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Capítulo III 30 page

Onofre tranquilizó a su suegro: no pasaba nada, le dijo. El capitán general de Cataluña había salido rumbo a Madrid hacía unas horas. Las guarniciones de Cataluña y Aragón le respaldan, le contó a su suegro: está por ver qué pasa en Madrid. Si encuentra oposición puede haber guerra, pero yo pienso que en realidad la cosa está hecha: ni el Estado Mayor ni el Rey se le van a enfrentar. La flor y nata del país le apoya, afirmó sin ironía. Yo estoy con ellos y ellos deberían saberlo, añadió con tristeza, pero no se fían de mí. En realidad me temen más que a la clase obrera; yo soy lo que más odian. Encendió un puro mientras reflexionaba y dijo: Esto que está pasando tendría que haberlo previsto con antelación. El 30 de octubre de 1922 los camisas negras habían hecho su entrada famosa en Roma. Ahora, un año más tarde, el 13 de septiembre de 1923, don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja se proponía seguir los pasos de Mussolini. Para ello no contaba con millones de seguidores; por eso tenía que recurrir al Ejército. Ésa es la diferencia entre los dos, dijo Onofre.

Primo no es mal hombre, pero es un poco tonto y como todos los tontos, suspicaz y timorato. No durará. Pero mientras dure he de ponerme a salvo, concluyó diciendo. Don Humbert, siéntese a la mesa, coja papel y pluma y redacte un contrato de cesión:

quiero traspasar mis negocios a Efrén Castells aquí presente.

—¿Qué disparate estás diciendo? –exclamó don Humbert Figa i Morera. El mayordomo llamó a la puerta: traía el servicio de café que Onofre le había encargado, pero se había permitido agregar dos tazas por si don ƒ Efrén ƒ y don Humbert también gustaban. Parece que la noche va a ser larga, musitó. A sus oídos ya habían llegado rumores. La atmósfera de tensión se esparcía por las calles como una niebla baja; palomas mensajeras surcaban el cielo; los cabecillas de los movimientos subversivos corrían por el alcantarillado en busca de amparo: en las intersecciones de dos conductos pestilentes se cruzaban anarquistas, socialistas y catalanistas, se reconocían a la luz verdosa de sus linternas respectivas, se saludaban lacónicamente y continuaban la marcha.

—Es la única forma de evitar la posible incautación –dijo Onofre Bouvila.

—Pero esto que me pides es imposible, ¿cómo vamos a valorar todos tus bienes? –protestó don Humbert Figa i Morera.

—Déles un valor cualquiera: un precio simbólico, ¿qué más da? –dijo Onofre–. Lo importante es que todo quede en buenas manos.

Después de hacer cálculos y de discutir un rato fijaron de común acuerdo una suma en libras esterlinas que el gigante de Calella se comprometió a transferir ese mismo día a una de las cuentas bancarias de que Onofre Bouvila disponía en Suiza. Don Humbert Figa i Morera sollozaba a medida que daba forma jurídica a este acuerdo. Varias veces hubo de interrumpir la labor para decir que le parecía estar asistiendo al desmembramiento del imperio otomano, suceso reciente que le había llenado de pesadumbre. Aclaró que siempre había sentido una adhesión profunda por este imperio; este sentimiento era inexplicable, porque no sabía dónde estaba el imperio otomano e ignoraba todo lo concerniente a él, pero el nombre tenía para él resonancias de fasto y magnificencia, dijo. Onofre le instó a proseguir el trabajo sin divagar más. Pronto romperá el día, dijo. Para entonces tenía que estar lejos ya. Usted se encargará de llevar el contrato al notario y de hacerlo legalizar, le dijo a su suegro. A los dos les encomiendo el cuidado y la salvaguarda de mi familia, añadió en un tono neutro que no impidió que don Humbert rompiera a llorar de nuevo. Por fin los documentos de cesión fueron firmados por las partes contratantes y por don Humbert y el mayordomo como testigos del acto. Hecho esto Efrén Castells acompañó a Onofre a Sabadell. A don Humbert lo dejaron en la casa: cuando se despertara su hija él se encargaría de justificar la ausencia de Onofre y de mitigar los temores que pudieran asaltarla. El automóvil corría ahora por las calles vacías: clareaba, pero los faroleros no se atrevían a salir a hacer sus rondas y las farolas seguían alumbrando como si fuera noche cerrada. En el camino sólo encontraron a un chiquillo cargado de periódicos:



