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Capítulo XXIV

 

Antes la llevaba él mismo. A Belissima. A la peluquería. El nombre había sido idea suya. Sí, y él la llevaba al trabajo todos los días. Y pasaba a buscarla. Él era el de siempre, qué cono, daba igual lo que dijesen esos correveidile. Cuentas helvéticas. Paraísos fiscales. Luego salen los loros en la prensa: El dinero no tiene patria. Pues eso. Statu quo. El caso es que ahora Guadalupe, su mujer, no se deja. Va ella en su coche. Eso sí, se lo compró él. Un regalo. Un automóvil seguro. No me jodas, mujer, que tú eres muy despistada. Un 202 turbo. Capicúa.

Está sentada y descalza. La aprendiza, Mónica, está haciéndole la pedicura. Se ve que se llevan bien la una con la otra. Todavía es temprano, por la mañana, un día de diario, y no hay dientas. Aprovechan para ponerse ellas guapas. Como debe ser. Una peluquera tiene que ser una primera vedette. Eso pensaba él. Ya se habían casado, ella había dejado la conservera, y él le preguntó un día: «A ver, Guadalupe, ¿qué quieres?». Ella respondió: «Quiero tener un oficio».

– Mujer, mejor será un negocio.

– Mejor será un negocio, pero quiero tener un oficio.

 

En el radiocasete suena una cinta de tangos. Las uñas de Guadalupe. Tinta roja. El Polaco Goyeneche. Esto es llegar y besar el santo.

– Vete a dar una vuelta, chica -le dijo a Mónica.

No, no era por falta de confianza. Pero hoy quería estar a solas con Guadalupe. Él jamás olvidaba un aniversario.

– Tinta roja en el gris del ayer… ¡Con lo bien que cantabas tú los tangos! ¿Recuerdas? £1 capataz de la conservera gritaba: ¡a cantar!, ¡a cantar todas! Para que no os llevaseis ni un mejillón a la boca… ¡A cantar! ¡A cantar! ¡Qué miseria!

Traía para ella un estuche de joyería.

– ¿Es que ni siquiera lo vas a abrir? Anda, ábrelo…

Guadalupe lo abre. En el interior hay un anillo de brillantes. Vuelve a cerrar el estuche. Una pequeña sonrisa. Una sonrisa dolorida. Algo es algo. Un brillante, una lágrima, etcétera, etcétera.

– Bodas de plata. ¡Veinticinco años! Se dice pronto.

Vuelve a fijarse en sus pies. Los pies siempre lo pusieron a cien. Cuando lo confesaba, siempre había algún imbécil que se reía. Y si no lo entendía, él no iba a explicárselo. ¿Las dos cosas más eróticas del mundo? Los pies. Primero el pie izquierdo. Y después el pie derecho.

– Tienes unos pies maravillosos. ¡Siempre me volvieron loco tus pies!



Pudo tocarlos. Pasar la mano por el empeine. Curvar la curva. Mala suerte. No sabe muy bien cuándo fue. Cuándo saltó el viento. Ella ya sabía que no era hombre de una sola mujer. ¿O no?

Se levantó y se calzó las sandalias.

– ¿Necesitas algo?

– Unas llamadas. Unas pocas llamadas.

No eran pocas. Mariscal le entrega una resma de papeles manuscritos. Los números y los mensajes. Aquellas cosas que le sonaban a humor absurdo. Que leía de forma automática.

– Si quieres, podemos cenar esta noche por ahí. Algo de marisco. ¡Unos invertebrados!

Guadalupe se vuelve, lo mira fijamente, ese picor en los ojos, y tarda una eternidad en decir: «No me siento muy bien. Pero gracias por pensar en mí».

