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Capítulo XXX

 

– Dos reyes… celtas, por ejemplo, juegan al ajedrez en lo alto de una colina mientras sus tropas combaten. Pero el combate acaba y ellos siguen jugando la partida. Me gusta mucho esa imagen. Tú eres un rey, Brancana. Tú estás en lo alto. ¡Que luchen los peones!

Estaban en el despacho de Delmiro Oliveira. En realidad, una torre postiza, con balconada y terraza propia, desde donde los convocados podían disfrutar de una gran vista del estuario del río Miño con sus islas. Allí no llegaban las voces de los invitados, que ocupaban el jardín y las salas de la casa de la Quinta da Velha Saudade, sólo en parte visible desde la orilla, pues estaba protegida por altos muros y pantallas de vegetación, en la que sobresalían las buganvillas en flor.

Se celebraba el 75 cumpleaños del anfitrión. Lo de la fiesta era una disculpa. Estaba muy contento en la tierra y le parecía una tontería celebrar la caída de las hojas. Pero había recibido una llamada, eso no iba a contarlo, y aprovechó la ocasión. Allí estaban, en torno al escritorio, además de Mariscal y el silencioso socio gallego que lo acompañaba, Macro Gamboa, el abogado Óscar Mendoza, el italiano Tonino Montiglio, y Fabio, a quien llamaban, en confianza, el Elefante Fabio, un colombiano que ahora residía en Madrid, y que había pasado, no hacía mucho, una temporada en Galicia. Lo de Elefante le quedó tras el entusiasmo que mostró después de su paso por el Elefante Branco, un alegre local de Lisboa.

Enseguida bajarían todos al banquete y habría brindis por los años de futuro. Pero ahora estaban hablando del presente. Mariscal sabía que el presente, en gran medida, tenía que ver con él. Había sido recibido con abrazos de ánimo, después de la muerte de Rumbo en el Ultramar. Una desgracia. Una avería, Mariscal. La gente se avería. Él se calló, pero no lo consolaba mucho aquel diagnóstico mecánico. Una avería lleva a otra, etcétera, etcétera. Era ya demasiado viejo para suicidarse. A él le parecía que no tenía culo para cagar tan alto. Eso fue lo primero que pensó. En fin. Ite, Missa est.

– Además, siempre tendrás a Mendoza para poner la venda antes de la herida -prosiguió el anfitrión-. Para evitar las desavenencias. La empresa ampara a todos. Las facciones van al pillaje.

– Eso es verdad -dijo Mendoza-. El mérito de mi profesión no es ganar pleitos, como se piensa, sino evitarlos. No es buscar enemigos, sino aliados.

– ¿Y qué tal el nuevo capitán de fletes? -preguntó Fabio.



– Es un tipo valiente y es… ambicioso.

Delmiro Oliveira pareció despertar, con esa habilidad que tenía para andar entre lo audible y lo inaudible, y asoció a su modo los dos adjetivos: «¿Valiente y ambicioso? ¡Urna desgrana nunca vem só!».

Todas sus bromas, dichas con voz seria, como los buenos humoristas, tenían un sentido. Eran actos. Así que Mariscal se rió con el resto hasta que la risa decayó.

– Es cierto. Tiene valor. Tal vez demasiado. El lobo tendrá que aprender a ser zorro, ¿verdad, Mendoza? En los escudos nobiliarios de Galicia aparecía mucho lobo y poco zorro. Después resultó que había demasiados zorros y pocos lobos. O viceversa.

– Creo que por herencia tiene lo mejor del lobo y del zorro -sentenció Mendoza-. Tiene un talento innato que estará a la altura de su ambición.

– Antes de venir aquí, pude hablar con el Gran Capicúa -dijo Fabio enigmático-. ¿Y sabes lo que me comentó, Mariscal? Me soltó: Mariscal es como Napoleón…

– ¿Napoleón?

– Se expone demasiado. Eso dijo. Y añadió algo que me impresionó. Primero: El poder necesita sombra. Y segundo: No hay mejor sombra que la del poder. Yo pienso lo mismo, Mariscal.

– Eso es lo que pensamos todos, ¿no?

