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Capítulo XXXIII

 

– ¿Una entrevista? ¿Para qué, abogado? ¿Cui prodest?

– A usted. El beneficio es para usted. Usted es un señor, no puede pasar a la historia como un cuatrero.

Óscar Mendoza ya había dicho que sí en su nombre. Una campaña de imagen, le explicó. Cui prodest. Cui bono. Etcétera, etcétera. No tenía nada que perder. Muy contrario, todo que ganar.

– Yo tengo buena imagen -dijo Mariscal-. Un casanova, dispensando.

El abogado insistió llevándole la broma: «Sí, pero es mejorable. ¿Sabe lo que decía Churchill? La historia será amable conmigo, porque tengo la intención de escribirla yo».

– ¿Quién dijo eso?

– Churchill. Winston Churchill.

– ¡Ya sé quién era Churchill, letrado!

Y aprovechó para contar una historia en la que establecía una irónica familiaridad: «Mi padre le vendió wólfram a buen precio. Y a los otros, también. Los nazis querían wólfram para hacer armas, y los ingleses, para que no las hiciesen. Así que mi padre, como otros, vendía en ocasiones dos veces el mismo mineral».

– ¡Un auténtico neutral! -apostilló Mendoza.

Sí, señor. Un neutral. Muchas de las fortunas de la frontera se levantaron con ese mineral codiciado para los cañones de Hider. Mutatis mutandis. Le gustaba la idea de la campaña de imagen. Llevó la mano al cuello y se pellizcó la piel de la barbilla. La última vez que se había visto con un periodista fue para darle un aviso. Justo allí, en el cuello.

– Dicen que usted es el perfecto ejemplo de self-made-man, señor Brancana.

– Sin ceremonias. Llámeme Mariscal.

La miró fijamente, en silencio. Daba a entender que estaba meditando la pregunta, pero en realidad estaba pensando en ella. Y ella lo sabía. En la mirada de la joven, pensó, había un animal inteligente. Lo notó porque lo primero que hizo al entrar en el reservado del Ultramar fue percatarse de la presencia del búho. Y cuando se sentaron a la mesa, después de abrir el cuaderno, la primera palabra que escribió, como él pudo ir leyendo del revés, fue ésa, la de búho. Las láminas de las persianas estaban a medio abrir y filtraban una escalera de luz. Mariscal había prendido un habano y el humo subía en anillos que volvían a descender con desaliño. Pronto comprendió que ella era una persona que se ponía nerviosa con los tiempos de silencio. Y ese incomodo le daba a él seguridad. El animal era inteligente, pero no rebelde. Eso lo tranquilizó. No tenía paciencia para el alto voltaje.



– Quiero decir -insistió la periodista- que usted es un hombre que se hizo a sí mismo. Con su propio esfuerzo.

– Stricto sensu, señorita.

– Lucía. Lucía Santiso.

Bien, Lucía, bien. Estaba a gusto. Irguió el busto y dijo con la voluntad de estilo del vaquero legendario: «A man 's got to do what a man 's got to do».

– ¿Habla también inglés?

– Americano -dijo Mariscal-. Hablo muchos idiomas. ¡Soy troglodita!

Y soltó una carcajada. Sabía reírse de sí mismo: «El mar trae de todo. También aboyan las lenguas. Sólo que hay que tener buen oído. ¿Qué le parece John Wayne?».

La joven sonrió. Acabaría siendo ella la entrevistada.

– Es de otros tiempos. El hombre que mató a Liberty Valance. En ésa sí que me gustó.

– Un hombre es un hombre -dijo él, solemne-. Eso no es de otros tiempos, señorita. Eso es intemporal. El cine nació de las películas del Oeste. Y se irá al carajo, ya se está yendo, cuando se acabe el western. Es el declive de los géneros clásicos. Anote eso. ¿Lo anotó?

– Lo anotaré -dijo ella, paciente, conciliadora-. Hablábamos de que usted era un hombre hecho a sí mismo.

– Digamos que aprendí a capear el temporal con mi propia lancha. Sin miedo, pero con sentido. Hay que rezar, sí, pero no soltar nunca el timón. ¿Qué pasó con el Titania? ¡No, no fue un jodido cacho de hielo! La velocidad de la codicia, el perder la medida. El hombre quiere ser Dios, pero sólo es… una lombriz. Eso es, una lombriz ebria que se cree dueña del anzuelo.

– Señor Mariscal, se rumorea…

Mariscal señaló el cuaderno usando el habano de puntero: «¿Anotó lo de Dios y la lombriz?».

