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Capítulo XLIV

 

Era una sensación reparadora estar en uno de los miradores frecuentados por Mariscal y estar sin ocultarse, al acecho, sino compartiendo la panorámica. Pero aquello que le estaba sucediendo era harto insólito. Le parecía un milagro. Por el personaje que lo acompañaba y por la conversación. Grimaldo había coincidido con él en el aparcamiento próximo a la comisaría. Esperaba que le gruñese un saludo displicente. O no esperaba nada. El caso es que lo que refunfuñó fue un telegrama: «Nos vemos en el alto de Corveito. En quince minutos».

– Sé que no te fías de mí -le dijo, ya en el mirador-. Y haces bien. No te fíes nunca de mí. Pero hoy haz una excepción.

Haroldo Micho Grimaldo también tenía algo de dandi de arrabal, como el Viejo. Un policía soltero, que vivía de único huésped en una presunta pensión, donde era el rey para la dueña, que recibía a cualquier otro candidato como un chori que se había equivocado de puerta. No tenía buena fama, y menos en comisaría. Con la paradoja de ser, o proclamarse, el látigo del vicio. Una de sus funciones era inspeccionar los llamados locales de alterne, un eufemismo que él mismo desvendaba.

– ¿Alterne? Casas de putas, quieres decir.

Abrir se abrían expedientes, pero nunca se cerraba ninguno de los prostíbulos. Sólo cuando había algún escándalo, es decir, peleas con heridos o muertos, que traspasaba la corteza de la noche. Ese control era vital para actuar contra las redes de trata de mujeres. Así que Micho Grimaldo era un cínico. O algo más. Y todos opinaban que algo más.

Siendo así, lo raro en su conducta era que no fuese todavía más hipócrita, con una apariencia de vida ejemplar. Había temporadas en que lo hacía. Los días virtuosos, como decía él. Días en que su lengua, por cierto, se afilaba más, como navaja de barbero. Pero luego caía en el desaliño. Andaba de ronda, eso decía, de local en local, dando tumbos, con la presencia repelente de un perfumista. Si sus compañeros lo soportaban era porque estaba a punto de jubilarse. Y porque sabía mucho. O eso se suponía. En tiempos, había formado parte de la Brigada Político Social, la que perseguía a los opositores a la dictadura. Había actuado en Barcelona y en Madrid. Luego volvió al lugar natal. De sus padres había heredado una casa de labranza, rehabilitada, en una aldea de Lugo, que casi nunca pisaba. Había encontrado otra identidad apasionante en la tarea antivicio. La de putero.



 

– ¿Te fías o no? No me gustan los silencios sabios.

– Adelante, Grimaldo -dijo Malpica.

En el crepúsculo, la ría tenía la coloración de la lava destilada por el sol, y que ahora ardía hacia la profundidad. A sus espaldas, la oscuridad se deslizaba sigilosa por las hojas de los eucaliptos.

Grimaldo agarró un palitroque y se puso a dibujar un plano en el suelo de tierra. El eje era el río Miño. Trazó el puente de hierro de Tui. Pese a las condiciones, había una voluntad de precisión topográfica en el esbozo. Marcó con puntos las principales localidades a los lados de la frontera y los unió con las líneas que simulaban los trayectos.

– Este domingo va a haber una fiesta -dijo-. Una fiesta importante. Con la disculpa de una boda. No muchos invitados, pero muy selectos. Y la fiesta va a ser aquí, en el norte de Portugal. El lugar se llama Quinta da Velha Saudade. No muy lejos, hay una antigua cantera. Para llegar a ella, existe un camino de acceso con un desvío que conduce al depósito de la maquinaria abandonada. Es un buen escondite para el coche. Tienes que trepar un poco, luego atravesar el bosque, en paralelo a la ruta. Al otro lado de la carretera, justo después de una curva, está la mansión. Con altos muros. La gran balconada orientada hacia el río. Para los coches, un portalón metálico, de apertura automática. Para salir, tienen que hacer un stop. Por la curva.

Se había doblado para dibujar en el suelo y se enderezó despacio, apoyándose en la cadera. Clavó la mirada en Malpica:

– ¡Tú tienes que estar allí! De furtivo, claro. Guarda todo bien en la cámara. Y no te digo más.

– ¿Tú vas a ir a esa fiesta?

– Bueno. Ya te dije que era una fiesta importante -respondió con sorna.

El hombre grueso, adiposo, que diría Mará Doval, pareció adelgazar carcomido por las sombras. Borró con las suelas el mapa. Luego buscó en el mar una última brasa del poniente.

– Hoy he tenido dos noticias médicas. Una mala, la de que padezco un cáncer. Y otra fantástica. Que la enfermedad va muy, muy rápido.

Abrió la puerta del Dodge. Antes de arrancar, se volvió a Fins. Dijo, ya sin tutearlo:

– No confunda la confianza con la compasión. Si le he contado esto, no es por salvar mi alma. Es por usted. Me consta que no se ha vendido.

Salió a la carretera conduciendo muy despacio, y luego dejó ir el coche cuesta abajo, en punto muerto. Todavía tardó un trecho en encender las luces.

