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Capítulo III

Manuel Rivas

Todo es silencio

 

El silencio amigo

 

Capítulo I

 

La boca no es para hablar. Es para callar.

Era un dicho de Mariscal que su padre repetía como una letanía y que Víctor Rumbo, Brinco, recordó cuando el otro muchacho, aterrado, vio lo que había en el raro envoltorio que él había sacado del cesto de pescador y preguntó lo que no tenía que preguntar.

– ¿Y eso qué es? ¿Qué vas a hacer?

– Tienen boca y no hablan -respondió lacónico.

La marea estaba baja o pensando en subir, en una calma atónita y destellante que allí resultaba extraña. Estaban los dos, Brinco y Fins, en las rocas próximas al rompiente, al pie del faro del cabo de Cons, y no muy lejos de las cruces de piedra que recuerdan a náufragos y pescadores muertos.

En el cielo, teniendo como epicentro la linterna del faro, las gaviotas picoteaban el silencio. Había un saber burlón en aquella alerta de las aves del mar. Un cuchicheo de forajidos. Se alejaban para luego retornar más cercanas, en círculos cada vez más insolentes. Se tomaban esa confianza, compartiendo con jactancia un secreto que el resto de la existencia prefería ignorar. Brinco miró de soslayo, divertido con el escándalo de las aves del mar. Sabía que él era la causa de la excitación. Que estaban al acecho.

Que esperaban la señal decisiva.

– Mi padre sabe el nombre de todas estas piedras -dijo Fins, intentando desatarse del curso de las cosas-. Las que se ven y las que no se ven.

Brinco ya había aprendido a tener desdén. Le gustaba ese sabor de las frases urticantes en el paladar.

– Las piedras no son más que piedras.

Brinco empuñó el cartucho de dinamita, ya montado con la mecha. Con el estilo de quien sabe cómo se usan.

– Tu padre será un lobo de mar, no lo niego. Pero vas a ver cómo se pesca de verdad.

Prendió al fin la mecha del cartucho. Tuvo la sangre fría de sostenerlo un instante en alto, ante la mirada espantada de Fins. Lo arrojó luego con fuerza, con entrenada destreza, por encima de las cruces de piedra. Al poco, se oyó el retumbe del estallido en el mar.

Ellos esperaban. Las gaviotas se agitaban más, en jauría voladora, con un chillar cómplice, jaleando cada salto de Brinco en las rocas. Fins tiene la mirada clavada en el mar.

– Ahora va a ser una marca de miedo.

– ¿El qué?

– Los peces no vuelven. Donde estalla la dinamita, no vuelven.

– ¿Por qué? ¿Porque lo dice tu padre?

– Eso se sabe. Es el esquilme.

– Sí, hombre, sí -se burló Brinco.



En el Ultramar había oído conversaciones parecidas y sabía la respuesta para acallarlas: «¡Ahora va a resultar que los peces tienen memoria!».

Se sonrió de repente. Una fuerza puede con otra en el interior y es la que articula la sonrisa. Lo que le vino a la boca fue una sentencia de Mariscal. Una de esas frases que otorgan un triunfo, mientras Fins Malpica está cada vez más intimidado en la espera, callado y pálido como un penitente. El hijo del Palo de la Santa Cruz.

– Si eres pobre mucho tiempo -dijo Brinco con la medida contundencia-, acabas cagando blanco como las gaviotas.

Sabe que con cada sentencia de Mariscal queda el campo despejado. No fallan. Le fastidia, por otra parte, tener esa fuente de inspiración. Pero le ocurre algo curioso con el lenguaje de Mariscal. Aunque quiera evitarlo, le viene a la boca, se apodera de él. Como ponerle el rabo a las cerezas. Ésa es otra. Otra frase que se enganchó. No falla.

Brinco y Fins se sentaron en una roca y metieron los pies descalzos en una poza de agua, de las que deja la bajamar. En aquella pecera, la única vida visible era el jardín de las anémonas. Jugaron a acercar los dedos de los pies. Ese simple movimiento provocaba que la falsaria floración agitase sus tentáculos.

– Las muy putas -dijo Brinco-. Simulan ser flores y son sanguijuelas.

– La boca es también el culo -dijo Fins-. En las anémonas es el mismo agujero.

El otro lo miró incrédulo. Iba a soltar una bravata. Pero se lo pensó mejor y calló. Fins Malpica sabía mucho más que él de peces y animales. Y del resto. Por lo menos en la escuela. Así que lo que hizo Brinco fue agacharse, pillar algo en la poza y llevárselo a la boca. La cerró y mantuvo la cara inflada como un bofe. Al abrirla, sacó la lengua con un pequeño cangrejo vivo.

– ¿Cuánto tiempo puedes aguantar sin respirar?

– No sé. Media hora o así.

Fins quedó pensativo. Sonrió para dentro. Con Brinco ése es el juego, hay que dejarse ganar para que esté a gusto. Hacerse el tonto.

– ¿Media hora? -dijo Fins-. ¡Qué mierda!

Era la primera vez que se reían juntos desde que llegaron al cabo de Cons. Brinco se levantó y escudriñó el mar. Con ese movimiento, ese gesto de poner la mano de visera, en el cielo se intensificó el bullicio. Un chillido torvo picoteó la atmósfera en su punto más débil. Entre espumarajos, como hervidos por el mar, aparecieron los primeros peces muertos. Brinco se apresuró a capturarlos con el salabardo. Traían la tripa reventada. En la palma entristecida de la mano, contrastaban más el fulgir plateado de la piel y la sangre de las gallas abiertas.

– ¿Ves? ¿Es o no un milagro?

