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Capítulo XXXII

 

Fins Malpica conduce un vehículo sin identificación oficial por la carretera de la costa. Viaja acompañado por el teniente coronel Humberto Alisal, de la Guardia Civil, recién llegado de Madrid, que viste de paisano. Van en dirección al cuartel de Brétema. Se trata de una visita de inspección, sin previo aviso.

– ¿De dónde es usted, inspector?

– He nacido aquí, señor. Muy cerca. Una aldea de pescadores de Brétema. A de Meus.

– ¿Y sus padres viven aquí?

– Mi padre murió hace tiempo. En el mar…

– Lo siento.

– Le explotó un cartucho de dinamita en las manos.

Cuando daba este dato, y procuraba hacerlo cuanto antes, Fins sabía que se produciría un momento infinito, el que va entre el tic y el tac del reloj. El escape.

«¡Vaya!»

Caía un fino orvallo. Fins dejó que el limpiaparabrisas hiciese dos o tres paréntesis. Luego amplió la información: «Mi madre vive. Tiene problemas de memoria. Mejor dicho, de olvido».

«El Alzheimer es terrible -dijo el teniente coronel Alisal-. Mi madre también lo sufrió. ¡Me confundía con el hombre del tiempo! Lanzaba besos con la mano cuando salía el hombre del tiempo en la televisión…». Hizo el ademán contenido de quien lanza un beso desde la palma de la mano. «No sé de dónde le vendría la asociación.»

«Tal vez entre el puntero y la vara de mando», sugirió Fins.

Humberto Alisal se rió y negó: «No, a mí nunca me vio con vara de mando».

 

Malpica iba a comentar algo sobre el lenguaje corporal, pero ya se estaban acercando a su destino. Redujo la velocidad. El limpia resbalaba con pereza. Desde el aparcamiento donde se detuvieron, se podía oír el hoy manso balanceo del mar, cubierto por las ráfagas del agua vagabunda.

En el aparcamiento, situado frente al cuartel de la Guardia Civil, había una mayoría de vehículos nuevos de alta gama. Al ser una zona de aparcamiento restringido, hacía que destacase todavía más el agrupamiento de coches de lujo. Y el contraste entre el que acababa de aparcar, el Citroën Diane de Fins Malpica, y el resto de los coches era semejante al de una gamela en un pantalán de yates.

Una vez fuera del vehículo, seguido de Fins, el teniente coronel Humberto Alisal parecía pasar revista a las impresionantes berlinas. La suya era una inspección silenciosa que no disimulaba el malestar. El andar lento, el examen minucioso de los detalles en los bajos de los coches, empezando por el número de las matrículas, que indicaba el estreno reciente.

– ¡Esto es una vergüenza!



Malpica se había llevado una gran sorpresa cuando el comisario Carro lo llamó al despacho para informarlo de la visita de Alisal y de su interés en que lo acompañase. Desde que, investigando otro hilo, se encontró con las «truchas en la leche», él había estado en contacto con el comandante Freiré, de la Guardia Civil. Uno de esos tipos en los que confiar, con el que iría al corazón de la oscuridad. Freiré estuvo en el lugar, de incógnito. Y fue él quien transmitió la información a sus superiores.

– Me dolió mucho descubrir la verdad, señor. Al principio, intenté mirar para otro lado, pero no dejaban de aparecer truchas en la leche. Luego hablé con el comandante Freiré. Vino aquí de incógnito. Vio lo que había.

– ¿Truchas, dice? Es usted demasiado educado. ¿Están todos… salpicados?

– No, señor. Hay tres limpios. Y lo han pasado muy mal.

– ¿Mal? ¿Por qué? ¿Por cumplir con su deber?

– Están de baja. Depresión severa.

– ¡Depresión!

 

El teniente coronel Humberto Alisal avanzó hacia el cuartel. En el paso firme resonaba el engranaje de la indignación. Mientras caminaba, expresaba su pensamiento en voz alta: «Así que tres hombres honrados, pero hundidos. ¡Algo es algo!». Se detuvo, de pronto, y se volvió hacia Fins: «¿Qué está pasando? Explíquemelo, por favor».

Fins estaba preparado para la reacción, pero aun así no halló una respuesta contundente. Podía decir de una vez: «Corrupción, señor, y esto es sólo la punta de un iceberg». Pero no quería ser tan directo. Nunca era directo. El teniente coronel Alisal miraba ahora hacia la fachada del cuartel, con la leyenda «Todo por la Patria», y luego buscó el horizonte del mar. Era un mar denso, oscuro, aceitoso, por el que se deslizaban y corrían en desorden jirones de nubes.

– ¿Y todo esto por el tabaco y un poco de droga?

– Bueno. Eso es la prehistoria, señor.

– Las estadísticas… Esto no casa con las estadísticas. Hemos multiplicado las aprensiones.

– ¿Las estadísticas? Déjeme que le diga la verdad…

El teniente coronel se detuvo ante el guardia que ocupaba el puesto de centinela en la puerta.

– Quiero hablar con el comandante del puesto. ¡De inmediato!

El guardia lo miró encolerizado. No le había gustado nada aquel tono, y menos en alguien vestido de paisano.

– ¿De inmediato? ¿Quién es usted, el Generalísimo?

El teniente coronel sacó la documentación del bolsillo interior de la chaqueta.

– Soy el teniente coronel Aguafiestas.

El guardia identificó al oficial. Como un resorte, se puso tieso y saludó.

– ¡A sus órdenes, señor!

Iba a llamar al cabo, al cuarto de guardia. Que localizasen con urgencia al comandante. Pero aquel superior, vestido de paisano, no parecía muy preocupado por las formalidades. Tenía otras obsesiones.

– Dígame. ¿Alguno de esos coches es suyo?

El guardia miró de reojo al tercer hombre, el que permanecía en silencio. Le resultaba conocido, pero no acababa de situarlo. Tenía la hechura de una sombra. Fins sí que sabía quién era el guardia. Un hilo lo llevó al otro sin querer. La mayoría de los coches habían sido comprados en el mismo concesionario. Ni siquiera se tomaron la molestia de disimular. El dueño tenía negocios comunes con Mariscal. Aunque éste no era precisamente un loco de los coches. Seguía en su Mercedes Benz del 66. Sus colas a modo de alerones formaban parte del paisaje de la carretera del Oeste.

– ¿Está contento, va bien?

– No hay queja. El coche va bien. Si uno corre, consume más. Yo no soy de correr.

– ¡Descanse!

– Gracias, señor.

 


Date: 2016-01-03; view: 569


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