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CAPÍTULO 3 - EL PRESIDENTE DEL TRIBUNAL SUPREMO

No fue sino hasta dos meses más tarde - el 19 de setiembre si queréis tener el día exacto - que Peter Blood fue llevado a juicio, bajo la acusación de alta traición. Sabemos que no era culpable de esto; pero no necesitamos dudar que era muy capaz de ello por la época en que fue enjuiciado. Esos dos meses de inhumana prisión, imposible de relatar, habían llevado su mente a un frío y mortal odio al Rey James y sus representantes. Dice algo sobre su fortaleza que en esas circunstancias todavía tuviera una mente. Pero, terrible como era la posición de este hombre totalmente inocente, debía ser agradecido por dos cosas. La primera de ellas era que hubiera sido llevado a juicio; la segunda, que su juicio se llevara a cabo en el día indicado, y no un día antes. En la misma demora que lo exacerbaba, residía - aunque no lo sabía - su única chance de evitar la horca.

 

Fácilmente, si no fuera por su buena fortuna, podría haber sido uno de los arrastrados en la mañana de la batalla, elegidos más o menos por azar, de la desbordada prisión de Bridgewater para ser sumariamente colgado en la plaza del mercado por el sediento de sangre Coronel Kirke. En el Coronel del Regimiento de Tánger había una rapidez mortal que lo habría hecho disponer de manera similar de todos los prisioneros, muy numerosos por otra parte, sin no hubiera sido por al vigorosa intervención del Obispo Mews, quien puso fin al consejo de guerra en el campamento de batalla.

 

Aún así, en la primera semana después de Sedgemoor, Kirke y Feversham se las ingeniaron para llevar a la muerte a más de cien hombres después de un juicio tan sumario que no era un juicio en absoluto. Necesitaban carga humana para las horcas que plantaban en la campaña, y poco les importaba cómo se la procuraban o qué vidas inocentes tomaban. Después de todo, ¿qué era la vida de un campesino? Sus ejecutores estaban ocupados con sogas y cuchillas y calderas de alquitrán. Os evito los detalles de tan nauseabunda pintura. Después de todo, estamos ocupados con el destino de Peter Blood y no con la de los rebeldes de Monmouth.

 

Sobrevivió para ser incluido en uno de esos melancólicos traslados de prisioneros quienes, encadenados por parejas, fueron enviados desde Bridgewater hasta Taunton. Los que estaban tan mal heridos que no podían caminar eran llevados en carros, en los que eran brutamente amontonados, sus heridas sin cubrir y supurando. Algunos eran tan afortunados como para morir en el camino. Cuando Blood insistió en su derecho a ejercer su oficio para aliviar algo de este sufrimiento, fue declarado inoportuno y amenazado con ser azotado. Si tenía un arrepentimiento ahora, era no haber estado con Monmouth. Esto, por supuesto, era ilógico; pero difícilmente podéis esperar lógica de un hombre en su posición.



 

Su compañero de cadena en esa terrible marcha era el mismo Jeremy Pitt que fue el agente de su presente desgracia. El joven marinero había permanecido como su cercano compañero después de su arresto en común. Por eso, casualmente, habían sido encadenados juntos en la desbordada prisión, donde fueron casi sofocados por el calor y el hedor durante esos días de julio, agosto y setiembre.

 

Retazos de noticias se filtraban en la prisión desde el mundo exterior. Algunos tal vez fueron deliberadamente permitidas entrar. Una de éstas fue la ejecución de Monmouth. Creó profunda desazón entro los que estaban sufriendo por el Duque y por la causa religiosa que había defendido. Muchos rehusaron creerlo. Una historia loca comenzó a circular sobre un hombre parecido a Monmouth que se había ofrecido para morir en su lugar, y que Monmouth había sobrevivido para llegar nuevamente a su gloria y liberar a Zion y llevar la guerra a Babilonia.

