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Capítulo XLV

 

El Viejo sintió un rugido por el asfalto, y una ráfaga de luz perforada en la espalda. Sabía quién era. Podía hacer un retrato de las personas por la forma de conducir.

Y la de Brinco tenía el rostro de la impaciencia. Estaba bien no ser paciente. Pero no la impaciencia. La paciencia de Job fue retribuida. Lástima que esta gente no conozca el Antiguo Testamento. Lo recompensó Yahvé con el doble de todo cuanto poseía. Catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil asnas y mil parejas de bueyes.

Sí, podía reconocer al piloto por la forma de frenar y cerrar las puertas. Todo era velocidad, caballos de potencia. Y luego esa moda de tunear. Mucho lucerío, mucho niquelado. Por la noche, daba miedo, las carreteras llenas de extraterrestres. ¡Aun si fuesen coleccionistas como Oliveira! Eso es amor al arte. Tiene coches de una belleza que hace llorar. El BMW ese, ¡el Ángel del Barroco!

– ¿Qué tal estuvo el entierro? -preguntó Brinco.

– Los he visto mejores. El cura y los mariachis no estuvieron mal.

Avanzó al límite del precipicio y, sin volverse, dijo:

– Alguien atropello esta mañana a la mujer de Mao-de-Morto. El conductor se fugó. Querían matarlo a él, seguro. Pero la mujer actuó como un escudo. Cayó como un bulto encima de él.

– Pobre mujer, ¡ir por delante!

Mariscal ignoró el comentario. Dijo:

– Está muriendo más gente de la que podemos comer.

– Creo que debo desaparecer una temporada.

Mariscal oyó la declaración con alivio. Acarició en el pecho el pequeño Astra 38 Special para que durmiese tranquilo. Luego se volvió.

– Vete lejos, hijo.

– ¿Adónde? ¿Al infierno?

– Si puedes, un poco más lejos.

 

La luz de la luna proyectaba un resplandor en parte del mapa del suelo de la Escuela de los Indianos. El resto eran tinieblas envejecidas. En el borde claroscuro se movían Leda y Fins.

– ¿Por qué no te fuiste con él? Deberías irte de aquí con tu hijo. Puede pasar cualquier cosa.

– No me invitó.

– A esta hora estará llegando a Río. Vamos a seguirle los pasos. Podré darte alguna información. Sólo para ti.

Leda ignoró la propuesta. Estaba segura de que Brinco no había tomado ese vuelo desde Porto. Habría enviado a otro con su identidad. O se esfumaría en la pasarela móvil, justo en la puerta del avión, con un chaleco de operario de aeropuerto. Lo había hecho ya alguna vez.

Había sido ella quien llamó para verse en la Escuela de los Indianos. Iba a ver si funcionaba el cebo en el anzuelo. Pero no sentía remordimiento. Tenía un homenaje pendiente. Un homenaje al cebo. Y allí estaba. Preguntó:



– ¿Es cierto que también puedes escribir a máquina a ciegas?

– Y eso, ¿qué importa ahora?

– ¡Siéntate ahí! Me gustaría que escribieses una carta para mí. ¿Sabes que hay gente que nunca recibió una carta?

– No tengo ni papel.

– No importa. Teclea de todas formas. Me gusta ese sonido. Yo te dicto: «Querida amiga: ahora que todo es silensio mudo…». ¿Has escrito silensio o silenció?

– Silensio.

– Bien.

A Leda le costaba seguir el juego. Las púas de las palabras.

– A ver. ¿Cómo era? «Ahora que todo es soledad, dolor…» No, eso es mejor que no lo escribas.

Fins retiró las manos del teclado.

– No pensaba hacerlo.

El tejado crujió al modo trágico de la noche. Alguien vertió en chorro un líquido por la lucerna que se desparramó en el mapamundi del suelo y luego arrojó una tea encendida.

Pero no sólo traía fuego.

El rebote de un tiro arrancó un silbido en la máquina de escribir. Malpica se tiró al suelo, desenfundó el revólver y su cabeza buscó por instinto protegerse bajo el pequeño escudo de la Underwood.

– ¡Vete a lo oscuro! -le gritó a Leda.

