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Capítulo XLII

 

Se detuvieron para desayunar algo en el local de África. Un pequeño bar y tienda que hacía esquina entre la carretera de la costa y la pista que llevaba a la nave frigorífica. Nada más llegar, y antes de servir los cafés, la señora África le hizo un gesto a Brinco para que se acercase a la barra.

– Tienes clientes desde muy temprano. Se metió un jeep por la pista.

– ¿Los dos de siempre? -preguntó él con retranca.

– No. Ni son policías ni son de aquí.

Brinco siempre agradecía esas informaciones sin fallo. Y sabía pagarlas. Invernó conducía el Land Rover y los acompañaba Chumbo, sentado detrás. Cuando llegaron a la curva que deja ver el faro de Cons, y antes de divisar la nave, construida sobre un relleno de la marisma, Brinco mandó parar. Indicó a Chumbo que se bajase.

– Échale una mirada al paisaje.

No hizo ninguna pregunta. Sin más, se metió por un sendero entre matorrales y hacia los peñascos de la colina.

Cuando conducía él, a Brinco le gustaba ir muy despacio para gozar de la visión de la valla publicitaria donde aparecía el emblema de la empresa. Un pez espada cruzado con un narval. Y debajo la alianza de las iniciales B &L Congelados / Frozen Fish. En esta ocasión, Invernó también conducía despacio, pero la atención de Brinco estaba puesta en la explanada de la nave donde no se veía ningún vehículo. Se habrán ido, pensó. La vieja no se daría cuenta.

Víctor descendió del jeep e hizo tintinear las llaves como un cascabel. De repente, dejó el juego y miró a Invernó.

– ¿Y los perros? ¿Por qué no ladran los perros?

Los dejaban sueltos, en el interior de la nave. Pero siempre los recibían con excitación, ladridos y roncos gemidos de alegría tras el portalón metálico. Reconocían de lejos el sonido de los motores de sus coches.

Silbó. Los llamó por su nombre. ¡Sil, Neil! Y ésa fue la señal involuntaria. Se abrió la portezuela lateral y salieron con las armas listas, pistolas con tulipa, dos tipos fornidos. Invernó había tomado una distancia de seguridad. También empuñó su hierro. Pero de la esquina derecha de la nave, de detrás del depósito de gas, salió otro membrudo apuntándole con una recortada.

Gente de oficio, bien adiestrada. El trabajo de una Oficina.

Brinco había calculado mal los tiempos. Pensaba que tenía margen para los dos tercios. Pero mientras enviaba mensajes tranquilizadores, ya la Oficina se había puesto en marcha.



Lo empujaron hacia dentro. El tipo de la escopeta se quedó abajo, en la nave, custodiando a Invernó después de amarrarlo. Los dos perros, el pastor alemán y el dóberman, yacían muertos. Parecía poca sangre para tanto silencio.

Los otros dos fueron con él, con Brinco, uno delante y otro detrás, escaleras arriba hasta el despacho. Miraron los relojes. Tal como le ordenaron, marcó un número de teléfono.

– ¿Diga? Aquí Milton.

Quien hablaba subrayó el nombre a propósito. No fuera a ser que a su interlocutor se le escapase otro. El mismo que repicaba en la cabeza de Víctor Rumbo.

– Milton, éstas no son maneras.

Uno de los asaltantes, situado a sus espaldas, lo apresó de repente por el cuello con una especie de alambre. Sintió que penetraba en la piel. Que hacía surco. Víctor, dolorido, hizo un movimiento instintivo de resistencia.

Balbuciente, golpeó con los codos, pero el asaltante que tenía enfrente le puso el cañón del arma entre las cejas. El otro aflojó. Y el que apuntaba le ordenó de nuevo atender el teléfono.

– Ah, material musical. Una cuerda de piano. Regalo de la casa. De lo mejor para afinar. Son profesionales. Tú también eres un profesional. Ya está.

Brinco pasó la mano libre por el cuello. La sensación de que un filamento invisible seguía ceñido. La huella digital de la sangre.

– Escucha, Milton. Tuvimos problemas con el socio. El hombre que iba a hacer el pago era de confianza. Nunca había pasado esto. Perdió la cabeza.

– Claro, claro. De eso se quejan allá. No quieren que se repita. Nosotros tratamos con gente seria, no con chichipatos de las esquinas.

– Estaba averiado de los cascos. Ayer se ahorcó. Puedes comprobarlo.

– No nos montes vídeos. Es una historia muy triste. Mejor no la airees más. Tapa el agujero y en paz. Tienes con qué.

– De acuerdo, de acuerdo… Se mató, ya lo sabes. Creo que fue mía la culpa. Le apreté las tuercas y…

– El mundo es un valle de lágrimas. ¿Para qué andar con una lápida al cuello? Voy a despedirme. Este es un teléfono público. Y viene gente. Pórtate como un man, ¿vale?

Brinco miró de refilón el reloj del despacho.

