugar, que no era la intención de Blood ni la de ninguno de sus compañeros de desgracia juntarse con los bucaneros quienes, bajo la protección de un semi-oficial francés, hicieron de Tortuga un escondrijo del que podían ejercer su comercio pirata sin piedad, básicamente contra España.



 

Pitt nos cuenta que la intención original de Blood era dirigirse a Francia u Holanda. Pero en las largas semanas de esperar por un barco que lo llevara a uno u otros de esos países, sus recursos mermaron y finalmente desaparecieron. También, su cronista piensa que detectó signos de algún problema secreto en su amigo, y atribuye a esto los abusos del potente espíritu de las Indias Occidentales de los que Blood fue culpable en esos días de inacción, cayendo al mismo nivel de los salvajes aventureros con quienes convivía en la costa.

 

No creo que Pitt sea culpable de poner excusas para su héroe. Creo que en esos días había mucho que oprimía a Peter Blood. Estaba el recuerdo de Arabella Bishop - y que su recuerdo ocupaba gran parte de su mente no podemos dudarlo. Estaba enloquecido por el atormentador deseo de lo inalcanzable. Deseaba a Arabella, pero sabía que estaba más allá de su alcance irrevocablemente y por siempre. También, aunque pensaba ir a Francia o a Holanda, no tenía un claro propósito sobre qué hacer cuando llegara a esos países. Era, después de todo, un esclavo fugado, un ilegal en su propia tierra y un descastado sin hogar en cualquier otra. Quedaba el mar, que es libre para todos, y particularmente tentador para los que se sienten en guerra con la humanidad. Y entonces, considerando el espíritu aventurero que una vez lo había mandado por el mundo por el simple gusto, considerando que este espíritu estaba incentivado ahora por una falta de cuidado provocada por su ilegalidad, que su entrenamiento y habilidades en marina de guerra fuertemente sustentaban las tentaciones que se le presentaban, ¿podéis sorprenderos, u os atrevéis a condenarlo, de que finalmente sucumbiera? Y recordad que estas tentaciones procedían no sólo de los bucaneros aventureros con quienes se encontraba en las tabernas del antro diabólico de Tortuga, sino del mismo M. d'Oregon, el gobernador de la isla, quien cobraba por costo del puerto una décima parte de los botines traídos a la bahía y que sacaba provecho de otras comisiones.

 

Un oficio que podría tener un aspecto repelente cuando era descrito por aventureros grasientos y medio borrachos, bucaneros, vagabundos, ingleses, franceses y holandeses, se convertía en una digna casi oficial forma de corsario cuando era defendida por el cortés caballero de mediana edad quien representando la Compañía Francesa de las Indias Occidentales parecía representar a la misma Francia.

 

Además - sin excluir al mismo Jeremy Pitt, en cuya sangre el llamado del mar era insistente e imperativo - los que habían escapado con Peter Blood de la plantación de Barbados, y que, en consecuencia, como él, no sabían a dónde ir, estaban todos resueltos a unirse a la gran Hermandad de la Costa, como esos vagabundos se llamaban a sí mismos. Y unieron sus voces a las otras que buscaban persuadir a Blood, pidiéndole que continuara en la jefatura que había gozado desde que dejaron Barbados, y jurando seguirlo lealmente a cualquier lugar que los llevara.

 

Y así, para condensar todo lo que Jeremy ha registrado en la materia, Blood terminó por ceder a las presiones tanto externas como internas, y se abandonó a la corriente del Destino. "Fata viam invenerunt, " es su propia expresión de ello.

