Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






CAPÍTULO 5. ARABELLA BISHOP

Una soleada mañana de enero, alrededor de un mes después de la llegada el Jamaica Mercante, la Srta. Arabella Bishop cabalgó desde la fina casa de su tío en las alturas hacia el noroeste de la ciudad. Iba cuidada por dos negros que trotaban tras ella a una distancia respetuosa, y su destino era la casa del Gobernador, donde iba a visitar a la señora del Gobernador quien últimamente había estado enferma. Llegando a la cima de una pendiente suave y con césped, se encontró con un hombre alto y delgado, vestido sobriamente pero como un caballero, que venía caminando en dirección opuesta. Era un extraño para ella, y los extraños eran raros en la isla. Y sin embargo en una forma vaga, no parecía del todo un extraño.

 

La Srta. Arabella frenó a su caballo, aparentando parar para admirar el panorama, que era lo bastante hermoso como para justificarlo. Pero, por el rabillo de sus ojos de almendra observó al sujeto muy atentamente mientras se acercaba. Corrigió la primera impresión de su vestimenta. Era realmente sobria, pero difícilmente para un caballero. El saco y los pantalones eran de tela rústica, y si le quedaban bien era más por virtud de su natural prestancia que por la hechura. Sus medias era de algodón, simples y ásperas, y el ancho sombrero, que respetuosamente se quitó al acercarse a ella, era viejo y no tenía ningún adorno de pluma o cinta. Lo que había parecido una peluca a distancia se revelaba ahora como el propio cabello oscuro y lustroso del hombre.

 

De un rostro marrón, afeitado y melancólico, dos ojos sorprendentemente azules la miraban con gravedad. El hombre habría pasado de largo, pero ella lo detuvo.

 

"Creo que os conozco, señor," dijo

 

Su voz era frágil y aniñada, y había algo de varoncito en sus maneras - si se puede aplicar ese término a una dama tan delicada. Tal vez surgía de una soltura, una franqueza, que desdeñaba los artilugios de su sexo, y la ponía en buenos términos con el mundo. A esto tal vez se debía que la Srta. Arabella había llegado a la edad de veinticinco años no sólo soltera, sino sin pretendientes. Utilizaba con los hombres una franqueza de hermana que contenía una cualidad de distancia, haciendo difícil para un hombre convertirse en su enamorado.

 

Sus negros habían frenado a una distancia y se habían sentado en el corto césped hasta que ella quisiera seguir adelante.

 

El extraño se detuvo al ser abordado.

 

"Una dama debería conocer su propiedad," dijo.

 

"¿Mis propiedad?"

 

"La de su tío, al menos. Dejad que me presente. Me llamo Peter Bloor, y valgo exactamente diez libras. Lo sé porque es la suma que vuestro tío pagó por mí. No todos los hombres tienen la oportunidad de conocer su propio valor."



 

Lo reconoció entonces. No lo había visto desde aquel día en el muelle hacía un mes, y que no lo hubiera conocido inmediatamente a pesar del interés que entonces había despertado en ella, no es sorprendente, considerando el cambio que había ocurrido en su apariencia, que no era la de un esclavo.

 

"¡Dios mío!", dijo ella. "¡Y os podéis reír!"

 

"Es un logro," admitió."Pero no lo he tomado tan mal como podría."

 

"Eso he escuchado," dijo ella.

 

Lo que había escuchado era se había descubierto que este convicto era médico. El tema había llegado a los oídos del Gobernador Steed, quien sufría endemoniadamente de gota, y el Gobernador Steed había pedido prestado a este sujeto a su comprador. Sea por pericia o por buena fortuna, Peter Blood le había llevado al Gobernador un alivio que su excelencia no había obtenido de ninguno de los dos médicos que ejercían en Bridgetown. Entonces la señora del Gobernador había querido que la tratara por sus migrañas. El Sr. Blood había encontrado que no sufría más que de mal humor - el resultado de natural petulancia agravada por la inspípida vida de Barbados para una dama con sus aspiraciones sociales. Pero le había recetado medicinas, igualmente, y ella se había creído mejor bajo sus prescripciones. Luego de ello, su fama se había expandido por Bridgetown, y el Coronel Bishop había encontrado que lograba mayor beneficio de su nuevo esclavo dejándolo ejercer su profesión que poniéndolo a trabajar en la plantación, para lo que había sido originalmente adquirido.

