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Capítulo XLI

 

Llegaron varios recados de Mariscal. Nada del caso Flores. Si el Licenciado no sabe mamarse, que aprenda. Ése era el mensaje. Pero había otro problema. Un verdadero problema. Mariscal quería verlo. Y fue al Ultramar. Se trataba de un asunto que empezaba a oler mal. Pero ¿qué olía mal? El dinero. En relación con el dinero, Víctor Rumbo sabía que el mal olor sólo significaba una cosa. La falta del dinero.

– Ese pago está hecho. O en camino. Me consta.

– ¿Los dos tercios de Milton? No estés tan seguro. ¿Quién era el correo?

Sintió un sudor desconocido en la frente y que las gotas se deslizaban por las cuencas de la nariz. Pensó rápido. No respondió a la última pregunta de Mariscal. Dijo: «Voy a asegurarme».

– Eso está mejor.

Habló con Chelín. Tardó en llamarlo, pero al fin llamó. Había tenido un problema. Había llegado tarde a la cita. El sabía que era en Benavente, pero calculó mal el viaje. Perdió la pista de los mensajeros. Pero Chelín estaba bien. Mantenía el control. Hablaba con seguridad. Ya había arreglado una nueva cita. Ya tenía las coordenadas. Todo estaba resuelto, Brinco. Tranquilo. El pago iba a ser en Madrid. Para compensar la molestia.

Pasó el día siguiente en el Vaudevil. Esperaba una llamada de confirmación por la noche. Eso era lo acordado. Pero quien llamó fue Carburo. Nadie había acudido a la cita de Madrid. Brinco puso en movimiento a Invernó, a Chumbo, a tododiós. Incluso decidió hablar con Grimaldo.

Que localizasen a Chelín. No, no que llamase. Que lo trajesen. Traerlo ya. Por las buenas o por las malas. Agarrado por los huevos. Como fuese.

Pero a Chelín se lo había tragado la tierra. Pasó mucho tiempo. Tres días eran demasiado tiempo. El mundo entero puede perder el sentido en menos de tres días. Y estaba ocurriendo. Llegaban señales cada vez más ruidosas. Retumbos. Y entre los más nerviosos, eso lo fastidió, Óscar Mendoza.

 

Había bebido de más. Esa noche y las anteriores. A ver si una resaca curaba la otra. Salía del Vaudevil con Cora. Se le había metido en la cabeza una de esas estúpidas ideas maravillosas. Llevarla a un lugar especial.

Bueno. Tampoco había bebido tanto. Iba bien. Sí, estaba mejor. Vamos, nena. Va a ser una noche especial. Cuando se disponía a abrir la puerta del suyo, lo sobresaltó el frenazo de un auto. A su altura. Bajó Invernó y abrió la puerta de atrás. Desde el interior, Chumbo empujó a Chelín.



– Aquí lo tienes -dijo Invernó-. Lo pillamos en Porto. A punto de subir a un avión.

– Avisó un amigo del Pelucas -dijo Chumbo.

– ¿Y tú adonde ibas? -preguntó Brinco a Chelín. Mejor dicho, a la mitad de un hombre llamado Chelín.

– A Grecia.

– ¿A Grecia? ¿Y qué cono ibas tú a pintar a Grecia?

– Siempre quise ir a Grecia, Brinco. Lo sabes bien.

Todo hueso. Desde la última vez que lo vio, había ido perdiendo lascas de cuerpo. Tenía el grosor del esqueleto. Pero lo peor era la cara. Aquella cara con los ojos encovados. Mejor, tranquilizarse.

– A ver, Chelín, ¿dónde está la pasta?

– No hay pasta, Brinco. Me hicieron la jugada del avión. Me la robaron. Pensaba que eran ellos y eran otros. Otro cártel.

– ¿Qué cuento es ése, Chelín? -Me tienes que ayudar, Brinco, vienen a por mí. ¡Me quieren matar!

 

Víctor le remangó con violencia la camisa del brazo izquierdo.

– Pero, tú… ¡Hostia puta! El padre que te hizo. ¡El cono que te echó al mundo! ¿No lo habíamos dejado, mamón, no lo habíamos dejado?

– ¡No me dejes tirado, Brinco! ¡No me dejes!

Se encendieron algunas luces en la calle. El gemir de las ventanas. Las primeras voces de queja.