le había sido ordenado que efectuara el reparto como todos los días; de este modo el país tendría noticias de lo sucedido pocas horas antes en Madrid. Allí los militares habían aclamado a Primo de Rivera, el gobierno había presentado su dimisión al Rey y éste había encargado a Primo de Rivera la formación del nuevo gabinete. El periódico reproducía en primera plana la lista de generales que integraban el gabinete y anunciaba que todas las garantías constitucionales quedaban suspendidas por el momento. Las restantes páginas del periódico aparecían censuradas en buena parte.

Al llegar al aeródromo tuvieron que esperar un rato hasta que apareció el piloto, que venía un tanto perplejo: del hotel donde había pernoctado hasta el aeródromo había sido detenido ocho veces por otras tantas patrullas; al final la Guardia Civil lo había escoltado hasta el avión mismo. "Parbleu, on aime pas les belges ici", exclamó irritado al encontrarse con Onofre Bouvila. Éste le dijo que deseaba volver a París con él, lo que satisfizo mucho al piloto, que ya se había resignado a hacer el viaje en solitario. Efrén Castells y Onofre se abrazaron y éste se encaramó al aparato, que despegó sin más dilación. Llevaban media hora de vuelo cuando Onofre le dijo al piloto que virase un poco hacia la izquierda. El piloto le dijo que no se iba a París por esa ruta.

—Ya lo sé –respondió–, pero no vamos a París: haga lo que le ordeno y le pagaré el doble.

Este razonamiento convenció al piloto: ahora el aeroplano describía círculos entre las montañas, sobre un valle cubierto de neblina. A medida que descendían Onofre Bouvila iba dando instrucciones al piloto: Cuidado con aquella ladera, que allí hay unas encinas muy altas; tuerza más bien hacia allí, a ver si podemos seguir el curso del río, etcétera, le decía. Por fin avistaron entre los jirones de niebla una era recién trillada. Al tomar tierra el avión, levantó el vuelo una bandada de pájaros negros que andaban picoteando las gavillas amontonadas en la era. Estos pájaros eran tantos que oscurecieron el sol por un instante. Onofre Bouvila entregó al piloto un pagaré que éste podía hacer efectivo contra cualquier banco francés, saltó del avión al suelo y desde allí indicó al piloto cómo proseguir viaje sin perderse. Sin detener el motor, el piloto hizo dar media vuelta al aparato, corrió un rato por la era y despegó dejando detrás un remolino de polvo y pajas. Una hora más tarde Onofre Bouvila llegaba a la puerta de la casa en que había nacido; ahora vivía allí un campesino con su mujer y sus ocho hijos. A sus preguntas respondieron que el señor alcalde vivía en una casa nueva, junto a la iglesia. Onofre creyó reconocer al campesino y a su mujer, pero éstos no lo reconocieron a él.

 

 

A la llamada acudió una mujer que aparentaba tener unos treinta años, de facciones inteligentes, algo toscas, pero no carentes de atractivo. En la cabeza llevaba un pañuelo anudado para preservar el cabello del polvo y en la mano izquierda sostenía unos zorros con los que había estado trajinando.

Onofre pensó que su hermano se habría casado tal vez sin comunicárselo a él. La mujer lo miraba con más extrañeza que prevención: Esto indica que no le ha hablado nunca de mí, pensó. En voz alta dijo: Soy Onofre Bouvila. La mujer pestañeó. Hermano de Joan, agregó él. La mujer mudó de expresión. El señor Joan está durmiendo, le dijo, pero ahora mismo le avisaré de que está usted aquí. Por su tono se veía que no era la esposa de Joan. Quizá sea su querida, una barragana, pensó Onofre: no parece soltera tampoco; posiblemente una joven viuda que necesitaba un hombre desesperadamente; protección, seguridad económica y todo eso.