 

Si resistió tanto, creo que fue porque el recuerdo de Arabella Bishop lo refrenaba. Que estuvieran destinados a no encontrarse nunca más no pesó al principio, o tal vez nunca. Concebía el desprecio con que ella escucharía que se había convertido en pirata, y el desprecio, aunque solamente imaginado hasta ahora, lo lastimaba como si fuera una realidad. Y aún cuando superó esto, el recuerdo de ella estuvo siempre presente. Hizo un compromiso con su conciencia de mantener su memoria activa. Se prometió que su recuerdo le ayudaría a mantener sus manos tan limpias como un hombre pueda en un oficio tan desesperado como el en que se estaba embarcando. Y así, aunque no tenía tontas ilusiones de que nunca fuera suya, o volver a verla, su memoria debía actuar como una influencia purificadora par su alma, amarga y dulce a la vez. El amor irrealizable muchas veces permanece como el ideal que guía a un hombre. Una vez tomada la decisión, se dedicó activamente al trabajo. Ogeron, el más acomodaticio de los gobernadores, le adelantó dinero para el adecuado equipamiento de su barco, el Cinco Llagas, al que renombró el Arabella. Esto fue luego de algunas dudas, temeroso de mostrar de esa forma su corazón,. Pero sus amigos de Barbados lo consideraron una expresión de la ironía siempre lista de su jefe.

 

A los veinte seguidores que ya tenía, agregó sesenta más, eligiendo sus hombres con cautela y discriminación - y era un excepcional juez de hombres - de entre los aventureros de Tortuga. Con ellos acordó los usuales artículos de la Hermandad de la Costa bajo las que cada hombre sería pagado por una parte de los tesoros capturados. En otros aspectos, sin embargo, los artículos eran diferentes. A bordo del Arabella no habría nada de la indisciplina de los rufianes que normalmente prevalecían en los buques bucaneros. Los que navegaban con él debían obediencia y sumisión en todos los aspectos a él mismo y a los oficiales elegidos. A quien esta cláusula no le gustara, podía seguir a otro jefe.

 

Hacia fines de diciembre, cuando la estación de los huracanes había terminado, puso a la mar su bien equipado y bien tripulado barco, y antes de regresar en el mayo siguiente de una travesía prolongada y llena de aventuras, la fama del Capitán Blood había corrido como olas en el viento por el Mar Caribe. Hubo una lucha en el pasaje Windward con un galeón español, que resultó en atrapar y finalmente hundir al español. Hubo una invasión audaz llevada a cabo por una serie de apropiadas piraguas sobre una flota española en el Río de la Hacha, de la que obtuvieron una cantidad particularmente importante de perlas. Hubo una expedición por tierra hacia las minas de oro de Santa María, en el continente, cuya historia es difícil de creer, y hubo aventuras menores a través de las cuales la tripulación del Arabella volvió con prestigio y provecho aunque no totalmente ilesa.

 

Y entonces sucedió que antes que el Arabella volviera a Tortuga el mayo siguiente para ser reparada - porque no estaba sin cicatrices, como podéis suponer - su fama y la de su capitán Peter Blood había recorrido desde las Bahamas hasta las Islas Windward, y desde Nueva Providencia hasta Trinidad.

 

Un eco de esto llegó a Europa, y en la Corte de St. James se presentaron airados reclamos del embajador de España, a quien se le contestó que no debía suponerse que este Capitán Blood tenía ninguna comisión del Rey de Inglaterra; que era, de hecho, un rebelde proscrito, un esclavo evadido, y que cualquier medida que Su Católica Majestad tomara contra él recibirían la cordial aprobación del Rey James II.

 

A Don Miguel de Espinosa, el Almirante de España en las Indias Occidentales, y su sobrino Don Esteban que navegaba con él, no les faltaban ganas de traer al aventurero a su castigo merecido. Con ellos, este negocio de capturar a Blood, que ahora era un tema internacional, también era una materia familiar.

 

España, a través de la boca de Don Miguel, no ahorraba amenazas. El relato de ellas llegó a Tortuga, y con él la seguridad de que Don Miguel estaba respaldado no sólo por la autoridad de su propia nación, sino por la del rey inglés también.

