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Capítulo XIII

 

Fins, de vuelta de la descarga de tabaco, dejó su billete de mil pesetas encima de la mesa del mantel de hule. Amparo, la madre, paró de hacer encaje, sorprendida. El padre estaba escuchando la radio con la atención extra de quien amplía el pabellón de la oreja con la palma de la mano. Cassius Clay, llamado ahora Muhammad Alí, acababa de ser desposeído del título de campeón del mundo de los pesos pesados por su negativa a cumplir el servicio militar y participar en la guerra de Vietnam. Lucho Malpica bajó el volumen del aparato y se puso de pie sobresaltado.

– ¿Y ese dinero?

– Es la paga del señor Rumbo. Por limpiar las cubas.

– Nunca se pagó tanto por limpiar unas cubas.

– Pues ya era hora de que pagaran mejor -dijo Fins, incomodado.

Lucho Malpica agitó el billete en la cara del hijo.

– A mí no me mientas. ¡Nunca!

El chico permaneció en silencio, abatido, rumiando las palabras de antes y después.

– Y la peor mentira es el silencio.

– Me pagó el señor Mariscal -dijo al fin-. Fui a una descarga de tabaco.

– ¡Hay que joderse! Más de lo que puede ganar uno peleando con el mar una puta semana.

Ahora eran dos rumiando el pasado y el presente.

– ¿Sabes cómo se hizo rico ese cabrón?

– Dicen que en Cuba. Antes de la revolución.

– ¿En Cuba?

Lucho Malpica había rehuido invariablemente el asunto Mariscal. Incluso evitaba nombrarlo, daba siempre un rodeo en el andar de la conversación, como quien procura no pisar una bosta en el camino. Esta vez algo se había puesto en marcha. Y el destino imparable era la ironía.

– ¿Y qué hacía en Cuba? ¿Qué oficio tenía?

– Dicen que fue mánager de boxeo, que organizaba combates. Que también tenía un cine. Yo qué sé, padre. Eso oí.

– Y vendía cucuruchos de maní. ¿En Cuba? ¡Ése nunca pisó América!

Lucho Malpica se dio cuenta de que no era fácil contar la historia de Mariscal. Para él mismo, que era de su quinta, había grandes zonas de sombra. Desaparecía y volvía. Y cada vez con una sombra más alargada que lo hacía también más poderoso.

– Después de la guerra, sus padres se dedicaron al estraperlo. Siempre habían andado metidos en el contrabando.

– Quien más y quien menos andaba en el contrabando -dijo la madre, de improviso-. Hay frontera, hay contrabando. Hasta yo, de joven, fui una vez lisa y volví preñada, Dios me perdone. Llevé para allá azúcar, y tres pares de zapatos de tacón, y traje café, además de la seda. Una vez y nunca más. No era pecado, pero era delito. Un día le pegaron un tiro a un chico portugués porque no atendió el alto. Llevaba un par de zapatos. La madre vino a ver el sitio donde había caído. Aún había una costra de sangre. La mujer se arrodilló, estiró un pañuelo y se llevó toda la mancha. No dejó un pigmento. Gritó: «¡No quiero que quede nada aquí!».



– Eso de lo que tú hablas era subsistencia -dijo Malpica-. Había gente que se alquilaba. El contrabando de barriga…

– Así fui yo -dijo Amparo-. Y antes encendí una vela a Santa Bárbara. Para que no tronase.

– Pero de lo que yo hablo no era para matar el hambre. Los Brancana tenían una organización. Esos contrabandistas de alquiler. Las mujeres, con la barriga. Pero con lo que hicieron dinero antes fue con el volframio. Luego con el aceite, gasolina, medicinas, carne. Y con las armas. Con lo que hiciese falta. Y a la madre, que había sido criada, cuando llegó a señorona, se le metió en la cabeza que uno de sus hijos tenía que ser obispo o cardenal. Alguien le dijo con retranca que también podía salirle mariscal. Y ella dijo muy contenta que por qué no, cardenal o mariscal. De ahí le viene el sobrenombre de Mariscal. Ya sabes que aquí las pillan al vuelo. Así que mandó a su preferido al seminario. A Tui. Burro no era. Siempre fue listo de más. Ya entonces resolvía… los problemas. Los suyos y los de los demás. Llegó a tener cuarto propio en el seminario y lo convirtió en un mercado de abastos. Claro que también algún cura compartía el negocio. Por entonces conoció a don Marcelo. Él también estudió allí.

– Don Marcelo es de otra madera -intervino Amparo.

– ¡Todos los santos tienen picha! -exclamó Malpica.

– ¡No hables para la feria, Lucho! El que calla bien habla.

– Yo hablo redondo. No se las callo ni al hijo del sol… Bah, dejémoslo así. Y lo que aquí se dice, Fins, va de boca a oreja.

– Pero ¿por qué se marchó del seminario? -preguntó el hijo.

Malpica sonrió a Amparo, buscando complicidad en el relato.

