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Capítulo III 29 page

De puntillas entré en su habitación, que compartía, como ya le he dicho antes, con otras criadas, me acerqué a su cama y la zarandeé. Ella entreabrió los ojos y me miró colérica. ¿Qué diablos andas haciendo aquí, condenado mequetrefe?, me dijo entre dientes, y yo temí que, después de todo, no fuera mi madre, en cuyo caso sólo me cabía esperar de ella una buena tunda. Sin embargo respondí: Tengo miedo, mamá. Está bien, dijo ella deponiendo su actitud iracunda, quédate si quieres, pero no en mi cama. ¿No ves que esta noche tengo compañía?, añadió llevándose el dedo índice a los labios y señalando luego a un hombre que roncaba a su lado y que no era, dicho sea de paso, mi padre el guardabosques, lo que tampoco demuestra nada, por supuesto, ante lo cual yo me tendí en la estera, a los pies de la cama, y me puse a contar los bacines que desde allí veía. Desperté una vez más con violencia: mi madre me sacudía. Todas las criadas y los hombres que por la razón que fuese estaban también en la pieza corrían de un lado para otro buscando sus ropas a la tenue claridad que entraba por el tragaluz del techo. Pregunté qué ocurría y mi madre me dio un papirotazo por toda explicación. No preguntes tanto y vamos de prisa, dijo. Se había echado sobre la camisa una pañoleta y así salió del cuarto llevándome a mí a rastras. Las escaleras retumbaban y se cimbreaban al paso precipitado de la servidumbre que bajaba por ellas y se congregaba en el sótano.

Allí vimos al señor y a la señora Rosell. Él levaba aún su traje de gala o se lo había vuelto a poner. En la mano derecha tenía un sable desenvainado y con el brazo izquierdo rodeaba protector los hombros de la señora Rosell, que lloraba contra su plastrón. Ella llevaba una bata larga de terciopelo azul.

Al pasar por su lado oí murmurar al señor: "Povera Catalogna¡"

Miré a todas partes por ver si en medio de la desbandada distinguía a la señorita Clarabella, cosa que mi escasa estatura dificultaba en grado sumo. Oí decir asimismo a los que me rodeaban que las tropas del general Espartero acababan de cruzar el puente y que no tardarían en derribar la puerta de entrada. Como para corroborar esta aseveración sonaron unos aldabonazos tremendos en la planta baja, justo sobre nuestras cabezas. Yo escondí la mía en el bosque de rodillas que me envolvía. El señor Rosell dijo con voz serena: Aprisa, aprisa, no entretenerse, que en ello nos va la vida. Ibamos entrando todos en una alacena donde siempre había visto que se guardaban alubias, lentejas y garbanzos en unos barriles de madera clara con flejes de hierro. Yo no salía de mi asombro:



nunca había sospechado que en un espacio tan reducido pudiera meterse tanta gente. Al acercarme más comprendí lo que pasaba:

en efecto, en el suelo de la alacena había una trampilla, generalmente oculta bajo los barriles, pero ahora abierta, por la que se iban metiendo los que entraban en la alacena.

Aquella trampilla conducía a un pasadizo secreto, de cuya existencia sólo los dueños de la casa tenían noticia y por el que se podía huir cuando la casa se encontraba sitiada impenetrablemente, como era el caso en que nos hallábamos. Mi madre me hizo señas con la mano: No te quedes rezagado, vamos, corre, parecía darme a entender con ese gesto. Yo la habría seguido, señor, de no haberme acordado repentinamente de que había dejado los siete perritos encerrados en mi habitación horas antes, cuando salí a efectuar aquella primera incursión que acabó en el encuentro con el duque. Tenía que ir a buscarlos, me dije, solindes pena de incurrir en el descontento de la señorita Clarabella. Sin pensarlo dos veces giré sobre mis talones y subí a la carrera los cuatro pisos que separaban el sótano del ático.

Onofre Bouvila se asomó a la ventana y miró hacia abajo.

Los matorrales y arbustos habían borrado los lindes de la finca: ahora una masa verde se extendía a sus pies hasta el borde de la ciudad. Allí se veían claramente delimitados los pueblos que la ciudad había ido devorando; luego venía el Ensanche con sus árboles y avenidas y sus casas suntuarias; más abajo, la ciudad vieja, con la que aún, después de tantos años, seguía sintiéndose identificado. Por último vio el mar.