 

Era una bravuconada que no inspiraba terrores al Capitán Blood. Tampoco era probable que por ella que quedara a oxidarse en la seguridad de Tortuga. Por todo lo que había sufrido en las manos de los hombres, había elegido a España como el chivo expiatorio. Así consideraba que servía un propósito doble: ganaba sus compensaciones y al mismo tiempo servía, no al Rey Estuardo, a quien despreciaba, pero a Inglaterra y así al resto de la humanidad civilizada a quien la cruel, traidora, codiciosa, intolerante Castilla buscaba excluir de sus relaciones con el Nuevo Mundo.

 

Un día, mientras estaba sentado con Hagthorpe y Wolverstone sobre un barril y con una botella de ron envueltos en el aire cargado de alquitrán y tabaco de una taberna, fue abordado por un espléndido rufián con una casaca de satén azul oscuro adornada con oro, y una faja roja, de un pie de ancho, alrededor de la cintura.

 

"C'est vous qu'on apelle Le Sang?" lo saludó el sujeto.

El Capitán Blood miró hacia arriba para considerar a quien preguntaba antes de contestar. El hombre era alto, su constitución ágil y fuerte, con un rostro moreno y aguileño, brutalmente bien parecido. Un diamante de gran valor refulgía en la limpia mano, indiferentemente descansando en el pomo de su largo espadín, y había aros de oro en sus orejas, medio ocultas por largos rulos de oleoso cabello color castaño.

 

El Capitán Blood se sacó el tabaco de entre sus labios.

 

"Mi nombre," dijo, "es Peter Blood. Los españoles me conocen por Don Pedro Sangre, y un francés puede llamarme Le Sang si le place."

 

"Bien," dijo el llamativo aventurero en inglés, y sin mayor invitación tomó una banqueta y se sentó a la grasienta mesa. "Mi nombre," informó a los tres hombres, dos de los cuales por lo menos, lo miraban con recelo, "es Levasseur. Tal vez habéis oído hablar de mí."

 

Habían oído realmente. Comandaba una nave corsaria de veinte cañones que había anclado en la bahía hacía una semana, tripulada por un grupo compuesto fundamentalmente por franceses de Hispaniola del Norte, hombres que tenían una buena causa para odiar a los españoles con una intensidad que excedía la de los ingleses. Levasseur los había traído nuevamente a Tortuga luego de una expedición de poco éxito. Sin embargo, era necesario algo más que poco éxito para abatir la monstruosa vanidad de este sujeto. Era un bandido estruendoso, pendenciero, fuerte bebedor, fuerte jugador, y su reputación de bucanero era muy alta entre la salvaje Hermandad de la Costa. También tenía reputación de otro tipo. Había algo en este llamativo y fanfarrón rufíán que las mujeres encontraban singularmente atractivo. Que alardeara abiertamente de su buena fortuna en esto no le parecía extraño al Capitán Blood; lo que encontraba extraño era que tuviera algún tipo de justificación para estos alardes.

 

Era rumor corriente que incluso Mademoiselle d'Ogeron, la hija del Gobernador, había caído en la trampa de su salvaje atractivo, y que Levasseur había llegado a la audacia de pedir su mano en matrimonio a su padre. M d'Ogeron le había dado la única respuesta posible. Le había mostrado la puerta. Levasseur había partido en una rabieta, jurando que haría a mademoiselle su esposa a pesar de todos los padres de la Cristiandad, y que M. d'Ogeron pagaría amargamente la afrenta que le había hecho.

 

Éste era el hombre que ahora se lanzó sobre el Capitán Blood con una propuesta de asociación, ofreciéndole no sólo su espada, sino su barco y los hombres que navegaban en él.

