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CAPÍTULO 4 - MERCANCÍA HUMANA

El Sr. Pollexfen estaba la mismo tiempo en lo cierto y equivocado - una condición mucho más común de lo que generalmente se supone.

 

Estaba en su cierto en su pensamiento, expresado con indiferencia, de que un hombre cuya postura y palabras podían acobardar semejante señor de terror como Jeffreys, podría por mérito de su naturaleza ser capaz de construirse un buen destino. Estaba equivocado - aunque su error era justificado - en asumir que Peter Blood sería ahorcado.

 

He dicho que los problemas que tuvo como resultado de su diligencia de caridad a la granja Oglethorpe contenían - aunque no lo había percibido aún, tal vez - dos fuentes de agradecimiento: una, que fue por lo menos juzgado; la otra que su juicio tuvo lugar el 19 de setiembre. Hasta el 18, las sentencias de la corte de los comisionados habían sido llevadas a cabo literal y rápidamente. Pero en la mañana del 19 llegó a Taunton un correo de Lord Sunderland, el Secretario de Estado, con una carta para Lord Jeffreys en la que era informado que Su Majestad graciosamente ordenaba que mil cien rebeldes fueran suministrados para ser transportados a algunas de las plantaciones de Su Majestad en Jmaica, Barbados o alguna de las islas Leeward.

 

No vais a suponer que esta orden fue dictada por algún sentimiento de clemencia. Lord Churcill fue nada más que justo cuando dijo que el corazón del rey era insensible como el mármol. Se había dado cuenta que en estos ahorcamientos en masa había un descuidado desperdicio de material valioso. Las plantaciones requerían esclavos urgentemente, y un sano y vigoroso hombre podría valer por lo menos entre diez y quince libras. Y había en la corte algunos caballeros con reclamos sobre el botín de Su Majestad. Aquí había un medio barato y rápido para cumplir con estos reclamos. Porque entre los rebeldes condenados un cierto número podía ser entregados a estos caballeros para que dispusieran de ellos en su propio beneficio.

 

La carta de mi señor Sunderland da precisos detalles de la generosidad del Rey con el material humano. Mil prisioneros debían ser distribuidos entre ocho cortesanos y otros más, mientras una post data a la carta de Lord Sunderland pedía cien más para quedar a disposición de la Reina. Estos prisioneros debían ser trasladados inmediatamente a las plantaciones del sur pertenecientes a Su Majestad, y estarían allí por diez años antes de recuperar su libertad. Se deban precisas instrucciones a los encargados para que el traslado fuera inmediatamente llevado a cabo.

 

Sabemos por el secretario de Lord Jeffrey cómo el Presidente del Tribunal prorrumpió en insultos esa noche, en ebria furia contra esta clemencia mal ubicada a la que Su Majestad había sido persuadido. Sabemos cómo intentó por carta inducir a Su Majestad a reconsiderar su decisión. Pero James se mantuvo en ella. Era - aparte del beneficio indirecto que lograba de ella - una clemencia totalmente a su estilo. Sabía que perdonar vidas de esta forma era convertirlos en muertos vivientes. Muchos sucumbirían en el tormento de los horrores de la esclavitud en las Indias Occidentales, y así serían envidiados por sus compañeros sobrevivientes.



 

Y así sucedió que Peter Blood, y junto con él Jeremy Pitt y Andrew Baynes, en lugar se ser colgados, arrastrados y descuartizados como sus sentencias establecían, fueron enviados a Bristol, y allí embarcados con unos cincuenta más en el Jamaica Mercante. Debido al confinamiento bajo las escotillas, mala alimentación y agua contaminada, se declaró una enfermedad entre ellos por la cual once murieron. Entre ellos estuvo el desafortunado casero de la granja Oglethorpe, brutalmente arrancado de su pacífico hogar entre los fragantes huertos de manzanas por el pecado de haber practicado clemencia.

 

La mortandad hubiera sido mayor a no ser por Peter Blood. Al principio, el patrón del Jamaica Mercante había respondido con juramentos y amenazas a las protestas del doctor contra permitir que los hombres fallecieran de esta manera, y la insistencia de que le entregaran el botiquín médico y le permitieran cuidar a los enfermos. Pero luego, el Capitán Gardner vio que podría ser llamado al orden por las importantes pérdidas de la mercancía humana y por ello estuvo de acuerdo en apoyarse en las habilidades de Peter Blood. El doctor trabajó a conciencia y con ardor, y lo hizo tan adecuadamente que, por sus cuidados y al mejorar las condiciones del cautiverio, evitó la propagación de la enfermedad.

 

Hacia mediados de diciembre, el Jamaica Mercante ancló en la bahía Carlisle, y desembarcó a los cuarenta y dos rebeldes convictos sobrevivientes.

