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Capítulo III 32 page

 

 

 

—No sé si es acertado dejar que usted la vea –dijo la monja–. Quiero decir dejar que ella lo vea a usted.

—Entonces, ¿usted sabe quién soy? –preguntó.

La monja frunció los labios; no disminuyó por esta razón la frialdad con que estudiaba a su interlocutor. En esta frialdad no había trazas de animadversión: sólo curiosidad y cautela por partes iguales.

—Todo el mundo sabe quién es usted, señor Bouvila –dijo en voz muy baja, casi con coquetería. Cada una de sus facciones revelaba una cualidad de su carácter: desprendimiento, dulzura, paciencia, fortaleza, etcétera; su cara entera era un emblema–. La pobre ha sufrido mucho –añadió cambiando de tono–. Ahora pasa la mayor parte del tiempo tranquila; sólo recae de cuando en cuando y aun eso por pocos días. En estas ocasiones vuelve a creerse una reina y una santa. Onofre Bouvila movió la cabeza en señal de asentimiento: Estoy al corriente de la situación, dijo. En realidad se había enterado hacía muy poco. Durante los meses inacabables de convalecencia, durante el período en que su vida arrancada "in extremis" de las garras de la muerte parecía sustentada precariamente por una tela de araña le habían ocultado la verdad: cualquier trastorno puede serle fatal, habían dicho los médicos. Pero no pudieron evitar que acabara enterándose indirectamente. Un día de otoño en que combatía el tedio hojeando revistas en un extremo del salón, junto al ventanal cerrado, con las piernas cubiertas por una manta de alpaca, leyó la noticia de la boda. Al principio le pasó por alto su significado: casi todo le pasaba por alto desde hacía tiempo.

Una doncella retiró las revistas que había dejado caer al suelo y corrió las cortinas para que el sol de tarde que empezaba a entrar a través de los cristales no le diera en la cara. Cuando la doncella se hubo ido apoyó la mejilla en el antimacasar: estaba recién planchado y aún conservaba el olor a albahaca fresca. Así se dejó invadir por la somnolencia. Por primera vez en su vida ahora dormía muchas horas; cualquier actividad sencilla le fatigaba; por fortuna estos sueños eran siempre placenteros. Esta vez, sin embargo, se despertó sobresaltado. No sabía cuánto rato había dormido, pero a juzgar por la posición de la línea que dibujaba el sol en las losas de mármol, poco. Durante unos minutos estuvo tratando de identificar la razón de su inquietud: ¿Es algo que he leído en las revistas?, se preguntaba. Hizo sonar la campanilla que siempre tenía al lado: la doncella y la enfermera acudieron con expresión asustada. No me pasa nada, coño, les dijo irritado ante esta muestra oficiosa de solicitud; sólo quiero que me traigan las revistas que estaba leyendo hace un rato.



Mientras la doncella iba en busca de las revistas la enfermera le tomó el pulso: era una mujer enjuta y avinagrada. Con estos viragos me castiga mi mujer, le decía a Efrén Castells cuando éste iba a visitarle. ¿Qué quieres?, replicaba el gigante con severidad, ¿un pimpollo y que te vuelva a dar un síncope?

Miraba a todas partes para cerciorarse de que nadie les oía y agregaba: Si te hubieras visto como te vi yo cuando fui a recogerte al prostíbulo no dirías estas cosas. Bah, deje de mirar si estoy vivo o muerto y límpieme las gafas con esa gasa que le asoma por el bolsillo, rezongó retirando la mano. La enfermera y él se miraron un instante con aire de desafío. A esto he llegado, pensó: a pelearme con solteronas. Luego ordenó que descorrieran las cortinas y le dejaran en paz.

Febrilmente buscó la noticia de la boda. Soy muy feliz, había declarado la estrella al corresponsal de la revista. James y yo viviremos la mayor parte del año en Escocia; allí James tenía un castillo. James era un aristócrata inglés apuesto y adinerado. Se habían conocido a bordo de un transatlántico de lujo; sí, había sido amor a primera vista, confesaron ambos luego; durante unos meses prefirieron mantener el noviazgo en secreto para eludir el acoso de la prensa; durante estos meses él le enviaba todos los días una orquídea a su habitación:

esto era lo primero que ella veía al abrir los ojos. La boda tendría lugar antes del invierno en un lugar que no querían revelar; luego nos espera una larga luna de miel por países exóticos, puntualizaba. Soy muy feliz, repetía. Con tal motivo anunciaba su retirada definitiva del cine.