 

 

Capítulo II

 

Él era el hijo de Jesucristo. El hijo de Lucho Malpica. Decían: es el hijo de Lucho. O: es el hijo de Amparo. Pero era más conocido por el padre. Porque el padre, entre otras cosas, llevaba ya varios años haciendo de Cristo el día de la Pasión, el Viernes Santo. Cuando era más joven había hecho de soldado romano. Incluso llevó el látigo para azotar la espalda de Edmundo Sirgal, el Cristo anterior, que también era marinero. Lo que pasa es que Edmundo se marchó a las plataformas petrolíferas del Mar del Norte. Y el primer año todavía logró volver para que lo crucificasen. Pero luego hubo algún problema. La gente se va y a veces pasa eso, que de pronto se pierden las señas. Así que hacía falta un Cristo y sólo había que mirar a Lucho Malpica. Porque había otro barbas que podía hacerlo, el Moimenta, pero le sobraba un quintal de grasa. Como bien dijo el cura, Cristo, Cristo puede ser cualquiera, pero que no tenga tocino. Un buen Cristo no tiene tocino, es todo fibra. Y dieron con Lucho Malpica. Fuerte y flaco como un huso. De la misma madera que el palo de la cruz que lleva a cuestas.

– Ese es medio pagano, don Marcelo -dijo un ronchas de la cofradía.

– Como todos. Pero da un Cristo de primera. ¡Un Cristo de Zurbarán!

Malpica era un tipo inquieto. Ardía con la prisa. Y valiente, con las tripas en la mano. El hijo, Félix, Fins para nosotros, era más parecido a la madre. Más apocado. Tenía días, claro. Aquí el que más y el que menos tenemos mareas vivas y mareas muertas. Y él tenía esos días de momia, de quietismo. Ensimismado, en silencio.

El caso es que no tuteaba a su padre, pero tenía esa confianza con él. No lo tildaba de padre o de papá. Preguntaba por Lucho Malpica. El marinero, fuera de casa, era como un tercer hombre, al margen de padre e hijo. El muchacho debía proteger al hombre. Tenía que cuidar de él. Cuando lo veía llegar borracho, iba corriendo a abrir la puerta, lo guiaba por las escaleras, y lo encamaba como un clandestino, para que no hubiese lío en casa, porque la madre no soportaba aquellos naufragios. Una vez, con ocasión de los pasos del Calvario, la madre le dijo: «No le llames Lucho cuando va con la cruz». Porque para él, de pequeño, era un honor que su padre fuese el Crucificado, con la corona de espinas, el reguero de sangre en la frente, aquella barba rubia, la túnica con el cordón dorado, las sandalias. Le llamaban mucho la atención las sandalias, porque entonces no era un calzado que llevasen los hombres en Brétema. Había mujeres que sí, en verano. Una veraneante que se hospedaba con su marido en la posada Ultramar. Llevaba pintadas las uñas de los dedos. Dedos que refulgían con un esmalte de ostra. Dedos niquelados. Toda la chavalería alrededor, como quien busca monedas en el suelo. Todo por la madrileña con los dedos de los pies pintados.

Los dedos del Cristo tenían matas de pelo, las uñas como lapas, y aun con las sandalias, se doblaban para sujetarse al suelo, como cuando se ceñían a la costra aristada de las peñas. Antes de la procesión, lo llamó aparte. «Vas al Ultramar y le dices a Rumbo que te dé una botella de agua bendita.» Y él sabía de sobra que no era agua de la pila santa. No, no iba a decirle nada a la madre. Ni falta que hacía que se enterase. Ya había hecho otras veces el trabajo de Cana. Así que salió pitando para ir y volver en un santiamén. Y por el camino decidió darle un tiento. Sólo un chupito. Sólo un chisguete. Si a todos les sentaba bien, algo tendría. A él también le venía de perlas ese día levantar la paletilla. Sintió que le ardían las entrañas, pero también el reverso de los ojos. Respiró a fondo. Cuando el aire fresco fue apagando aquel incendio de las entrañas, tapó y envolvió bien la botella en el papel de estraza y apeló a los pies para llegar antes de que el padre cargase con el Palo de la Santa Cruz.

En la procesión gritó todo contento:

– ¡Padre, padre!

Y la madre murmuró ahora: «Tampoco le llames padre cuando va con la cruz».

Qué bien lo hacía, qué voluntad ponía en aquella aflicción.

– ¡Qué Cristo, qué verosímil! -se oyó que decía el Desterrado al doctor Fonseca. En Brétema todo el mundo tenía un segundo nombre. Algo más que un apodo. Era como llevar dos rostros, dos identidades. O tres. Porque el Desterrado era también, a veces, el Cojo. Y ambos eran el maestro, Basilio Barbeito.

Lo hacía bien, Lucho Malpica. El rostro dolorido, pero digno, con la «distancia histórica», dijo el Desterrado, la mirada de quien sabe que los que ayer adulaban mañana serán quienes más nieguen. Incluso se tambaleaba al andar.

Llevaba un peso que pesaba. Alguno de los latigazos, por el entusiasmo teatral de los verdugos, acababa doliendo de verdad. Y luego, a trechos, aquel cántico de las mujeres: «¡Perdona a tu pueblo, Señor! ¡Perdona a tu pueblo, perdónalo, Señor! ¡No estés eternamente enojado!». El Desterrado hizo notar que la escenografía celeste ayudaba. Siempre había para esa estrofa un nubarrón a mano para eclipsar el sol.

– ¡Verosímil! Sólo falta que lo maten.

– ¡Y qué cántico más espantoso! -dijo el doctor Fonseca-. Un pueblo acoquinado, doliente de culpa, rogando una sonrisa a Dios. Una migaja de alegría.

– Sí. Pero no se fíe. Estas cosas del pueblo llevan siempre algo de retranca -dijo el Desterrado-. Fíjese que sólo cantan las mujeres.

El Ecce Homo miró de soslayo al hijo y guiñó el ojo izquierdo. Esa imagen le quedó al niño para siempre en la cabeza. Pero también aquella expresión admirativa del maestro. Qué verosímil. Intuía lo que significaba, aunque no del todo. Tenía que ver con la verdad, pero pensó que era algo superior a la verdad. Un punto por encima de lo verdadero. Se quedó con aquella palabra para definir aquello que más lo sorprendía, que lo maravillaba, que deseaba. Cuando por fin abrazó a Leda, cuando fue capaz de dar aquel paso y salir de las islas, y avanzar hacia ella, el cuerpo aquel que venía del Mar Tenebroso, lo que pensó fue que no podía ser verdad. Tan bárbara, tan libre, tan verosímil.