 

El Sr. Blood escuchó la historia con la misma indiferencia con la que recibió las noticias de la muerte de Monmouth. Pero algo vergonzoso que escuchó en conexión con este hecho lo dejó no tan indiferente, y sirvió para reforzar el desprecio que se estaba formando por el Rey James. Si Majestad había consentido en ver a Monmouth. Haber hecho eso si no era para perdonarlo era un hecho execrable y condenable sin la menor duda; porque el único otro motivo para conceder esa entrevista era la malvada satisfacción en ver la súplica humillada de su desafortunado sobrino.

 

Luego escucharon que Lord Grey, quién después del duque - en realidad, tal vez, antes que él - era el principal dirigente de la rebelión, había comprado su perdón por cuarenta mil libras. Peter Blood encontró esto coherente con el resto. Su desprecio por el Rey James explotó finalmente.

 

"Bueno, aquí hay una criatura despreciable y maligna para sentarse en un trono. Si hubiera sabido lo que sé de él, no dudo que hubiera dado causa para estar donde me encuentro hoy." Y, luego con un súbito pensamiento: "¿Y dónde estará Lord Gildoy?", preguntó.

 

El joven Pitt, a quien se dirigía, giró hacia él una cara de la que el bronceado del mar se había borrado casi completamente durante esos meses de cautividad. Sus ojos grises eran redondos e interrogantes. Blood le contestó.

 

"De verdad, nunca hemos visto a su señoría desde ese día en Oglethorpe. ¿Y dónde están los otros nobles que capturaron? - los verdaderos dirigentes de esta rebelión. El caso de Grey explica su ausencia, creo. Son hombres acaudalados que pueden pagar su rescate. Aquí esperando la horca están los desgraciados que los siguieron; los que tuvieron el honor de conducirlos se van libres. Es una curiosa e instructiva vuelta de tuerca de la manera en que usualmente son las cosas. ¡Por Dios, es un incierto mundo, totalmente!"

 

Rió, y se instaló en ese espíritu de burla, envuelto en el cual entró más tarde en el gran salón del Castillo Taunton para su juicio. Con él iban Pitt y Baynes. Los tres debían ser juzgados juntos, y su caso abriría los procedimientos en ese aciago día.

 

El salón, incluso las galerías - rebosantes de espectadores, muchos de los que eran mujeres - tenía colgaduras escarlatas; un agradable capricho, éste, el del Presidente del Tribunal Supremo, quien naturalmente prefería el color que reflejaba su propia mente sanguinaria.

 

En el rincón más alto, sobre un estrado, se sentaban los cinco jueces con sus ropajes escarlatas y pesadas pelucas oscuras, y en el centro en su trono el Barón Jeffreys de Wem.

 

Los prisioneros entraron en una fila con sus guardias. El ujier gritó pidiendo silencio bajo pena de presión, y mientras en murmullo de las voces gradualmente se desvanecía, el Sr. Blood examinó con interés a los doce hombres justos y de bien que componían el jurado. No parecían ni justos ni de bien. Estaban asustados, incómodos. Eran doce hombres temblando, colocados entre la espada de la justicia sedienta de sangre del presidente del tribunal y la pared de sus propias conciencias.

 

Desde ellos, la mirada calma y deliberada del Sr. Blood, pasó a considerar a los jueces comisionados, y particularmente al presidente, ese Lord Jeffreys, cuya terrible fama lo precedía desde Dorchester.

 

Vio un alto y delgado hombre en la parte joven de los cuarenta, con una cara ovalada delicadamente hermosa. Había manchas oscuras de sufrimiento o insomnio bajo los ojos entrecerrados, haciendo más notorio su brillo y su gentil melancolía. La cara estaba muy pálida, salvo por el vívido color de los carnosos labios y el agitado rubor en sus mejillas. Había algo en esos labios que estropeaban la perfección de ese rostro; una falla, evasiva pero innegable, estaba allí para estropear la fina sensibilidad de esa nariz, la ternura de esos oscuros ojos y la noble calma de esa pálida frente.

 

El médico que había en el Sr. Blood miraba al hombre con peculiar interés, descubriendo mientras lo hacía la mortal enfermedad que su señoría sufría, y la vida irregular y dispersa que llevaba a pesar de ella - o tal vez por ella.

 

"Peter Blood, ¡levantad vuestra mano!"