 

Si estos desgraciados habían imaginado - como muchos parecían haberlo hecho - que llegaban a algún país agreste y salvaje, la perspectiva, de la que tuvieron un vistazo antes de ser empujados a los botes a los lados del barco, fue suficiente para corregir la impresión. Contemplaron una ciudad de proporciones suficientemente imponentes, con casas construidas bajo nociones europeas de arquitectura, pero sin los amontonamientos habituales en las ciudades europeas. El campanario de una iglesia se elevaba dominando los techos rojos, un fuerte guardaba la entrada de un ancho puerto, con cañones mostrando sus bocas entre las almenas, y la amplia fachada de la casa del gobernador se revelaba colocada dominante en una suave colina por encima de la ciudad. Esta colina era vivamente verde como una colina inglesa en abril, y el día era como los que abril da a Inglaterra, habiendo terminado recién la estación de fuertes lluvias.

 

En un espacio ancho y empedrado frente al mar encontraron un guardia de uniforme rojo, designado a recibirlos, y una muchedumbre - atraída por su llegada - que en vestimenta y maneras se diferenciaban poco de una muchedumbre en un puerto del hogar salvo en que contenía menos mujeres y un gran número de negros.

 

Para inspeccionarlos, allí en el muelle, llegó el Gobernador Steed, un caballero de baja estatura, macizo, de cara roja, vestido con tafeta azul cargada de una prodigiosa cantidad de encaje, quien cojeaba un poco y se inclinaba pesadamente sobre un fuerte bastón de ébano. Detrás de él, y con el uniforme de coronel de la milicia de Barbados, se balanceaba un hombre alto y corpulento, quien sobresalía con la cabeza y los hombros por encima del Gobernador, con la malevolencia claramente escrita en su enorme semblante amarillento. A su lado, y fuertemente contrastando con su brutalidad, moviéndose con juvenil gracia, venía una delgada joven con un traje de montar a la última moda. El ancha ala de un sombrero gris con una pluma de avestruz escarlata daba sombra a un rostro ovalado en el que el clima del Trópico de Cáncer no había dejado huella, tan delicado y claro era. Rizos de cabello marrón rojizo caían por sus hombros. Había franqueza en sus ojos de almendra y la compasión sustituía es este momento la picardía que normalmente habitaba su joven y fresca boca.

 

Peter Blood se encontró mirando con sorpresa este rostro picante, que parecía aquí tan fuera de lugar, y viendo su mirada devuelta, se movió inconfortable. Fue conciente de la triste figura que tenía. Sin lavarse, con el pelo enmarañado y una barba negra que desfiguraba su cara, y el una vez espléndido traje de casimir negro con el que había sido tomado prisionero ahora reducido a jirones que no hubieran servido ni para un espantapájaros, no estaba apto para la inspección de esos delicados ojos. Sin embargo, continuaron inspeccionándolo, con asombro y compasión casi infantil. Su dueña sacó una mano para tocar la manga escarlata de su compañero, y el hombre giró su gran cuerpo con un gruñido de mal humor y se enfrentó a ella.

 

Mirando hacia arriba a su rostro, ella le hablaba ansiosamente, pero el Coronel claramente le prestaba menos de la mitad de su atención. Sus pequeños ojos, muy juntos a una nariz carnosa, habían pasado por encima de ella y estaban fijos en el rubio y robusto joven Pitt, quien estaba parado al lado de Blood.

 

El Gobernador también se había detenido, y por un momento el grupo de los tres se paró a conversar. Lo que la dama decía, Peter no lo pudo oír porque ella bajó su voz; la del Coronel le llegó en un tronar confuso, pero la del Gobernador no era ni considerada ni indistinta; tenía una voz aguda que se escuchaba de lejos, y creyéndose ingenioso, deseaba que fuera oída por todos.

 

"Pero mi querido Coronel Bishop, tenéis la primera elección de este primoroso ramillete de flores, a vuestro precio. Después de ello mandaremos al resto a subasta."

 

El Coronel Bishop asintió en reconocimiento. Elevó su voz al contestar. "Vuestra excelencia es muy amable. Pero, por mi fe, que son un lote flacucho, probablemente de poco valor en la plantación." Sus ojillos los inspeccionaron nuevamente, y su menosprecio por ellos profundizó la malevolencia de su rostro. Era como si estuviera molesto con ellos por no estar en mejor condición. Luego llamó aparte al Capitán Gardner, el patrón del Jamaica Mercante, y por unos minutos estuvo hablando con él repasando una lista que el último sacó a su pedido.

 

De repente, dejó de lado la lista y avanzó solo hacia los rebeldes convictos, sus ojos estudiándolos, sus labios fruncidos. Delante del joven marinero de Somersetshire se detuvo, y estuvo un instante considerándolo. Luego apretó los músculos del brazo del joven con sus dedos y le hizo abrir la boca para ver sus dientes. Frunció sus toscos labios nuevamente y asintió.

 

Habló con Gardner por encima de su hombro.

 

"Quince libras por éste."

 

El Capitán hizo un gesto de desilusión. "¡Quince libras! No es ni la mitad de lo que pensaba pedir por él."

 

"Es el doble de lo que estaba dispuesto a dar", gruñó el Coronel.

 

"Pero sería barato en treinta libras, su excelencia."

 

"Puedo conseguir un negro por eso. Estos puercos blancos no sobreviven. No están hechos para el trabajo."