– Tienes razón, Milton. No hay que ahogarse en un vaso de agua. Voy a atender a estos caballeros como se merecen.

Colgó. Se llevó otra vez la mano al cuello. Respiró hondo.

– Bien, vamos a arreglar esta deuda, afinador. ¿Habéis matado a los perros, verdad? Pues justo debajo de la caseta de los perros hay un zulo con pasta.

Salieron del despacho. La nave estaba desierta. Comenzó a elevarse el portalón metálico. Los dos sicarios no tuvieron tiempo de preguntarse qué estaba pasando. Chumbo, Inverno y media docena de tipos armados con automáticas los rodearon, desarmaron y derribaron para atarlos.

– ¿Dónde está el de la escopeta?

– Está ahí dentro, tomando el fresco -dijo Invernó señalando una de las cámaras frigoríficas.

Brinco rebuscó en el bolsillo del que lo había agredido. Encontró lo que buscaba.

Tensó con las manos la cuerda del piano.

– ¿Sabes? Antes sentí un placer especial. Algo que nunca había sentido.

 

Milton decidió hacer esa llamada reservada para una situación límite.

Si la felicidad es ir del frío al calor, él había viajado en sentido contrario. De un sudor caliente, el de la atmósfera de la cocina del restaurante de un gran hotel, y también el de la euforia de quien tiene poder de intimidación y lo ejerce, al sudor frío de quien presiente un grave desarreglo en el orden en que vive. De chaval, él había vivido en Moravia, en un poblado levantado sobre una montaña de basura. Creció encima de los restos y desechos de los barrios ricos de Medellín. Allí el suelo del hogar desprendía por las grietas un olor pegajoso, el metano que emana de la descomposición. Los sentidos aprenden. Descartan el olor dominante para percibir el resto. Pero llega un día en que el metano arrasa con todos los olores laboriosamente construidos. Y arde el poblado. Arde Moravia.

Por eso él tomaba decisiones rápidas, un «¡Hágale!», cuando le llegaba un olor a metano. Como ahora. Tenía un teléfono en la cocina, ese al que estuvo atento en las últimas horas. Decidió seguir todas las cautelas. Se quitó la vestimenta de jefe de cocina, se puso una funda y una chaqueta. Metió el cargador en la automática.

– Vuelvo ahora. Presten atención al teléfono. No se me duerman.

Hizo la llamada desde una cabina pública, en una plazuela contigua al Corunna Road Rest VI. No sabía quién era Capicúa, pero sí sabía que funcionaba. Respondió. Sí, señor. Aquí Milton. Desde Madrid, sí. Era un caso de emergencia. Había perdido la pista de unos hombres que envió a Galicia. Eran sus mejores arcángeles, eso no lo dijo. Iban a cobrar una deuda. Un trabajo de Oficina. Habían quedado en llamar. Un plazo límite de doce horas. Pero ya llevaba día y medio sin noticias de ellos. ¿El deudor? Grupo Brinco. En Brétema.

Ahí notó un silencio. No sabía muy bien a qué olía aquel silencio, porque en su cabeza dominaba ahora el metano.

Recibido. Gracias por la información. Ante todo, mucha calma. Ningún ruido.

En el hall del hotel, un recepcionista lo alertó con un ademán, salió del mostrador y fue hacia él apresurado.

– ¡Jefe! Llamaron aquí, a recepción. Una llamada extraña. Dicen que dejaron el piano en la puerta del almacén.

– ¿El piano?

– Eso dijo. Nada más. Un piano para Milton.

Sí. Todo aquello tan limpio. El olor era a metano.

– ¡Llama a cocina! Que vengan todos los hombres a la entrada del almacén. ¡Con las herramientas!

El acceso al almacén era por un callejón que se abría en patio al llegar a la parte trasera del hotel. El grupo de hombres de Milton tomó posiciones en ese espacio, también a la entrada de la calleja. Lo único que había en el medio, depositada en el suelo, era una caja de embalaje. El agua escurría por las juntas de las tablas. Dos metros de largo y medio de ancho, más o menos. Todo lo que necesita un hombre que viene en hielo para devolver una cuerda de piano.

 

Invernó se comunicaba con Chumbo por medio de un walkie-talkie. Ocupaba una posición de sombra en la puerta al mar del pazo de Romance. Centinela protector de Leda y Santiago. El niño nadaba, o jugaba a nadar, con unas gafas de bucear. El agua, por la cintura. Cada inmersión iba seguida de una fiesta de gritos y gestos para llamar la atención de la madre.

Leda lo observaba. Correspondía. Estaba allí sola, sentada en una toalla sobre la arena, vestida con una camiseta estampada que parecía convocar toda la brisa de la playa.

En una barca amarrada al antiguo embarcadero, vestido con ropas de mar, simulando ser un pescador que preparaba las nasas, tenía su puesto Chumbo. Con un Winchester a mano, disimulado en la cubierta.