– No. No te voy a dejar tirado. La culpa no es tuya. ¡Nos vamos de aquí! Seguidme.

 

Inverno manipuló los machetes de la caja eléctrica para encender los focos del campo de fútbol. La cancha se iluminó. Chumbo tiró un balón desde la banda. Víctor Rumbo llevaba agarrado por el hombro a Chelín. Sin violencia, pero sin soltarlo. Caminaban hacia el área más próxima. Hacía frío en el gran vacío del campo y Cora quedó rezagada, dándose calor con el propio abrazo. Pero el jefe la llamó. ¡Ven, nena! Y ella obedeció con un andar de funámbulo, los tacones hundiéndose en el césped.

– No me jodas, Brinco. ¿Qué hacemos aquí?

– ¿Qué vamos a hacer? ¡Jugar!

Le dio un empujón para que ocupase la portería. Mientras hablaba, iba colocando la bola en el punto de penalti.

– Ganamos muchos partidos juntos, ¿recuerdas? Eras un portero macanudo. ¡Bah! Un portero decente. Un tipo en el que se podía confiar. ¿A que sí?

En el centro de la meta, Chelín tenía un aire náufrago, desorientado. Pero la propia posición determina la figura del arquero. También el cuerpo del guardameta recuerda lo que fue. Y se recompuso. Un poco.

Brinco tomó distancia para tirar el penalti. De repente, se fijó en Cora.

– Dale tú, nena.

– ¿Yo? ¡Yo no sé!

Cora se quitó los zapatos.

– ¡No me jodas, Brinco! ¡Ella que no tire!

– ¡Dale, muñeca!

Cora corrió descalza y golpeó la pelota con toda su fuerza. Chelín intentó pararla. Una estirada brusca, al límite, que lo dejó lastimado. Se quedó en el suelo, quejándose. Gemía.

Los otros se fueron. Los vio irse desde el suelo. De espaldas a él. Los zapatos de Cora. Se balanceaban, colgados de la mano de la chica. Lo único parecido a un adiós. Intentó levantarse, pero su cuerpo prefirió quedar acostado en la calva del césped. Los ojos ahora cautivados por la primera línea correosa e indiferente de la hierba, en el lugar de terror del guardameta.

– Siempre te di suerte, no me jodas.

 

Carburo componía un extraño personaje solitario en la noche del salón del Ultramar. Con un mandil de peto blanco, estático como cartón piedra, los brazos cruzados, la expresión enojada, clavado delante del televisor. Delante del mapa de isóbaras. Llamaron a la puerta. Antes le gustaba interpelar al hombre del tiempo. ¿Qué sería del hombre del tiempo? Quizás andaba fugitivo por ahí y era él, el hombre del tiempo, el que venía a pedir fonda.

Volvieron a llamar con los nudillos en el cristal. Un repique de pandero. Carburo apartó la cortina y vio que era Brinco. Con alegre compañía. El que faltaba. Abrió en silencio. Él no le hacía fiestas a nadie.

– ¡Buenas noches, capitán Carburo! Venimos a capear el temporal.

– ¿Qué temporal?

Brinco rió. El permanente enfado de Carburo siempre le hizo gracia. Después de subir las escaleras, en el pasillo, abrazó a Cora por la cintura y por detrás. Avanzaron así, con un ligero balanceo, cubiertos y descubiertos por las cortinas que el vendaval hacía flamear.

– ¡Qué bien, qué bien capeas el viento!

A la vista de la Suite, la expresión de Brinco mudó de súbito. Se tensó. Se endureció. Miró hacia atrás.

– ¡Puto viento! ¿Por qué siempre dejarán las ventanas abiertas?

 

– ¿Qué miras?

– ¡Es el mar!

Cora parecía conmovida, a la manera de alguien que encuentra la imagen de algo que soñó.

– ¿El mar? ¿No estás harta de ver el mar?

Brinco se acercó a la ventana.

– Además, no se ve nada.

Ella sabía que estaba medio borracho. Empezaba a conocerlo bien. La otra mitad se llenaba a veces de pasión electrizada, y otras veces de una oscuridad malsana. En ese punto escupía las palabras. Pero ella no se inmutaba.

– Sí que se ve. Arde.

– ¿Arde, eh? Muy bien, nena. Sigue ahí.