A los costados de la ciudad las chimeneas de las zonas industriales humeaban contra el cielo oscuro del atardecer. En las calles iban encendiéndose las farolas al ritmo tranquilo de los faroleros.

—No me interesa el resto de la historia dijo secamente dirigiendo al hombre una mirada autoritaria por encima del hombro–. Me quedo con la casa.

 

 

 

Por pura casualidad o por deliberada armonía el hundimiento del imperio cinematográfico de Onofre Bouvila coincidió con el fin de la reconstrucción de la mansión que había adquirido.

Con tesón inagotable, sin reparar en tiempo, energía ni gastos hizo demoler el interior de la casa y luego volver a colocarlo todo donde había o donde debía de haber estado. Para eso no disponía de descripción ni plano ni de otra guía que los dictados de la lógica y la memoria incierta del hombre del perrito. Con paciencia infinita escuchaba las opiniones de los arquitectos, historiadores, decoradores, ebanistas, artistas, diletantes y charlatanes que acudían con ánimo de resolver los problemas concretos que se presentaban sin cesar: sobre cada cuestión emitían dictámenes contradictorios. Después de escuchar estos dictámenes, que retribuía con esplendidez, él tomaba la decisión que estimaba óptima, sin dejarse llevar nunca por sus preferencias. Así iba viendo resucitar paulatinamente la casa y el jardín, las cuadras y los cobertizos, el lago y el canal, los puentes y los pabellones, los macizos de flores y el huerto. Dentro de la casa los techos y los suelos eran restaurados si lo que aún quedaba de ellos lo permitía o inventados donde el tiempo se había cebado en el trabajo del hombre hasta dejarlo irreconocible.

Distribuyó entre sus agentes los añicos de porcelana y cristal y los envió por todos los rincones del mundo en busca de objetos gemelos de aquéllos; estos agentes, que pocos años antes habían andado por esas mismas ciudades ofreciendo al mejor postor obuses y morteros, hacían tintinear ahora las campanillas colgadas en los dinteles de los sótanos húmedos donde vivían orfebres y anticuarios. Hizo venir a Barcelona pintores y escultores de todos los talleres y mansardas y restauradores de las pinacotecas y museos de todo el mundo. Un pedazo de jarrón no mayor que la palma de la mano viajó dos veces a Shanghai. Se hizo traer caballos de Andalucía y de Devonshire y los enjaezó y unció a réplicas de carruajes construidos especialmente para él en Alemania. Todos pensaban por esto que estaba loco, que había perdido el juicio: nadie entendió la razón que le impulsaba a sumergirse en aquel rompecabezas sin solución. En este punto nadie podía llevarle la contraria; ni la conveniencia ni la comodidad ni la economía eran argumentos que estuviese dispuesto a considerar:

cada cosa tenía que ser exactamente como había sido antes, en tiempos de la familia Rosell, cuyo rastro, por otra parte, no se había preocupado nunca por encontrar. Cuando alguien manifestaba sorpresa, le preguntaba cómo él, que trataba de reemplazar la religión ancestral por el cinematógrafo, se empeñaba ahora en recrear algo reñido con el progreso, algo que el progreso mismo había dejado atrás irremisiblemente, se limitaba a sonreír y respondía: Precisamente. No había forma de sacarlo de ahí. Esta obra colosal duró varios años.

Un día, mientras visitaba la mansión, trabó conversación con un decorador. Este decorador le dijo que había estado buscando en vano una figurita de mayólica de escaso valor; en el curso de sus pesquisas, sin embargo, había oído decir que tal vez en París, en determinado establecimiento, podría dar con ella, pero había preferido renunciar antes de seguir dedicando a la figurita un dinero y un esfuerzo a su juicio desproporcionados. Onofre Bouvila se hizo dar la dirección de ese establecimiento en París, hizo despedir al decorador, subió al automóvil que le esperaba en el puente y dijo al chófer: A París. Nunca había salido de Cataluña. Ni siquiera a Madrid, donde tantos asuntos llevaba entre manos, había ido.

Durante el viaje dormitó en el asiento del automóvil. Al cruzar la frontera, como hacía fresquito, quiso comprar una manta de viaje para taparse las piernas, pero no se la quisieron vender: no llevaba encima dinero francés. Siguió sin la manta hasta Perpiñán: allí un banco le prestó lo que necesitaba y le entregó una carta que le permitía ir retirando sumas sin límite por dondequiera que pasara. Al salir de Perpiñán empezó a llover; no cesó de llover en todo el viaje.