 

 

Capítulo III

 

En el balanceo del ataúd, el espacio cerrado y oscuro, Fins sintió su propia respiración jadeante.

El espacio era un verdadero féretro flotando en el mar, muy cerca de la orilla donde rompen y espumean las olas. A modo de una gamela, estaba atado por un cabo sostenido por Brinco. Tiraba de él, atrayéndolo, y volvía a dejarlo ir aprovechando el reflujo de las aguas. A su lado, sobre la arena, había algunos ataúdes enteros y otros rotos, extraños botes moribundos, los forros rojos a la vista, restos perplejos de un naufragio del Más Allá.

El juego empezaba a angustiarlo. Para tranquilizarse, como hacía con otros ahogos, Fins trató de acompasar su respiración agitada al son y al ritmo del repique de las olas.

Contó diez inspiraciones. Empezó a gritar.

– ¡Brinco! ¡Brinco! ¡Sácame de aquí, cabrón!

Esperó. No sintió ninguna voz ni notó ningún movimiento especial que indicase que la llamada iba a ser atendida. A veces, se sorprendía hablando a solas. Pensó que era otra rareza suya, una derivación más del pequeño mal. Pero cuando uno encuentra una avería, procura inspeccionar hasta qué punto es común. Y había llegado a la conclusión de que todo el mundo hablaba solo. La madre. El padre. Las mariscadoras. Las pescaderas. Las recogedoras de algas. Las lavanderas. La lechera. El peón caminero. El ciego Birimbau. El cura. El Desterrado. El médico Fonseca, en sus paseos solitarios. El encargado del Ultramar, el padre de Brinco, cuando sacaba brillo a las copas. Mariscal, después de chocar el badajo de hielo en su vaso de güisqui. Leda, con los pies descalzos en el ribete de las olas. Sí, todo el mundo hablaba solo.

– Qué cabrón. Te voy a arrancar el alma del cuerpo. Los gusanos de la cabeza uno por uno.

Batió adrede con la frente en la tapa del ataúd. Volvió a gritar, esta vez al límite de sus fuerzas. Un socorro internacional.

– ¡Víctor, hijo de puta!

Se lo pensó mejor. Aún había otra posibilidad. Lo que más lo enfurecía.

– ¡Me cago en tu padre, Brinco!

Bueno. Si eso no surtía efecto de inmediato, habría que resignarse. Respiró profundamente. Soñó que venía Nove Lúas a echarle una mano. Y por la orilla, descalza, jugando a equilibrista con las chinelas en la mano, se acercó Leda. Llevaba en la cabeza, sobre un rebujo de trapos, una canasta de pesca, hecha de mimbre, llena de erizos de mar.

Al ver a la chica, Brinco tiró con fuerza del ataúd hacia la orilla.

– ¿Qué haces? Eso trae mala suerte.

Brinco se llevó el dedo índice a la boca para que callase. Leda dejó la cesta posada en la arena y se acercó intrigada al ver aquellos restos de muerte futurista arrojados a la playa.

– ¡Déjate de tonterías y ayúdame! -ordenó el muchacho.

Leda le hizo caso y también tiró de la cuerda hasta que el ataúd flotante quedó varado en la arena.

– Dentro hay un bicho asqueroso -aseguró Brinco burlón-. ¡Ven a ver!

Leda se acercó con curiosidad, pero también con desconfianza.

Brinco levantó la tapa del féretro. Fins permaneció inmóvil, la cara pálida, conteniendo el aire, amarrados los brazos al cuerpo por un cinturón muy apretado, con los ojos cerrados y la postura de un cuerpo difunto.

Leda lo miró con asombro, incapaz de hablar.

– ¿Resucitas o no, calamidad? -preguntó Brinco con sorna-. ¡Llegó la Virgen del Mar!

Fins abrió los ojos. Y se encontró con el rostro asombrado de Leda. Ella se puso de rodillas y lo miró con los ojos muy abiertos, con una humedad brillante, pero de pronto alegres. Lo que dijo fue una protesta:

– ¡Sois idiotas! ¡No se juega con la muerte!

Leda tocó con las yemas de los dedos los párpados de Fins.

– Jugar? Estaba muerto -dijo Brinco-. Tenías que haberlo visto. Se quedó pálido, tieso… ¡Joder, Fins! ¡Parecías un cadáver!

Leda exploraba a Fins, auscultándolo con la mirada, como si compartiese con ese cuerpo un secreto.

– No tiene nada. Sólo son… ausencias.

– ¿Ausencias?

– Sí, ausencias, ¡se llaman así! Ausencias. No es nada. Y no vayas largándolo por ahí…

La joven mira alrededor y enseguida cambia de tono: «¿Y esos ataúdes?».

– Ya tienen dueño.

– ¿No será tu padre?

– ¿Qué pasa? Fue el primero que los vio después del naufragio.

– ¡Qué casualidad! -exclamó Leda con ironía-. Siempre es el primero.

La expresión de Brinco se volvió dura: «Hay que estar despierto cuando los demás duermen».

Leda lo miró de hito en hito, sin perder la sorna: «¡Claro! Por eso dicen que tu padre aúlla por la noche».

Le gustaría pelear con ella. Una vez lo hicieron, jugar a luchas. Los tres. Cada vez que la ve, vuelve a sentir su jadeo. La furia insurgente de su cuerpo. El loco latir del corazón inyectando un ardor de neón en los ojos. Está más bonita callada. Ella no sabe para qué sirve la boca. Para callar.

– ¡Tú sí que debes tener mucho cuidado con lo que aúllas, Nove Lúas!

– Algún día alguien te arrancará el alma del cuerpo -dijo ella. Cuando se encrespaba le salía aquel hablar de otro tiempo. Una voz con sombra.

– Tienes mucha lengua, pero a mí no me das miedo.

– ¡Te han de quitar uno a uno los gusanos de la cabeza!

Fins se levantó del ataúd, espabilado de repente, y se apresuró a cambiar de conversación: «Entonces ¿es verdad que vais a vender los ataúdes en la posada?».

– Allí se vende de todo -dijo Brinco-. Y tú a callar, que estás muerto.