 

Grardener explotó en protestas sobre la salud, juventud y vigor de Pitt. No era de un hombre que hablaba sino de una bestia de carga. Pitt, un muchacho sensible, se mantenía mudo y sin expresión. Sólo la ida y venida de color y palidez de sus mejillas denotaba la lucha interna por medio de la que mantenía su control.

 

Peter Blood estaba repugnado por el despreciable regateo.

 

Atrás, alejándose lentamente de la línea de prisioneros, caminaba la dama conversando con el Gobernador, quien sonreía afectadamente mientras rengueaba a su lado. No estaba consciente del repugnante negocio que el Coronel estaba llevando a cabo. Blood se preguntaba si era indiferente a él.

 

El Coronel Bishop giró sobre sus talones para seguir adelante.

 

"Llegaré a veinte libras. Ni un penique más, y es el doble de lo que podríais obtener de Crabston."

 

El Capitán Gardener, reconociendo lo terminante del tono, suspiró y abandonó la lucha. Bishop estaba llegando al final de la fila. Para el Sr. Blood y un joven delgado a su izquierda, el Coronel no tuvo más que una mirada de desprecio. Pero el siguiente, un coloso de mediana edad de nombre Wolverston, quien había perdido un ojo en Sedgemoor, le llamó la atención y el regateo recomenzó.

 

Peter Blood se mantenía allí en el brillante sol e inhaló el fragante aire, diferente a cualquier aire que jamás había respirado. Estaba cargado de un extraño perfume, aroma de flores, pimiento y especias aromáticas. se perdió en especulaciones inútiles nacidas de esa singular fragancia. No tenía ganas de conversar, y tampoco Pitt, quien se mantenía a su lado, y que estaba afligido de momento por el pensamiento de que finalmente estaba por separase de este hombre con quien había estado hombro con hombro a través de estos tempestuosos meses, y a quien había llegado a querer y buscar para consejos y ayuda. Una sensación de soledad y miseria lo afligía en contraste con la que lo pasado en este tiempo carecía de importancia. Para Pitt, esta separación era el doloroso final de todos sus sufrimientos.

 

Otros compradores vinieron y los miraron, y siguieron de largo. Blood no los miraba. Y entonces al final de la línea hubo un movimiento. Gardner hablaba en voz alta, haciendo un anuncio al público general de compradores que había esperado a que el Coronel Bishop hiciera su elección de esa mercancía humana. Cuando terminó, Blood, mirando en su dirección, notó que la niña hablaba con Bishop, apuntando a la linea con un látigo de montar de puño de plata que llevaba. Bishop hizo sombra a sus ojos con la mano para mirar en la dirección que ella apuntaba. Luego lentamente, con su pesado paso, se aproximó nuevamente acompañado de Gardner, seguido por la dama y por el Gobernador.

 

Siguieron marchando hasta que el Coronel estuvo donde Blood. Habría pasado de largo, pero la dama tocó su brazo con el látigo.

 

"Pero éste es el hombre al que me refiero," dijo

 

"¿Éste?" El desprecio sonó en su voz. Peter Blood se encontró mirando en un par de ojillos marrones hundidos en una cara amarilla y carnosa como pasas en un pastel. Sintió el color subir a su cara bajo el insulto de esta inspección desdeñosa. "¡Bah! Un saco de huesos. ¿Qué haría yo con él?"

 

Se marchaba cuando Gardner lo detuvo.

 

"Puede ser delgado, pero es fuerte; fuerte y sano. Cuando la mitad de ellos estaba enferma, y la otra mitad enfermándose, este bribón se mantuvo sobre sus piernas y curó a sus compañeros. Si no fuera por él hubiéramos tenido muchas más muertes. Digamos quince libras por é, Coronel. Es bastante barato. Es fuerte, os digo - fuerte y duro, aunque sea delgado. Y es el tipo de hombre que puede soportar el calor cuando llega. El clima nunca lo matará."

 

Se escuchó una risita del Gobernador Stee. "Ya oís, Coronel. Confiad en vuestra sobrina. Su sexo conoce un hombre cuando lo ve." Y rió, complacido con su ingenio.

 

Pero rió solo. Una nube de molestia corrió por el rostro de la sobrina del Coronel, mientras el mismo Coronel estaba demasiado absorto en la consideración de esta oferta como para seguir el humor del Gobernador. Torció sus labios un poco, acariciando su mentón con su mano, mientras Jeremy Pitt casi había dejado de respirar.

 

"Os doy diez libras por él," dijo el Coronel finalmente.

 

Peter Blood rezó que la oferta fuera rechazada. Por alguna razón que no os podría dar, había tomado con repugnancia la idea de convertirse en propiedad de este grosero animal, y de alguna forma en la propiedad de la joven con ojos de almendra. Pero era necesario algo más que repugnancia para escapar de su destino. Un esclavo es un esclavo, y no tiene poder para cambiar su suerte. Peter Blood fue vendido al Coronel Bisop - un comprador desdeñoso - en la ignominiosa suma de diez libras.

 


Date: 2016-01-03; view: 538


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