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Capítulo XVI

 

– Usted cree en esa candidez de que un mundo en el que todos leyesen, en el que todos fuesen cultos, sería mejor. Se imagina lugares como Uz en los que en cada casa hubiese una biblioteca, y que en cada taberna, un club de lectores. Y que cuando hubiese un crimen fuese con alto estilo. Que los criminales tuviesen la prosodia de un Macbeth o de un Meursault.

– Creo que en ese punto no desmerecemos. En la historia de España se ha matado con mucha elocuencia. Hasta los grandes poetas le hicieron un florilegio a Felipe IV por matar un toro con arcabuz.

Estaban en el bar del Ultramar, en el claroscuro de la mesa de la esquina próxima al ventanal que daba a la costanera. Allí conversaban casi todos los días, al atardecer, después de que el viejo maestro acabase las clases. Basilio Barbeito estaba hospedado en el propio Ultramar. En temporada de invierno, y excepto algún visitante muy ocasional, él era el único huésped. El doctor Fonseca tenía casa propia en la ciudad, cerca de la consulta. Para la pareja, en especial para Sira, que preparaba las comidas y lavaba la ropa, el maestro, con el tiempo, era uno más de la familia. Que se supiese, no tenía a donde ir. Aunque allí, al Ultramar, llegaban muchas cartas a su nombre, algunas con las bandas azul, roja y blanca del correo aéreo. Era poeta. Sin libros. Pero iba sembrando sus poemas por el mundo adelante, en pequeñas revistas. Y además, trabajaba desde hacía mucho tiempo en un Diccionario de eufemismos y disfemismos de las lenguas latinas.

– No comprendo, Barbeito, cómo con lo que ha visto, con las que ha parado, se dedica a arañar chispas de esperanza.

– Es usted quien lucha contra la muerte. A mí no me queda sino hacerle poemas para distraerla.

– ¿Luchar contra la muerte? Siempre le casan las cuentas -dijo el doctor Fonseca-. Sale a lo suyo, y si no se lleva a uno, se lleva a otro al que no le tocaba.

– Debería patentar esa ley.

– Ya está patentada hace siglos. Lo que yo hago es por obligación. Una obligación cada vez más fatigosa. Usted es quien tiene vocación redentora. Eso lo perjudica. Su poesía es benéfica, como la calefacción.

El Desterrado recibió la crítica con sorna triunfante: «¡Para que luego digan que la poesía no sirve para nada! Antes, cuando tenía energía, hacía poemas fúnebres. Ahora, en la vejez, estoy hímnico, festivo panteísta, estupendo. Para mí un poema es como estrechar la mano. Usted, Fonseca, conoce mejor la flecha».

– ¿Qué flecha?

– La de la terrible belleza.

– En ocasiones, sí, pienso en el texto del cuerpo. Ahí se dan a la vez todos los géneros. El erótico, el criminal, el viaje, el terror gótico… Pero estoy castrado por el puritanismo científico. Me falta la osadía para hacer del leucocito un héroe, como Ramón y Cajal: «El leucocito errante abre brecha en la pared vascular desertando de la sangre a las comarcas conjuntivas». ¡Épico!



– No se equivoque. Usted podría ser un Chejov -dijo de pronto el Desterrado-. ¿Por qué no escribe, por qué no suelta lo que tiene dentro antes de que explote?

– Porque no tengo cojones.

– Amigo Fonseca, permítame un reproche solemne. El silencio del que sabe es una sustracción para la humanidad.

Cuando Basilio Barbeito adoptaba adrede el tono grandilocuente, con una seriedad cómica no exenta de intención, el doctor Fonseca seguía el juego retórico y solía responder con un melancólico verso robado a Rosalía de Castro, que él transformaba en un estribillo burlón: «¡Campaíñas timbradoras, Barbeito!».

Pero esta vez, no. Esta vez añadió:

– Ni tengo cojones. Ni tengo derecho. Lo que tengo que escribir no lo puedo escribir. ¿Sabe cuando el viejo pastor se encuentra a Edipo Rey? «Estoy a punto de contar algo terrible, pero tengo que contarlo.» Eso es, más o menos, lo que dice el pastor. Y Edipo responde: «¡Y yo tengo que oírlo!». ¡Qué par más grandioso!

Lo que daría por poner en azul de metileno de Ehrlich el proceso que pasaba por su mente. Estaba en el castillo de Santo Antón, en A Coruña, detenido cuando el golpe militar. Un montón de hombres presos. Sin saber si todo aquello iba a acabar en tragedia o en un estupor pasajero. Pero antes del anochecer apareció un oficial con un ayudante, un soldado jovencito. Y el oficial dio una orden de lectura a aquel que hacía las veces de secretario. Era una lista de gente. No había ninguna explicación sobre el destino, sólo la idea abstracta de «traslado» que soltó el oficial. Prepárense para un traslado. Así, sin más, la palabra sonó con el rubor del terrible eufemismo. Y entonces Luis Fonseca oyó su nombre completo. Calló. No sabe cuánto duró aquel silencio. El soldado repitió más alto. De entre el montón de gente, se abrió paso un hombre. Era mayor que él. Unos diez años, más o menos. Después se enteró de que era un mecánico. No sabía nada de él, no eran familia, pero tenían el mismo nombre. Yo soy Luis Fonseca, dijo con decisión. Lo mataron esa misma noche. He aquí una versión verdadera del clásico asunto del Doble.

– Pero yo no soy ni el pastor ni Edipo -dijo el doctor Fonseca-. Ni estoy a punto ni tengo nada que decir.

– Usted es de la misteriosa estirpe de Dictinio -dijo el maestro-. En el siglo vi, escribió Libra, un homenaje al número 12, lo quemó por temor y sólo nos dejó la gran frase de la historia de Galicia: «Jura, perjura, pero jamás reveles tu secreto». Razones tendría. Lo respeto.