 

 

Capítulo IV

 

La gran playa de Brétema tenía forma de media luna. En la parte sur se ubicaba el barrio marinero de San Telmo, que creció como injerto de la aldea que fue cuna de todo, A de Meus, con sus pequeñas casas de piedra y puertas y ventanas de pinturas navales. Si siguiésemos al sur, encontraríamos los antiguos saladeros y el último secadero de pulpo y congrio. Allí, al abrigo del viento de las Viudas, se conserva la rambla del primer puerto. Y después de las rocas de punta Balea, la ensenada del Corveiro. En el centro, el pueblo, del que se desgranaban nuevas construcciones, como las fichas de un dominó revuelto al azar. Entre San Telmo y Brétema, yendo por la carretera de la costa, y antes de llegar al puente de la Lavandeira da Noite, está el crucero del Chafariz. Desde allí sale un desvío, en cuesta, que lleva a un altozano donde se levanta el Ultramar, posada, bar, tienda y bodega, con su anexo de salón de baile y cinema París-Brétema.

El extremo norte, con la linde natural del río Mor y su juncal, permanecía aún virgen. Era una zona de dunas, las más antiguas con abundante vegetación a sotavento, donde predominaba la paciencia verde azulada del cardo marino. La primera línea de médanos rompía en escarpa, allí donde batía la vanguardia de la tempestad. En la cumbre de estas dunas, ceñidos con la cabellera de las gramas, se alzaban en cresta, a contraviento, los tallos punzantes del barrón. Más al norte, protegida por una coraza natural de rocas, había otra playa de apariencia más secreta. Pero quien siguiese la pista, después de un pinar en la retaguardia de dunas grises y muertas, se hallaría con el portón blasonado y con los muros del pazo de Romance.

Así que lo que hacían los de las furgonetas era quedarse antes, en el extremo de la media luna, donde ni siquiera en verano, a excepción de los festivos, había muchos bañistas. La mayoría de los veraneantes no pasaban del juncal. Pero éstos, los de las furgonetas, no eran veraneantes. Eran otra cosa. Había algunos que llegaban en otra época del año. Como estos dos, esta pareja. Dejaron la furgoneta en un rincón al final de la pista que sirve de aparcamiento, allí donde comienzan las dunas. Es una Volkswagen, acondicionada como caravana. El vehículo tiene pintados los colores del arco iris y lleva cortinas en las ventanillas.

 

Leda no dijo nada. Ella solía hacer las cosas así, por libre y a la chita callando. Fins y Brinco lo que hicieron fue ir detrás. Treparon por la pendiente interior de una duna hasta que asomaron al escenario del mar. Podían ver sin ser vistos, ocultos por la melena de las gramíneas. Allí está, la pareja. Más que nadar, juegan con los cuerpos, a alejarse y a reencontrarse. Entre olas, en remolinos espumosos, procurando no perder pie. Por fin, el hombre y la mujer salen del mar. Van de la mano y corren riéndose por la arena en dirección a las dunas. Los dos son altos y esbeltos. Ella tiene una larga cabellera rubia. Es un día luminoso, con una luz nueva, de primavera, que centellea en el mar. A los espías, lo que ven les parece un hipnótico espejismo.

– ¡Son hippies! -dijo Brinco con cierto desprecio-. Lo oí en el Ultramar.

Y Leda susurró: «Pues a mí me parecen holandeses o así».

– ¡Sssssh!

Entre risas, Fins los mandó callar. La pareja, al buscar lo recóndito, se acercó más a los mirones. Los amantes se acariciaban con los cuerpos, pero también con el flujo y reflujo de alientos y palabras.

 

Ohouijet'aimejet'aimeaussibeaucouptuestplusbellequelesoleil tu m 'embrases

Ohouioucefeudetapeautuvienstuvienstumetues tu me fais du bien

 

El acelerado placer de los cuerpos en la arena, aquella violencia gozosa, el retumbe del susurrar, puso nerviosos a los vigías. Fins se agachó y se recostó en la trasduna y los otros dos lo imitaron.

– Es francés -aseguró Fins, colorado, en voz muy baja.

– ¡Qué más da! -dijo Brinco-. Se entiende todo.

Fue Leda quien se decidió a mirar por última vez. Y lo que vio fue el torso de la mujer, que estaba encima del hombre, a horcajadas, en cópula, y que levantaba la cabeza hacia el cielo y paraba todo el viento, y tensaba el cuerpo, y ocupaba el horizonte, todo lo que la mirada centinela podía abarcar. En lo más alto, la mujer cerró los ojos y ella también.

Y luego Leda se dejó caer rodando adrede. Y Fins y Brinco no tuvieron más remedio que seguirla.

 

– Si fuesen hippies, hablarían en hippy -dijo Leda.

Ya habían pasado el puente de la Xunqueira, pero todavía estaban inquietos. Aún no habían posado los cuerpos en los cuerpos. De vez en cuando, las bocas soltaban un soplido. No hablaban de lo que habían visto, sino de lo que habían oído sin entender.

Los otros dos se echaron a reír. Y a ella le pareció mal.

– ¡Era en broma!

– No, lo has dicho en serio -dijo Brinco para hacerla rabiar. Y volvió con el chiste-. ¡Los hippies hablan hippy!

– ¡Sois idiotas! Os falta un hervor. -No te enfades -dijo Fins-. No pasa nada. -¡Y tú vete a la mierda, a escribir en el agua! -le gritó Leda-. Eres como él.

 

 

Capítulo V

 

Caminaron cabizbajos por la orilla de la carretera de la costa. Los dos chicos llevaban las manos en los bolsillos y miraban el pisar descalzo de Leda sobre la grava. Ella iba jugando con las chinelas, haciéndolas girar con las manos como dos grandes libélulas.

A la altura del crucero del Chafariz, y al otro lado de la cuesta que lleva al Ultramar, subido a una roca, vieron a otro muchacho. Algo más joven. Los llamaba a gritos y movía y agitaba el brazo a la manera del banderín que reclama una urgencia.

– ¡Es Chelín! -dijo Leda-. Seguro que encontró algo.