 

Abruptamente fue llamado a la realidad de su posición por la áspera voz del empleado de la acusación. Su obediencia fue mecánica, y el empleado leyó la acusación que proclamaba a Peter Blood como un falso traidos contra el Muy Ilustre y Muy Excelso Príncipe James Segundo, Rey, por la gracia de Dios, de Inglaterra, Escocia, Francia e Irlanda, su supremo y natural señor. Le informaba que, no teniendo miedo a Dios en su corazón, sino siendo movido por el diablo, había fallado en el amor y verdadera y debida obediencia hacia el mencionado Rey, y había sido motivado a disturbar la paz y tranquilidad del reino y promover una guerra y rebelión para deponer al mencionado Rey de su título, honores y real nombre de la corona imperial - y mucho más en el mismo tono, al final del cual era invitado a decir si era culpable o no culpable. Respondió más allá de lo que era preguntado.

 

"Soy completamente inocente."

 

Un pequeño hombre con un rostro agudo sentado en una mesa delante y a la derecha de él, levantó su cabeza. Era el Sr. Pollexfen, el auditor de guerra.

 

"¿Sois culpable o no culpable?" espetó este malhumorado caballero. "Debéis respetar las palabras."

 

"¿Las palabras son el problema?" dijo Peter Blood. "Oh - no culpable." Y siguió, dirigiéndose al tribunal. "En este mismo tema de las palabras, si permiten sus señorías, no soy culpable de nada que justifique estas palabras que he oído usadas para describirme, salvo lo que sea por falta de paciencia para haber estado confinado por dos meses y más en una fétida prisión con gran peligro de mi salud e inclusive mi vida."

 

Habiendo comenzado, podría haber agregado mucho más, pero el Presidente del Tribunal interpuso una gentil, más bien suplicante, voz.

 

"Mirad, señor: porque debemos observar los métodos comunes y usuales del juicio, debo interrumpiros ahora. ¿Sois ignorante de las formas de la ley?"

 

"No sólo ignorante, mi señor, sino hasta ahora muy feliz en esa ignorancia. Podría haber estado muy conforme de no haber tenido esta relación con ellas."

 

Una pálida sonrisa momentáneamente iluminó el pensativo rostro.

 

"Os creo. Seréis atentamente escuchado cuando llegue vuestra defensa. Pero cualquier cosa que digáis ahora es irregular e impropia."

 

Ilusionado por al aparente simpatía y consideración, el Sr. Blood respondió, como le fue requerido, que quería ser juzgado por Dios y su país. Frente a esto, habiendo pedido a Dios que le procurara un buen dictamen, el empleado llamó a Andrew Baynes a levantar su mano y prestar juramento.

 

De Baynes, quien se declaró no culpable, el empleado pasó a Pitt, quien valientemente aceptó su culpabilidad. El Presidente del Tribunal se agitó con esto.

 

"Vamos: eso es mejor," dijo, y sus cuatro cofrades escarlata asintieron. "Si todos fueran tan obstinados como sus dos rebeldes compañeros, nunca terminaríamos."

 

Después de esta acotación ominosa, pronunciada con una frialdad tan inhumana que provocó un escalofrío en la corte, el Sr. Pollexfen se puso de pie. Con gran prolijidad estableció el caso general contra los tres hombres, y en particular el caso contra Peter Blood, cuya acusación se haría primero.

 

El único testigo llamado por el Rey era el Capitán Hobart. Testificó rápidamente sobre la manera en que había hallado y hecho prisioneros a los tres acusados, junto con Lord Gildoy. De acuerdo a las órdenes de su coronel, habría ahorcado a Pitt en el momento, pero fue detenido por las mentiras del prisionero Blood, quien lo llevó a creer que Pitt era un par del reino y una persona de consideración,

 

Cuando terminó la evidencia del capitán, Lord Jeffreys miró a Peter Blood.

 

"¿El prisionero Blood quiere hacer alguna pregunta al testigo?"

 

"Ninguna, mi señor. Ha relatado correctamente lo que ocurrió."

 

"Me alegra tener vuestra admisión de ello sin los embustes que son usuales en gente como vos. Y debo decir que aquí los embustes os servirían de poco. Porque siempre llegamos a la verdad al final. Estad seguro de ello."