Como ella le había dejado solo en la puerta entró en el zaguán. Sobre la arcada que daba al pasillo había una pieza de azulejo enmarcada en la que se podía leer: Ave María. El zaguán olía a polvo, sin duda el que la mujer había levantado sacudiendo algo con los zorros. Una lámpara y un paragúero de hierro forjado y cuatro sillas de respaldo recto era todo el mobiliario del zaguán. En el pasillo se abrían cuatro puertas:

dos a cada lado. A una de ellas estaba llamando en ese momento la mujer; cuando acabó de llamar dijo: Señor Joan, su hermano está aquí. Hablaba a media voz, pero no trataba de que Onofre no la oyera. Al cabo de un rato respondió una voz cavernosa desde dentro del cuarto. La mujer escuchó atentamente, pegando la oreja a la puerta y luego se volvió a Onofre: Dice que se levanta en seguida, que espere usted, le dijo. Con la mano con que sostenía los zorros hizo un gesto mínimo; con él señalaba el comedor, visible al otro extremo del pasillo. Siguiendo aquel gesto Onofre atravesó el pasillo. la mujer se hizo a un lado. En el comedor había una mesa cuadrada y sobre la mesa una lámpara de cristal esmerilado. Las sillas estaban adosadas a la pared. También había un aparador oscuro, un trinchante cubierto de mármol blanco y una salamandra; esta salamandra era de hierro, pero tenía partes de loza esmaltada: esto daba al comedor un aire de holgura económica. Sobre el trinchante, en la pared, había colgada una santa cena de madera tallada.

Frente a la arcada una puerta doble de vidrio daba a un patio rectangular, al fondo del cual se levantaba un retrete minúsculo. En el patio crecían un magnolio y una azalea. A la derecha del comedor estaba la cocina. Todo tenía aspecto de limpio, de ordenado y de frío. Cuando Onofre estaba mirando estas cosas sonó tan cerca la campana de la iglesia que se sobresaltó visiblemente. La mujer, que había estado observándolo desde el pasillo, se rió por lo bajo.

—Supongo que es cuestión de acostumbrarse –dijo él. Ella se encogió de hombros–. ¿Vives en esta casa? –preguntó. Ella señaló una de las puertas. No era la misma puerta a la que acababa de tocar, pero eso no excluía ni probaba nada, pensó.

En ese momento su hermano apareció en el pasillo. Iba descalzo y llevaba un pantalón de pana gastada y un blusón azul marino a medio abotonar. Con las dos manos se rascaba la cabeza. Cruzó el comedor sin decir nada, como si no hubiera visto ni a su hermano ni a la mujer; salió al patio y se encerró en el retrete. La mujer se había metido en la cocina.

Ahora llenaba un cubo de metal con el agua que brotaba del grifo. Aunque la noche anterior había dormido en uno de los hoteles más elegantes de París, el que hubiera agua corriente en su pueblo le produjo una sensación embriagadora de bienestar material. Cuando el cubo estuvo lleno la mujer lo levantó por el asa y lo sacó al pasillo; luego regresó a la cocina y empezó a encender el fuego con astillas y carbón, cerillas y un abanico de paja trenzada. Qué lento es todo aquí, siguió pensando Onofre. En la mitad del tiempo que llevaba en aquella casa había hecho a veces transacciones importantísimas. Aquí en cambio el tiempo no tiene ningún valor, se dijo. Su hermano salió del retrete abrochándose el pantalón. En el agua del cubo se lavó las manos y la cara; luego cogió el cubo y echó el agua en el retrete. Hecho esto dejó caer el cubo en el suelo del patio y entró en el comedor, mientras la mujer abandonaba la cocina para salir al patio y retirar el cubo.