Brinco no puede evitar la sorna cada vez que ve a Chelín: «Algo encontraría. Anda todo el puto día con el chirimbolo ese».

– A veces funciona, ¿verdad, Leda? -dijo Fins, conciliador.

– A éste, sí. ¡Pero por pelma! -protestó Brinco.

Leda los miró a los dos como quien reprocha una gran ignorancia: «Su padre ya descubría manantiales. Era vidente. Un zahorí. Todos los pozos de por aquí los señaló él, con las varas o con el péndulo. Hay gente así, que ve en lo oculto. Con poderes magnéticos». Aprendía en el río y el mar, lavando la ropa y mariscando. Su hablar tenía un burbujeo que la hacía visible. Una sobrecarga que la defendía. Y Leda todavía murmuró con lo que le quedaba de arranque: «Y hay gente que es todo humo. Que ni mata ni espanta. Que no ata ni desata. Y que anda por el agua sin verla».

– Amén -soltó Brinco.

– Será por eso que es un buen portero al fútbol -cortó Fins-. El poder oculto.

– ¡Será! Pero ¿adónde coño nos lleva? -gritó Brinco para que el guía oyese.

Leda echó a correr por delante hasta alcanzar a Chelín. Ella sí imaginó adónde iban. En un pequeño trecho, el camino se ahondaba, entre setos de laurel, acebo y saúco, que se curvaban con una voluntad de bóveda. Y, al fin, se alzaba en una escalinata bien losada. En las esquinas de los peldaños, el musgo se esponjaba y tenía el cuerpo de un erizo acurrucado. De repente, en el otero, una casa que parece sostenida y apuntalada por la naturaleza. Una de esas ruinas que quieren desmoronarse, pero no lo consiguen, y a las que las hiedras que cubren los muros no las resquebrajan, sino que las vendan. Tras una malla de aliagas y zarzas, se abren dos huecos. La puerta, con tablas descoyuntadas. Y una ventana desconfiada, vigilante.

El edificio está tan tomado por la vegetación que la parte visible del tejado es un campo de dedaleras y en los aleros se entrelazan los tallos rugosos de las hiedras para combarse de espaldas hacia el vacío como gárgolas góticas. Sobre el dintel de la puerta, el follaje respeta el azulejo, tal vez por las formas vegetales esmaltadas, de estética modernista, que orlan las letras de la leyenda: Unión Americana de Hijos de Brétema, 1920.

 

Chelín estaba muy metido en su papel. Concentró los sentidos, los de dentro y los de fuera, a la manera en que le había enseñado el padre zahorí. Aquel a quien llamaban O Vedoiro. Había algo especial en el péndulo que sostenía. El peso magnético que colgaba de la cadena era una bala de fusil.

Al principio, no se movía. Pero, al poco rato, el péndulo empezó a girar despacio.

Leda riñó a los incrédulos; «¿Veis?»

– Lo hace él con el pulso -se burló Brinco-. ¡Eres un farsante, Chelín! A ver, déjame a mí.

Chelín lo ignoró. Porque sabía que Brinco era un bicho y porque él estaba de verdad a otra cosa. Concentrado en la tarea con los flujos, depósitos y corrientes. Echó a andar, avanzó hacia el hueco de la puerta, y el péndulo giró a más velocidad.

– ¡Venga, sin miedo! -dijo Leda con ardor, porque además sabía que Brinco no las tenía todas consigo. Él, tan osado, siempre ponía pegas ante la Escuela de los Indianos. Siempre advertía que era un peligro, un lugar a punto de derrumbarse. Un sitio maldito.

El interior de la Escuela de los Indianos estaba en gran parte sombrío, pero había un cráter en el tejado por el que entraba un amplio foco de luz. Una claraboya accidental que se había abierto con un derrumbe casi circular de las tejas. Además, había en la techumbre una trama de agujeros y grietas que proyectaban en la penumbra un grafismo luminoso. Era tanto el espesor del aire, que se notaba el esfuerzo en el descenso de los trazos de luz. Pero ese abrirse paso no sólo era importante para los intrusos, sino para el propio lugar. Porque lo que iluminaba el gran foco de luz y, por partes, las finas linternas, era el gran mapa en relieve del mundo que ocupaba el suelo. Un mapamundi labrado en madera noble. En su tiempo, había sido tratado, barnizado, muy bien pintado, no con la idea de eternidad, pero sí de que acompañase como suelo optimista, entre el tiempo y lo intemporal, el futuro de Brétema. En la escuela de la Unión Americana de Hijos de Brétema, construida con las donaciones de los emigrantes, había esa particularidad que copió alguna otra: cada alumno se sentaba en un punto del mapa. Y se movía a lo largo de los años, de tal forma que cuando terminase sus estudios primarios podría decir, sí, que era un ciudadano del mundo. Pero había otros detalles que hacían singular la llamada Escuela de los Indianos. Las máquinas de escribir y coser. La gran biblioteca. Las colecciones zoológica y entomológica. Todavía queda alguna pieza, el espectro de algún ave, no se sabe muy bien por qué respetada, como la grulla de largo cuello suspendido en la incredulidad, al lado del esqueleto desarmable y pedagógico, por cierto manco, pues alguien se llevó un brazo. En la pared frontal, descoloridos como pinturas rupestres, los grandes árboles de las Ciencias Naturales y de la Historia de las Civilizaciones. Descolorido también ahora el mapa en relieve del suelo por el que caminan los jóvenes intrusos, con Chelín y su péndulo delante, moviéndose por países y continentes, por mares e islas, pues todavía se distinguen algunos nombres geográficos, en parte corroídos por el tiempo y el abandono.

 

Chelín se detuvo. El péndulo giraba más que nunca. Los había llevado hacia un rincón penumbroso. Aun así podía distinguirse un gran bulto cubierto por una lona en buen estado, lo que creó más expectativa, pues los visitantes no tenían interés en las reliquias. Gran parte del mobiliario y de las colecciones había sufrido los efectos de un incendio, en un período también arcaico, fuera del tiempo, que los mayores llamaban La Guerra. Todavía quedaban algunos libros por estantes polvorientos, sujetos por telarañas. Era muy poco lo que se conservaba. Sólo algunos visitantes furtivos entraban y rebuscaban a veces en lo podrido, en lo roído, en lo abatido. Cada año, sí, aumentaba el pueblo de murciélagos colgado de los ganchos de la sombra.

