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CAPÍTULO 2. LOS DRAGONES DE KIRKE

 

La granja de Oglethorpe quedaba más o menos una milla al sur de Bridgewater en la ribera derecha del río. Era un edificio Tudor disperso de color gris por encima de la hiedra que cubría las partes bajas. Acercándose a ella ahora, a través de los fragrantes huertos entre los que parecía deslizarse con enorme paz las aguas del Parret, resplandeciente en el sol de la mañana, el Sr. Blood podría haber encontrado difícil creerla parte de un mundo atormentado por luchas y derramamientos de sangre.

 

En el puente, cuando salían de Bridgewater, habían encontrado una vanguardia de fugitivos del campo de batalla, cansados, quebrados, muchos de ellos heridos, todos aterrorizados, tambaleando en una lenta prisa con los remanentes de su fuerza hacia el refugio que su vana ilusión creía que le proporcionaría la ciudad. Con ojos de languidez y miedo miraron compasivamente al Sr. Blood y su compañero mientras cabalgaban hacia delante; voces roncas gritaron advirtiendo que la persecución sin piedad no estaba lejos. Sin desanimarse sin embargo, el joven Pitt cabalgó a lo largo del camino polvoriento por el cual estos pobres fugitivos venían juntándose en número creciente. De repente, giró y, dejando el camino, tomó un atajo que cruzaba la pradera húmeda de rocío. Incluso aquí encontraron algunos grupos de seres humanos abandonados, que se desparramaban en todas direcciones, mirando con temor hacia atrás mientras caminaban entre los altos pastos, temiendo ver a cada momento las chaquetas rojas de los dragones.

 

Finalmente desmontaron sobre las piedras del patio, y Baynes, el casero, con expresión grave y gestos aturdidos, les dio la bienvenida.

 

En el espacioso salón, de piso empedrado, el doctor encontró a Lord Gildoy - un joven caballero, oscuro y muy alto, con mentón y nariz prominente - tendido en un canapé baja una de las altas ventanas con columnas, bajo el cuidado de la Sra. Baynes y su bonita hija. Sus mejillas estaban de color de plomo, sus ojos cerrados, y de sus labios azules salía con cada trabajoso aliento un débil quejido.

 

El Sr. Blood quedó por un momento en silencio considerando a su paciente. Deploraba que un joven con tan brillantes perspectivas en la vida como Lord Gildoy hubiera puesto en peligro todo, tal vez la propia existencia, para acompañar la ambición de un aventurero sin valor. Porque simpatizaba y honraba a este valiente muchacho le rindió a su caso el tributo de un suspiro. Luego se arrodilló para hacer su tarea, desgarró el jubón y la ropa interior para dejar al desnudo el lado herido del caballero, y pidió agua y vendas y lo que necesitaba para su tarea.

 

Todavía la estaba llevando a cabo media hora más tarde cuando los dragones invadieron la casa. El ruido de cascos de caballos y rudos gritos que avisaban su llegada no lo inquietaron en absoluto. Por un lado, no era fácil inquietarlo, y por otro, su tarea lo absorbía. Pero su señoría, que había recobrado el conocimiento, mostró considerable alarma, y Jeremy Pitt, cubierto de manchas de la batalla, corrió a esconderse en un armario. Baynes estaba intranquilo, y su esposa e hija temblaban. El Sr. Blood los tranquilizó.



 

"¿Qué pasa, qué hay que temer?" dijo. "Este es un país cristiano, y los hombres cristianos no hacen la guerra sobre los heridos ni sobre los que los curan". Todavía tenía, como veis, ilusiones sobre los cristianos. Tendió un vaso con una cordial, preparado bajo sus instrucciones, a los labios de su señoría. "Dad tranquilidad a vuestra mente, mi señor. Lo peor está hecho."

 

Y entonces llegaron haciendo ruido sobre las losas del pavimento - una docena de hombres de tropa, con gruesas botas y sacos color langosta, del regimiento de Tánger, dirigidos por un robusto sujeto, de ceño oscuro, con una buena cantidad de galones de oro en el pecho de su saco.

 

Baynes se mantuvo firme, su actitud a medias desafiante, mientras su esposa e hija se encogieron con renovado temor. El Sr. Blood, en la cabecera del canapé, miró por encima de su hombro para hacer un reconocimiento de los invasores.

 

El oficial ladró una orden, lo que provocó en sus hombres un alto, luego siguió hacia adelante con arrogancia, su mano enguantada en el pomo emplumado de su espada, sus espuelas sonando musicalmente mientras se movía. Anunció su autoridad a los ocupantes de la casa.

 

"Soy el Capitán Hobart, de los dragones del Coronel Kirke. ¿A qué rebeldes amparáis?"