 

Baynes y Pitt admitieron en forma similar la exactitud de la evidencia del Capitán, frente a lo cual la escarlata figura del Presidente del Tribunal suspiró aliviado.

 

"Siendo así, sigamos, en nombre de Dios; porque tenemos mucho que hacer." No había ahora signos de gentileza en esa vos. Era rápida y áspera, y los labios a través de los que pasaba estaban curvados con burla. "Entiendo, Sr. Pollexfen, que la perversa traición de estos tres bandidos está establecida - en realidad, admitida por ellos - y no hay más que decir."

 

La voz de Peter Blood retumbó vigorosa, con una nota que casi parecía contener risa.

 

"Con la licencia de su señoría, hay mucho más que decir."

 

Su señoría lo miró, primero en absoluto asombro por su audacia, luego gradualmente con una expresión de duro enojo. Los labios escarlatas cayeron en líneas crueles y desagradables, que transfiguraron totalmente sus facciones.

 

"¿Y ahora qué, bandido? ¿Nos haréis perder el tiempo con subterfugios inútiles?"

 

"Solicito que vuestra señoría y los caballeros del jurado me oigan en mi defensa, como vuestra señoría prometió que sería oído."

 

"Y lo seréis, villano, lo seréis." La voz de su señoría era cortante como un cuchillo. Se retorció mientras hablaba, y por un instante sus facciones se distorsionaron. Una delicada mano, blanca como la de un muerto, en la que las venas se veían azules, sacó un pañuelo con el que secó sus labios y luego su frente. Observándolo con sus ojos de médico, Peter Blood vio que era presa del dolor de la enfermedad que lo estaba destruyendo. "Lo seréis, pero después de vuestra admisión, qué defensa queda?"

 

"Vos juzgaréís, mi señor."

 

"Para eso estoy sentado acá."

 

"Y también vosotros, caballeros." Blood miró al juez y luego al jurado. Estos últimos se movieron inconfortablemente bajo el fulgor confiado de sus ojos azules. La arremetida de Lord Jeffrey les había quitado el espíritu. Si ellos mismos hubieran sido los prisioneros acusados de traición, no los habría interpelado con más ferocidad.

 

Peter Blood se adelantó osadamente, erguido, dueño de sí mismo, y melancólico. Estaba recién afeitado, y su peluca, aunque sin rulos, por los menos estaba cuidadosamente peinada y arreglada.

 

"El Capitán Hobart ha testificado hasta donde él sabe - que me encontró en la granja Oglethorpe en la mañana de lunes después de la batalla en Weston. Pero no os ha contado qué hacía yo allí."

 

Nuevamente el juez interrumpió. "¿Y qué podríais estar haciendo allí en compañía de rebeldes, dos de los cuales - Lord Gildoy y vuestro compañero ahí - ya han admitido su culpa?"

 

"Es lo que ruego que se me permita explicar a su señoría."

 

"Imploro lo hagáis, y en nombre de Dios, sed breve, hombre. Porque si tengo que ser molestado con los dichos de todos vosotros, perros traidores, podría estar sentado hasta la sesión de la primavera."

 

"Estaba allí, mi señor, en mi calidad de doctor, para curar las heridas de Lord Gildoy."

 

"¿Qué es esto? ¿Nos decís que sois un doctor?"

 

"Graduado del Colegio Trinity de Dublín."

 

"¡Gran Dios!" gritó Lord Jeffreys, su voz de repente creciendo, sus ojos en el jurado. "¡Qué bandido sin vergüenza es éste! Escuchasteis al testigo declarar que lo había conocido en Tánger hace unos años, y que entonces era un oficial al servicio de Francia. ¿Oísteis al prisionero admitir que el testigo había dicho la verdad?"

 

"Pues, realmente lo hizo. Sin embargo, lo que os estoy diciendo es también verdadero, y muy verdadero. Durante unos años fui un soldado, pero antes fui médico y lo he sido nuevamente desde enero pasado, establecido en Bridgewater, y puedo traeros cien testigos para probarlo."