Nadie se atrevía. El propio Chelín detuvo la bala del péndulo y decidió levantar la lona por un extremo. Y el descubrimiento los dejó aturdidos. ¿Y esto qué es? La hostia. Dios bendito. Joder. Etcétera. Era un cargamento de cajas de botellas de güisqui. Pero no un cargamento cualquiera. Los muchachos miraron fascinados la imagen del incansable andarín Johnnie Walker.

– ¡Bule, bule!

Leda se adelantó y consiguió extraer una botella. La mostró maravillada, se volvió a Chelín y proclamó una reparación histórica.

– ¡Éste sí que es un tesoro, Chelín!

Fins lo señaló triunfal.

– ¡Nada de Chelín! A partir de ahora, Johnnie. ¡Johnnie Walker!

Un tiro de escopeta retumbó de repente en el interior de la vieja escuela como si descargase percutida por la última exclamación. El estruendo. Las esquirlas de teja. El vuelo atolondrado de los murciélagos. Los ojos desorbitados del joven zahorí. Todo parecía salir de la boca humeante del arma. Leda, asustada, soltó la botella con la etiqueta del andarín, que se hizo añicos en el suelo, en una parte todavía azulada y blanquecina en la que se leía el nombre labrado de Océano Adámico.

De la oscuridad surgieron dos figuras sin la menor intención de pasar inadvertidas, que se situaron bajo el foco de la accidental claraboya del tejado. Destacaba, al principio, un gigantón que portaba la escopeta. Pero enseguida se puso por delante, en un primer plano, un segundo hombre. Vestía traje blanco con sombrero panamá y se secó el sudor con un paño granate, sin quitarse los guantes blancos, de algodón.

Sabían quién era. Sabían que era inútil intentar marcharse en ese momento.

Fue él quien tomó posesión. El grandullón sacudió el polvo a una silla y se la ofreció. Cuando el jefe se puso a hablar lo hizo con una voz profunda, imperativa y familiar. Era Mariscal. «El Auténtico», como él mismo precisaría de tener que presentarse. El otro tipo, el armado, era su inseparable guardaespaldas Carburo. Nadie utilizaba esa palabra, la de guardaespaldas. El Vicario. Palo Mandado. El Matachín. Eso era. Había trabajado un tiempo de carnicero. Y él utilizaba ese dato en su historial, cuando era necesario, con una autoestima muy convincente.

– ¡Me cago en las llaves de la vida, Carburo! No pasa nada, chicos, no pasa nada… A este hombre le encanta la artillería. Se lo digo siempre: Carburo, tú primero pregunta. Y después, a fortiori. Es lo que pasa. Acaricias el gatillo y ya es el gatillo quien manda. Como dijo el filósofo, desde que se inventaron la pólvora y la patada en los huevos, se acabaron los hombres.

Mariscal se quedó pensativo, la mirada clavada en el suelo. El mapa en relieve, cincelado a conciencia. El trabajo que dio hacerlo, el trabajo que da recordar.

Levantó la mirada y se fijó en Leda.

– ¿Y esta chavea de dónde salió?

– De la madre que me parió -soltó Leda, sin poder reprimirse. Estaba furiosa con la pérdida del alijo.

Kyrie, eleison -dijo al fin Mariscal, asombrado por el descaro de la joven-. ¿Y quién es esa santa, si puede saberse?

– No es -respondió Leda-. Murió cuando yo nací.

Mariscal chascó la lengua y se ladeó un poco en el asiento. Ahora parecía inspeccionar la trama de luminarias en el techo. Le sonaba la historia. Mucho. La historia vuelve, pensó, y conviene apartarse para que pase de largo. Recordó a Adela, una de las empleadas de la conservera. Aquella conservera donde trabajaba Guadalupe. Él no paró hasta comprarla. Odiaba al dueño, al capataz, aquellos tacaños, explotadores, asquerosos, sobones. Que fueran a magrear a su puta madre. No quería vender, pero no le quedó más cojones. Y cuando la conservera fue suya, le dijo a Guadalupe: «Ahora van a comer y cantar lo que quieran». Pero eso fue una temporada. Acabó contratando al mismo capataz. ¿Adela? Le sonaba Adela, su belleza, su timidez, su resistencia, su súbita entrega, su inmensa tristeza en el altillo de la nave, después de que pasó lo que pasó. Se encerró en su casa. Nunca volvió al trabajo. Alguien convenció a Antonio Hortas, un marinero solitario y pobre, para que se casase con ella y le diera el apellido a la criatura. Y no hizo falta mucha insistencia para convencer a Antonio. Ni pagarle un duro. Porque Antonio Hortas quería a aquella mujer. Y si el asunto iba de cuernos, le daba igual, él tenía una buena lista de la cofradía de San Cornelio.

Dios cuida del Demonio, que es un pobre diablo. Dios nos dio mucho, pero todavía tiene más para dar.

– Mutatis mutandis -murmuró Mariscal evitando la mirada de la muchacha. Y luego fue recuperando el tono de voz-. Bien, tropa… Aquí no pasó nada. No habéis oído nada. No habéis visto nada. Os habent, et non loquentur. Tienen boca y no hablan. Si aprendéis esto, tenéis más de media vida ganada. Y el resto también es sencillo. Oculos habent, et non videbunt. Tienen ojos y no ven. Aures habent, et non audient. Tienen oídos y no oyen.

En la ruinosa Escuela de los Indianos, su voz resonaba fascinante, ronca y aterciopelada a la vez. Eran todo oídos y todo ojos.

Quedó callado. Medía el peso del hechizo. Luego añadió: «Manus habent, et non palpabunt. Tienen manos y no palpan. De esto no hagáis mucho caso. Las manos son para palpar y los pies para andar. Pero viene a cuento, cuando las cosas tienen dueño, como es el caso».