 

"Es a vos, señora, que tengo que agradecer por mi comparativamente buena y limpia situación", dijo el Sr. Blood, "y me alegra tener esta oportunidad para hacerlo."

 

La gratitud estaba más en sus palabras que en su tono. Ella se preguntó si se burlaba, y lo miró en una franca búsqueda que otro habría encontrado desconcertante. Él tomó la mirada por una pregunta, y la contestó.

 

"Si otro dueño de una plantación me hubiera comprado," explicó, " es difícil que mis brillantes habilidades hubieran salido a luz, y yo estaría con la hoz y la azada en este momento tal como los desgraciados que desembarcaron conmigo."

 

"¿Y por qué me agradecéis por ello? Fue mi tío quien os compró."

 

"Pero no lo habría hecho si vos no se lo hubierais pedido. Percibí vuestro interés. Y al mismo tiempo lo lamenté."

 

"¿Lo lamentasteis?" Había un desafío en su voz de niño.

 

"No me han faltado experiencias en esta vida pero ser comprado y vendido fue una nueva para mí, y difícilmente estaba en el ánimo de amar a mi comprador."

 

"Si os señalé a mi tío, señor, es porque os tuve piedad." Había una cierta severidad en su tono, como reprobando la mezcla de burla y arrogancia con la que él parecía hablar.

 

Continuó explicándose. "Mi tío puede parecerlos un hombre duro. Sin duda lo es. Todos son hombres duros, estos hacendados. Es la vida, supongo. Pero hay otros peores. Está el Sr. Crabston, por ejemplo, en Speightstown. Estaba en el muelle, esperando para comprar lo que dejara mi tío, y si hubierais caído en sus manos ... Un hombre de temer. Ése es el por qué."

 

Él estaba un poco asombrado.

 

"Este interés en un extraño ..." comenzó. Luego cambió la dirección de su indagación. "Pero había otros tan merecedores de conmiseración."

 

"No parecíais como los demás."

 

"No lo soy." dijo

 

"¡Oh!". Lo miró, levantando la cabeza. "Tenéis una buena opinión de vos mismo."

 

"Por el contrario. Los demás son valerosos rebeldes. Yo no lo soy. Esta es la diferencia. Fui uno de los que no tuvo la capacidad de ver que Inglaterra necesita una purificación. Yo estaba conforme de seguir con el oficio de médico en Bridgewater, mientras que los que son mejores que yo daban su sangre para sacar un sucio tirano y su corte de bribones."

 

"¡Señor!" le observó. "Creo que estáis hablando de traición."

 

"Espero no ser oscuro.", dijo.

 

"Hay algunos aquí que os habrían azotado si os oyeran."

 

"El Gobernador no lo permitiría. Tiene gota, y su señora migraña."

 

"¿Dependéis de ello?" Su voz era francamente desdeñosa.

 

"Seguramente nunca habéis tenido gota; probablemente ni siquiera migraña," dijo.

 

Ella hizo un pequeño gesto impaciente con su mano, y miró lejos un momento, hacia el mar. De repente lo miró nuevamente, su ceño ahora fruncido.

 

"Pero si no sois un rebelde, ¿por qué estáis aquí?"

 

Él vio lo que sospechaba, y rió. "Por mi fe, es una larga historia." dijo.

 

"¿Y tal vez una que no queréis contar?"

 

Escuetamente se la explicó.

 

"¡Mi Dios! ¡Qué infamia!" gritó, cuando hubo terminado.

 

"¡Oh, es un dulce país Inglaterra bajo el Rey James! No hay necesidad de tenerme más compasión. Considerando todo, prefiero Barbados. Por lo menos aquí se puede creer en Dios."

