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Capítulo III 28 page

En su búsqueda tenaz había visto centenares de casas, pero nada le había preparado para lo que encontró allí. Esta mansión, situada en la parte alta de la Bonanova, había pertenecido a una familia cuyo nombre parecía ser a veces Rosell y a veces Roselli. La casa había sido edificada a finales del siglo XVIII, aunque de esta primera construcción quedó poco en pie después de la ampliación a que fue sometida en 1815. De esta última fecha databa también el jardín. Este jardín, romántico en su concepción y algo disparatado en su realización, medía aproximadamente 11 hectáreas. En el costado sur del jardín, a la izquierda de la casa, había un lago artificial alimentado por un acueducto de estilo romano que traía el agua directamente del río Llobregat; a su vez el lago desaguaba por un canal que rodeaba el jardín y pasaba ante la casa y por el que era posible navegar en unos esquifes o barcas de fondo plano, a la sombra de los sauces, cerezos y limoneros que crecían en ambas orillas. Varios puentes permitían salvar el canal: el puente principal, de tres ojos, hecho enteramente de piedra, que conducía hasta la entrada misma de la casa; el puente llamado "de los nenúfares", algo más pequeño que el anterior, con pretil de mármol rosa; el de Diana, llamado así por la estatua de esta diosa, procedente de las ruinas de Ampurias, que lo presidía; el puente cubierto, de madera de teca; el puente japonés, que sumado a su reflejo en el agua simulaba una circunferencia perfecta, etcétera. El lago y el canal habían sido poblados de peces muy diversos y vistosos; también habían sido traídas de Centroamérica y el Amazonas varias especies rarísimas de mariposas, que con esfuerzo enorme y dando muestras de unos conocimientos insólitos en Cataluña en aquella época habían conseguido aclimatar a la vegetación y al clima. Luego, en 1832, de resultas de un viaje a Italia, donde estaba en boga tal cosa y de donde la familia era originaria o donde se había radicado en tiempos de la dominación catalana de Sicilia o el reino de Nápoles (cuando probablemente el apellido familiar había sufrido varias mutaciones como la ya indicada) y a donde acudían periódicamente los vástagos de la rama familiar afincada en Barcelona cada vez que a uno de ellos le llegaba la hora de contraer matrimonio (lo que no venía dictado por el capricho o la inclinación, sino por el deseo explícito o la estrategia manifiesta y reiterada de no entroncar con otras familias catalanas, lo que a sus ojos habría conducido más tarde o más temprano a la desmembración del patrimonio) fue agregada al jardín una gruta muy admirada en su tiempo; esta gruta constaba de dos partes o estancias; una primera, amplísima, con bóveda de diez metros de altura y formaciones curiosas de estalactitas y estalagmitas hechas primorosamente de yeso estucado y porcelana, y una segunda, aún más extraordinaria, reducida de tamaño y desnuda de ornamentación, pero situada junto al lago y bajo el nivel del agua, cuyo fondo se podía contemplar a través de una sección de la pared de roca, parte de la cual había sido sustituida por un cristal de 50 centímetros de espesor: allí se podían ver, cuando la luz del sol penetraba hasta el fondo del lago, las algas y los corales, las bandadas de peces y una pareja de tortugas gigantes traídas de Nueva Guinea, que sobrevivieron al cambio de habitáculo y vivieron, según su costumbre, hasta muy avanzada edad, hasta bien entrado el siglo XX, aunque no llegaron a criar.



—Mi padre –dijo el hombre había sido montero al servicio de la familia Rosell; luego, al volverse sordo, pasó a desempeñar el cargo de guardabosques. Puede decirse, señor, que yo nací ya al servicio de la familia Rosell.

Además de aquellas maravillas el jardín tenía recodos innumerables, pabellones, quioscos, templetes e invernaderos, avenidas misteriosas, de trazado deliberadamente confuso, por las que el paseante podía extraviarse sin temor y en cuyas revueltas podía toparse inopinadamente con la estatua ecuestre del emperador Augusto o con el semblante grave de Séneca o Quintiliano en sus pedestales respectivos, a través de cuyos setos conversaciones clandestinas podían ser oídas, citas amorosas sorprendidas y besos apasionados espiados a la luz de la luna. En los prados que se extendían en siete terrazas escalonadas en la falda de la montaña evolucionaban parejas de pavos reales y grullas egipcias.

—Pero el primer trabajo que recuerdo haber prestado –dijo el hombrees el de paje de la señorita Clarabella, siendo yo de seis años de edad. La señorita Clarabella debía de tener trece o catorce por aquel entonces, si la memoria no me falla.

Aunque dominaba varias lenguas la señorita Clarabella siempre se dirigía a la servidumbre en italiano; nunca entendíamos las órdenes que nos impartía. Mi función, por lo demás, no ofrecía dificultad: era el encargado de sacar a pasear los siete perros falderos que tenía. Siete perros, señor, de pura raza, todos distintos, usted tendría que haberlos visto.