Escuchaban como escolares sorprendidos por una inesperada lección magistral. Allí tenían a un hombre que hacía la mejor representación posible de sí mismo y que, además, gozaba con ese papel. Mariscal carraspeó para afinar y se tocó los labios.

– En resumen, es fundamental saber para qué sirven los sentidos. ¿Para qué sirven los ojos? Para no ver. Está lo que no se puede ver, lo que no se puede oír, lo que no se puede decir. ¿Para qué es la boca? La boca es para callar. Eso es lo que tiene el latín. Que una cosa lleva a la otra.

Brinco había entendido muy bien lo que quería decir Mariscal. Pero sobre todo le gustaba la forma en la Que lo decía. Aquella seguridad invulnerable. Aquella forma de ejercer el mando de modo burlón, que te cautivaba quisieras o no. Una oscura simpatía. Sintió que le unía a él una inteligencia secreta. Una fuerza más poderosa que la de la rebeldía, pero que no conseguía someterla del todo. Mierda. Las tripas. Es lo que tiene el ruido de las tripas. Qué te parece que todos los demás lo oyen. Las tripas no se entendían con la cabeza. El muy cabrón, cómo le gusta hablar. Cómo le gusta oírse. La boca es para callarse.

Víctor Rumbo hace el gesto de irse. Se va.

– ¡Eh, tente ahí, Brinco! Todavía no he terminado.

Se subió a la tarima y se acercó a la antigua mesa del maestro. Tal vez por la posición, elevó un poco más el tono de voz: «Tenéis que diferenciar la realidad de los sueños. ¡Eso es lo más primero!». Rió el intencionado desliz: «Bueno, lo primero es siempre lo más primero». Luego recompuso el gesto, la seriedad: «El día en que confundes esto estás perdido. Y hay que andar con mucho tiento, chicos. En este mundo hay mala gente, gente que por un Johnnie, por una mierda de una botella de matute, sería capaz de colgaros de un gancho de carnicero».

Mariscal giró la mirada hacia la pared donde se encontraba, descolorido, el Árbol de la Historia.

– La historia comenzó con un crimen -dijo de repente-. ¿Todavía no os lo han explicado?

Suspendió el parlamento. Parecía estar midiendo ahora el peso de todo lo dicho. Miraba el mapa del suelo caviloso y murmuró algo con cansancio.

– ¡Ya es suficiente lección por hoy!

El resplandor de un relámpago iluminó el Océano en el suelo de la Escuela de los Indianos. Lo esperaron, pero el trueno se demoró en retumbar, como si hiciese acopio de fuerzas para penetrar entero por el cráter del tejado.

– ¡Todos a casa! -ordenó Mariscal-. ¡Van a caer las vigas del cielo!

 

 

Capítulo VI

 

Lucho Malpica está afeitándose delante de un pequeño espejo, quebrado en diagonal, que cuelga del lado de la ventana orientada al mar. Tiene media cara cubierta con la espuma de jabón que afeita con la navaja. La mitad de las barbas del Cristo. De vez en cuando hace un alto y mira con gesto grave por la ventana, en busca de los signos del mar y el cielo.

– Parece que al fin se calma el gran cabrón.

En una almohada de tejer encaje de bolillos, y sobre el patrón de cartón picado, unas manos de mujer, las de Amparo, colocan alfileres con cabezas de distintos colores, que parecen componer un mapa inventado. Las manos se detienen un momento. También ellas están al acecho de la voz amargada de Malpica.

– ¿Cuánto tiempo llevo sin poder ir a pescar, Amparo?

– Un tiempo.

– ¿Cuánto?

– Un mes y tres días.

– Cuatro. Un mes y cuatro días.

Luego hizo una precisión de la que se arrepintió. Pero ya estaba dicho: «¿Sabes dónde está bien marcado? En el Libro del Debe del Ultramar. Allí están las cuentas de los temporales. Hay marineros que no salen de allí».

– ¡Pues que no vayan! -exclamó Amparo, enojada-. Que ahoguen las penas en casa.

– Algo hay que hacer. ¡Ojalá estuviera en la cárcel!

Amparo levanta la mirada y responde también con sorna a su marido.

– ¡Vaya, hombre! ¡Y yo en el hospital!

Sentado a la mesa, a Fins le parece que aquellas dos palabras, cárcel y hospital, se cruzan en el mantel y urden un extraño lugar con la cuadrícula roja y blanca del hule. Un espacio que pasan a ocupar y donde se retuercen los seres de los que habla el libro que está leyendo y que hasta ahora le eran desconocidos.

Las manos de Amparo reiniciaron la labor. Ahora se movían con mucha rapidez. Al manejar los palillos de boj, el choque de la madera provocaba una percusión musical que parecía a un tiempo marcar y seguir el ritmo del andar inquieto del hombre, con la tempestad en la cabeza.

– Así que yo en la cárcel y tú en el hospital. Qué ilusiones. ¡Esta vida es como para prenderle fuego!

Las manos de la mujer volvieron a detenerse.

– Estás amargándote, Malpica, antes tenías más paciencia. Y más humor.

El marinero hizo el gesto de cremallera en la boca. Parecía culpable de la desazón. Dibujó una sonrisa: «Antes lloraba con un ojo y reía con el otro».

Fins llevaba tiempo con la mente y la mirada divididas entre la estampa de los padres y el grabado de un viejo libro. Aprovechó entonces la súbita calma del hombre: «Padre, ¿usted vio alguna vez un argonauta?».

El marinero se sentó a la mesa, al lado del hijo. Pensativo.

– Una vez naufragó un barco ruso. Los marineros vestían chaquetones de cuero. Cuero negro. Buenos chaquetones…

– No, padre. No hablo de hombres. Fíjese lo que dice aquí: «Estos cefalópodos son unos animales muy feos. Si se mira dentro de los ojos del argonauta, se ve que los tienen vacíos».

Fins levantó la cabeza del libro y miró a su padre. La expresión de Malpica era la de una gran extrañeza. Estaba repasando todos los seres conocidos de su mar. Pensaba en la doncella, que unos años era macho y otros hembra. Pensaba… Pero no, nunca había mirado dentro de los ojos vacíos del argonauta.