 

Miró primero a la derecha, luego a la izquierda mientras hablaba, desde la distante mole del monte Hillbay hasta el océano sin límites rizado por los vientos del cielo. Entonces, como si el hermoso paisaje lo volviera conciente de su pequeñez y de la insignificancia de sus males, calló pensativo.

 

"¿Es esto tan difícil en otro lado?" le preguntó, y estaba muy grave.

 

"Los hombres lo hacen difícil."

 

"Ya veo." Rió un poco, con una nota de tristeza, le pareció a él. "Nunca soñé a Barbados como el espejo del cielo en la tierra," confesó. "Pero sin duda conocéis el mundo mejor que yo." Tocó el caballo con su pequeño látigo con mango de plata. "Os felicito por el alivio a vuestras desgracias."

 

Él inclinó la cabeza y ella siguió adelante. Sus negros se pusieron de pie, y fueron trotando tras ella.

 

Por un rato Peter Blood siguió de pie allí, donde ella lo dejó, mirando las aguas de la Bahía Carlisle brillando al sol, y los barcos en el espacioso puerto donde las gaviotas volaban ruidosamente.

 

Era un hermoso panorama, reflexionó, pero era una prisión, y al anunciar que lo prefería a Inglaterra había llevado a cabo esta casi comprensible forma de alardear que consiste en disfrazar nuestras desgracias.

 

Giró y retomó su rumbo, con largos pasos hacia el pequeño amontonamiento de cabañas construidas de terrones y zarzas - una villa en miniatura enclavada en una empalizada que habitaban los esclavos de la plantación, y donde él mismo estaba alojado con ellos.

 

Por su mente sonaba el verso de Lovelace."

 

"Muros de piedra no hacen una prisión,

Tampoco barrotes de hierro una jaula."

 

Pero le dio un nuevo significado, totalmente opuesto de lo que su autor pretendió. Una prisión, reflexionó, es una prisión, aunque no tenga muros ni barrotes, no importa qué tan espaciosa sea. Y como lo vio esa mañana cada vez lo vio más claro mientras pasaba el tiempo. Diariamente pensaba cada vez más en sus alas cortadas, en su exclusión del mundo, y menos en la libertad fortuita que disfrutaba. Ni siquiera el contraste de su comparativamente liviana tarea con la de sus infortunados compañeros le traía la satisfacción que una mente diferentemente constituida hubiera sacado de ello. Más bien la contemplación de su miseria aumentaba la amargura que iba llenando su alma.

 

De los cuarenta y dos que habían desembarcado con él del Jamaica Mercante, el Coronel Bishop había comprado no menos de veinticinco. Los restantes habían ido a plantaciones menores, algunos de ellos a Speighstown, otros aún más al norte. Qué había pasado con los últimos, no podía decir, pero entre los esclavos de Bishop, Peter Blood iba y venía libremente, durmiendo en sus alojamientos, y sabía que soportaban una miseria embrutecedora. Trabajaban en las plantaciones de azúcar desde el alba hasta el anochecer, y si su trabajo decaía, estaban los látigos de los vigilantes y sus hombres para apurarlos. Estaban en harapos, algunos casi desnudos; vivían en la mugre, estaban mal alimentados con carne salada y tortas de maíz - comida que para muchos de ellos fue demasiado nauseabunda y dos de ellos se enfermaron y murieron antes que Bishop se percatara que sus vidas tenían un cierto valor en el trabajo para él, y aceptó la intervención de Blood para un mejor tratamiento a los que estaban enfermos. Para evitar la insubordinación, uno de ellos quien se había rebelado contra Kent, el brutal supervisor, fue azotado hasta la muerte por negros bajo la mirada de sus compañeros, y otro que había intentado huir a los bosques fue perseguido, traído nuevamente, azotado y marcado en la frente con las letras "T.F." para que todos lo conocieran como un traidor fugitivo por el resto de su vida. Afortunadamente para él el pobre sujeto murió como consecuencia de los latigazos.