 

"No hay necesidad de desperdiciar nuestro tiempo con eso. Os juzgaré por vuestra propia lengua bribona. Solamente os preguntaré esto: ¿Cómo es que vos, que os presentáis como un médico atendiendo pacíficamente un llamado en la ciudad de Bridgewater os encontrabais con el ejército del Duque de Monmouth?"

 

"Nunca estuve con el ejército. Ningún testigo juró eso, y me animo a decir que ninguno lo hará. Nunca fui atraído por esta rebelión. Vi la aventura como una locura perversa. Me permito preguntar a su señoría" (su acento se marcó más que nunca), "¿qué podría yo, quien nació y fue criado un papista, estar haciendo en el ejército del Campeón Protestante?"

 

"¿Un papista, vos?" El juez lo miró sombríamente un momento. "Sois más bien un llorón, hipócrita presbiteriano. Os digo, hombre, puedo oler un presbiteriano a cuarenta millas."

 

"Entonces me tomo la libertad de maravillarme que con una nariz tan fina su señoría no pueda oler a un papista a cuatro pasos."

 

Hubo una ola de risas en las galerías, instantáneamente silenciada por la fiera mirada del juez y la voz del ujier.

 

Lord Jeffreys se inclinó hacia delante sobre su escritorio. Levantó esa delicada mano blanca, aún apretando su pañuelo, y emergiendo de una cascada de encaje.

 

"Dejaremos vuestra religión fuera de esto por el momento, amigo," dijo. "Pero tomado nota de lo que os digo." Con un índice amenazante llevó el ritmo de sus palabras."Sabed, amigo, que no hay religión que permita a un hombre mentir. Tenéis una preciosa alma inmortal, y nada en el mundo tiene mayor valor. Considerad que el gran Dios del Cielo y la Tierra, ante Cuyo tribunal vos y nosotros y todas las personas se presentarán en el último día, se venganza de vos por cada falsía, y con justicia os enviará a las llamas eternas, os hará caer en el pozo sin fondo de fuego y azufre, si os desviáis un ápice de la verdad y nada más que la verdad. Porque os digo que de Dios no os podéis burlar. Por lo que os ordeno que respondáis con la verdad. ¿Cómo llegasteis a ser capturado con esos rebeldes?"

 

Peter Blood lo observó un momento con consternación. El hombre era increíble, irreal, fantástico, un juez de pesadilla. Luego se repuso para contestar.

 

"Me fueron a buscar esa mañana para socorrer a Lord Gildoy, y consideré que era mi deber por mi profesión responder al llamado."

 

"¿Lo hicisteis?" El juez, terrible ahora en su aspecto - su cara blanca, sus labios torcidos rojos como la sangre de la que estaban sedientos - lo miró con burla malvada. Luego se controló con un esfuerzo. Suspiró. Retomó su gentil queja de antes. "¡Dios! Cómo desperdiciáis nuestro tiempo. Pero tendré paciencia con vos. ¿Quién os fue a buscar?"

 

"El Sr. Pitt, aquí presente, como lo atestiguará."

 

"¡Oh! El Sr. Pitt atestiguará - siendo él mismo un traidor confeso. ¿Es ése vuestro testigo?"

 

"También está el Sr. Baynes aquí, quien puede responder a eso."

 

"El bueno del Sr. Baynes tendrá que responder por él mismo; y dudo que pueda salvar su cuello de la soga. Vamos, vamos, señor, ¿son éstos vuestros únicos testigos?"

 

"Podría traer otros de Bridgewater, que me vieron partir esa mañana en la grupa del caballo del Sr. Pitt."

 

Su señoría sonrió. "No será necesario. Porque, escuchadme, no pienso perder más tiempo con vos. Solamente contestadme esto: Cuando el Sr. Pitt, como pretendéis, vino a buscaros, ¿sabíais que había estado, como lo habéis oído confesar, siguiendo a Monmouth?"

 

"Lo sabía, mi señor."

 

"¡Lo sabíais!¡Ha!" Su señoría miró al asustado jurado y emitió un a risa corta y punzante. "¿Y a pesar de ello fuisteis con él?"

 

"Para socorrer un hombre herido, como es mi sagrado deber."