—¿Has venido en automóvil? –preguntó Joan a su hermano.

—En aeroplano –respondió Onofre con una sonrisa.

Joan lo miró unos segundos con los labios fruncidos.

—Si tú lo dices, será verdad –suspiró–. ¿Has desayunado?

–Onofre movió la cabeza en sentido negativo–. Yo tampoco dijo Joan–. Ya ves que me acabo de levantar; anoche me acosté tarde –parecía que iba a contar por qué había trasnochado, pero se quedó con la boca abierta y no dijo nada. De la cocina llegaba olor a pan tostado. La mujer puso sobre la mesa del comedor una tabla en la que había embutidos de varios tipos y un cuchillo de monte clavado en la madera. A la vista de los embutidos sintió un vacío doloroso de estómago y reparó en que no había comido nada desde hacía muchas horas–. Ataca sin miedo –le dijo Joan interpretando correctamente su expresión–, estás en tu casa. –Onofre se preguntaba si esto último sería cierto. Ahora deseaba más que ninguna otra cosa que lo fuera.

Después de tantos años de lucha creía haber vuelto al punto de partida; así se lo comunicó a su hermano. La mujer había sacado de la cocina una fuente repleta de tostadas. En un plato de barro sacó una aceitera, un cuenco de sal y varios dientes de ajo para aderezar las tostadas. Por último sacó una botella de vino tinto y dos vasos. Aquel vino tuvo la propiedad de animar a Joan, de infundirle una locuacidad que su hermano no le conocía. Al concluir el desayuno era casi mediodía. Los ojos se le cerraban de sueño. Su hermano le indicó que podía ocupar una de las habitaciones; aunque no habían hablado de ello los tres sabían que había ido allí a quedarse indefinidamente. La habitación que le había asignado era la misma que la mujer había señalado antes, cuando él le había preguntado si ella vivía en la casa; esta coincidencia hizo que se durmiera dándole vueltas al asunto en la cabeza.

En la habitación había una cómoda rústica y vieja que reconoció de inmediato: era la cómoda en que su madre guardaba la ropa. Pensó abrir uno de los cajones, pero no se atrevió a hacerlo en ese momento, por si le oían desde el comedor. Las sábanas olían a jabón.

En los días que siguieron a su llegada se dedicó a vivir a su antojo: comía y dormía cuando le venía en gana, daba largos paseos por el campo, hablaba con la gente o la eludía; nadie se metía con él. Su presencia en el pueblo había dejado de ser un secreto en seguida. Todos habían oído hablar de él; sabían que se había ido mucho años atrás a vivir a Barcelona; se decía de él que allí se había hecho rico, pero ni siquiera esto excitaba la curiosidad popular; quien más quien menos, todos habían oído contar o recordaban personalmente la historia de Joan Bouvila, el padre de los dos hermanos: si aquél se había ido a Cuba y había vuelto fingiendo ser dueño de una fortuna que luego resultó inexistente, no había motivo para pensar que su hijo no estaba haciendo ahora lo mismo, se decían. Esta incertidumbre era del agrado de Onofre, que la cultivaba. Por lo demás, no estaba seguro de que no tuvieran razón los que le suponían impecune: en su fuero interno creía que Efrén Castells y su suegro habrían aprovechado su ausencia para desposeerlo de todo; probablemente don Humbert Figa i Morera habría amañado los contratos como había hecho por instigación suya tiempo atrás con las propiedades de Osorio, el ex gobernador de Luzón. Entonces le tocó a él; ahora me toca a mí, decía filosóficamente. Su hermano le miraba con sorna cuando le oía expresarse de este modo. toda una vida de trabajo para esto, le decía. Bah, solía responder él, el mismo trabajo me habría costado ser barrendero o mendigo. Sólo ahora empezaba a vislumbrar el carácter verdadero de la sociedad brutal en la que se movía con tanta autoridad y tanta soltura aparente. El cinismo cándido de los años mozos era ahora reemplazado por el pesimismo horrorizado de la madurez.