Mariscal se había acercado y sentado a la mesa, como solía hacer otras tardes. A tiempo para oír aquella especie de dimisión por parte de Fonseca. El salmo 135 bailó en la punta de la lengua, pero había demasiada amargura en el enmudecimiento del doctor para irle con la matraca.

– ¿Y usted, señor Mariscal? -preguntó Barbeito para salir del pozo.

– ¡Yo soy unamuniano!

Otras veces lo dejaba así, como una declaración estrambótica. Pero en esta ocasión consideró procedente desarrollar su tesis: «Creo que hay que aparentar tener fe, aunque no se crea. Siempre se lo digo a don Marcelo. Está bien que los curas coman a placer, y beban el mejor vino, e incluso forniquen. Pero tienen que esforzarse en creer, porque el pueblo necesita la fe. Aquí nadie cree en nada. Ése es el problema. Todo eso está en Unamuno. ¡Sí, señor!».

Llamó la atención de Rumbo. Sin palabras, haciendo una serie de gestos que el otro interpretó con un asentimiento. Al rato, el encargado posó en la mesa una botella del andarín.

– ¡Sin tasa, señores! Llegó por el mar, como llegaban antaño los santos a Galicia.

– Usted tendría mucho que contar, Mariscal -dijo el doctor Fonseca-. Unas magníficas memorias diabólicas.

Hizo sonar el badajo del hielo. Después tomó un sorbo con deleite.

– La sinceridad no es buen negocio. Como bien saben, pasé un tiempo en el seminario. Corren muchos rumores, chismorreos. ¡Cosas invertebradas! Todo mentira. Pero hoy es un buen día para confesarme. Una vez el rector me llamó a solas y me preguntó si de verdad tenía vocación. Y yo le dije que sí, claro. Pero ¿cuánta vocación? El quería saber cuánta vocación. Y yo le respondí que mucha. Pero ¿cuánta? Y entonces le dije que quería ser Papa. Se quedó de piedra. Como si le hubiera dicho algo terrible.

– ¿No dijo usted que quería ser Dios? -apuntó lacónico el doctor Fonseca.

– No. Ésa es una leyenda. Es verdad que un muchacho de Nazaré lo intentó y lo consiguió. Lo de ser Dios.

Bebió un sorbo más corto. Chasqueó la lengua.

– ¿Ya se lo había contado antes? ¡Vaya hombre! Los clásicos somos así.

 

– ¿Tomamos otra, entonces? -preguntó Rumbo.

Hacía tiempo que se habían quedado los dos solos. Sin palabras. Desde el fondo de la sala llegaban encadenadas voces urgidas, tiros y chirridos de coches y convoyes. En la televisión, Brinco miraba El fugitivo.

– ¿Qué le importa una raya más al tigre?

Sira salió de la cocina. A tiempo para cruzarse con su marido, que venía con el repuesto. Una nueva botella del alegre andarín.

– ¿Adónde vas? ¡Ya basta por hoy!

Mariscal se levantó como un resorte al oír la voz tronante. Pero al intentar moverse, se tambaleó.

– ¡Un café! -dijo forzando la vis cómica-. ¿Cómo lo quiere el señor, con coñac o sin coñac? ¡Sin café!

El número iba dirigido a Sira, pero ella no hizo ninguna concesión. Ningún gesto.

– Déjalo estar -dijo él, y echó a andar hacia fuera-. ¡Abrid la puerta, que no cabe!

– Lo llevo yo -dijo Rumbo.

Mariscal se dio la vuelta y lo apuntó con el dedo índice.

– ¡De ninguna manera! ¿Quieres que nos matemos juntos, Simca Mil? Iré por la fresca. El mar lo cura todo.

– Puedes dormir aquí -dijo Sira-. La posada es tuya.

Ahora era él el que estaba tenso. Malhumorado.

– ¡Ni hablar! Mariscal siempre pernocta en su casa.

– ¡Acompáñalo! -le dijo Sira a Brinco.

El chico se levantó de modo mecánico, sin decir nada, como si ya supiese el resultado de la intriga. Fue detrás de la barra y volvió con una linterna.

– Eso está bien -dijo Mariscal-. ¡Vamos a capear el temporal!

 

Brinco marchaba delante. Con andar inquieto. Movía la linterna de arriba abajo, y de un lado a otro, adrede, como un machete. Detrás, Mariscal canturreaba. Resollaba. Canturreaba. Se detuvo. Respiró jadeante.

– Hace algo de frío -dijo.

Cuando llegaron al muelle nuevo, ya cerca del centro del pueblo, Brinco apuntó a las aguas con la linterna. En la boca de una alcantarilla que vertía al mar se apiñaban los múgeles. Una turba ansiosa de cuerpos entrelazados en el fango.

Una parte del golem marino se revolvió con el foco. Mariscal se acercó a mirar.

– ¡Esos carroñeros se comen hasta la luz!

En ese momento tropezó en la junta de una losa y resbaló un poco, hasta tambalearse justo en la línea del muelle. Con mucho cuidado, buscó el asiento de un noray. Ahora Brinco estaba allí en lo alto. Mariscal se había dado cuenta de que el chico no se había movido. De que fingía ignorar el accidente.

El foco de la linterna iba recorriendo la manada voraz de los peces en el vertido.

– Sí que comen la luz -dijo Mariscal-. ¡Mira, mira cómo la mastican!

Se dejó ir, inclinado, y parecía que la caída era inevitable. Fue entonces cuando Brinco tiró de él con fuerza para el firme.

 

El silencio mudo

 


Date: 2016-01-03; view: 496


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