Lucía Santiso asintió inquieta. Sabía que la entrevista había sido apalabrada entre el redactor jefe de la Gazeta de Brétema y el abogado Mendoza. Y que había un carril establecido. Pero Mariscal estaba hinchado de más, la cabeza, los ojos, los brazos, todo, mientras ella se sentía achicada.

– Señor Mariscal, su nombre suena con insistencia como futuro alcalde e incluso senador.

Mariscal ironizó adoptando un tono de tribuno. «Señoras y caballeros: antes de hablar, quiero decir unas palabras…» Y no continuó hasta que la periodista dejó oír una risa convincente.

– Mire, Lucía… ¿Puedo llamarla así? Sí, claro. Yo ya soy un higo paso, no soy un peligro para las mujeres -y al decir esto, guiñó un ojo a la periodista-. Aunque si algo me reanima, son las mujeres peligrosas. ¿Cómo se dice? El que tuvo retuvo. Eso no lo ponga, ¿eh?

Lucía levantó el bolígrafo del papel. Comenzaba a divertirse, y a citar más tranquila, dejándose llevar por la batuta del capo.

– Mire, Lucía, no voy a andar con rodeos. Los políticos son unos comemierdas, unos carroñeros. ¿Escribió eso? Pues no lo escriba. Esto sí: yo soy apolítico. Absolutamente apolítico. ¡Ab-so-lu-ta-men-te! Pero anote también esto: yo, Mariscal, estoy dispuesto a sacrificarme por Brétema.

Esperó a ver el efecto de sus palabras, pero la periodista tenía la mirada baja, la atención concentrada en su propia escritura.

– A sacrificarme, sí, y a luchar por la libertad.

Mariscal acompañó la contundente frase con una palmada en la mesa. Lucía Santiso, ahora sí, levantó la mirada, impulsada por la retórica del golpe. Se encontró con un Mariscal transfigurado. Muy serio, con los ojos destellantes.

– ¡Libertad! Tal vez usted piense que esa palabra no me gusta.

– ¿Por qué voy a pensarlo?

– Pues sí que me gusta. ¡Amo la libertad! Mucho más que esas sanguijuelas que chupan a su cuenta. Libertad, sí, para crear riqueza. Libertad para que nos dejen ganar la vida con nuestras propias manos. Como siempre hemos hecho.

El cigarro formaba ahora nubes bajas y por vez primera la periodista, decidida a vencer un tabú óptico, detuvo su mirada en las manos enguantadas de Mariscal.

Él fue consciente. Jamás decía nada sobre ese particular, pero decidió hacer una excepción con aquella joven que escuchaba y escribía con inteligente mansedumbre.

– ¿No me va a preguntar el porqué?

– ¿El porqué de qué?

– Por qué siempre llevo guantes.

£1 redactor jefe le había dado algunas informaciones e indicaciones sobre el personaje, pero hubo algo, una rareza, en la que hizo especial hincapié: «Va siempre con guantes blancos. De algodón. No se te ocurra preguntarle sobre los dichosos guantes. Hay mil versiones. Parece que se quemó las manos intentando rescatar el dinero que llevaba oculto en el motor de un camión. El cacharro se incendió. Llevaba emigrantes a Francia, escondidos en una cisterna. En 1959, más o menos. Se salvaron de milagro».

Lucía levantó el bolígrafo, en un gesto que quería transmitir confianza. Dijo:

– Hay un periodista en la Gazeta que es alérgico a tocar los pomos de las puertas, los auriculares de los teléfonos… Y las teclas de las máquinas de escribir.

– ¡Ése será el que mande! -dijo Mariscal, arrancando por fin una carcajada a la entrevistadora.

– No se preocupe. No hablaré de la vestimenta. Será suficiente con decir que viste como un gentleman.

– ¡Y dirá usted la verdad! Pero quiero que me pregunte usted por los dichosos guantes. Sé que hay rumores, disparates, burradas.

– ¿Por qué los lleva?

– Se lo voy a decir. La primera vez que lo cuento. Porque le juré a mi madre en su lecho de muerte que nunca más tocaría con la mano un vaso de alcohol. Y lo he cumplido. ¿Qué le parece? Una buena exclusiva, ¿eh?

Ella lo miró con asombro, aplicando el principio de suspensión de la incredulidad. Pensó que era el momento indicado para preguntar algo por lo que tenía interés no sólo profesional sino también personal.

– ¿Cómo empezó a levantar su fortuna, señor Mariscal?

– Básicamente, con la cultura.

– ¿Con la cultura?