—Siempre has sido un imbécil –le decía su hermano en estos momentos de desasosiego–: ahora te lo puedo decir por fin a la cara.

Estas salidas extemporáneas le dejaban indiferente, por lo general; sólo los detalles aparentemente nimios acaparaban ahora su atención: la estufa apagada en un rincón de la estancia, los cambios de luz debidos al paso de una nube por el rectángulo de cielo que enmarcaba el patio, el ruido de unos pasos en la calle, el olor a leña quemada, el ladrido lejano de un perro, etcétera. En otras ocasiones la indiferencia filosófica de que hacía gala cedía el paso a una indignación súbita: entonces insultaba a su hermano. De estos arranques Joan se enteraba sólo a medias: era alcohólico y sólo pasaba dos o tres horas al día en estado de relativa lucidez; en este lapso despachaba los asuntos de la alcaldía con astucia deshonestidad. A este estado de cosas se había resignado la gente del pueblo: consideraban que esto era el progreso y procuraban que les afectase lo menos posible. Joan Bouvila nunca había intentado hacer de su cargo otra cosa que un medio de vivir sin trabajar, pero incluso en una comunidad tan pequeña la realidad política había acabado sobrepasando sus modestas pretensiones: ahora se encontraba a la cabeza de las fuerzas vivas de la localidad. Estas fuerzas vivas eran más numerosas de lo que Onofre pensó al principio: el rector, el médico, el veterinario, el farmacéutico, el maestro y los dueños del colmado y de la taberna. Desde que Onofre se había ido el pueblo había crecido considerablemente. Estos prohombres sí sabían quién era él y cada uno a su manera trataba de granjearse su confianza; lo adulaban abyectamente y permitían que él mostrase a las claras el desprecio en que los tenía. No había noche en que no recibiera en la casa la visita de uno u otro de estos pillos de vuelo corto. Estas visitas ocasionaban sufrimientos indecibles al rector, un curita joven, lerdo, codicioso e hipócrita, que había fustigado a la mujer que vivía con Joan desde el púlpito. Ahora, debido a la presencia de Onofre en esa misma casa se veía obligado no sólo a ir como los demás, sino a extremar con ella las muestras de cortesía. Onofre y su hermano se divertían a su costa.

—Mire, mosén –le decía Onofre–, he leído varias veces el Evangelio con detenimiento y en ningún sitio he visto dicho que Jesucristo tuviera que trabajar para comer, ¿qué clase de enseñanza es ésta? –ante estas blasfemias el curita se mordía los labios, bajaba los ojos y planeaba una venganza despiadada. Onofre, que podía leer sus pensamientos sin dificultad, apenas lograba contener la risa. Los otros se mostraban más hábiles. El farmacéutico y el veterinario eran aficionados a la caza: entre ambos poseían varios lebreles y otros perros de raza y media docena de escopetas. Algunas veces invitaban a Onofre y a Joan a que les acompañaran en sus salidas. Como Joan iba siempre embriagado su compañía resultaba muy peligrosa. Por su parte, el dueño del colmado recibía semanalmente algunos periódicos que le traía la camioneta que ahora hacía el trayecto entre el pueblo y Bassora. Por este medio Onofre Bouvila seguía el curso de los acontecimientos políticos que habían provocado su exilio; aquellos periódicos que a su vez obtenían información de otros periódicos daban siempre noticias atrasadas y a menudo falsas.