– Debió de estar unos tres años. El dice, cuando está chispa, que fue por querer ser Papa. Lo que no niega es que montó un negocio de venta de víveres. Por lo visto, tenía un ultramarinos debajo de la cama. Había hambre y frío. Y él se aprovechó. Incluso tenía licor, café y novelas del Oeste. Siempre fue un proveedor competente. Pero yo creo que no lo echaron por eso. Eso tenía arreglo. El caso es que se produjo el robo de un cáliz y de una imagen en la romería a una capilla en la que él fue de monaguillo.

Y encontraron el cáliz en el colchón. De la Virgen nunca más se supo. Eso sí. Siempre tuvo gusto para las vírgenes. La familia tapó el asunto, compensando a la Iglesia con dinero. Pero todo eso se quedó y se quedará para siempre en la sombra. Como lo que vino después.

El padre se volvió hacia la radio y fue moviendo despacio el dial, tratando de sintonizar bien alguna frecuencia. También para las ondas radiofónicas, A de Meus era un lugar de sombra. Fins temió que la lucha contra las interferencias pusiese fin a la historia de Mariscal.

– ¿Qué pasó después que no se sepa?

– Estuvo en la cárcel.

– ¿Mariscal en la cárcel?

– Sí, señor. Tomás Brancana, Mariscal, estuvo en la cárcel. Y no de visita. Primero ayudó en negocios de la familia, que ya estaba muy asentada. Pero él era emprendedor.

Y descubrió un negocio magnífico. Se hizo con un camión cisterna… No llevaba aceite, ni vino. ¡Llevaba gente! Tenía sus ganchos, los engajadores, en Portugal. Los emigrantes le daban todo lo que tenían para llegar a Francia. Y él, de noche, en un monte cualquiera de por ahí, los hacía bajar y gritaba: «¡Ya estáis en Francia, cono! La France, acordaos. ¡A correr, a correr!». Y ni Francia, ni hostias. Los dejaba a veces de este lado de la frontera, perdidos en cualquier monte nevado, sin comida, sin un puto duro, muertos de frío. Un día hubo un choque, un accidente, y no tuvieron más remedio que descubrirlo, porque iba él al volante. En la cárcel estuvo, pero no mucho tiempo. Eso ya nadie lo sabe. No creo ni que haya sumario. El mal flota bien. Flota como el fuel, bajo la superficie. Y tenía un buen escote hecho. ¡Y socios! Así que cuando dicen que estuvo en América, tú ponle nombre a ese país: el hotel de la calle del Príncipe.

Fins Malpica estaba recordando la primera vez que oyó hablar de cerca a Mariscal. Aquella perorata que les había soltado en la Escuela de los Indianos cuando descubrieron el cargamento de güisqui de contrabando. Trataba de recordar los latinajos y la retórica en la que se envolvían: «Si aprendéis bien esto, tenéis media vida ganada. Y el resto también es muy fácil. Oculos habent, et non videbunt. Tienen ojos y no ven. Aures habent, et non audient. Tienen oídos y no oyen».

Tienen boca y no hablan.

– Estarás pensando que sé mucho de ese hombre para no haber contado nada. Pues tienes razón. ¿Sabes, entre otras cosas, por qué lo sé? Porque yo también quise llegar a Francia… Después, cuando pude ir legalmente, ya no quise. Me quedaron los carámbanos en la barba. ¿Sabes una cosa? Ese hombre sólo hizo algo bueno en su vida: chamuscarse las manos en la Escuela. Dijeron que fue por los libros, pero fue por los animales disecados. Mejor aún. Disecados todavía daban más pena. Ni el zorro podía huir. Eso sí que lo hizo. Y no sé por qué.

 

Fins miró fijamente durante un rato las cicatrices de quemaduras en las manos de su padre. Lucho Malpica estaba haciendo una bola con el billete que había traído el hijo y la tiró encima de la mesa. La bola hizo un extraño en el hule y rodó hacia el lado de la madre.

– Algo de culpa la tiene ella -soltó de pronto Amparo.

– ¿Quién es ella? -preguntó Lucho.

– Esa descarada que lo trae loco. La hija de Antonio. Y tú deberías decirle algo al padre, para eso andáis juntos en el mismo barco.

Lucho miró al hijo y luego a la mujer. Deberían saber que en el barco se escupen las penas al mar.

– ¿Qué le voy a decir? ¿Que la deje atada en casa?

– No sería mala idea. Anda suelta de más. Hasta le gusta andar descalza. Parece una vagabunda.

– No es cosa nuestra -dijo Malpica con acritud. No era capaz de disimular cuando le fastidiaba una conversación-. Que ande como quiera.

Pero aún llevaba peor una avería en la atmósfera de la casa. Así que añadió al rato, con voz conciliadora:

– Algo hablamos, mujer. Pero a Antonio no le toques a su hija. Es lo más precioso que hay en este mundo. Lo único que tiene. Mataría por ella.

 


Date: 2016-01-03; view: 687


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