 

Desde su escondite, Malpica había fotografiado todas las salidas de autos de la Quinta da Velha Saudade. Con el teleobjetivo había conseguido distinguir a Tonino. Después a Mariscal, con Carburo de chófer. Hubo un largo intervalo en d que los ocupantes eran personas desconocidas, la mayoría jóvenes, con aire festivo, y con probabilidad simples invitados. Hasta que apareció otro automóvil conocido. El Alfa Romeo en el que viajaba, solitario, el abogado Óscar Mendoza. Le pareció que permanecía demasiado tiempo parado en el stop, incluso cuando no circulaban coches por la carretera. Al fin, arrancó en dirección a la frontera.

No tardaría en ponerse el sol. Ya no le molestaba en los ojos. Por el contrario, aquella belleza emigrante era el mejor agasajo del día.

Malpica miró el reloj. Pensó en marchar, pero algo lo retuvo. No tenía que ver con el exterior, sino con su mente, influido por la larga espera ante una puerta que se abre y que se cierra. Y lo que ocurrió en su mente no fue una ausencia por el pequeño mal, sino el recuerdo de la ausencia. Lo que le pasaba cuando se producía la ausencia. Esos momentos de intemporalidad que, no obstante, eran muy breves. Está viendo a Leda, muy seria, midiendo el tiempo con el cronómetro de los dedos de la mano. Pero esa imagen se mezcla con aquella otra en la que tuvo por vez primera conciencia de verla. Ver la había visto muchas veces, desde niña, pero la primera vez que los ojos advirtieron su presencia y algo los cautivó para que se desentendiesen del resto del universo fue aquel día en que ella se estaba pintando los dedos de los pies. Había encontrado un frasco en la arena, con esa manera que tenía de hacer del andar un desvendar el suelo. El envase es pequeño, cónico, de cristal grueso. En la palma de la mano, y pese al polvo de arena, el hallazgo tiene un proceder animal, una inmovilidad expectante, de ampolla roja, que se acentúa cuando ella lo moja y lo restriega con el pulgar. Y fue y apoyó el pie derecho en la roca, entre las lapas. Era un pie demasiado grande para ella. Tal vez le habían crecido ese mismo día, los pies. Consiguió abrir el frasco que vomitó el mar y con el pincel de la tapa barnizó con estilo las uñas.

– Fueron nueve segundos, señora Amparo -dijo Leda sobre la ausencia.

Ahora que lo piensa, aquella extraña reticencia de la madre, el rechazo que le provocaba la jovencita, podía tener que ver con la información que ella poseía. Ese estar en el secreto. Esa intimidad de medir la duración de las ausencias.

– Tú olvida el asunto, nena -le había dicho un día Amparo a Leda, cuando ella narró la ausencia que le había dado a Fins en la Escuela de los Indianos-. Que no ande en boca del mundo.

Y Nove Lúas respondió, con aquel hablar que tenía de otro tiempo:

– Para mí será como si cayese una piedra al pozo, señora. Por esta boca, nadie lo sabrá.

 

Volvió a abrirse el portal de hierro, activado desde el interior. Salió un vehículo que le era desconocido. Un auto sorprendente que puso a prueba su enciclopedismo automovilístico. Un BMW muy especial. Sabía que Delmiro Oliveira tenía esa pasión de los clásicos. De vez en cuando salía en un Ford Falcon o en un imponente Chrysler Imperial, con sus llantas con bandas blancas.

Está ahí. En el stop.

Fins enfoca con el teleobjetivo al conductor. A don Delmiro. Luego, al acompañante de los lentes oscuros. No dejó que ninguna idea, ninguna emoción, le llegase al dedo. Disparó. Sí. En su mente, la ampliadora estaba proyectando la imagen sobre papel baritado. Una obra de arte. Para la historia.

Acababa de fotografiar con Delmiro Oliveira, a bordo de un BMW 501, de un Barockengel, el Ángel del Barroco, al teniente coronel Humberto Alisal.

Había un coche accidentado en la carretera. Había ardido. Un GNR, con extintor, parecía contemplar el deambular atontado del humo, sedado por la espuma alrededor de la catástrofe. El guardia se giró e hizo un gesto a Fins Malpica para que prosiguiese su camino. Lo que le había hecho dudar era la visión de la manta al borde de la carretera. Había arrimado el coche a la cuneta. Iba a ver. Un segundo guardinha, el que estaba más cerca del bulto, escribía algo en un cuaderno demasiado pequeño para sus manos y para el bolígrafo. Fins no tuvo que destapar la manta. La cabeza del abogado Óscar Mendoza, con los ojos muy abiertos, aún parecía querer liberarse del resto del cuerpo inerte. No se había quemado. El impacto debió de ser tan fuerte que lo lanzó por delante, por el parabrisas. La sangre de las heridas de la cara comenzaba a tener la densidad de las moscas. Fins Malpica echó una mirada de reojo a las grafías del asfalto. No vio ninguna huella intensa de frenada. Pensó en la mínima piedad de tapar el rostro de Mendoza, pero no hizo caso a la conciencia. La noche se estaba echando encima. Pensó en la cámara fotográfica. En el coche. En largarse cuanto antes.

– ¿Conocía a este hombre?

– No. Ni idea.

– Pues haga el favor. Deje trabajar.

 


Date: 2016-01-03; view: 742


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