Durmieron en una población que les salió al paso al ponerse el sol. A la mañana siguiente reemprendieron la marcha. Cuando llegaron a París fueron directamente a la dirección que le había dado el decorador incompetente: allí encontró en efecto la figurita de mayólica y la compró por un precio irrisorio.

Con la figurita en su poder se hizo conducir al hotel de lujo más próximo y se hospedó en la "suite royale". Estaba en la bañera cuando entró el gerente vestido de chaqué. En la solapa llevaba una gardenia. Venía a preguntar a "monsieur" Bouvila si deseaba algo en especial. Ordenó que le sirvieran la cena en la "suite" y que proporcionasen al chófer, que ocupaba otra habitación en otro piso, compañía femenina. Mañana le espera un día muy duro, comentó. El gerente del hotel hizo un gesto comprensivo. ¿Y "monsieur"?, dijo luego, ¿no necesitaba también un poco de compañía? Discreta y servicial, dijo Onofre tratando de imaginar lo que habría hecho en aquella situación su amigo el marqués de Ut. El gerente levantó las manos hacia el techo. "C.est l.especialité de la maison!", exclamó. "Elle s.appelle Ninette". Cuando Ninette llegó más tarde a la "suite" lo encontró echado en la cama, vestido y dormido profundamente. Le quitó los zapatos, le desabotonó el chaleco y el cuello de la camisa y lo tapó con el cobertor. Al ir a apagar la luz vio en la mesilla de noche un sobre en el que había escrito: "Pour vous". Dentro del sobre había un fajo de billetes. Ninette volvió a dejar el sobre y los billetes en la mesilla de noche, apagó la luz y salió de la "suite" sin hacer ruido.

 

Viajar es aburrido y además no instruye como dicen, pensó al día siguiente. El gerente del hotel le sugirió que abreviase el regreso volando a Barcelona en aeroplano: aún no existía servicio regular entre ambas ciudades, pero si el dinero no era obstáculo, indicó el gerente, todo en este mundo tenía arreglo. Se hizo conducir al aeródromo y negoció con un piloto belga el alquiler de un biplano. El chófer partió hacia Barcelona por carretera y Onofre y el piloto subieron al avión. Vientos contrarios los llevaron a Grenoble. De allí consiguieron llegar a Lyon, donde repostaron combustible y bebieron varios coñacs en la cantina del aeródromo para entrar en calor. Al cruzar los Pirineos estuvieron en un tris de sufrir un accidente serio. Finalmente aterrizaron en el aeródromo de Sabadell sanos y salvos. Con gran sorpresa advirtió que en la pista de aterrizaje le estaban esperando Efrén Castells y el marqués de Ut.

—Caramba, cuánto os agradezco que hayáis venido –dijo.

Ellos le gritaban algo, pero no oía nada: tantas horas de vuelo le habían dejado temporalmente sordo. También andaba a tumbos; el gigante de Calella lo llevaba casi en volandas–. Lo que no entiendo es cómo supisteis que llegaba hoy aquí –agregó.

Lo habían estado buscando por todas partes. A través de los bancos habían seguido su pista hasta París; desde allí el gerente del hotel les había informado telegráficamente de sus andanzas: "Bibelot acheté monsieur baigné Ninette deçue monsieur volé", había escrito. Ahora los tres iban en el automóvil de Efrén Castells camino de Barcelona. Sentado en el trasportín aquél metía prisa al chófer. Preguntó a qué se debía tanta prisa. ¿Qué ha pasado?, quiso saber. Algo importante, dijo Efrén Castells; por culpa de tu estúpida escapada hemos perdido ya un tiempo precioso. Decía estas cosas con una gravedad impropia de su temperamento.

—Pongámonos los capirotes –dijo el marqués. De debajo del asiento sacó una caja rectangular de madera taraceada y de ésta tres capirotes negros adornados con la cruz de Malta.

