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Capítulo XLIII

 

El doblar de las campanas tenía que abrirse paso en el alboroto de las gaviotas. Un chillar chismoso sobre el camposanto de Santa María de Brétema.

– Éstas andan detrás de la gente, a ojear y largar improperios.

El viejo marinero miró al cielo con desaprobación. Era uno de los pocos que no llevaban corbata, al igual que el Compañero. El último botón de la camisa le apretaba la nuez. Al levantar la cabeza, se tensaron los picos blancos del cuello. Vestían muy parecido, de traje negro y chaleco, pero ésa, la del último botón, era una diferencia. El Compañero llevaba el cuello abierto. También había una gran diferencia en la blancura y en la forma del cabello. A uno le hacía una especie de cresta que terminaba en mata picuda, semejante a una mecha de hilo, sobre la frente. Surcado de arrugas, su vejez parecía, no obstante, más intemporal, de vuelta de otro tiempo. El cabello de su par iba bien peinado, un blanco húmedo, tal vez algo engomado y dispuesto para tapar los claros. Ambos tenían un porte gallardo para la edad. La diferencia decisiva estaba en el andar. La posición de los brazos. Uno de ellos parecía llevar un peso. Un saco. Un cuerpo. El suyo.

– Los cuervos tienen mala fama, Edmundo, pero hay en ellos otro saber estar.

– Por esto de interpretar las aves, me quiso retratar de palabra uno del mismo barco, en Veracruz: «¡Ándele, mi cuate, que tan pajarero!».

Caminaban despacio, a ritmo de bajamar, atentos a las maniobras de los automóviles, muchos de alta cilindrada, en los que llegaba la mayoría de los asistentes a la ceremonia.

– ¡Mira, Compañero! Burro grande, ande o no ande -murmuró Edmundo.

– ¡Andar, andan, carajo si andan!

Cuando llegaron a la cercanía de los nichos, se situaron un poco al margen de donde se reunía la comitiva.

– ¡Este es uno de los lugares más sanos del mundo! Por eso he vuelto -dijo Edmundo-. El nicho estaba pagado. Desde niño, abonando la cuota de El Ocaso.

– Soleado sí que es.

– ¡Y las vistas que tiene!

Edmundo estaba dispuesto a animar al Compañero como fuese. Señaló el cementerio en panorámica y el contraste con las nuevas construcciones urbanas, que tapaban el mar con irregulares y disparatadas alturas: «¡Mira el camposanto, qué skyline!».

Y luego al oído de su compañero:

– A éstos todavía no les tocaba dormir fuera.

– También vivieron lo suyo. A cien por hora.

– ¡O a más!

 

Los dos ataúdes estaban casi enterrados por las grandes coronas de flores con cintas. Oficiaba el réquiem el párroco, flanqueado por otros dos sacerdotes, revestidos de sobrepelliz y con estola negra.



– Dadles, Señor, el descanso eterno, y la luz perpetua los ilumine… Y nos ilumine también a todos para que nunca más caiga otra maldición como ésta sobre Brétema.

El gentío rodeaba a los sacerdotes en un ambiente de conmoción. Junto con las caras que más encarnaban el duelo, había otras en las que prevalecía una actitud tensa, preventiva. Ocupando el eje de la ceremonia, enfrente del párroco, don Marcelo, se encontraba Mariscal. Con el gigante Carburo, de palo de mesana.

– Como reza el Miserere mei, Deus, el salmo de la penitencia de David: Tened, Señor, compasión de mí, lavadme de todos mis delitos… limpiadme y quedaré blanco como la nieve.

Mientras oficia, procura no mirar a nadie. Es su costumbre. Pero hoy comienza a ser un día extraño para él. Están llegando signos de una guerra que él quiso ignorar. Por un instante repara en Santiago, el chaval del parche, que está mirando con su único ojo. Un ojo panóptico. Un ojo que todo lo ve. Que todo lo graba. Y él puede ver cómo la madre, Leda, ensortija despacio el pelo del chiquillo. A su lado está Sira. Desde el episodio de la playa de Romance, que se consideró un intento de secuestro, el niño y la madre viven en la fortaleza del Ultramar.

Había escrito de noche lo que iba a decir. Meditó palabra por palabra. Pero está inseguro del guión. Tuvo también una visita, por la noche. Brinco. Está arrepentido por no ser capaz de decirle que no a la idea descabellada del capo. Está avergonzado al cavilar que tal vez esa actitud comprensiva, ¿pusilánime?, tiene una cierta relación causal con el pago del funeral y la generosa donación que allí mismo le hizo. Y en ese andar libre de la mirada, ha ido a dar con otro ser panóptico, la impresión de un ojo único con lentes oscuros, tras la imagen del arcángel de mármol sobre la tapa de un sepulcro. Otro viejo conocido. Fins Malpica, que asiste al rito de la despedida. Recuerda lo que dijo con motivo del entierro del padre: «El mar quiere más a los valientes». Sintió, de verdad, aquella muerte. No era creyente, le había dicho, pero haría un Cristo de primera. Y cuando Malpica murió por la dinamita, él no fue capaz de hacer ninguna pregunta en alto. Le echó la culpa al mar. Y ayudó con su informe favorable a que el hijo se fuese a un colegio de huérfanos del mar. Nunca lo vio en la misa. Sólo una vez, hace poco, acudió a saludarlo. Y estuvo algo impertinente. Preguntando para quién era el mausoleo. ¿Qué mausoleo? ¡Es un panteón! Algo más grande que el resto, eso sí. ¿ Y para quién es? Y para qué lo pregunta, si ya lo sabe. ¿O la familia Brancana no tiene derecho a un panteón? ¡Un palacete!, señor cura, contestó él. Un monumento al dinero sucio. Usted sabrá cómo se ve ese lujo inmobiliario en el más allá, pero tengo entendido que todo empezó de forma bien distinta, con un pesebre en Belén. Ahí tuvo que pararle los pies. ¡A mí nadie me viene a dar doctrina! Y lo tuteó para ponerlo en su sitio. ¿Has acabado? Ya sabes dónde está la puerta.