Desde el techo, el intruso hizo un disparo disuasorio a las tinieblas, pero pronto retomó como objetivo el cuerpo acurrucado bajo la mesa del maestro. Uno de los tiros acertó el hombro de Malpica. Se supo, tuvo que saberlo el pistolero del tejado, porque su rostro quedó expuesto, dolorido, al foco de la luna, a los pies del Esqueleto Manco y la Maniquí Ciega. Pero en la abertura también quedó expuesto el intruso, casi a cuerpo entero, empuñando ufano el poderoso perfil de una Star. Nunca confíes en una automática. El Océano, por el ecuador, se inflamó. Fins disparó el revólver y la Sombra se desplomó como un saco de arena sobre el fuego. Un humo espeso, de volcán sonámbulo, se extendió a ras del mapamundi.

– ¿Dónde estás, Leda?

Gritó varias veces. Sin respuesta. Salió arrastrándose, convencido de que la encontraría fuera. Sana y salva.

Carburo salió a la puerta del Ultramar. Vio el resplandor en la colina.

– ¡Patrón! ¡La vieja escuela está ardiendo!

Mariscal lo apartó. Avanzó unos pasos apoyado en el bastón.

– ¡Está ardiendo otra vez, Jefe!

El refunfuñó sin volverse:

– ¡Ya veo! ¡Ya estoy viendo lo que arde!

Se echó a andar en dirección al resplandor. Más gente iba hacia allí.

 

Tiene los ojos abiertos. Parece que contemplan la mancha de sangre sobre el mar. Brinco yace muerto en el Océano. Después de las llamaradas de la inflamación, domina ahora un fuego raso, manso y mezquino, que trata de roer la madera noble. Donde más se aviva es en la parte de las tinieblas donde se amontonan los viejos pupitres.

Y desde allí, las llamaradas buscan la techumbre. El humo aturde a los murciélagos, que se golpean contra paredes y vigas, contra los cuerpos del Esqueleto y la Maniquí. Si pudiesen ver, los ojos de Brinco se encontrarían con los de Leda. Ella, un poco más al sur. A la altura de Cabo Verde.

Y desde allí y hacia la Antártida hay un espacio de mapa desensamblado. Leda levanta el tablero, hace palanca con un hierro, y en el lecho del Océano queda al descubierto una maleta de cuero. Está llena de fajas de billetes, salvo en el hueco central. Allí está el nido, con todo el instrumental de «farmacia». Y la pistola Llama. Y el péndulo de Chelín.

 

Mariscal, con Carburo a un metro de sombra, se acercó al exterior de la Escuela de los Indianos y un gentío se fue aglomerando detrás.

– ¡Apagamos ese fuego, señor Mariscal! -preguntó al fin una voz.

El se revolvió airado. Miró a los presentes. El resplandor de las llamas se reflejaba en los rostros. Y los ojos se iban en pos de las pavesas. Un espejo antiguo del que iba desprendiéndose el azogue. Ese silencio ruin en el que se oye el manducar del fuego. Piensa que todos le deben algo. Todos harán lo que él diga. Pero lo sorprendió un sentimiento desconocido. El miedo que le producía su propia gente.

– ¿Y a mí qué me pregunta? -gritó Mariscal-. ¿Tengo yo que explicar si el fuego se apaga o no se apaga?

El paisano no supo qué decir. Se sentía confuso por la reacción del Viejo. El rencor de aquella voz. Pero todavía más cuando se dirigió a toda la concurrencia:

– ¿Quién soy yo? ¿Quién?

Fue recorriendo los rostros. Pasando revista. Algunos lo miraban de refilón, con temor o distancia. Pero nadie dijo nada. Sólo se oía el roer del fuego en las hendiduras, su forcejeo con la resistencia umbilical de hiedras y muros.

 

Leda salió de la escuela descalza, con los pies, los brazos y el rostro tiznados. A un gesto de Mariscal, Carburo se acercó a ella y recogió la maleta. Alguien, al fin, se aproximó a auxiliar a Malpica, recostado en un muro, taponando la herida con la mano. Leda lo miró al pasar. Sólo un momento. Nueve dedos. Una ausencia.

– ¿Queda alguien ahí dentro? -pregunta Mariscal.

– Nadie.

Mariscal atravesó la barrera de gente. Parecía andar con dificultad, apoyado en el bastón, pero eso sólo al principio. Cuando Leda se le acercó, él le pasó la mano por la mejilla tiznada, con el mimo de un retratista, y luego la abrazó por el hombro.

– ¡Vamos, nena, vamos!

Detrás marchaba Carburo con la maleta. Mariscal miró de reojo a su sombra.

– ¿Qué llevamos ahí?

– Nada -dijo Leda-. Cosas mías. Sólo recuerdos.

Y Mariscal murmuró:

– ¿Recuerdos? Entonces sí que pesa.

 

 

Manuel Rivas

 

 

***


Date: 2016-01-03; view: 794


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