 

Después de ello, una apática resignación sin espíritu se instaló entre los restantes. Los más rebeldes fueron aplacados, y aceptaron su indescriptible destino con la trágica actitud de desesperanza.

 

Sólo Peter Blood, escapando de estos sufrimientos excesivos, permaneció incambiado externamente, mientras en su interior el único cambio en él era un odio a sus semejantes cada día más profundo, un deseo de escapar de este lugar cada día más profundo, de este lugar donde el hombre desafiaba tan tontamente el hermoso trabajo de su Creador. Era un deseo demasiado vago para ser una esperanza. Una esperanza aquí era inadmisible. Pero no se hundió en desesperanza. Colocó una máscara de risa en su melancólico rostro y siguió su camino, cuidando a los enfermos para provecho del Coronel Bishop y usurpando cada vez más los resguardos de los otros dos hombres de medicina de Bridgetown.

 

Inmune a los castigos degradantes y las privaciones de sus compañeros, pudo conservar el respeto a sí mismo, y era tratado sin mayor dureza incluso por el desalmado hacendado a quien había sido vendido. Debía todo a la gota y la migraña. Había ganado la estima del Gobernador Steed, y - lo que era más importante - de la señora del Gobernador Steed, a quien sin vergüenza y cínicamente adulaba y hacía reír.

 

Ocasionalmente veía a la Srta. Bishop, y rara vez se encontraban aunque a veces ella se detenía para conversar con él, mostrando su interés. Él mismo nunca estaba dispuesto a demorarse. No iba a ser engañado por su delicado exterior, se decía, su gracia, sus cómodas y aniñadas maneras, y su agradable aniñada voz. En toda su vida - y había sido variada - no había encontrado un hombre más bestial que su tío, y no podía dejar de asociarla con él. Era su sobrina, de su misma sangre, y algunos de sus vicios, algo de la crueldad sin remordimiento del rico hacendado debía, argumentaba, habitar el agradable cuerpo de ella. Argumentaba esto muy a menudo con sigo mismo, como contestando y convenciendo un instinto que decía lo contrario, y argumentándolo la evitaba cuando era posible y era heladamente educado cuando no lo era.

 

Justificable como era su razonamiento, lógico como podía parecer, sin embargo hubiera hecho mejor en haber confiado en su instinto que haber entrado en conflicto con él. Aunque la misma sangre que la del Coronel Bishop corría por sus venas, la de ella estaba libre de los vicios de su tío, porque esos vicios no eran naturales a su sangre; eran, en el caso del Coronel, adquiridos. Su padre, Tom Bishop - el hermano del Coronel - había sido un alma gentil, caballerosa y amable, quien, con el corazón roto por la temprana muerte de su joven esposa, había abandonado el viejo mundo y había buscado aliviar su pena en el nuevo. Había llegado a las Antillas, trayendo con sigo a su pequeña hija, entonces de cinco años, y se había dedicado a la vida de la plantación. Había prosperado desde el comienzo, como sucede cuando no interesa prosperar. Entonces había pensado en su hermano menor, un soldado con una reputación un tanto indómita. Le había aconsejado venir a Barbados y el consejo, que en otro momento William Bishop hubiera recibido con desprecio, le llegó en un momento en que su indómito carácter le estaba trayendo ciertas consecuencias que aconsejaban un cambio de clima. William llegó, y fue admitido por su generoso hermano como socio en la próspera plantación. Unos seis años más tarde, cuando Arabella tenía quince, su padre murió, dejándola al cuidado de su tío. Tal vez fue su único error. Pero la bondad de su naturaleza le impedía ver la realidad de otros hombres, sin embargo le había dado una educación a su hija que le había desarrollado independencia de carácter, con la que sin duda contó incondicionalmente. Siendo las cosas así, había poco cariño entre tío y sobrina. Pero ella leal con él, y el era circunspecto en su comportamiento hacia ella. Toda su vida, y a pesar de su temperamento, había tenido respeto por su hermano, cuyo valor tuvo la inteligencia de reconocer; y ahora era como si algo de ese respeto hubiera sido transferido a la hija de su hermano, quien era también, en algún sentido, su socia, aunque no tomaba parte activa en el negocio de la plantación.