 

El casero se alarmó ante esta feroz agresividad. Se expresó en su voz temblorosa.

 

"Yo ... yo no estoy amparando rebeldes, señor. Este caballero herido ..."

 

"Puedo verlo yo mismo." El capitán pateó el piso mientras marchaba hacia el canapé y se inclinó al herido de tez grisácea.

 

"No es necesario preguntar cómo llegó a este estado y el origen de sus heridas. Un maldito rebelde, y alcanza para mí" Lanzó una orden a sus dragones. "Afuera con él, muchachos."

 

El Sr. Blood se colocó entre el canapé y la tropa.

 

"En nombre de la humanidad, señor" dijo, con una nota de rabia. "Esto es Inglaterra, no Tánger. El caballero es un caso grave. No puede ser movido sin peligro por su vida."

 

El Capitán Hobart se mostró divertido.

 

"¡Oh, debo ser cuidadoso con las vidas de estos rebeldes! ¿Creéis que es para beneficiar su salud que nos lo estamos llevando? Hay horcas plantadas a lo largo del camino desde Weston hasta Bridgewater, y él servirá para una de ellas tanto como para otra. El Coronel Kirke les enseñará a estos inconformistas idiotas algo que no olvidarán en generaciones."

 

"¿Estáis ahorcando hombres sin un juicio? Por cierto, entonces estoy equivocado. Estamos en Tánger, parece, después de todo, a donde pertenece vuestro regimiento."

 

El capitán lo examinó con ojos inflamados. Lo miró desde las suelas de sus botas de montar hasta la cima de su peluca. Notó la delgada, activa complexión, la arrogante postura de la cabeza, el aire de autoridad revestía al Sr. Blood, y un soldado reconoció a otro soldado. Los ojos del capitán se entrecerraron. El reconocimiento fue más adelante.

 

"¿Y quién demonios seréis vos", explotó.

 

"Mi nombre es Blood, señor - Peter Blood, a vuestro serviucio."

 

"¿Sí - sí! ¡Codso! Ese es el nombre. Estuvísteis al servicio de Francia una vez, ¿o no?"

 

Si el Sr. Blood se sorprendió, no lo demostró.

 

"Estuve."

 

"Entonces me acuerdo de vos - cinco años atrás, o más, estuvísteis en Tánger."

 

"Eso es. Conocí a vuestro coronel."

 

"Por mi fe, puede ser que renovéis el trato." El capitán rió desagradablemente. "¿Qué os trae aquí, eñor?"

 

"Este caballero herido. Me fueron a buscar para atenderlo. Soy médico."

 

"¿Un doctor, vos?" Burla por la mentira - como la consideró - sonó en la pesada y autoritaria voz.

 

"Medicinae baccalaureus, " dijo el Sr. Blood.

 

"No me lancéis Francés, hombre," espetó Hobart. "¡Hablad en inglés!"

 

La sonrisa del Sr. Blood lo incomodó.

 

"Soy un médico ejerciendo mi profesión en la ciudad de Bridgewater."

 

El capitán se burló. "A la que llegasteis por el camino de Lyme Regis siguiendo vuestro Duque bastardo."

 

Fue el turno del Sr. Blood para burlarse. "Si fuerais tan grande como vuestra voz, mi querido, serías es mayor hombre que existió."

 

Por un momento el dragón se quedó sin habla. El color se profundizó en su cara.

 

"Me encontraréis suficientemente grande como para colgaros."

 

"Por Dios, sí. Tenéis el aspecto y las maneras de un verdugo. Pero si practicáis vuestro oficio con mi paciente acá, estarías colocando una soga alrededor de vuestro cuello. No es del tipo que podéis llevaros sin que haya preguntas sobre el hecho. Tiene el derecho a un juicio, y el derecho a un juicio por sus pares."

 

"¿Por sus pares?"

 

El capitán fue tomado por sorpresa con estas tres palabras, en las que el Sr. Blood había hecho énfasis.

 

"Seguro que sólo un tonto no hubiera preguntado su nombre antes de ordenar llevarlo a la hora. El caballero es Lord Gildoy."

 

Y entonces su señoría habló por sí mismo, con una débil voz.

 

"No oculto mi asociación con el Duque de Monmouth. Asumiré las consecuencias. Pero, si os place, las tomaré después de un juicio - por mis pares, como ha dicho el doctor."

 

La tenue voz cesó, y fue seguida por un momento de silencio. Como es habitual en muchos hombres fanfarrones, había una dosis de timidez en lo profundo de Hobart. El anuncio del rango de su señoría había tocado esas profundidades. Y temía a su coronel Percy Kirke que no gustaba de los fanfarrones.

 

Con un gesto estudió a sus hombres. Debía considerar. El Sr. Blood, observando su pausa, añadió datos para su consideración.