—¿Dónde está? –le preguntó a bocajarro aquella misma tarde a Efrén Castells. El gigante se quedó desconcertado.

—Está todo lo bien que se puede estar, créeme –le dijo–.

El sitio es muy agradable; no parece un sanatorio –luego, sintiéndose acusado implícitamente por el silencio hosco de su amigo, se defendió montando en cólera–. No me mires con esta cara, Onofre, por lo que más quieras: tú habrías hecho lo mismo, ¿qué otra salida nos quedaba? Desde el principio sabías tú mejor que nadie que esta aventura tenía que acabar así, la cosa viene de antiguo –le contó cómo las cosas habían ido de mal en peor desde el traspaso de los estudios cinematográficos. Pronto comprendieron que Honesta Labroux no estaba dispuesta a acatar órdenes de nadie, salvo de él; pero él se había ido para no volver. Ahora una película que antes se rodaba en cuatro o cinco días exigía varias semanas de rodaje: los problemas se multiplicaban. Al final había intentado matar a Zuckermann. Un día en que él la había tratado con más crueldad que de ordinario ella sacó una pistola del bolso y disparó contra el director. La pistola era una antigualla, sabe Dios de dónde la habría sacado; le había estallado en la mano: de puro milagro no le voló su propia cabeza. Después de este incidente todos convinieron en que no había más remedio que encerrarla. Onofre asintió sombríamente.

Desaparecida Honesta Labroux la industria cinematográfica que él había creado empezó a declinar. Probaron otras actrices, pero todas fracasaron; ahora las películas resultaban difíciles de amortizar donde antes habían rendido beneficios enormes. El público prefería sin lugar a dudas las películas que llegaban de los estados Unidos; el propio Efrén Castells hablaba con entusiasmo de Mary Pickford y de Charles Chaplin.

Ya habían decidido cerrar los estudios, liquidar la sociedad y dedicarse a la importación de películas extranjeras. Deja que ellos se rompan la mollera y arriesguen el dinero, dijo Efrén Castells. Onofre Bouvila se subió la manta de alpaca hasta el pecho y se encogió de hombros: todo le daba igual.

—Venga –dijo la monja súbitamente. Había estado cavilando y esta decisión era el resultado de sus cavilaciones: de su forma de hablar se desprendía que estaba acostumbrada a tratar con personas cuya comprensión no precisaba. Siguiendo a la monja desembocó en una sala de regulares dimensiones; estaba amueblada con sencillez y parecía limpia y confortable, pero rezumaba olor a enfermedad y decadencia. Por la ventana entraba la claridad delicada de un mediodía de invierno. En la sala hacía bastante frío. Tres hombres de edad indefinida jugaban a las cartas en torno a una mesa camilla; dos de estos hombres llevaban boina y los tres llevaban bufandas arrolladas al cuello. En otra mesa adosada a la pared y cubierta de un mantel azul que colgaba hasta tocar el suelo había un nacimiento: las montañas eran de corcho; el río era de papel de estaño; la vegetación eran unas placas de musgo; las figuritas de barro no guardaban mucha proporción entre sí. Al lado de la mesa había un piano vertical cubierto por una funda de lona.

—Los propios pacientes han hecho este belén –dijo la monja. Al oír esto los tres hombres suspendieron el juego y sonrieron en dirección a Onofre Bouvila–. En la nochebuena, después de la misa del gallo hay una cena comunitaria; quiero decir que pueden asistir a ella también los familiares y allegados que lo deseen. Ya me figuro que éste no es su caso, pero se lo digo igualmente.

Onofre advirtió que todas las ventanas tenían rejas.

Salieron de allí por una puerta distinta; esta puerta llevaba a otro pasillo. Al llegar al final de este segundo pasillo la monja se detuvo.

—Ahora tendrá que esperar aquí un momento –dijo–. Los hombres no pueden entrar en el ala de las mujeres y viceversa:

nunca se sabe en qué estado los vamos a encontrar.

La monja lo dejó allí solo. Rebuscó en todos los bolsillos, aun sabiendo la inutilidad de este gesto; los médicos le habían prohibido fumar y no llevaba nunca cigarrillos encima.

Pensó volver a la sala y pedir un cigarrillo a los jugadores.