 

Peter Blood la juzgaba - como casi todos juzgamos - con insuficiente conocimiento.

 

Pronto tuvo motivos para corregir este juicio. Un día, cerca de fines de mayo, cuando el calor comenzaba a ser opresivo, se arrastró a la Bahía de Crlisle un navío inglés, herido y destrozado, el Orgullo de Devon, su quilla quebrada, su borda una ruina, su palo de mesana tan abatido que sólo unas astillas quedaban para indicar el lugar donde había estado. Había tenido un encuentro cerca de la Martinica con dos barcos de tesoro españoles, y aunque el capitán juraba que los españoles lo habían atacado sin provocación, es difícil evitar la sospecha de que el encuentro se había generado de otra manera. Uno de los buques españoles había hido del combate, y si el Orgullo de Devon no lo persiguió fue probablemente porque no estaba en estado de hacerlo. El otro había sido hundido, pero no antes que el barco inglés traspasara a sus bodegas el tesoro que llevaba. Era, de hecho, uno de los actos de piratería que eran una perpetua fuente de problemas entre las cortes de St. James y el Escorial, con quejas emanando ahora de un lado y ahora del otro.

 

Steed, sin embargo, según la moda de la mayoría de los gobernadores coloniales, estaba deseoso de silenciar su razonamiento y aceptar la historia del marino inglés, sin prestar atención a la evidencia que podría negarla. Compartía el odio tan merecido por los arrogantes, vencedores españoles que era común en los hombres de todas las demás naciones desde las Bahamas al continente. Por lo tanto, dio al Orgullo de Devon el refugio que buscaba en su puerto y todas las facilidades para su reparación y abastecimiento.

 

Pero antes de esto, bajaron de su borda una serie de marinos ingleses tan heridos y quebrados como el barco mismo, y junto con ellos cerca de media docena de españoles en el mismo estado, los únicos sobrevivientes de una partida de abordaje del galeón español que había invadido el barco inglés y no pudieron lograr la retirada. Estos heridos fueron colocados en una larga fila en el muelle, y los médicos de Bridgetown fueron llamados en su ayuda. Peter Blood fue enviado para dar una mano es ese trabajo, y en parte por hablar castellano - el que hablaba tan fluidamente como su propia lengua nativa - parte por su condición inferior de esclavo, le dieron como pacientes a los españoles.

 

Ahora Blood no tenía motivos para querer a los españoles. Sus dos años en una cárcel española y la subsiguiente campaña en la Holanda española le habían mostrado un aspecto del carácter español que no era en absoluto admirable. Sin embargo llevó a cabo sus deberes de doctor a conciencia, aunque sin emoción, e incluso con una cierta cordialidad superficial hacia cada uno de sus pacientes. Estaban tan sorprendidos de ser curados en vez de ser sumariamente ahorcados que manifestaban una docilidad rara en su especie. A pesar de eso, eran evitados por los caritativos habitantes de Bridgetown quienes fluían al improvisado hospital con regales de frutas y flores para los marineros ingleses heridos. Ciertamente, si los deseos de algunos de esos habitantes se hubieran cumplido, los españoles habrían sido dejados morir como gusanos, y de esto Peter Blood tuvo un ejemplo casi en el comienzo.

 

Con la asistencia de uno de los negros enviado para ese propósito, estaba arreglando una pierna quebrada, cuando una profunda y ronca voz, que había aprendido a conocer y le desagradaba como ninguna voz de otro ser humano, abruptamente lo increpó.

 

"¿Qué estáis haciendo aquí?"

 

Blood no levantó la cabeza de su tarea. No lo necesitaba. Conocía la voz, como ya he dicho.

 

"Estoy colocando una pierna quebrada," contestó, sin dejar su labor.