– Pues sí. ¡Con la cultura! El cine, el salón de baile… Yo traje aquí a los grandes. A Juanito Valderrama, por ejemplo. ¡Cómo cantaba El emigrante! Todo el mundo llorando. Ahí es donde se demuestra lo que es un clásico. Ahora, de eso no se acuerda nadie, claro. Mi lema siempre fue el mismo que el de la Metro Goldwyn Mayer: Ars Gratia Artis. Hasta fuimos pioneros con las hamburguesas, mucho antes del McDonald's. Y eran mejores, claro. Nadie me regaló nada, señorita. Pero voy a contarle un secreto. Siempre, ¡siempre!, he creído en Brétema. Brétema es una obra interminable, en progreso. Ahora está de moda conservar el paisaje. Bien, bien. Pero ¿y qué comemos? ¿El paisaje?… ¿Anotó esto, lo de comer el paisaje?

– Es una buena metáfora.

– ¡De metáfora, nada! -exclamó Mariscal, que todavía no había salido de la congestión del enojo-. Ya le he dicho que soy apolítico. Hay dos clases de políticos. Los que andan mal de la azotea. Y los que andan por el agua preguntando dónde está el agua. ¡Yo no vengo a cantar villancicos!

La entrevistadora decidió introducir una cuestión complicada con el tono más suave posible.

– ¿Por qué candidatura se va a presentar, señor Mariscal?

– Se lo voy a decir. ¡Por la que gane!

Sí, entendía las ironías. Mariscal acompañó la sonrisa de la periodista con una placentera bocanada de humo del cigarro. También él estaba risueño: «Mire, mi único partido es Brétema. Me gusta nuestra forma de vida. La religión, la familia, la fiesta… Y si a alguien le molesta todo esto, pues que se joda».

– Pero en Brétema están ocurriendo cosas… extrañas. ¿Qué piensa del contrabando, señor Mariscal? Se dice que el narcotráfico está extendiendo aquí sus redes…

Mariscal se toma su tiempo, sin desamarrar la mirada de la joven. Era una hora silenciosa en el Ultramar, un silencio sólo interrumpido por el sonido pasajero de los proveedores. La furgoneta de la panadera. El camión de la cerveza. Y así. Pero ahora, en el Departamento Mental de Zumbidos Molestos, llegaba la voz de aquel periodista radiofónico que denunciaba el poder creciente de los narcos en Brétema. Otro Alí. Con alas de mariposa y picadura de abeja. ¡Plaf!

– ¿Redes? ¿Sabe que se pesca mucho más si llevas a una mujer jorobada al barco y orina en las redes? Sí, sí. Eso es realidad y lo otro, leyendas. Escríbalo, escríbalo. Eso es información. Mire, señorita. Yo no ando por ahí lamentándome: «Pero ¿qué pueblo de mierda es éste?». Que si somos el culo del mundo… Pues no. Velis nolis. A mí me gusta este lugar como es. Hasta las moscas me gustan. Fíjese si prosperamos que incluso tenemos una magnífica comisaría de policía. Y en el supuesto, ¡en la hipótesis!, de que hubiese contrabandistas, los contrabandistas serían gente honrada. Por lo menos los de Brétema. ¿A quién perjudican? ¿A Hacienda? Mire, señorita, si no hubiese paraguas, no habría bancos.

– No entiendo muy bien la analogía, señor Mariscal.

– Los bancos prestan los paraguas en el verano, como todo el mundo sabe, salvo los inocentes. Y cuando comienza a llover, los reclaman. Resulta que hay gente que hace unos paraguas macanudos por su cuenta. Y los bancos se interesan. Y Hacienda se interesa. A su manera, todo el mundo se interesa. ¿Entiende ahora?

– No me ha dicho nada del narcotráfico.

– ¿Anotó lo de los paraguas? Bien. Mire usted, si yo llego a alcalde, acabaré con las drogas. Y con los drogadictos. Quiero decir, pondré a los drogadictos a picar piedra. Se habla mucho del crimen organizado. Crimen organizado por aquí, crimen organizado por allá. También en su periódico se habla en los últimos tiempos de la presencia del «crimen organizado» en Brétema. Yo lo que digo es que en todas partes hay perros descalzos. Si el crimen está organizado, ¿por qué el Estado no se organiza mejor? A eso debemos contribuir todos. Ipso facto.

Por la puerta abatible del reservado del Ultramar asomó Víctor Rumbo. Mariscal miró de refilón y le hizo un gesto para que esperase. Luego se volvió para escudriñar el reptar caligráfico de la mano de la periodista. Iba a hacer un comentario sobre los dedos y la laca de uñas de Lucía Santiso, algo relacionado con los crustáceos, pero la lengua se detuvo en la única falta que tenía en la dentadura. Consultó el reloj.

– ¿Anotó eso? Lo del crimen y el Estado…

– Sí, claro. Es una buena tesis.

– Pues ahora quiero que anote lo más importante.