La rápida apostilla de Mendoza. El asentimiento de los otros, descontada la impasibilidad de Macro Gamboa, significaba, Mariscal lo sabía, que había una suerte de consulta en la que él no había tomado parte.

– Ya pasó el tiempo de andar como gatunos -añadió Oliveira-. ¿Cómo es ese dicho, Tonino?

Ilpotere logora chi no ce l'ha.

Mariscal exhaló el humo del cigarro con el entusiasmo de quien pone un subrayado.

– Eso es, el poder desgasta a quien no lo tiene. ¿En qué piensa, abogado?

– En que es el momento -respondió Mendoza.

Tenía instinto para las oportunidades históricas. Cuando oyó hablar de Napoleón, sus neuronas más diligentes se habían dirigido al que llamaba Departamento de Cerrajería del Hipocampo. Se abrió una de las cerraduras y no pudo dejar de pensar en uno de sus libros más admirados, el que Karl Marx escribió sobre el 18 brumario, no del primer Napoleón, sino de Luis Napoleón. La cerrajería funcionaba. Una puerta abría otra. Tenía párrafos memorizados. El día que los desgranó en una asamblea de la facultad de Derecho aprendió a ver el brillo de su discurso, el efecto de sus palabras en las resonancias de los cuerpos, en los tics faciales de los discrepantes. Recordó: «No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura».

– Sí, es el momento. ¡Todos hablan de crisis! Los políticos están asustados, desacreditados. En las encuestas aparecen como un problema. Para la mayoría, son incompetentes y corruptos. Andan, a los ojos de la gente, con la cazcarria pegada al pelo, sin poder desprenderse de esa bosta, de esa fama… Y en los cuarteles no deja de oírse ruido de sables.

Mendoza notó al hablar ese punto primero, gozoso, de la embriaguez del licor que produce la saliva con el cereal del lenguaje. Un fermentar que sólo es posible si se comparte. Él defendía en sus tiempos de estudiante, durante la dictadura, ideas revolucionarias. Evitaba los «saltos», las manifestaciones en las calles, o los actos más o menos arriesgados de tirar panfletos, colgar pancartas o escribir grafitis en las paredes. Eso era jugar a ser ratones con una fuerza superior. La dictadura estaba en ruinas, tenía las mismas dolencias que el dictador, una esclerosis múltiple con los órganos interiores podridos. La verdadera tarea era formar cuadros dirigentes para el futuro, para el día siguiente de la toma del poder. El se preparaba, no se dedicaba a enfrentarse con la policía. Asistía a las clases con corbata, bien trajeado, y no rechazaba los servicios de los limpiabotas para ir bien lustrado. Su aspecto sorprendía en las asambleas, sobre todo cuando hacía uso de la palabra y encandilaba con un discurso elocuente y radical, cuya principal diana ya no era el caduco régimen, al que se le caían los dientes de viejo, sino los revisionistas, los socialdemócratas, las marionetas del capitalismo.

Todo se aprovecha. Había sido una buena escuela. Por vez primera, con claridad, sintió en las yemas de los dedos la sensación de ser capaz de mover hilos decisivos.

– Es hora de que el rey suba a la colina y mueva las piezas sin exponerse a la batalla. Sí, es el momento -dijo el abogado, preparando con la dinamo de las manos un cierre que redondease el conciliábulo y que lo aupase en los hombros de Mariscal-. Como decían los antiguos, ¡Hic Rhodus, hic salta! Sí, señores. ¡Aquí está Rodas, y aquí es donde hay que saltar!

Mariscal se sintió homenajeado y asintió meditativo. La cabeza tenía que aguantar el peso de la corona. Y se ayudaba apoyándose en la sien.

– Aquí hay un nivel -dijo al fin-. ¡Así da gusto trabajar con la gente!

Macro Gamboa había permanecido en silencio. Con las manos en la entrepierna. Había trabajado durante mucho tiempo como «transportista», por mar y por tierra, y había pasado por méritos propios a la condición de «empresario». Ni una sola vez había mirado el paisaje. Parecía interesado en los zapatos del resto. En los movimientos oscilantes.

Su voz ronca tardó algo en salir de la boca inhóspita:

– ¿De qué cono estamos hablando?

 


Date: 2016-01-03; view: 556


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