Esto no parecía incomodar a los lectores; además las noticias políticas ocupaban un lugar secundario en aquellos periódicos, que concedían preeminencia a los sucesos locales y a otra información más banal. Esta trasposición de valores irritaba a Onofre; al cabo de un tiempo, sin embargo, empezó a pensar que tal vez aquel orden de prioridades no fuera tan desatinado como le parecía al principio. Ahora, en cambio, era él quien consideraba fútil todo lo que hasta hacía poco le había parecido importantísimo. Estas reflexiones se las hacía en los momentos de tranquilidad, cuando lograba eludir a los parásitos obsequiosos que le asediaban y se refugiaba en los escondites de su niñez. Muchos de estos escondites habían dejado de existir; otros quizá seguían existiendo, pero no supo dar con ellos; otros, por último, estaban en lugares que a su edad le resultaban impracticables. Aun los que encontró eran pequeños y miserables; su imaginación infantil era la que había hecho de ellos lugares encantados, preñados de peligros y maravillas. Ahora, en cambio, los veía tal como eran; esto, en vez de conmoverle, le exasperaba y deprimía. Sólo el riachuelo conservaba a sus ojos todo el misterio de sus recuerdos. Allí había ido casi a diario con su padre, cuando éste regresó de Cuba; ahora tampoco pasaba día sin que acudiese al riachuelo: se sentaba en una piedra y miraba discurrir el agua y saltar las truchas y escuchaba aquellos ruidos claros, que siempre parecían estar a punto de ser palabras. Sobre los arbustos que crecían en la otra orilla había muchas mañanas sábanas extendidas; allí se secaban al sol, que resaltaba su blancura sobre el fondo oscuro de los arbustos y hería la vista. También los olores del campo le embriagaban. En la ciudad los olores, como las personas, le parecían individualistas y agresivos; allí el más penetrante se imponía a los demás: las emanaciones de una fábrica, el perfume de una dama, etcétera. En el campo, por el contrario, los olores más diversos se mezclaban para formar un solo olor del que a su vez estaba imbuido el aire: aquí oler y respirar eran una misma cosa. El camino que llevaba el riachuelo estaba ya cubierto de hojas secas y al pie de los árboles crecían setas de muchos colores y formas: era el otoño. Onofre se dejaba invadir por estas sensaciones que le traían recuerdos muy distantes e imprecisos; estos recuerdos cruzaban fugazmente su memoria, como sombras de pájaros en vuelo.

Cuando quería seguir la pista de uno cualquiera de estos recuerdos se encontraba perdido en una niebla densa; entonces tenía una especie de ensoñación recurrente: creía reconocer la mano de su madre o de su padre que se esforzaban por guiarlo hacia un punto más luminoso y seguro. Pero estas manos nunca llegaban a asir la suya. En un cajón de la cómoda del cuarto que le había sido adjudicado en la casa de su hermano había encontrado una pieza de lana burda que había pertenecido a su madre: Ella había usado esta pieza a modo de chal, precisamente en los días traicioneros del otoño. Ahora la lana se había vuelto dura y áspera y olía a humedad y a polvo.

Onofre, cuando era presa de los recuerdos y las ensoñaciones, sacaba de la cómoda el chal que había pertenecido a su madre y se sentaba con el chal extendido sobre las rodillas. Así permanecía durante varias horas, acariciando distraídamente el chal. En estos momentos pensaba que tal vez si no hubiera optado en su día por la vida aventurera que había llevado habría podido disfrutar de una vida rica en afectos y ternura.

No le remordía el mal que había hecho, sino el haber subordinado a otros objetivos lo que ahora serían recuerdos entrañables. Este dolor, además de tardío, era muy egoísta.

 