 

Doce años atrás, siendo un muchacho de apenas veinte años, Levasseur había navegado con ese monstruo de crueldad que fue L'Ollonais, y sus propias hazañas subsiguientes demostraron que aprovechó la escuela en la que se había formado. Dudo que en sus días haya habido un truhán mayor que Levasseur entre la Hermandad de la Costa. Y sin embargo, aunque lo encontraba repulsivo, el Capitán Blood no pudo negar que la propuesta del sujeto mostraba arrojo, imaginación, y recursos, y forzosamente debía reconocer que juntos podían llevar a cabo operaciones de mayor magnitud que lo que era posible por separado. La culminación del proyecto de Levasseur era una incursión en la rica ciudad de Maracaibo; pero para esto, admitía, se precisaban por lo menos seiscientos hombres, y seiscientos hombres no podían navegar en sus dos barcos. Debían llevarse a cabo expediciones preliminares, teniendo por objeto la captura de otros barcos.

 

Porque le disgustaba el hombre, el Capitán Blood no se comprometió en seguida. Pero porque le gustaba la propuesta, consintió en considerarla. Siendo luego presionado por ambos Hafthorpe y Wolverstone, que no compartían su desagrado personal del francés, el asunto terminó en que en una semana se firmó un contrato entre Levasseur y Blood y además - como era usual - también firmado por los representantes elegidos de sus seguidores.

 

Este contrato contenía, entre otros artículos, las comunes disposiciones que decían que si los navíos se separaban, debía hacerse un relevamiento de todos los botines conseguidos entre los dos, mientras que el navío que conseguía un botín retenía los tres quintos de su valor, y le daba dos quintos a su asociado. Estas partes debían luego ser subdivididas entre las tripulaciones de cada navío, de acuerdo a lo que era habitual en cada barco. Por el resto, las cláusulas usuales entre las que estaba que cualquier hombre probado culpable de robar o esconder cualquier parte de un botín, aunque su valor no fuera mayor de un peso, debía ser sumariamente colgado del palo mayor.

 

Y ahora con todo arreglado estaban prontos para salir a la mar, y la víspera de su salida, Levasseur escapó a penas de ser herido en un intento romántico de escalar el muro del jardín del Gobernador, con el objeto de un apasionado adiós a la locamente enamorada Mademoiselle d'Ogeron. Desistió después de que fueran hechos dos disparos desde un fragante escondite de árboles de pimiento donde los guardias del Gobernador estaban apostados, y se fue jurando tomar medidas diferentes y muy definitivas a su regreso.

 

Esa noche durmió a bordo de su barco, el que con su característica extravagancia había llamado La Foudre, y allí al día siguiente recibió una visita del Capitán Blood, a quién recibió medio burlonamente como su almirante. El irlandés venía a dejar asentados algunos detalles finales de los que lo que importa es que si los dos navíos se separaban por accidente o destino, debían reunirse uno con el otro lo antes posible en Tortuga.

 

Después de eso, Levasseur invitó a su almirante a cenar, y juntos bebieron por el éxito de su expedición, tan copiosamente de parte de Levasseur que cuando llegó el momento de separarse estaba tan ebrio como le era posible para mantener el conocimiento.

 

Finalmente, al atardecer, el Capitán Blood volvió a su gran barco con sus rojos baluartes y brillantes troneras, convertido en una hermosa llama por el sol del poniente.

 

Estaba un poco preocupado. He dicho que era un buen juez de hombres, y su juicio de Levasseur lo llenaba de dudas, que crecían a medida que se acercaba la hora de partir.

 

Se lo expresó a Wolverstone, quien lo fue a recibir a bordo del Arabella:

 

"Me persuadiste que firmara ese contrato, tú tunante; y me sorprenderé si algo bueno sale de esta asociación."

 

El gigante entornó su único ojo sediento de sangre, e hizo un gesto despectivo. "Torceremos el cuello del perro si hay alguna traición."

 

"Así lo haremos - si estamos para torcerlo por entonces." Y con eso, terminando el tema: "Salimos en la mañana, con la primera marea," anunció y fue a su cabina.

 


Date: 2016-01-03; view: 471


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