 

"Puedo ver eso, tonto." Un cuerpo de buey se interpuso entre Blood y la ventana. El hombre medio desnudo sobre la paja giró sus ojos negros para mirar hacia arriba con miedo. No precisaba conocer el idioma inglés para saber que aquí venía un enemigo. La áspera nota de la voz expresaba suficientemente el hecho. "Puedo ver eso, tonto; tanto como puedo ver lo que es el bandido. ¿Quién os dio permiso para colocar piernas españolas?"

 

"Soy un doctor, Coronel Bishop. El hombre está herido. Yo no discrimino, cumplo mi tarea."

 

"¡Lo hacéis, por Dios! Si lo hubierais hecho, no estarías ahora acá."

 

"Por el contrario, es porque lo hice que estoy acá."

 

"Sí, conozco ésa vuestra mentira." El Coronel ironizó; y luego, observando que Blood continuaba su tarea imperturbable, se puso realmente enojado. "¿Dejaréis eso y me atenderéis cuando hablo?"

 

Peter Blood pausó, pero solo por un instante. "El hombre está sufriendo," dijo brevemente, y retomó su tarea.

 

"¿Sufriendo, verdad? Espero que lo esté, el maldito perro pirata. ¿Pero me haréis caso, vos bribón insubordinado?"

 

El Coronel se expresó en un rugido, furioso por lo que entendía como un desafío, un desafío que se expresaba en el más sereno desconocimiento de su persona. Su larga caña de bambú se levantó para golpear. Los ojos azules de Peter Blood captaron su destello, y habó rápidamente para detener el golpe.

 

"No insubordinado, señor, estoy actuando bajo las expresas órdenes del Gobernador Steed."

 

El Coronel retrocedió, su gran rostro color púrpura. Su boca cayó abierta.

 

"¡El Gobernador Steed!" repitió como un eco. Luego bajó su caña, giró, y sin otra palabra a Blood se fue hasta el final de la tienda donde el Gobernador se encontraba en ese momento.

 

Peter Blood rió entre dientes. Pero su triunfo se basaba menos en consideraciones humanitarias que en la reflexión de que había frustrado a su brutal dueño.

 

El español, entendiendo que en este altercado, cualquiera fuera su naturaleza, el doctor había estado de su lado, se aventuró en voz baja a preguntar qué había pasado. Pero el doctor sacudió su cabeza en silencio y continuó con su trabajo. Sus oídos intentaban captar las palabras entre Steed y Bishop. El Coronel estaba tumultuoso, su gran osamenta doblándose encima de la pequeña y recargada figura del Gobernador. Pero el pequeño petimetre no iba a ser amedrantado. Su excelencia era conciente de que tenía la fuerza de la opinión pública para darle apoyo. Algunos había, pero no eran la mayoría, que tenían la cruel visión del Coronel Bishop. Su excelencia hizo valer su autoridad. Era pos sus órdenes que Blood se había dedicado a los heridos españoles, y sus órdenes debían ser acatadas. Nada más había para decir.

 

El Coronel Bishop tenía otra opinión. En su punto de vista, había mucho más para decir. Lo dijo, con gran circunstancia, alto, vehemente, obsceno - porque podía ser fluidamente obsceno cuando estaba enojado.

 

"Habláis como un español, Coronel," dijo el Gobernador y así provocó una herida al orgullo del Coronel que resentiría por más de una semana. De momento lo dejó en silencio, y lo mandó golpeando los pies fuera de la tienda con una furia para la que no encontraba palabras.

 

Dos días más tarde las señoras del Bridgetown, las esposas e hijas de los hacendados y comerciantes, hicieron su primera visita de caridad al muelle, trayendo con ellas regalos para los marineros heridos.

 

Nuevamente Peter Blood estaba allí, vigilando a los sufrientes bajo su cuidado, moviéndose entre esos desafortunados españoles a quien nadie aliviaba. Toda la caridad, todos los regalos eran para los miembros de la tripulación del Orgullo de Devon. Y esto Peter Blood lo encontró totalmente natural. Pero levantando de repente su mirada de una herida que estaba vendado nuevamente, una tarea en la que había estado absorto por unos momentos, vio con sorpresa que una dama, separada de la multitud, colocaba unos plátanos y un paquete de suculentas cañas de azúcar sobre la capa que servía de manta a uno de sus pacientes. Estaba elegantemente vestida con seda color lavanda y la seguía un negro semidesnudo con un canasto.