 

"¿Vuestro sagrado deber, decís?" Una llamarada de furia brilló en él nuevamente."¡Buen Dios! ¡En qué generación de víboras vivimos! Vuestro sagrado deber, bribón, es con vuestro rey y vuestro Dios. Pero dejémoslo pasar. ¿Os dijo a quién quería que socorrierais?"

 

"Lord Gildoy - sí"

 

"Y sabíais que Lord Gildoy había sido herido en la batalla y en qué bando había luchado?"

 

"Lo sabía."

 

"Y aún así, siendo, como queréis que creamos, un verdadero y leal súbdito de nuestro Señor Rey, fuisteis a socorrerlo?"

 

Peter Blood perdió su paciencia por un momento. "Mi tarea, mi señor, era con sus heridas, no con su política."

 

Un murmullo de las galerías e incluso del jurado aprobó lo dicho. Sirvió sólo para llevar a su terrible juez a una furia más profunda.

 

"¡Jesús! ¿Es que hubo en el mundo un villano más sin vergüenza que vos?" Giró, la cara blanca, hacia el jurado. "Espero, caballeros del jurado, que noten la terrible conducción de este traidor, en la que podéis observar el espíritu de este tipo de gente, villano y diabólico. Ha dicho él mismo lo suficiente para colgarlo una docena de veces. E incluso hay más. Contestadme esto, señor: ¿Cuando embaucasteis al Capitán Hobart con vuestras mentiras sobre la situación de este otro traidor Pitt, ¿cuál era vuestra tarea entonces?"

 

"Salvarlo de ser ahorcado sin juicio, como estaba siendo amenazado."

 

"¿Qué interés teníais si el infeliz era colgado o no?"

 

"La justicia concierne a cada súbdito leal, porque una injusticia cometida por alguien que tiene una comisión del Rey es en algún sentido una deshonra a la majestad del Rey."

 

Era una astuta, aguda acometida dirigida al jurado, y revela, creo, lo alerta de la mente del hombre, lo dueño de si mismo que era en los momentos de mayor peligro. Con otro jurado hubiera causado la impresión que deseaba causar. Tal vez incluso podría haber causado su impresión en estas pobres ovejas pusilánimes. Pero el temible juez estaba allí para borrarla.

 

Jadeó ruidosamente, luego se lanzó violentamente hacia delante.

 

"¡Dios del Cielo!", tronó. "¿Ha habido alguna vez otro bribón engañoso y desvergonzado? Pero he terminado con vos. Os veo, villano, os veo con una soga alrededor de vuestro cuello."

 

Habiendo dicho esto, regocijándose, malignamente, se tiró hacia atrás nuevamente, y se compuso. Fue como si cayera un telón. Toda emoción desapareció de su pálida cara. Nuevamente volvió esa gentil melancolía. Hablando después de una pausa momentánea, su voz era suave, casi tierna, pero cada palabra corrió agudamente a través de la silenciada corte.

 

"Si conozco mi corazón no está en mi naturaleza desear el mal a nadie, mucho menos deleitarme en su perdición eterna. Es por compasión a vos que he usado todas estas palabras - porque debéis cuidar vuestra alma inmortal y no ponerla en riesgo con falsedades y prevaricación. Pero veo que todas las penas del mundo, y toda la compasión y caridad se pierden en vos, y por tanto no os voy a decir nada más." Giró nuevamente hacia el jurado un rostro de apenada belleza. "Caballeros, debo indicaros que la ley, de la que somos sus jueces, dice que si cualquier persona se encuentra en actual rebelión contra el Rey, y otra persona - que real o actualmente no está en rebelión - con conocimiento lo recibe, alberga, conforta o ayuda, dicha persona es tan traidor como si portara armas. Nos debemos a nuestros juramentos y conciencias y os indicamos la ley, y vos estáis obligados por vuestros juramentos y vuestras conciencias a declararnos por vuestro veredicto la verdad de los hechos."