 

"Debéis recordar, Capitán, que Lord Gildoy tendrá amigos y parientes en el partido Tory, quienes tendrán algo que decir al Coronel Kirke si su señoría es tratado como un delincuente común. Debéis ir con cuidado, Capitán, o, como dije, es esa cuerda en vuestro cuello la que llevaréis esta mañana."

 

El Capitán Hobart desdeñó la advertencia con una explosión de desprecio, pero actuó haciéndole caso, sin embargo. "Tomad el canapé, "dijo, "y llevadlo en él hasta Bridgewater. Alojadlo en la cárcel hasta que reciba órdenes sobre él."

 

"Podría no sobrevivir el viaje," protestó Blood. "No debe ser movido."

 

"Peor para él. Mi tarea es recoger rebeldes." Confirmó su orden con un gesto. Dos de sus hombres tomaron el canapé, y se apresuraron a partir con él.

 

Gildoy hizo un débil esfuerzo para tender una mano hacia el Sr. Blood. "Señor", dijo, "quedo vuestro deudor. Si vivo, veré como pagaros."

 

El Sr. Blood se inclinó por respuesta; luego se dirigió a los hombres: "Llevadle firmemente," ordenó. "Su vida depende de ello."

 

Cuando su señoría fue sacado de la sala, el Capitán se animó. Se dirigió al casero.

 

"¿Qué otro maldito rebelde cobijáis?"

 

"Ningún otros, señor. Su señoría ...."

 

"Nos hemos ya encargado de su señoría. Nos ocuparemos de vos en un momento cuando hayamos registrado la casa. Y, por Dios, si me habéis mentido ..." Se detuvo, gruñendo, para dar una orden. Cuatro de sus dragones salieron. En un momento se los oyó moviéndose ruidosamente en el cuarto adyacente. Mientras tanto, el capitán estaba investigando por la sala, haciendo sonar el friso con la culata de una pistola.

 

El Sr. Blood no encontró motivo para quedarse.

 

"Con vuestro permiso, os deseo un buen día", dijo.

 

"Con mi permiso, os quedaréis, " le ordenó el Capitán.

 

El Sr. Blood se encogió de hombros y se sentó. "Sois cansador", dijo. "Me pregunto si vuestro coronel no lo ha descubierto aún."

 

Pero el Capitán no le prestaba atención. Se agachaba para coger un sombrero sucio y con tierra en el que había prendido un pequeño manojo de hojas de roble. Había quedado cerca del armario en el que el infortunado Pitt había buscado refugio. El Capitán sonrió malévolamente. Sus ojos rastrearon por la habitación, descansando primero sardónicamente en el casero, luego en las dos mujeres en el fondo, y finalmente en el Sr. Blood, quien estaba sentado con las piernas cruzadas en una actitud de indiferencia que estaba lejos de reflejar sus pensamientos.

 

Entonces el Capitán se dirigió a su presa, y tiró de una de las alas de la maciza puerta de roble. Cogió al acurrucado ocupante por el cuello de su jubón, y de un tirón lo colocó en medio de la sala.

 

"¿Y quién demonios es éste?", dijo. "¿Otro noble?"

 

El Sr. Blood tuvo una visión de las horcas que había mencionado el Capitán Hobart, y de este desafortunado joven marinero yendo a ocupar una de ellas, colgado sin un juicio, en el lugar de la otra víctima que se le había burlado al Capitán. En el momento inventó no sólo un título sino toda una familia para el joven rebelde.

 

"Por Dios, lo habéis dicho, Capitán. Es el Vizconde Pitt, primo en primer grado de Sir Thomas Vemon, quien está casado con la Sra. Moll Kirke, hermana de vuestro coronel, y en un tiempo señora de compañía de la reina del Rey James."

 

Tanto el Capitán como su prisionero tragaron saliva. Pero como el joven Pitt reaccionó y se mantuvo firme, el Capitán largó un grueso juramento. Examinó a su prisionero nuevamente.

 

"Está mintiendo, ¿no es verdad?", interrogó, tomando al joven por el hombro y mirando de cerca su cara. "¿Se arrepentirá, por Dios.!"

 

"Si creéis eso," dijo Blood, "colgadlo, y veréis lo que os sucede."

 

El dragón miró al doctor y luego a su prisionero. "¡Pah!". Lanzó al muchacho en las manos de sus hombres. "Levadlo a Bridgewater, y también a ese sujeto", indicó a Baynes. "Le mostraremos lo que sucede al albergar y confortar a rebeldes."