Algo tendrán y no parecían peligrosos, se dijo. Después de todo, ¿qué pueden hacerme? Al hacerse esta reflexión escrudiñó críticamente el reflejo de su figura en el cristal de la ventana del pasillo. Allí vio un anciano diminuto, encorvado y pálido, cubierto por un gabán negro con cuello de astracán y apoyado en un bastón con empuñadura de marfil. En la mano que no tenía en la empuñadura del bastón sostenía el sombrero flexible y los guantes. Todo ello le daba un aire de filigrana no exento de comicidad. La llegada de la monja interrumpió esta contemplación desconsoladora. Ya puede venir, le dijo.

Delfina también había envejecido mucho; además de esto había enflaquecido de una manera alarmante: había recuperado la escualidez propia de su naturaleza; nadie habría reconocido en ella la actriz famosa que encandilaba al mundo, ahora sólo él podía reconocer en aquel vestigio la fámula arisca de otros tiempos. Llevaba una bata de lana gruesa sobre el camisón de franela, unos calcetines también de lana y unas pantuflas forradas de pelo de conejo. Mire quién ha venido a verla, señora Delfina, dijo la monja. Ella no reaccionó ante estas palabras ni ante su presencia; miraba un punto lejano, más allá de las paredes del pasillo: esto provocó un silencio incómodo para él. La monja sugirió que fueran a dar un paseo los dos solos. El día está fresquito, pero al sol no se estará mal, dijo; salgan al jardín: el ejercicio les hará bien a los dos. A los ojos de la monja una actriz cinematográfica debía de ser poco más que una prostituta si no su equivalente; si los dejaba salir solos al jardín era porque la decrepitud de ambos les confería una inocencia renovada, pensó Onofre mientras conducía a Delfina por el pasillo hacia el jardín.

Esta operación resultó muy ardua y prolongada; ella andaba muy envarada y con lentitud extrema; cada movimiento suyo parecía ser el fruto de un cálculo complicadísimo y una decisión ponderada y no carente de riesgo. Ya he dado medio paso, parecía ir diciendo cada vez, bueno, ahora daré otro medio.

Gracias a esta parsimonia el jardín, que no era muy extenso, parecía enorme. No le falta razón, pensaba Onofre; si no va a pasar jamás de la tapia del jardín, ¿a qué apurarse? Era él quien se fatigaba de resultas de aquella lentitud exasperante.

Ven, Delfina, acabó diciendo, vamos a sentarnos un poquito en aquel banco.

—Aquí estaremos muy bien –dijo él cuando se hubieron sentado lado a lado en el banco de piedra; ahora la necesidad de mantener una conversación se hacía imperiosa. Los árboles habían perdido las hojas y junto al muro del sanatorio crecían unas algalias. Le preguntó cómo se encontraba, ¿le dolía algo?, en el sanatorio, ¿la trataban bien?, ¿necesitaba alguna cosa que él pudiera proporcionarle? Ella no respondía, seguía mirando hacia delante con la misma expresión impertérrita; ni siquiera parecía darse cuenta de dónde estaba o con quién.

Este silencio oprimió a Onofre más de lo que él habría podido imaginar. Cuántas cosas han pasado, dijo a media voz; y sin embargo nada ha cambiado; los dos seguimos siendo los mismos, ¿no crees?; sólo que ahora la vida ha echado a perder lo poco que teníamos. Un pájaro negro se posó en la grava del jardín, allí se detuvo un rato y emprendió luego el vuelo. Onofre siguió hablando cuando el pájaro se hubo ido. ¿Recuerdas cuando nos conocimos, Delfina? No digo el momento en que nos conocimos, sino la época. Era el año 1887, otro siglo, ahí es nada: Barcelona era un pueblo, no había luz eléctrica ni tranvías ni teléfonos; era la época de la Exposición Universal. ¿Sabes que ya se habla de hacer otra? Quizá sea ésta la ocasión de volver a las andadas, ¿qué me dices? Ay, entonces yo me sentía muy solo, estaba asustadísimo; en esto, ya ves, no he cambiado. Entonces sin embargo te tenía a ti; nunca nos llevamos bien pero yo sabía que tú estabas allí y con esto tenía suficiente aunque no lo sabía aún entonces.

Como ella permanecía inmóvil temió que se hubiese congelado, aunque el aire era tibio y el sol contrarrestaba la humedad.

