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Capítulo XXVIII

 

Chelín llevó a Santiago a una playa desierta, la de Bebo, una de esas calas que saben esconderse y que cuando alguien las encuentra, se abren como una concha. El camino zigzaguea bordeado por viejos muros de piedra que protegen cultivos imposibles. Se ve que los levantó una inteligencia, porque tienen estratégicos huecos para que pueda desahogarse el viento. Pero son, de paso, fisgones. Por allí atisban las coles. A veces mandan de vigía a algún pájaro inquieto. Un colirrojo tizón.

Un lugar de paz. Un buen campo de tiro.

Al final del camino, allí donde desemboca en el arenal, hay una señal de tráfico tirada y oxidada. Un triángulo con el borde rojo. Dentro del triángulo, una vaca negra sobre fondo blanco.

– ¡Las cosas que trae el mar!

Chelín coloca la señal sujetándola con unas piedras por la base para que se mantenga derecha.

– Te voy a enseñar la segunda cosa más importante que debe saber un hombre.

Saca la pistola que lleva escondida en la espalda, sujeta a la cintura, bajo la cazadora.

– Esto también lo trajo el mar -dice Chelín con una sonrisa irónica.

Su desenvoltura calma el inicial estupor del niño. Se para a su lado. Los dos miran la señal. La vaca. El hombre se agacha e hinca la rodilla derecha en tierra. Luego lo rodea con los brazos y le ayuda a sujetar el arma y a apuntar.

– Así, muy bien, con cariño -dice Chelín, que a medida que habla va poniendo el arma lista-. ¿Sabes cómo se llama? Se llama Astra Llama. ¡A que es chula! Es muy especial, con cachas de madera. Todos las quieren de nácar, pero es mejor la madera. La madera es más leal.

– ¿Es cierto que la trajo el mar?

Dejó seguir la voz, no sabía muy bien por qué. El efecto de quitar el seguro.

– En realidad, la trajo un camello. ¿Sabes lo que es un camello? Claro que sí. Tiene dos chepas. Pues todavía hay un ser más curioso que es el camello de caballo.

Santiago se ríe, repite: «¡El camello de caballo!».

El hombre chasquea la lengua. Ese bocazas que a veces habla por él.

– Sí. Iremos a verlo cualquier día. Pero, mientras, no le hables a nadie de él. ¡A nadie! ¿De acuerdo?

Mira hacia el mar. El brinco de las olas. Las crines de las olas. El vaivén que golpea, el sonido que penetra. Espira. Se concentra. Amartilla el arma.

– La naturaleza es una maravilla, Santi. La hostia en verso. Ahora vamos a apuntar bien. Nos vamos a cargar a esa puta vaca.

El disparo da en el blanco. Deja un agujero perfecto en el cuerpo de la vaca. Al principio, la pieza triangular gime, parece resistir la caída.

– ¡Otra vez, Santi!



El viento hurga en el nuevo hueco. Se lo toma con calma. Por fin, la señal se inclina y se cae.

– ¿Ves? El ojo vago empieza a trabajar.

Ya en pie, Chelín besa y guarda el arma. Mira alrededor. Atusa el cabello del niño con la mano. Sonríe. El hombre se coloca hacia el mar y baja la cremallera del pantalón.

– ¡Venga, campeón! Con estilo. Piernas abiertas. Mirando al frente, pero protegiendo el pájaro. Nunca contra el viento. El pájaro tiene que capear el temporal.

Chelín se rió al ver el modo riguroso, disciplinado, con el que el niño imitaba sus movimientos. Luego se enderezó y compuso un gesto marcial, la mirada a lo alto, para el solemne mensaje.

– Y esto es lo primero que debe saber un hombre. No mearse por los pantalones.

 

– Estoy harta de contar barcos -dijo Leda.

Permanecían juntos, en la ventana. En el crepúsculo de la ciudad, eran los ojos los que iban encendiendo las luces en un contagio de velas. Al contrario de otras ciudades, Atlántica crecía con la noche. En la orillamar portuaria y en la ría, las pequeñas luces de las grúas y las de posición de las embarcaciones, verde y rojo sugerían un despertar híbrido de animal y máquina, movimientos de formidables sonámbulos.

Leda se separó de Brinco. Buscó y encendió un cigarrillo.

– ¡Harta de todo!

La mujer que volvía hacia el marco de la ventana subrayó con una bocanada de humo la exclamación. Añadió con sorna risueña: «¡Y sobre todo, harta del sofá! Acabas sintiendo que todo el cuerpo es de escay».

– Pronto vivirás en un pazo -afirmó Brinco. La conversación se repetía, pero en esta ocasión había determinación en las palabras.

– ¡Ah, sí! ¿En qué pazo?

– ¡En el tuyo! De eso me encargo yo. ¡Te lo juro! Con una gran piscina. Para que nades tú sola como una sirena.

– Mejor que tenga puerta al mar. Las sirenas prefieren el mar.

– En serio. Te voy a quitar de este trabajo de centinela.

– ¿Y cómo vas a hacer?

– Si yo fuese Mariscal, ya habría comprado al jefe de Aduanas.

– ¿Y a qué esperas para ser Mariscal?

 


Date: 2016-01-03; view: 595


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