 

Hubo un momento de confusión. Baynes luchaba en las garras de la tropa, protestando vehementemente. Las aterrorizadas mujeres gritaban hasta que fueron silenciadas por un terror mayor. El capitán se dirigió hacia ellas. Tomó a la niña por los hombros. Era una linda criatura, con una cabeza dorada y suaves ojos azules que miraban suplicando, lastimeramente a la cara del dragón. Se inclinó hacia ella, sus ojos refulgentes, la tomó por el mentón en su mano, y la dejó temblando por su brutal beso.

 

"Es una señal", dijo con una mueca de sonrisa."Que esto os mantenga quieta, pequeña rebelde, mientras termino con estos bandidos."

 

Y giró nuevamente, dejándola casi desmayada y temblando en los brazos de su angustiada madre. Sus hombres esperaban órdenes, los dos prisioneros fuertemente atados.

 

"Lleváoslos. Que el Comandante Drake se haga cargo de ellos." Su ardiente ojo nuevamente buscó a la encogida niña. "Me quedaré un rato - para registrar el lugar. Puede haber otros rebeldes escondidos aquí." Como un pensamiento postrero, agregó: "Y llevaos este sujeto con vos." Indicó al Sr. Blood. "¡Moveos!"

 

El Sr. Blood se despertó de sus meditaciones. Había estado considerando que en su maletín de instrumentos había un bisturí con el que podría llevar a cabo una operación benéfica en el Capitán Hobart. Benéfica, es decir, para la humanidad. En todo caso, el dragón estaba obviamente pletórico y muy adecuado para un sangrado. La dificultad residía en la oportunidad. Estaba preguntándose si podría llevar al capitán afuera con alguna historia de un tesoro escondido, cuando esta última interrupción puso fin a esta interesante especulación.

 

Intentó ganar tiempo.

 

"Realmente, me vendría bien," dijo. "Porque Bridgewater es mi destino, y si no me hubierais detenido estaría en mi camino en este momento."

 

"Vuestro destino será la prisión."

 

"¡Bah! Seguramente bromeáis."

 

"Hay una horca para vos, si lo preferís. Es simplemente una cuestión de ahora o más tarde."

 

Rudas manos apresaron al Sr. Blood, y el precioso bisturí quedó en el maletín sobre la mesa, fuera de su alcance. Se liberó de las garras de los dragones, dado que era fuerte y ágil, pero lo volvieron a apresar inmediatamente, y lo tiraron al piso. Lo colocaron boca abajo y ataron sus muñecas en su espalda, luego bruscamente lo arrastraron hasta que se paró nuevamente.

 

"Leváoslo," dijo Hobart secamente, y se volvió para dar sus órdenes a los otros soldados. "Id a buscar en la casa, desde el ático hasta el sótano; luego reportaos a mí acá."

 

Los soldados salieron en fila por la puerta que llevaba al interior. El Sr. Blood fue arrojado por sus guardias al patio, donde Pitt y Baynes esperaban. Desde el umbral de la sala, miró hacia atrás al Capitán Hobart, y sus ojos color zafiro llameaban. En sus labios temblaba la amenaza de lo que haría a Hobart si sobrevivía a todo esto. Pero recordó que pronunciarla sería probablemente extinguir sus posibilidades de ejecutarla. Porque hoy los hombres del Rey eran los dueños del oeste, y el oeste era visto como un país enemigo, sujeto a los peores horrores de la guerra ejecutados por el sector victorioso. Aquí un capitán de caballería era, por el momento, señor de vida y muerte.

 

Bajo los manzanos en el huerto, el Sr. Blood y sus compañeros de desventura fueron atados uno a otro con un cinto de cuero. Y a la orden áspera de su comandante, la pequeña tropa comenzó su camino a Bridgewater. Cuando se alejaban tuvieron la mayor comprobación de la terrible suposición del Sr. Blood de que para los dragones éste era un país enemigo conquistado. Había ruidos de tablones arrojados, mobiliario aplastado y derribado, los gritos y risas de hombres brutales, anunciado que la caza de rebeldes no era más que un pretexto para el pillaje y destrucción. Finalmente, por sobre todos los sonidos, llegó el aullido de una mujer en la mayor agonía.

 

Baynes se detuvo en su marcha, y se volteó, su cara color ceniza. Como consecuencia, fue tironeado con la soga que lo ataba al cinto de cuero, y arrastrado por una yarda o dos antes que el comandante lo hiciera pararse, maldiciéndolo y golpeándolo con la parte plana de su espada.

 

Se le ocurrió al Sr. Blood, mientras marchaba hacia delante entre los manzanos cargados de frutos en esa fragante, deliciosa mañana de julio, que el hombre - tal como largamente había sospechado - era la obra más vil de Dios, y que solamente un tonto podría haberse dedicado a sanar una especie que era mejor que fuera exterminada.

 


Date: 2016-01-03; view: 528


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