– Este libro vino de la Escuela de los Indianos -dijo Malpica.

Se había servido un vaso de clarete. Lo bebió de un trago.

– ¿Por qué la llamaban así? ¿Escuela de los Indianos?

La mueca de Lucho. La sonrisa. Siempre aprovechó esa oportunidad. Fins sabía lo que iba a decir, la broma acostumbrada, porque íbamos a hacer el indio, éramos como apaches, etcétera. Pero esta vez, en el molde de la sonrisa, le sale un rictus dolorido. Una de esas derivas que la memoria introduce en la tracción muscular.

– Muchos de aquí, muchísimos, se fueron a América. La mayor parte canteros, carpinteros, albañiles, jornaleros… Y marineros, claro. Cuando ganaron algo de plata, lo primero que hicieron fue comprar un traje para ir al baile. Y lo segundo, juntarse para hacer una escuela. Y la hicieron. Lo mismo en muchos lugares de Galicia. Para ellos era la Escuela Moderna. Pero después de la guerra, cuando se abandonó, fue quedando ese otro nombre. El de la Escuela de los Indianos.

Miró a Amparo, que estaba clavando despacio los alfileres en el cartón.

– Y no era una escuela cualquiera. ¡La mejor escuela! Lo que ellos querían. Racionalista, decían. Enviaron máquinas de escribir, de coser, globos terráqueos, microscopios, barómetros… Incluso mandaron un esqueleto para que supiésemos el nombre de los huesos. Se hicieron muchas, pero en ésta había algo especial. Esa idea extraordinaria de que el suelo fuese el mundo. Y lo hicieron con madera noble. Armaron ese suelo los mejores carpinteros y tallistas. Cada cierto tiempo, te sentabas en un país diferente.

Se calló un momento. Hacía el inventario. En esa composición, la del pensador, apoyaba con tanta presión y tan en horizontal la cabeza que parecía estar tapando una fuga en la sien.

– Eso fue lo que quedó, más o menos. El suelo y el esqueleto.

Se levantó y con el dedo índice de la mano derecha fue señalando en la mano izquierda: «Trapecio, trapezoide, grande, ganchudo…». Una palabra brincaba hacia otra. Lucho Malpica parecía ahora contento. Notaba en los labios el gozo del recuerdo por ser capaz de recordar. Ese sabor salado.

– ¿Sabes cuál es el hueso más importante de todos? No, no lo sabes.

Dio una palmada al hijo en la nuca.

– ¡El esfenoides!

Malpica formó luego un cuenco con las manos cicatrizadas y declamó como si sostuviese un cráneo humano: «Lo estoy oyendo, al maestro. ¡He ahí la clave, el esfenoides! El hueso con cadera en forma de cama turca y alas de murciélago que se abrió en silencio a lo largo de la historia para hacerle sitio a la enigmática organización del alma…».

Se miró las manos con extrañeza, el cuenco de elocuencia que hicieron. Luego exclamó, asombrado de sí mismo: «¡Hostias benditas!».

También los otros dos, madre e hijo, lo miraron con asombro. Era un hombre muy silencioso. Demasiado callado. En casa, había una conexión entre su rumiar y el batir de los palillos de boj. Para Fins, cuando tenía conciencia de él, era un sonido hiriente. Un castañeteo de dientes de la casa. Pero había estos momentos, cada vez más escasos, en que se transfiguraba. Y brotaban los pensamientos. Una sonrisa. Un pensamiento. Una mueca.

 

– ¿En qué partes del mundo se sentó usted, padre? -preguntó Fins con entusiasmo contagiado.

Lucho Malpica cambia de pronto de tono: «Mejor no andéis por allí».

– ¡Cualquier día se os cae el cielo encima! -insistió Amparo.

Malpica se acercó otra vez a la ventana a echar una ojeada al mar. Desde allí, el hombre que ya era otro habló al hijo con tono imperativo:

– ¡Oye, Fins! Tendrás que ir otra vez a limpiar las cubas.

– Ya es demasiado mayor para meterse en las cubas -dijo la madre, enojada-. Además… se marea.

– Más se marea en el mar -murmuró Lucho.

El padre se puso de rodillas, al lado del hogar, para avivar mejor el fuego. Detrás de él, el humo imitaba el paisaje de la ventana. También adoptaba la forma de nieblas y nubarrones.

– ¿Qué quieres, mujer? Me lo ha vuelto a pedir Rumbo. No puedo decirle que no.

– ¡Pues ya va siendo hora de que aprendas a decir que no!

Lucho ignoró a Amparo. Si ella supiese las veces que él dijo que no. Decidió hablarle al hijo y lo hizo con vehemencia: «¡Escucha, Fins! No le cuentes a nadie eso de las ausencias. Si cuentas eso, jamás tendrás un trabajo. ¿Entiendes? No lo cuentes nunca. ¡Nunca! ¡Ni a las paredes!».

Amparo retomó la labor y los palillos de boj resonaron de nuevo como la música interior y angustiada de la casa. Había ahora un hilo entre la mente de la encajera y el modo del repique. Y en la mente de Amparo, viendo lo que había visto, no había nuevos y viejos tiempos. Incluso a veces los nuevos tiempos parían los viejos. Por eso ella prefirió no dejar que el recuerdo brotase. Bastante hablaban ya las bocas de la sombra. Cuando ella era niña, quienes tenían temblores epilépticos, o prolongadas ausencias, acababan con fama de locos. Y un simple apodo podía llevar al manicomio.

Una tía abuela murió allí. En la época en que cada internado estaba marcado con un número tatuado en la piel. Hubo un tiempo en que había cazadores profesionales de locos. Iban por las aldeas remotas y los barrios pobres, en carromatos cerrados como jaulas, en busca de candidatos. La Iglesia había creado el hospital junto con las familias pudientes. Y la administración cobraba de las diputaciones por número de internos. Cuantos más locos, mejor.

Sí. Ella sabía de lo que hablaba. Por eso callaba. Y los dedos corrían cada vez más lejos.

 

 


Date: 2016-01-03; view: 924


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