 

Luego de esto, procedió a su resumen, mostrando cómo Baynes y Blood eran ambos culpables de traición, el primero por haber albergado un traidor, el segundo por haberlo ayudado, curando sus heridas. Insertó en su discurso alusiones aduladoras a su señor natural y soberano por derecho, el Rey, a quien Dios había colocado por encima de ellos, y con vituperaciones hacia Monmouth, de quien - en sus propias palabras - se animaba valientemente a afirmar que tenía menos derecho a la corona que el más humilde de los súbditos de legítimo nacimiento. Explotó en frenética retórica. Y luego se hundió hacia atrás como exhausto por la violencia que había usado. Por un momento estuvo quieto, mojando sus labios nuevamente; luego se movió incómodo, una vez más sus facciones mostraron dolor, y con unos pocos gruñidos, unas casi incoherentes palabras, despidió al jurado para que considerara su veredicto.

 

Peter Blood había escuchado la desmedida, blasfema y casi obscena injuria de semejante andanada con una distancia que después, en retrospectiva, lo admiró. Estaba tan asombrado por el hombre, por las reacciones ocurriendo en él entre su mente y su cuerpo, y por sus métodos de intimidar y obligar al jurado a la matanza, que casi olvidó que su propia vida estaba en juego.

 

La ausencia del aturdido jurado fue breve. El veredicto encontró a los tres prisioneros culpables. Peter Blood miró alrededor a la corte con colgantes escarlatas. Por un instante la espuma de caras blancas pareció hundirlo. Luego fue él mismo nuevamente, y una voz estaba preguntándole si tenía algo que decir en su favor, porque no se escaparía de la pena de muerte, siendo culpable de alta traición.

 

Rió, y su risa vibró sobre la muerta quietud de la corte. Era todo tan grotesco, semejante parodia de justicia administrada por ese personaje escarlata de ojos tristes quien era también una parodia - el venal instrumento de un brutal rey vengativo y sin piedad. Su risa sacudió la austeridad del mismo personaje escarlata.

 

"¿Os reís, señor, con la soga alrededor de vuestro cuello, en el mismo umbral de la eternidad en la que tan de repente vais a entrar?"

 

Y entonces Blood tomó su revancha.

 

"Por mi fe, estoy en mejor posición para la alegría que vuestra señoría. Porque tengo esto que decir antes de que dictéis sentencia. Su señoría me ve - un hombre inocente cuya única ofensa es haber practicado la caridad - con una soga alrededor de mi cuello. Su señoría, siendo el juez, habla con conocimiento de lo que me sucederá. Yo, siendo médico, puedo hablar con conocimiento de lo que le sucederá a su señoría. Y os digo que no cambiaría lugares con vos - que no cambiaría esta soga que colocáis alrededor de mi cuello por la roca que lleváis en vuestro cuello. La muerte a la que me podéis condenar es liviana y placentera en contraste con la muerte a la que su señoría ha sido condenado por el Gran Juez cuyo nombre su señoría usa tan libremente."

 

El Presidente del Tribunal de Justicia estaba sentado tieso, su cara color ceniza, sus labios crispados, y mientras se pudo contar hasta diez no hubo ningún sonido en la paralizada corte después que Peter Blood terminó de hablar. Todos los que conocían a Lord Jeffreys lo miraban como la calma antes de la tempestad, y se prepararon para la explosión. Pero no llegó.

 

Lenta, débilmente, el color volvió a la tez cenicienta. La figura escarlata perdió su rigidez y se inclinó hacia delante. Su señoría comenzó a hablar. En una voz baja y rápidamente - mucho más rápidamente que en otras ocasiones y de una manera totalmente mecánica, la manera de un hombre cuyos pensamientos están en otro lado mientras sus labios hablan - declaró la sentencia de muerte en la forma prescrita, y sin la menor alusión a lo que Peter Blood había dicho. Habiendo terminado, se recostó exhausto, sus ojos a medio cerrar, su frente brillante con sudor.

 

Los prisioneros se retiraron.

 

El Sr. Pollexfen - un Whig de corazón a pesar de la posición de juez defensor que ocupaba - fue escuchado por uno de los jurados mientras murmuraba al oído de un compañero del consejo:

 

"Por mi alma, ese valiente bribón le ha dado un susto a su señoría. Es una lástima que lo cuelguen. Porque un hombre que puede asustar al Jeffreys podría llegar muy lejos."

 


Date: 2016-01-03; view: 493


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