 

Peter Blood, sin su saco, las mangas de su rústica camisa arrolladas hasta el codo, y con un jirón sucio de sangre en su mano, quedó inmóvil mirando un momento. La dama, girando ahora para mirarlo de frente, sus labios entreabiertos en una sonrisa de reconocimiento, era Arabella Bishop.

 

"El hombre es español", dijo, en el tono de alguien que corrige un error, y también teñida no muy débilmente por algo de la burla que había en su alma.

 

La sonrisa con la que ella lo estaba saludando desapareció de sus labios. Frunció el ceño y lo miró un instante, con creciente arrogancia.

 

"Así lo percibo. Pero sigue siendo un ser humano," dijo.

 

Esa respuesta, y su implícito reproche, lo tomó por sorpresa.

 

"Vuestro tío, el Coronel, tiene una opinión diferente," dijo cuando se recuperó. "Los considera gusanos que deben ser dejados a morir por sus heridas infestadas."

 

Ella captó la ironía ahora más clara en su voz. Continuó mirándolo.

 

"¿Y por qué me decís esto?"

 

"Para advertiros que podéis estar incurriendo en el disgusto del Coronel. Si fuera por él, nunca se me habría permitido vendar sus heridas."

 

"¿Y pensasteis, por supuesto, que yo debo ser de la misma idea que mi tío?" Había fuerza en su voz, un brillo de desafío amenazante en sus ojos color almendra.

 

"No quisiera ser rudo con una dama, ni siquiera en mis pensamientos," dijo. "Pero que les dejéis regalos a ellos, considerando que si vuestro tío lo llega a saber..." Pausó, dejando la frase sin terminar. "Bueno, ¡está pronto!" concluyó.

 

Pero la dama no estaba satisfecha.

 

"Primero me imputáis inhumanidad y luego cobardía. ¡Por mi fe! Para un hombre que no quiere ser rudo con una dama ni siquiera en sus pensamientos, no está mal." Su risa aniñada vibró, pero la nota en ella chocó en sus oídos esta vez.

 

La vio, le pareció, por primera vez, y vio lo mal que la había juzgado.

 

"Realmente, ¿cómo iba a adivinar que ... que el Coronel Bishop pudiera tener un ángel por sobrina?" dijo imprudentemente, porque era imprudente como los hombres los son cuando están arrepentidos.

 

"No podíais, por supuesto. No debéis pensar a menudo que os podéis equivocar." Habiéndolo puesto en su lugar con esto y su mirada, se volvió a su negro y la canasta que llevaba. De ella sacó ahora las frutas y golosinas con las que estaba cargada, y las apiló en las camas de los seis españoles, de modo que cuando terminó la canasta estaba vacía y no había nada para sus compatriotas. Éstos, realmente, no lo necesitaban - como sin duda ella observó - porque habían sido suficientemente abastecidos por las demás.

 

Habiendo vaciado su canasta, llamó a su negro, y sin otra palabra o mirada para Peter Blood, se fue del lugar con su cabeza en alto y el mentón hacia delante.

 

Peter la miró partir. Luego suspiró.

 

Lo sorprendió descubrir que el creer que había provocado su furia le preocupaba. No habría sido así ayer. Era porque había tenido la revelación de su verdadera naturaleza. "Mala suerte, ahora, me lo merezco. Parece que no sé nada de la naturaleza humana. ¿Pero cómo demonios iba a adivinar que una familia que puede engendrar un ser maligno como el Coronel Bispoh también pueda engendrar una santa como ésta?"

 


Date: 2016-01-03; view: 554


<== previous page | next page ==>
CAPÍTULO 4 - MERCANCÍA HUMANA | CAPÍTULO 6. PLANES DE FUGA
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.025 sec.)