Ahora tenían que ir agachados para que los cucuruchos no se aplastaran contra el techo del automóvil. Éste detuvo al fin su carrera alocada en la falda del Tibidabo, frente a un caserón de ladrillo rojo rematado por torreones falsos, almenas y gárgolas. Dos hombres que llevaban fusiles en bandolera abrieron la verja y la volvieron a cerrar cuando el automóvil la hubo franqueado. Frente a la puerta principal del edificio se apearon, subieron de dos en dos la escalinata y entraron en un vestíbulo circular de techo alto en el que resonaban sus pasos precipitados. Al andar se iban abriendo y cerrando las puertas; criados vestidos de calzón corto y cubiertos de antifaces de satén blanco les hacían reverencias y les señalaban el camino que debían seguir. Así desembocaron en una sala cuyo centro ocupaba una mesa larga y estrecha. A esta mesa se sentaban también varios encapuchados. En tres sillones fraileros vacantes se sentaron Onofre Bouvila, el marqués de Ut y Efrén Castells. El que presidía preguntó con voz cascada: ¿Estamos todos? Un murmullo afirmativo respondió a esta pregunta. Empecemos, pues, dijo el presidente santiguándose. Todos los presentes imitaron este gesto, tras lo cual dijo el presidente:

—A este capítulo extraordinario han venido representantes de nuestros hermanos de Madrid y Bilbao, a quienes me cabe el honor y el placer de dar la bienvenida a Barcelona –un ronroneo siguió a esta formalidad. Luego el presidente golpeó la mesa con un mazo diminuto y continuó diciendo–: Os supongo a todos al corriente de la situación.

 

En 1923 la situación social se había deteriorado hasta llegar a un punto del cual, decían algunos, "ya no se podía regresar". Sólo Onofre Bouvila estaba en desacuerdo con este diagnóstico pesimista. Siempre hemos vivido en una situación social crítica, decía; el país es así y no hay que darle más vueltas. Opinaba que pese a todo, en el fondo no pasaba nada grave. Dejemos que las cosas sigan su curso, decía, ellas solas se arreglarán naturalmente, sin más violencia que la estrictamente necesaria. A él las cosas como estaban, las cosas confusas y enrevesadas le parecían bien, no en vano había escalado la posición que ocupaba ahora prevaliéndose de ello. El marqués de Ut y sus cofrades, en cambio, opinaban lo contrario: habían heredado la posición de que gozaban y vivían en el temor continuo de perderla; cualquier medida extrema les parecía justificada si tenía por objeto garantizar su estabilidad. El fantasma del bolchevismo les quitaba el sueño.

Ah, pensaba Onofre Bouvila cuando por mor de la discusión se enfrentaba a semejante eventualidad, si aquí triunfara el bolchevismo como en Rusia, yo sería Lenin. Tenía una confianza sin límites en su capacidad de sobreponerse a cualquier contrariedad y de sacar provecho de cualquier obstáculo. Esto, sin embargo, no se lo podía decir al marqués de Ut ni a sus cofrades, con los que ahora estaba reunido.

—Hay que ser muy bruto para dejar que las cosas lleguen a estos extremos irreversibles –se limitó a decir.

—La situación actual es como la fábula de la cigarra y la hormiga –replicó el marqués levantando mucho la voz–. Las clases bajas piden una cosa y nosotros se la damos; al día siguiente van y piden otra cosa y nosotros también se la damos. Así hasta que el populacho acaba pensando: vaya por Dios. Ese día se levanta en armas, nos pasa a cuchillo, pone nuestras cabezas en la punta de una caña y encima todo huele a sardinas.

Este análisis de la situación fue coreado por murmullos de asentimiento. El encapuchado que se sentaba a la derecha de Efrén Castells agregó que el obrero se había salido de sus casillas y ya no se conformaba con pedir el oro y el moro. Lo que ahora quiere es cortarnos la cabeza, dijo. Cortarnos la cabeza, violar a nuestras hijas, quemar las iglesias y fumarse nuestros puros, especificó. Todos los encapuchados golpearon la mesa con los puños. Este ruido duró un rato; cuando cesó Onofre Bouvila volvió a tomar la palabra.

—Yo sé lo que quieren los obreros –dijo con suavidad–. Lo que quieren es convertirse en burgueses. ¿Y eso qué tiene de malo? Los burgueses siempre han sido nuestros mejores clientes –hubo un murmullo de desaprobación. La suerte de la clase obrera le traía sin cuidado, pero no le gustaba que le contradijesen: decidió presentar batalla aunque sabía que la decisión última estaba tomada irremisiblemente de antemano–.

Mirad –dijo–, vosotros pensáis que el obrero es un tigre sediento de sangre, agazapado en espera del momento de saltaros al cuello; una bestia a la que hay que mantener a distancia por todos los medios. Yo os digo, en cambio, que la realidad no es así: en el fondo son personas como nosotros. Si tuvieran un poco de dinero correrían a comprarse lo que ellos mismos fabrican, la producción aumentaría en espiral tremendamente –uno de los encapuchados le interrumpió en este punto para decir que ya había oído en otra ocasión esta teoría económica. No la entendí, dijo, pero me pareció nefasta; luego supe que venía de Inglaterra, con esto está todo dicho.

