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Capítulo XXIII

 

No había luna ni se esperaba. Una formación de nubarrones sin fisuras, marca de las Azores, enturbiaba más la oscuridad de la noche. A ras de mar, apresada entre las dos losas, había una veta de claridad granítica. El patrullero de alta velocidad del Servicio de Vigilancia Aduanera (SVA) está oculto, abarloado a uno de los barcos grúa de la recogida mejillonera, amarrado a su vez a un criadero en reparación. Lo esperaban a él. A Brinco. El piloto más rápido. Un as de la ría. Un héroe para los contrabandistas.

Tal vez resonó en el mar el ruido de sus tripas. El superior del SVA lo había mirado fijamente en el momento del rictus, cuando apretaba los dientes para frenar aquella rebeldía de las entrañas. Se había percatado de su malestar, pero no dijo nada.

– ¿Qué, se marea?

Fue el piloto quien preguntó, con sorna, al parecer, inevitable.

– ¿Tengo cara de difunto? -dijo Malpica.

– No. Por ahora sólo de muerto.

– Cuando navegamos, voy bien -aseguró él, con complejo de bulto. Añadió una bravata, para animarse-: ¡Y cuanto más rápido, mejor!

– Pues ahora toca esperar -comentó el oficial-. Respire hondo. Todo es cosa de la cabeza.

Pero Fins Malpica no tuvo tiempo de explicar que a él, como quien dice, lo habían parido en una barca, justo en una procesión marinera. Algo así, para ilustrar. Y es que la desavenencia del cuerpo debía de tener algo de juego o de venganza.

La información era de primera. Eso cura cualquier mareo.

Allí estaba. Por la formidable motora tenía que ser él. Una de esas que exhibía en San Telmo y que desaparecían de repente, justo antes de cualquier inspección. Aunque en los últimos tiempos habían cambiado los hábitos. Habían pasado a esconder las lanchas rápidas más valiosas en cobertizos o naves industriales, en lugares sorprendentes, a veces muy tierra adentro, en distancias que se medían en kilómetros nocturnos y por pistas secundarias. Ese viaje hacia lo secreto era parte del mayor cambio en la historia del contrabando.

Del rubio de batea a la farlopa.

Del tabaco a la coca.

No, no había vallas publicitarias que anunciasen semejante mudanza histórica. Y había muy pocos mandos dispuestos ya no a creer sino a oír esa jodida novela. Fins Malpica era puto chinche, un metomentodo, y un fantasioso. Deberían destinarlo a la investigación del fenómeno ovni.

Dieron un viraje. La planeadora parecía alejarse lanzando burlona su borbotón de espuma en la noche. Pero volvía. En comparación, el ralentí de la motora parecía ahora un susurro. Se arrimaron a la plataforma número 53, justo la señalada por Fins. El oficial y los dos agentes del SVA miraron con una mezcla de admiración e incredulidad a aquel nuevo inspector de policía, pálido, pendiente de la cámara como de una criatura, vestido como un novato en prácticas.



– Una información macanuda, de oro. Enhorabuena, inspector.

Un sorprendente informante. O una confidencia caída al azar. O una delación de resentido. Tal vez eran ésas las fuentes que rumiaba en su cabeza el oficial aduanero. Tendría que contarle la verdadera historia de la batea B-52. Las horas y horas dedicadas a escudriñar los libros de registro. A analizar las operaciones de compraventa de plataformas. A delimitar casos sospechosos en una «zona gris».

A desentrañar el testaferro y el verdadero dueño. Uso, rendimientos, obras de reparación en la estructura. En fin, muchas horas muertas, alguna viva. Y allí estaba la B-52. Verdadera propietaria: Leda Hortas.

 

Alguien salta de la planeadora al emparrillado de madera de la plataforma. Es Invernó, o eso le parece a Fins, por la forma de moverse. Abre una trampilla en uno de los grandes flotadores de la batea. Antes eran antiguos cascos de barco o calderas o bidones. Los de las nuevas plataformas son de material plástico o metálico, en este caso con hechura de batiscafos. En uno de ésos es donde está situado Invernó o quién demonios sea. Se mete en el flotador con una linterna.

– ¡Avante a toda máquina! Vamos a por ellos -ordena al fin el oficial de Vigilancia Aduanera.

Enseguida, ellos dan voces de alarma.

El contrabandista sale cargando un fardo. Brinca ágil por el armazón. Tira la saca a uno de los suyos en la lancha. Y salta detrás.

Desde el patrullero de Vigilancia Aduanera se da el alto por megáfono. Los agentes apuntan con sus armas. Con la ventaja que lleva, el piloto gobierna para cerrar el camino de la planeadora. Pero lo que no esperan es una maniobra tan temeraria. El arranque revolucionado de la lancha rápida, el violento cabeceo en vertical a proa, que casi la hace volcar, y la evidente voluntad suicida, indiferente a toda disuasión, de abordar al patrullero perseguidor.

– ¡Está loco!

– ¡Este hijo de puta se mata y nos mata a nosotros!

El uso de las armas lo empeoraría todo. El oficial ordena el cambio de rumbo a toda máquina. Y la planeadora pasa ciñendo al patrullero. El tiempo justo para que Fins Malpica pueda disparar su cámara. El fogonazo del flash. Un violento y tembloroso cruce de miradas.

Era Brinco, sí, y pilotaba la Sira III.

 


Date: 2016-01-03; view: 662


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