Había otras dos personas ocultas, pero que figuraban en aquella obra en marcha. Malpica y Mará, en una duna, tras la pantalla de herbal del barrón. Las noticias, todavía imprecisas, de ajuste de cuentas en el círculo de Brinco los habían llevado allí, a aquella posición oblicua, con la esperanza de que el lugar idílico del pazo de Romance fuese un imán para la trama. Pero el capo no estaba a la vista.

Mará murmuró con ironía a Fins: «Todo el mundo pendiente de la dama de los naufragios».

Y la dama de los naufragios pendiente de todo. La cegó por un instante la incandescencia del sol sobre el agua. Fue reconstruyendo todo. Lo primero, el niño. La tranquilizó su jovial saludo desde el agua. Llevaba días así. Activado un sentido interior que la mantenía alerta. Armada de inquietud. Escudriñando cada rincón, intentando traducir cada ruido a rumor, a una información.

Un buzo emergió a babor de la barca donde se encontraba Chumbo. Él está de espaldas en ese momento. Cuando se giró, alarmado por el chapuceo, el buzo le disparó un arpón en el pecho.

 

La realidad es una corteza. Hay un mundo oculto. Y en ese mundo que no está a la vista luchan fuerzas que para ella tienen formas de corrientes, de ángeles submarinos. Durante años, el mar le envió buenas señales. Incluso cuando aquel accidente, cuando la explosión hundió el barco de Lucho Malpica, el padre se salvó. El padre que apenas sabía nadar. La corriente que lo llevó en brazos, después de irse despellejando de roca en roca, al fin lo posó en la playa, allá muy al norte, en la ensenada de Trece.

Leda se levantó agitada. Recorrió el paño de lame del agua, las partículas destellantes, aquel trabajo de platería infinita y efímera que una mano de viento labraba en el mar soleado. En el cuerpo abierto de Leda se abrió paso Nove Lúas. Y Nove Lúas sintió aquello como el lugar del terror. Leda no era capaz de gritar. Corría y podía oír un son averiado y pegajoso. El silbido de su ahogo.

Al fin, Santiago emergió. Levantó las gafas de buceo y sacudió los brazos para saludar a la madre.

– ¿Cuánto tiempo aguantas sin respirar?

– ¿Qué dices?

– ¿Que cuánto tiempo puedes estar sin respirar?

Leda oyó el ruido de un bramar violento. Lo identificó pronto. Se abría paso desde el horizonte palafítico de las plataformas mejilloneras. Era una planeadora y se acercaba a toda máquina a la ensenada del pazo de Romance. Invernó asomó de su escondite de vigilante, en la puerta que abría el muro a la playa. Con su transmisor intentaba hablar con Chumbo, pero éste no respondía. Lo que oía por el aparato era el refunfuño del mar. Lo más extraño es que Chumbo está allí, en la barca. Podía distinguir de lejos su silueta. Estaba de espaldas a él. Estaría escudriñando la naturaleza del sonido perforador que se cernía sobre la ensenada.

Decidió exponerse e ir hacia donde se encontraban Leda y el niño, mientras trataba de establecer la comunicación.

– ¿Chumbo, escuchas Chumbo? ¡Cambio!

Al otro lado, sólo el sonido de una interferencia semejante a un zumbido.

Una mordida de metal muy ardiente le hace añicos el hombro. Otro proyectil para caza mayor le astilla la cabeza.

¿Cómo podía Chumbo matar a Invernó? Incluso para matarlo, le pediría permiso.

Pero allí estaba, disparando desde la barca con el rifle. El cuero de Judas.

En lugar de seguir la fuga, Leda hizo algo sorprendente. Agarró la automática de Invernó, protegió al niño detrás de ella, y apuntó al lugar de la traición. Que viese aquel cerdo de qué madera podrida estaba hecho.

– ¡Chumbo, hijo de puta!

Pero el tirador respondió apuntando con toda parsimonia con el rifle de precisión. Leda fue consciente de que su reacción era absurda y de que no tenía escapatoria. Chumbo era parte del enemigo. El tirador no iba a atacar a la planeadora que ya lo ensordecía todo.

Agarró a Santiago por el brazo y corrieron descalzos en la arena. La arena que tanto la quiso parecía sujetarla ahora por los talones. Cuando el niño cayó de rodillas y ella trató de arrastrarlo, Leda recibió, incrédula, una ayuda desde el mundo oculto.

– ¡Túmbate con él y no te muevas! -gritó Malpica.

Esperaron a que la potente motora maniobrase en la orilla. Traía tres tripulantes. Dos de ellos se dispusieron a saltar, mientras el tercero mantenía el gobierno de la bicha.

– No los quieren matar, los quieren secuestrar -dijo Mará.

Era el momento de disparar. Y de que el mar echase una mano milagrosa. Que multiplicase los retumbes disuasorios. Como a veces hace.

 


Date: 2016-01-03; view: 645


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