En Mariscal se había producido una mutación. Por entero. En la expresión. En la voz. Y él reafirmó esa muda orgánica, total, poniéndose en pie.

– Claro que si la primera afirmación no es cierta, el resto tampoco. Modus tollendo tollens, que decían los antiguos. Negando niego. Y yo siempre bebo en los antiguos. Ahí no hay fallo. En Brétema no hay mafias, señorita. Ésa es una leyenda. Puede haber algo de matute. Como siempre. Como en todas partes. Más, nada.

Lo dijo en voz alta para que Brinco oyese bien. Que viese cómo controlaba la situación. Cómo llevaba las bridas de la conversación.

Punto final.

Certaminis finis.

«Es la primera entrevista que concedo», dijo después Mariscal. Se veía satisfecho con la experiencia. Trataba de tú a la periodista: «Y confío en que no será la última… Pon alguna crítica, ¡eh! La mejor forma de hundirlo a uno en la miseria es elevarlo a las alturas».

 

Se volvió hacia la puerta abatible. Allí estaba, oblicua, la mirada vigilante de Brinco.

– ¡Pasa, hijo!

Víctor Rumbo entró a la manera de quien va abriendo camino a una corriente de aire.

– Tu eres… ¿No eres tú?

– Yo soy Nadie -la interrumpió Brinco.

Lucía percibió la violencia contenida de aquella voz. Trató de resguardarse en la presencia de Mariscal.

– ¿Me permitiría una foto, señor? No sé qué le habrá pasado al fotógrafo. No apareció.

El Viejo miró de reojo a su joven capitán. Lo conocía bien. Notó marejada en la respiración, la estela de un encontronazo.

– Había un hombre ahí fuera -dijo Brinco, de repente-. Estaba fotografiando los coches. Y a mí no me gusta la gente que se dedica a fotografiar los coches de los demás.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Mariscal, incómodo con la situación-. ¿Lo mandaste al hospital por fotografiar los cacharros?

– No. Tendrá que comprar otra cámara. Eso es todo.

Mariscal miró a Lucía e hizo con los brazos un gesto de paciencia y disculpa. Accedió a fotografiarse. Una forma de reparar daños.

– ¡Adelante con esa foto! De un viejo galán se aprovecha todo.

El gerifalte colocó el sombrero, ajustó el ala y luego cruzó los brazos con estudio, dejando sobresalir como mascota, al lado del pañuelo de seda del bolsillo, la empuñadura metálica del bastón. Plata labrada con la cabeza de un faisán.

– Ese bastón es una joya, señor Mariscal.

– La plata es plata y la madera es de itín, nena. Cada vez más dura.

También su rostro se fue tallando, endureciendo, como quien presenta por instinto una resistencia a la sucesión de flashes.

– ¿Has terminado? Si sale bien, se agotará la tirada. Será un gran día para la Gazeta.

– ¿Y si sale mal? -preguntó Víctor Rumbo. Esta vez no sólo la miró a la cara. Lucía Santiso se sintió explorada por la mirada punzante de aquel a quien en confianza, lo sabía, llamaban Brinco y que ahora se dirigía a ella con descaro: «Si me esperas fuera un momento, te contaré quién es Nadie».

Ella dudó. Dijo: «Tengo mucho trabajo». E inmediatamente: «De acuerdo, esperaré».

 

Carburo baja de una furgoneta y se acerca a la vendedora de periódicos, en el quiosco de la plaza del Camelio Branco, en Brétema.

– La Gazeta -gruñe.

Es su forma de pedir. La vendedora está acostumbrada. Ella también fuerza el gesto a propósito. Pliega el ejemplar y se lo entrega con el ademán de quien vende algo a la persona inadecuada.

– No, no. ¡Me los llevo todos!

Ahora sí que lo mira con asombro. Pero también ella está acostumbrada a no preguntar, tratándose de asuntos del Ultramar. Le da todos los ejemplares. Al fin, se atreve:

– ¿Qué publican? ¿Tu esquela?

Carburo señala la portada, donde se ve la foto de Mariscal.

– Sale el Patrón.

El retrato ocupa un lugar central en la primera página. El sombrero y la vestimenta blanca le dan un aspecto de dandi, que se refuerza por el modo en que muestra el bastón, con la empuñadura de mascota.

– Ya lo había visto, hombre. ¡Bien plantado! -dice la mujer del quiosco, con suave ironía-. Bien se ve que es el que tiene la vara… ¿Por qué no llevas unas flores, Carburo? Sólo me quedan éstas por vender.

El gigante mira con desdén hacia las rosas. -No. ¡No tengo hambre!

Tiene su gracia, pensó la quiosquera. Sólo cuando se imita a sí mismo.

 

 


Date: 2016-01-03; view: 684


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