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Capítulo XVIII

 

Fins tiene los ojos cerrados. Cuando cierres los ojos, estate atento a lo que se abre. Inspira el aire y expúlsalo despacio como una boca de viento. Escucha un relincho que lo interpela. Que lo despierta de la ausencia. Hay una yeguada paciendo en la ladera oriental del mirador, donde el sol naciente desteje perezoso los jirones de niebla. La mirada del garañón, las orejas enhiestas, el arma de los dientes, el aviso del relincho, le hacen recordar que es un incordio. Un extraño, un furtivo en su propia tierra.

En la cumbre de la montaña llamada Curota, en la Serra do Barbanza, hay unos enormes peñascos con vocación de altar. A lo más alto se llega por una escalera de peldaños esculpidos en la piedra. Por allí sube Fins.

Va surgiendo ante sus ojos la panorámica marítima más amplia de Galicia. Mira hacia el sur y tiene la sensación de que percibe la curva de la esfera terrestre. Es el mejor mirador para ver la ría como un gran escenario. Un vientre marino de la tierra. Por él se mueven, cruzando estelas, muy diferentes tipos de embarcaciones. Los barcos grúa van en dirección a las flotantes arquitecturas palafíticas, los grandes polígonos de bateas de cría de mejillón.

Fins mira ahora a su derecha. Allí, al oeste, el mar abierto, el océano Atlántico. Una infinita e inquieta monotonía de azogue ronco, en fundición, protege su enigma. Cada rizo o destello parece liberar un brote de ave de mar. Los graznidos van en aumento, como hacen cuando anuncian buenas o malas noticias. Una buena marea de pescado, o el temporal. El cielo parece despejado, pero no se vislumbra una claridad entusiasta.

Detrás de la línea del horizonte, no sabemos cómo despertará el agua dormida.

El sonido de un motor sube por la carretera. Fins se oculta entre las rocas.

Quien conduce no duda. Gira, sigue otras roderas por tierra, y aparca el Mercedes Benz con ruedas de bandas blancas en la amplia explanada del primer mirador.

El Viejo madrugaba. Tuvo que hacer un largo recorrido. Ir bordeando la ría. No podía ser una cita cualquiera. Nunca llamaba en persona por teléfono. Utilizaba palomas mensajeras: personas de la máxima confianza. Así que ésta no podía ser una cita cualquiera. El «pescado» que le habían vendido no estaba podrido. Descendió entre los tojales y buscó la mejor perspectiva. Palpó bajo la cazadora la cámara fotográfica, acarició la Nikon F, como había visto hacer de niño a un cazador con el hurón. Mariscal estaba de espaldas, inconfundible con su traje de lino blanco, el panamá y la bengala. De espaldas, y al lado del busto de piedra de Ramón María del Valle-Inclán, tenía un porte escultórico.



El tiempo pasaba y los dos, vigilado y espía, empezaron a impacientarse. Mariscal miró el reloj de cadena dos veces, pero no tantas como hacia el cielo por el Oeste. Allí donde se divisaba ya la primera línea del frente de las Azores. Pasó hacia arriba, lento y rugiendo, un camión maderero. Mariscal fue siguiendo de soslayo la trayectoria, hasta que desapareció tras la curva, hacia la sierra.

Fins no había perdido la esperanza. Toda la vida había sido adiestrado para lo imprevisible. Se oyó la maquinaria pesada. La tormenta siempre manda a la aviación por delante. Mariscal miró por tercera vez el reloj. Era su hurón. Y su forma de guardarlo en el bolsillo del chaleco. Escrutó los alrededores con suspicacia. También el busto de piedra del escritor. Golpeó en la base de la escultura con la contera de la bengala para sacudir el barro. Se subió al auto, maniobró marcha atrás y luego enfiló por donde había venido.

No, no habría encuentro en la cumbre.

Fins palmeó con camaradería la cámara. Iban de vacío. O casi. Por lo menos llevaban una foto artística de El Viejo.

Un día es un día.

Alguien había vendido dos veces el mismo pescado.

 


Date: 2016-01-03; view: 554


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