Oye, nena. No seas dura conmigo. Me quedan tres o cuatro cortes de pelo. Tal vez menos. ¿Crees que debería teñirme las canas? Las mujeres tenéis más suerte. Un día eres rubia, otro morena. A mí me gustas más con el pelo negro. Esa piel que tienes. Tú siempre has sido un poco morena. Pero los hombres… Si aparezco ahora de rubio pierdo autoridad. Y yo fui rubio. ¡Más que rubio! Rojal, hostia, como la puesta de sol. Tenía el pelo incendiado. Como aquel que me presentó Oliveira. ¿Te acuerdas? El tipo aquel que había sido de la PIDE. El señor Nuno. El Legatus. El Mao-de-Morto. Vino un golpe de viento y, de repente, se le movió la peluca. Lo presumidos que son estos feos. Cuanto peor es la madera, más crece. Y el viento le llevó el postizo y allá se fue al carajo tanta autoridad. Bah. Come de todo, dinero negro, armas, narcóticos, y todavía nos suelta la perorata de la autoridad y del suelo sagrado. Y la hostia que lo hizo. Que el 25 de Abril, si lo dejaban a él, no había revolución de los claveles ni nada. Unos cañonazos en el Terreiro do Paco y otros cuantos en el cuartel do Carmo, cuando estaba Salgueiro Maia con el megáfono, y las cosas volvían por sus fueros. Y yo le dije que velis nolis, señor Nuno. La gente tiene que comer, estar calzada, no maltratarla, para que esté contenta y con dinero en el bolsillo. Si la gente está alimentada y con cash, con liquidez, pues así es el florecer del comercio. Ésa es mi filosofía, señor Legatus. A mí me gusta dar un poco por el culo a estos meapilas. La mitad del país teniendo que trabajar en el extranjero, y todo el puto día predicando con la patria y con el imperio. ¡Eso era una difamación del enemigo comunista! Mire, en todas partes suben y bajan, pero de emigración algo sé. La mitad de Galicia anda por el mundo adelante. Luego pensé. Me pasé de frenada. Este hombre es un cabrón, pero un cabrón de los nuestros. Y ahí mismo improvisé una laudatio a Salazar y a Franco, los dos pilares de la civilización occidental. Lástima los que vinieron después. El profesor Caetano, un cobarde. Y los de aquí, unos traidores. Y él me dijo que la PIDE no había sido tan de tortura como otras policías políticas. La española, sin ir más lejos y sin desmerecer. Yo fui un Viriato, afirmó. Tenía diecinueve años y marché voluntario, como otros miles, para dar una soba a los rojos. Yo era de la Cruzada, de los pies a la cabeza, pero lo que vi, le digo la verdad, me dio miedo. Un camarada mío me dijo Esta tierra es peligrosa, Nuno. Y tenía toda la razón. No había Dios por ningún lado. Y yo, a lo práctico, le dije Pasó lo que pasó. Pero él a lo suyo. Lo que hacía la PIDE con los detenidos era más bien provocarles una ausencia de conforto. Ésa era la consigna. Y yo alabé semejante estilo. ¿Tortura? No. Una ausencia de conforto. Sí, señor, me encantó la expresión. Tomé nota. Lástima no haberla tenido a tiempo para pasársela al Cojo, para su Diccionario. Mira lo que traigo, Basilio. ¡Ésta sí que es buena! Ausencia de conforto. ¿Y qué denomina? La tortura, Basilio, la tortura. Pues el ilustrado este, o Mao-de-Morto, hay que reconocerlo, es igual de fino para los negocios. Y eso que arrancamos mal. Después de la Revolución portuguesa, la de los capitanes de Abril, los claveles y todo eso, él huyó a Galicia, y anduvo enredando con otros, de aquí y de allá. Porque esto fue en 1974, aún vivía Franco, y la intención de ellos era provocar un cirio entre España y Portugal. Lo sé porque uno de los que anduvieron enredando fui yo. Era una línea de negocio, pensaba. Hombre, el armamento siempre tiene salida, pero la cosa no fue adelante, y hubo que revenderlo barato. Después, cuando el cenizo se centró en la nueva vida, resultó muy fino para el comercio. La experiencia, los viejos contactos, che, eso es un capital. Y lo bien que le sentó la peluca. Parecía otro, la verdad. Yo, desde luego, me acuerdo de todo. Estoy preocupado por la memoria. Todos se quejan de la memoria. Y yo cada vez me acuerdo de más cosas. Voy recalando en todos los nombres, en todos los recuerdos. Y eso es, a veces, una ausencia de conforto.

Mutatis mutandis, apartó la mirada de Guadalupe Melga. Sintió que su presencia había perdido toda aura triunfal. Finalmente, dijo: «De entre todas esas, espero una respuesta urgente. Puedes mandarla por Mónica». Guadalupe asintió con un gesto. Mariscal abrió la puerta. Se quedó quieto un momento, en aquella frontera. Ahora sonaba uno de sus preferidos, Garúa. Aquel tango que hablaba de la lluvia. De jóvenes los dos tenían valor para bailar el tango. Poco les importaban las miradas murmuradoras. En aquel entonces, pensó de sí mismo, el hombre sí que tenía subida. Canturreó la música del casete. «El viento trae un extraño lamento.» Luego miró a un lado y al otro de la calle, como hacía siempre. Sin volverse, dejó que la puerta se cerrase tras él. Y como no había nadie a la vista, ni a izquierda ni a derecha, escupió en la calle.

Ex abundantia coráis.

 


Date: 2016-01-03; view: 511


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