Una tarde, cuando regresaba del riachuelo, vio a un hombre recostado contra el tronco de un árbol al margen del sendero que seguía; con la cabeza vencida sobre el pecho parecía dormido, pero su postura tenía algo de anómalo que le impulsó a dejar el sendero y acercarse al hombre. Por la sotana se veía que era el rector, aquel curita joven contra quien gustaba de lanzar diatribas impías. Antes de llegar a su lado ya sabía que estaba muerto; un examen algo más atento le reveló que esta muerte no se debía a causas naturales: alguien le había descerrajado un tiro en el pecho con un arma de calibre grueso, probablemente una escopeta de caza; allí donde le había alcanzado el disparo la tela de la sotana se había apelmazado por efecto de la sangre coagulada. También tenía sangre en la mano derecha y en la frente y la mejilla, aunque allí no presentaba heridas: sin duda al recibir el disparo se había llevado la mano al pecho y luego a la cara; entonces habría muerto de fijo. Aunque la violencia no le cogía de nuevas el descubrimiento de este crimen le alteró mucho; el hecho de que hubiera sido él precisamente quien descubriera el cadáver se le antojaba una advertencia del destino o el fruto de una maquinación malvada que le unía macabramente al curita asesinado. Ahora aquella paz interior que había creído encontrar en el pueblo había sido rota sin remedio. Abandonó el lugar del crimen a la carrera y no se detuvo hasta que llegó a la puerta de la casa de su hermano. Éste estaba sentado en el comedor bebiendo vino mientras la mujer preparaba la cena en la cocina. cuando hubo recobrado el aliento e informado a su hermano de lo ocurrido advirtió que la mujer había abandonado sus quehaceres y escuchaba con atención el relato apoyada en la jamba de la puerta de la cocina. Entre su hermano y ella hubo un cruce de miradas que no le pasó por alto. Desde el día de su llegada había tenido ocasión de tratar a la mujer y había descubierto sin asombro que era ella en realidad la que ejercía el poder en aquella casa. Casi todas las noches, después de que ella hubiera acostado a Joan, a quien el alcohol rara vez permitía atravesar consciente el umbral de la medianoche, y como sea que a él por el contrario la bebida lo sumía en un estado de ansiedad incompatible con el sueño, ambos, Onofre y la mujer, que parecía no necesitar descanso o al menos ese descanso metódico que la mayoría de las personas, especialmente los hombres, necesita en todas las etapas de su vida, se sentaban en el comedor o, si la noche era cálida y menos húmeda de lo habitual, en el patio, invadido a esa hora del aroma tupido de las azaleas, y departían allí pausadamente, a veces hasta altas horas. Sin ser una persona inteligente la mujer poseía la facultad femenina de saber sin habérselo propuesto cosas que los hombres siempre ignoran por más que se hayan afanado por desentrañar; a través de las apariencias era capaz de ver una realidad descarnada de la que ahora hacía partícipe a Onofre. Gracias a ella había ido averiguando que bajo la armonía ficticia que imperaba en el pueblo hervían pasiones bajas y odios arraigados de antiguo, envidias y traiciones; según ella los campesinos de aquel valle eran seres degradados por enfermedades congénitas, seres fríos y desalmados que dejaban morir de inanición a los ancianos, practicaban el infanticidio y torturaban por puro placer a los animales domésticos. Él se negaba por principio a creer estas cosas, que suponía inspiradas por el resentimiento general que se evidenciaba en ella; tampoco excluía la posibilidad de que aquellas revelaciones sombrías respondieran a un plan más o menos deliberado por su parte. De todos modos, lo que ella le decía producía en él una desazón que agravaba su estado general de desasosiego. A veces, siguiendo el ejemplo de su hermano, buscaba en la bebida el reposo que la conciencia parecía empeñada en negarle al cuerpo. En una de estas ocasiones despertó en su cama al canto del gallo y descubrió con espanto que la mujer dormía apaciblemente a su lado: no recordaba lo que había ocurrido la noche anterior. Cuando despertó a la mujer para preguntárselo ella hizo un mohín, pero no respondió. La hizo salir de la cama primero y de la habitación luego con cajas destempladas y se quedó pensando en las posibles consecuencias de aquel suceso inesperado: tanto si él había cometido una imprudencia como si había sido víctima de un engaño lo cierto era que las cosas habían tomado un sesgo indeseable. Con todo, no podía menos que admirar el valor de la mujer, por la que empezaba a sentir una atracción más peligrosa a la larga que los disparates ocasionales que pudiera inducirle a cometer el alcohol. Por supuesto, no había la menor espontaneidad en el comportamiento de la mujer; este comportamiento no respondía a ningún tipo de inocencia natural: ella sabía bien cuál era su situación en aquella casa y cuál era la reacción que esta situación provocaba en el pueblo; pero tampoco era una persona calculadora e intrigante:


Date: 2015-12-24; view: 711


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