Alguien señaló que no era momento de enzarzarse en una discusión académica. Cada uno puede sustentar la teoría económica que más le plazca, dijo, pero lo que hay que hacer es lo que hay que hacer. El marqués de Ut añadió que la situación era similar a la fábula de la cigarra y la hormiga.

O quizás, añadió al cabo de un rato, cuando ya no le escuchaba nadie, como la del burro flautista. Onofre Bouvila intervino de nuevo–. La situación está en nuestras manos enteramente –dijo–; si atendemos las reivindicaciones del obrero dentro de los límites de lo razonable, el obrero nos comerá en la mano; en cambio si nos mostramos inflexibles, ¿qué garantía tenemos de que su reacción no será violenta y desmedida?

—La garantía del Ejército –dijo otro de los encapuchados que hasta ese momento no había intervenido en el debate.

Hablaba con una voz pastosa que a Onofre Bouvila no le resultaba desconocida–. El Ejército está precisamente para intervenir en los momentos más necesarios. Cuando la patria está en peligro, por ejemplo. –Onofre Bouvila dejó caer al suelo el lapicero con que había estado jugueteando y al agacharse a recogerlo aprovechó para mirar por debajo de la mesa. Así vio que el que hablaba llevaba botas de caña alta.

Mal asunto, pensó; ahora ya sé quién es–. Cuando reina el caos es cuando el Ejército ha de imponer el orden y la disciplina, porque el caos es un peligro auténtico para la patria y la misión sacrosanta del Ejército es correr en auxilio de la patria cuando la patria lo necesita –siguió diciendo este encapuchado: había cierto tono de convencimiento en su voz; también había cierta testarudez etílica que hacía sus razones irrecusables–. Sea nuestro lema contra el caos disciplina, contra el desorden orden, contra el desgobierno orden y disciplina –con esta proclama dio por terminada su intervención a la que siguió un silencio respetuoso.

—Supongo –dijo finalmente Onofre Bouvila– que habrá que rascarse el bolsillo.

 

Desde el estribo del vagón el general se volvió a saludar a los encapuchados que habían ido a despedirle a la estación. Al ver el andén lleno de encapuchados el general se frotó los ojos e hizo un gesto de incredulidad. No puede ser el "delirium tremens", pensó, todavía no. Luego recordó lo que estaba haciendo allí y el motivo de la presencia de los encapuchados. Enderezó la espalda, pitó el tren al mismo tiempo.

—Caballeros, harán albóndigas conmigo o mañana mandaré en España –dijo con voz solemne. Debajo de sus capirotes los encapuchados sonreían: habían telegrafiado a sus bancos y dudaban de que el golpe de Estado pudiera fracasar. En el andén no había viajeros ni maleteros: la estación había sido acordonada por fuerzas de infantería; tropas de a caballo patrullaban la ciudad. En los barrios obreros y los centros neurálgicos habían sido emplazadas las ametralladoras y las piezas de artillería ligera. Ahora reinaba el silencio en Barcelona. Al salir de la estación le pidió a Efrén Castells que le llevara a su casa, porque no disponía de automóvil. El gigante de Calella vaciló antes de responder.

—Por supuesto –dijo al final–, no faltaría más: sube.

Onofre Bouvila suspiró aliviado: no le habría gustado que lo mataran en las escaleras de la estación a tiro limpio. Ya en el automóvil se sintió relativamente seguro. Por un instante pensé que me ibas a dejar en tierra, le confesó a Efrén Castells. Somos amigos, le respondió el gigante. Se quitaron los capirotes y se miraron a la cara. Sintió una punzada de pena en el pecho: recordaba al oso barbado que había conocido en la Exposición Universal y veía ahora las facciones descolgadas del financiero calvo, envejecido prematuramente. Habrá que ver la pinta que tengo yo, pensó alisándose las guedejas con los dedos. Efrén Castells, ajeno a estas remembranzas, le indicó la conveniencia de que se escondiese durante unos días. ¿Tú también crees que corro peligro?, le preguntó. Efrén ƒ Castells ƒ movió la cabeza afirmativamente. Él no era muy listo, dijo, pero a su modo de ver no había que excluir aquella posibilidad.