Y siguió allí. Sentada en la cama. Mirando hechizada por la ventana un mar que se veía y no se veía. Víctor Rumbo entró en el cuarto de aseo y encendió la luz, con la puerta entreabierta. Se miró al espejo. El sudor. Aquel sudor desconocido. Se mojó la cara con agua fría. Otra vez. Volvió a mirarse, con el rostro empapado. Levantó el puño para romperle la cara a aquel que estaba en el espejo. Pero al final, desvió el golpe contra la pared. Respiró sofocado, como después de un largo y penoso combate. La frente apoyada en el espejo. Ese frescor.

Cora se acercó a la puerta. Sin empujar. Sin mirar. Sólo un susurro.

– ¿Pasa algo?

– ¡Nada, no pasa nada!

– ¿Nada?

– Todas las noches rompo un espejo de un puñetazo. Es una costumbre que tengo.

Miró para ella de reojo y ella, experta en el significado de los timbres de voz, no fue capaz esta vez de saber si era testigo o destinataria de la hostilidad. Inquieta, se fue hacia la cama, del lado de la ventana, y comenzó a desvestirse.

Brinco salió del baño y fue hacia el lado contrario de la cama, en la penumbra. Se tumbó vestido, boca arriba.

Todo quedó en un silencio mudo. Cora, en un movimiento que en realidad era defensivo, se acercó a él, desnuda, acurrucándose.

– A ti también te trajo el mar, ¿no es verdad?

– No sé, no sé.

 

– ¡La llave!

– La tiene él -dijo Carburo con mansedumbre. Con aquella mujer sólo sabía obedecer.

– ¡La otra llave!

Todo el viento amontonado durante años en el pasillo, como hierba prensada en un silo, explotaba. La pesadilla reventaba instantánea en sus ojos y abría de golpe la puerta.

Brinco y Cora estaban tumbados en la cama, ambos desnudos. Al oír el crujir de la cerradura, él metió la mano debajo de la almohada, en busca del arma.

Pero ya vio que era Leda.

Leda que traía algo en las manos. Una de las biblias con funda de piel y cierre de cremallera. Leda que abre la Biblia y sacude las hojas para que desprendan sobre los cuerpos desnudos los dólares que cobijan.

– ¿Qué haces?

– La compro. Es mía. ¡Está libre! -gritó Leda.

Agarró a Cora por el brazo y la hizo ponerse de pie. En medio del escándalo, Cora pudo ver lo que había de mar, la pasta cenicienta, la orla oleosa de la espuma. Por el resto, harapos de niebla vagabunda.

Leda la sujetaba por los hombros. Chillaba. Le hablaba de libertad de una forma violenta. La libertad para ella tenía un sentido equívoco. Siempre la utilizaban como una amenaza. Había pasado fronteras, de muía, con preservativos llenos de billetes dentro de la vagina o de droga dentro del intestino. A punto de reventar. ¿Por qué no intentar comprar a aquel policía? La forma de mirarla. Hizo bien en no intentarlo. Estaba en el ajo. Suerte que se dio cuenta a tiempo del gesto que él hizo, de la conexión axial con él tipo que esperaba al otro lado de las cabinas.

– Estás libre, ¿entiendes? No quiero volver a verte por aquí. Te llevas esa pasta y te largas.

Leda soltó a la joven y desde la puerta gritó a Víctor, que se vestía fingiendo calma. Paciencia. Ya pasaría el temporal.

– Y tú, cabrón, ¡pásate por el campo de fútbol si aún tienes huevos!

Ella ya había desaparecido por el pasillo, desvanecida en las eternas cortinas ondulantes, cuando él tomó conciencia de lo que había oído.

– ¿Qué quieres decir? ¡Leda, espera!

 

Había vehículos de la policía y sanitarios aparcados en la puerta principal del campo de fútbol, así que se desvió en el cruce de A de Meus y giró a la izquierda, por la costa, hasta el mirador de Corveiro.

Desde allí se podía ver el campo de fútbol. El que en su presidencia había sido bautizado como Stadium el día que se inauguró la tribuna cubierta, con palco de autoridades. Desde la lejanía, parecía una mesa de futbolín, con figuras que se habían desprendido de los hierros y tomaban vida. En realidad, los ojos no querían ver. Agarró los prismáticos, no para acercarse sino para tener algo en medio, entre los ojos y lo otro.

Del travesaño colgaba ahorcado Chelín.

 


Date: 2016-01-03; view: 593


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