– El juicio decisivo no es el que imparten los hombres en la tierra. Y así será para nuestros vecinos y hermanos en la fe, Fernando Invernó y Carlos Chumbo. Ellos tendrán que comparecer ante la verdadera justicia. Y en ese Juicio Final la balanza de San Miguel pesará para Dios el valor de las almas. Sabremos el peso de las suyas. Lo que ahora sabemos es que fueron generosos con quienes los rodeaban y también con la Iglesia de Dios.

El sacerdote volvió la mirada hacia la fachada del templo e hizo un gesto afirmativo a un feligrés que se encontraba en la base del campanario.

– Cada año, Invernó y Chumbo hacían sus donaciones para Nuestra Señora del Mar, la Virgen del Carmen. Y fue Invernó quien sufragó las nuevas campanas. Justo es que suenen en su réquiem.

Y de nuevo doblaron las campanas. A Malpica le gustaba ese sonido. Pensó que su prestigio histórico se debe a que no mienten. Y hay otro sonido que no miente en Brétema. El de la sirena del faro de Cons que brama cuando la niebla es tan densa que engulle la luz de la linterna.

En su posición, medio tapado por el arcángel, Fins se quitó las gafas. Miró a Leda. Quiso creer que su gesto tenía consecuencias. Ella también se quitó las gafas oscuras. Con lentitud. Y el parpadeo de los ojos seguía el doblar de las campanas.

– Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá; y todos los que en Mí crean no morirán eternamente. Además, Dios es la luz, lo ve todo, lo oye todo…

A don Marcelo le temblaba la voz, se le veía abrumado, superado por los acontecimientos. Parecía que iba a quedar varado ahí, en ese punto final, en el silencio. Pero, de repente, se transfiguró. No rezaba. Ahora bramaba como la sirena del faro.

– ¡Lo sabe todo! Lo que ocurre en lo más recóndito. En las grutas del mar y en los pozos del alma. Nuestra fe puede tambalearse. Preguntarse un día dónde estás Dios, por qué estás en silencio. Pero Dios… ¡Dios es también el silencio! No se jacta. Actúa en silencio. Y el salmo dice:

 

Él fue quien hizo morir a los primogénitos de Egipto,

desde el hombre hasta la bestia.

Envió señales y prodigios en medio de ti, oh, Egipto,

contra el faraón y contra todos sus siervos.

 

Con el salmo, como un depósito de vientos, le volvió la voz con una fortaleza desconocida:

 

Los ídolos de las naciones son plata y oro,

obra de manos de hombres.

Tienen boca y no hablan,

tienen ojos y no ven.

Tienen orejas y no oyen,

no hay aliento en sus bocas.

 

Hizo un alto. Hacía tiempo que no le pasaba esto, lo de oír y entender las propias palabras.

– Y así habla Dios. ¡Sin entretenerse! Nos da y nos quita el aliento. Descansen en paz.

Los operarios introdujeron los féretros en los nichos. Las palabras dejaron paso a las rúbricas de las herramientas. El oficiante saludó con apresuramiento a algunos familiares. Esbozó una frase de consuelo que quedó inconclusa. Luego se dirigió a Mariscal.

– La ceremonia religiosa ha terminado. Ahora pueden cumplir su voluntad.

– Gracias, Marcelo. ¿Sabes que ése es mi salmo preferido? ¡Lástima no oírlo en latín! Aures habent et non audient…

– Vino a verme Víctor Rumbo -dijo el cura, cortante-. No me gusta la pachanga que tienen pensada. Estamos en suelo sagrado.

– ¡Un simple homenaje, Marcelo! Invernó tocó toda su vida esa música. Hasta había fiestas en las que iban a caballo. Los Mágicos de Brétema, ¿recuerdas?

– Pues en Brétema, un funeral fue siempre un funeral y una verbena, una verbena.

– Hay que tener paciencia, Marcelo. Recuerda que en Egipto mandan los primogénitos.

– Me voy. Mi trabajo ha terminado.

– Gracias a Dios, tu trabajo no acaba nunca, Marcelo. Tienes que protegernos. Somos tu rebaño. Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis. Un día tenemos que quedar para hablar de Unamuno.

Habían permanecido invisibles. Al tiempo que el párroco se retiraba, del fondo del camposanto surgió un cuarteto mariachi. Sonaba el corrido Pero sigo siendo el rey.

Corrió por el cementerio un murmullo de sorpresa. Algunas miradas reprobatorias. Eso nunca había pasado en Brétema. Todo lo más, y de eso ya se había perdido la memoria, un gaitero tocaba una marcha solemne. Pero, al mismo tiempo que avanzaba la pieza, se fueron recomponiendo los rostros con una emoción no experimentada.

– Si hay buena acústica -dijo Edmundo-, en tres minutos se arma una tradición centenaria.

– Es lo que tiene la muerte -dijo el Compañero-. Que todo lo aprovecha.

 


Date: 2016-01-03; view: 785


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