Una estatua de hielo, pensó; siempre fue una estatua de hielo salvo la noche aquella en que la tuve en mis brazos. Le cogió una mano y vio que la tenía fría, pero no helada como había temido–. Te vas a enfriar –le dijo–, toma, ponte mis guantes –se quitó los guantes y se los puso a Delfina sin que ella cooperase ni opusiese resistencia. Con sorpresa advirtió que los guantes le venían bien a ella: entonces recordó que siempre había tenido las manos muy grandes. Con estas manos se aferraba a mis hombros desesperadamente, pensó–. Puedes quedarte con los guantes dijo en voz alta–, ya ves que te vienen que ni pintados –al levantar la cabeza vio a los tres hombres que un rato antes jugaban a las cartas asomados ahora a la ventana de la sala; desde allí espiaban sin ningún disimulo a la pareja del banco con aire de concentración y seriedad. Aunque estaban lejos y eran sólo tres enfermos Onofre soltó la mano de Delfina que había retenido entre las suyas. Ella juntó esta mano con la otra y posó las dos sobre las rodillas–. Ya es bien inútil sin embargo pensar en esto –siguió diciendo–. Si hablo de estas cosas es porque he estado al borde de la muerte y tengo miedo. A ti no me importa decírtelo: siempre he sabido que tú eres la única persona que me ha comprendido. Tú siempre has entendido el porqué de mis actos. Los demás no me entienden, ni siquiera los que me odian. Ellos tienen su ideología y sus prerrogativas: con estas dos cosas lo explican todo; gracias a esto justifican cualquier cosa, el éxito como el fracaso; yo soy un fallo en el sistema, la conjunción fortuita y rarísima de muchos imponderables. No son mis actos lo que me reprochan, no mi ambición o los medios de que me he valido para satisfacerla, para trepar y enriquecerme: eso es lo que todos queremos; ellos habrían obrado igual si les hubiera impelido la necesidad o no les hubiera disuadido el miedo. En realidad soy yo quien ha perdido. Yo creía que siendo malo tendría el mundo en mis manos y sin embargo me equivocaba: el mundo es peor que yo.

 

Muy entrada la primavera recibió una carta; la firmaba una religiosa, quizá la misma que le había atendido el día que fue al sanatorio. En esta carta la religiosa le comunicaba el fallecimiento de Delfina; "la muerte le sobrevino mientras dormía", decía la carta. Ahora le informaban de este suceso luctuoso aun sabiendo que no era su pariente ni allegado "dada la especial relación afectiva que le había unido a la difunta". Aunque desde el día en que él había ido a visitarla Delfina no había recobrado ni la voz ni la conciencia, no era aventurado afirmar que "murió, por así decir, con su nombre en los labios", decía la carta. En el cuarto de la difunta habían sido encontradas unas hojas manuscritas, probablemente una misiva dirigida a él, junto con "otros escritos de contenido íntimo y escabroso que hemos estimado oportuno destruir", acababa diciendo la carta. La misiva de Delfina decía así: "La realidad que nos envuelve es sólo una cortina pintada, al otro lado de esta cortina no hay otra vida, es la misma vida, el más allá sólo es aquel lado de la cortina, al detener la vista en la cortina no vemos el otro lado, que es lo mismo, cuando comprendamos que la realidad es sólo un fenómeno óptico podremos cruzar esta cortina pintada, al cruzar esta cortina pintada nos encontraremos en otro mundo que es igual que éste, en aquel mundo están también los que han muerto y los que todavía no han nacido, pero ahora no los vemos porque los separa esta cortina pintada que confundimos con la realidad, una vez traspasada la cortina en un sentido ya es fácil siempre trasponerla en ese mismo sentido y en el sentido opuesto también, se puede vivir al mismo tiempo en este lado y en el otro lado no al mismo tiempo, el momento indicado para atravesar la cortina pintada es la hora del crepúsculo hacia allí, la del amanecer hacia aquí así se consigue mejor todo el efecto, lo demás no sirve, no sirve hacer invocaciones ni pagar, al otro lado de la cortina pintada no existe la ridícula división de la materia en tres dimensiones, en este lado cada dimensión tiene algo de ridículo a nuestros propios ojos, los que están al otro lado de la cortina lo saben y se ríen, los que todavía no han nacido se creen que los muertos son sus papás". Luego la letra se volvía ininteligible.

 

 


Date: 2015-12-24; view: 759


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