—Primo no es sanguinario –añadió–; por su gusto no habrá derramamiento de sangre. Lo más probable es que todo salga bien y que ni siquiera se note el cambio. Pero puede suceder –dijo el gigante con el rostro ensombrecido no tanto por la preocupación como por el esfuerzo que le costaba dar una explicación tan larga–, puede suceder muy bien que al llegar a Madrid encuentre resistencia; no por parte de los civiles, sino de otros militares que aspiren como él al poder. Hasta una guerra civil es posible. Tú eres muy poderoso y Primo sabe que no puede contar con tu lealtad sin reservas. Esta noche te has mostrado poco prudente –le reconvino–; no sé por qué tenías que decir aquellas tonterías.

—Porque las pienso –dijo Onofre Bouvila mirando a su amigo con ternura– y porque ya estoy viejo para seguir disimulando.

Pero sea como sea, tú tienes razón esta vez: me iré a Francia.

Acabo de conocer París: me ha parecido un sitio horroroso, pero me adaptaré si hace falta.

—No te dejarán cruzar la frontera –dijo Efrén Castells.

—El avión en que he venido no partirá hasta la madrugada –dijo él–. Si después de pasar por mi casa me llevas a Sabadell y no dices nada a nadie de eso me habrás hecho un favor inmenso.

—Está bien –dijo el gigante–, pero te llevaré a Sabadell directamente: no conviene perder tiempo. A estas horas Primo u otro pueden estarte buscando ya.

—Quizá –replicó–, pero primero pasaremos por mi despacho:

hemos de ultimar unos asuntos tú y yo –como Efrén Castells le dijera que aquél no era el momento oportuno, replicó nuevamente–: No hay otro –en la puerta de su casa se apeó y retuvo con la mano al gigante para impedir que bajara del automóvil–. Ve a buscar a mi suegro; sácalo de la cama y tráelo a rastras si es preciso –le dijo–. Está que no se aguanta, pero necesitamos un abogado.

Entró en la casa con sumo cuidado: no quería despertar a su mujer ni a sus hijas; la perspectiva de una despedida lacrimosa le crispaba los nervios por anticipado. Peor sería que se empeñaran en seguirme al destierro, pensó mientras buscaba a tientas el cordón. Tirando de él hizo comparecer al mayordomo en camisa y gorro de dormir. No hace falta que te vistas, le dijo. Enciende la chimenea del despacho. El mayordomo se rascó la nuca. ¿La chimenea, señor? ¡Pero si estamos a primeros de septiembre! Mientras el mayordomo colocaba unas teas en la chimenea y les aplicaba una cerilla se quitó la americana, se arremangó la camisa, sacó un revólver del cajón y comprobó que estaba cargado. Luego lo dejó sobre la mesa y despidió al mayordomo. Prepárame un café, pero procura que no se despierte nadie: no quiero interrupciones. Ah, dijo reteniéndolo cuando el mayordomo ya se iba, dentro de un ratito llegarán don Efrén Castells y don Humbert Figa i Morera. Hazlos pasar directamente a mi despacho. Una vez a solas fue abriendo sistemáticamente cajones y archivadores. Sacaba papeles, los hojeaba y según el caso los arrojaba al fuego. De cuando en cuando removía las cenizas con el atizador. Un reloj de péndulo dio las doce en un salón de la casa. El mayordomo entró para anunciarle la llegada de Efrén Castells y de don Humbert Figa i Morera.

—Que pasen –dijo.

Su suegro venía deshecho en llanto. Llevaba un abrigo oscuro por debajo del cual asomaba un pijama listado. Desde la muerte de su mujer se le había reblandecido el seso: ya no entendía nada de lo que sucedía a su alrededor. Lo que Efrén Castells había tratado de explicarle no había calado en su entendimiento: sólo había oído que su yerno tenía que salir huyendo del país y lloraba pensando en la suerte que podían correr su hija y sus nietas.

—Onofre, Onofre, ¿es verdad lo que me cuenta este animalote?: ¿que cae el gobierno García Prieto y que tú tienes que irte a Francia para que no te peguen un tiro? –entraba preguntando en el despacho–. Ay, Dios del cielo, Dios del cielo, y de mi pobre hija y de mis nietecitas, ¿qué va a ser ahora? Ya le decía yo a mi mujer, que en paz descanse, que no hacíamos bien casando la nena contigo, que mucho mejor boda habría hecho casándose con aquel jorobadito, ¿te acuerdas de quién digo, Onofre? Aquel chico tan educado y tan tímido, que vivía en París, ¿cómo se llamaba?


Date: 2015-12-24; view: 692


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