La casa constaba de tres plantas, cada una de las cuales tenía una superficie de mil doscientos metros cuadrados; la fachada principal, orientada al sureste, mirando hacia Barcelona, tenía once balcones en cada una de las plantas superiores y diez ventanales y la puerta de entrada en la planta baja. Entre balcones, ventanas, tragaluces, vidrieras, claraboyas, miradores y puertas había en la casa un total de dos mil seis piezas de vidrio, lo que volvía su limpieza un trabajo constante. Ahora estos vidrios estaban rotos, el interior de la casa, devastado, y el jardín, convertido en una selva. Los puentes se habían caído, el lago se había secado, la gruta se había derrumbado, toda la fauna exótica había sido devorada por las alimañas y ratas que ahora señoreaban la finca; los esquifes y carruajes eran un montón de astillas amontonadas en los cobertizos sin puertas, y el escudo de la familia Rosell, apenas una excrecencia en el friso de la puerta principal, roída por la intemperie y cubierta de moho.

—Cuénteme qué sucedió –dijo Onofre Bouvila. Habían cruzado no sin riesgo el puente y estaban ante la puerta de entrada.

En un león de piedra al que faltaban la cabeza y la cola se sentó el hombre. El perro se tendió a sus pies. El hombre apoyó el mentón en las manos cruzadas sobre la cachava y suspiró hondamente. Onofre Bouvila supo que iba a oír una historia más, larga y extraña.

 

—Aunque la familia Rosell tenía, señor, la costumbre, como es sabido, de no casar jamás en Cataluña –empezó diciendo el hombre–, de no emparentar con sus compatriotas, lo que siempre concitó malquerencias como si el haber nacido sobre el mismo suelo y bajo el mismo sol diese a los unos derecho a disponer de la vida privada y aun sentimental de los otros o a juzgarla, si otra cosa no, como le venía diciendo, señor, no era desdeñosa ni retraída, antes bien todo lo contrario. Raro era pues el día en que no me cruzaba con algún visitante cuando al caer la tarde me recogía después de haber pasado las dos horas reglamentarias ejercitando los perros, como me habían encomendado hacer, aun en los meses de calor, en el prado que había allí, señor, el que primero recibía la sombra de esos álamos, hoy mucho más altos que entonces, claro está:

han pasado tantos años de aquello, señor, que hasta los árboles que entonces vieron mis paseos, los mismos que fueron testigos de mis sueños infantiles han muerto ya –hablaba con frases algo largas, como si le costase recordar o referir a un extraño lo que recordaba; por momentos se quedaba quieto, ensimismado: en esos momentos enrojecía como un colegial y su piel, de natural rojiza, adquiría una tonalidad aún más oscura, casi añil. Pasado este mal momento sacudía la cabeza y soltando una mano del pomo del bastón, al que se aferraba con fuerza, señalaba aquellos campos agrestes como si al conjuro de su memoria éstos fueran a convertirse de nuevo en los prados meticulosos de otros tiempos. Entonces el hombre creía ver en esos prados caminar aún la gente y transitar los carruajes–. En tales ocasiones, cuál no sería mi trabajo –prosiguió diciendo– para retener los perros que tiraban de sus correas juguetones y excitados. Y no era raro que por fin lograsen vencer mi resistencia y pese a ser menudos, siendo yo también pequeño y poco ducho, me arrastrasen por el césped tierno ladrando y brincando ellos y lloriqueando yo para regocijo del visitante que acertaba a percibir un instante esta escena jocosa antes de que su carruaje embocase el puente y la puerta de dos hojas se abriera de par en par para dejarle expedita la entrada en la mansión.

Dejó al hombre con su perorata y entró en el vestíbulo. La luz entraba a raudales por los ventanales sin postigos ni cortinas. El suelo estaba cubierto de hojas secas. Algunos artículos inconexos y casuales habían sobrevivido al saqueo:

una pelota de colorines, un jarrón de bronce, una silla, etcétera. La ausencia de los demás era evidente y penosa.

Pensó cuántos objetos eran precisos para hacer una casa; algunos de estos objetos constaban de muchas partes que requerían ser ensambladas cuidadosamente. Traducido esto a horas de trabajo, una mansión como aquélla suponía varias vidas enteras; su destrucción convertía estas vidas en una inversión inútil, un despilfarro, pensó con mentalidad de financiero. De esta reflexión le sacó la voz del hombre, que se le había unido silenciosamente y ahora continuaba su relato sin previo aviso.

—¡Y las fiestas, señor!, ¡y las verbenas y kermesses! –con la contera del bastón apartó las hojas que cubrían el suelo y dejó al descubierto un pie y el arranque de una pantorrilla femenina en el mosaico. De haber continuado la limpieza habría dejado al descubierto seguramente una escena mitológica tan extensa como el área entera del vestíbulo, pero para hacer eso habría necesitado varias horas de trabajo. Desistió de ello y prosiguió describiendo morosamente aquellas galas y saraos mientras recorrían salones y más salones. Como era de suponer, dijo, a él no le dejaban participar en aquellas fiestas, por lo general nocturnas, pero él se escapaba de su habitación, en camisa, descalzo a pesar del relente, se escondía en algún sitio desde donde pudiera ver sin ser visto. Estas escapadas venían facilitadas por el revuelo que ocasionaban las fiestas:

en tales ocasiones toda la servidumbre estaba muy atareada y nadie podía ocuparse de un mocoso como él, explicó. Los vencejos habían hecho sus nidos en los artesonados del salón de los espejos y los ratones correteaban por las molduras.

Este espectáculo pareció entristecerle más aún. Calló un rato y cuando habló de nuevo lo hizo de prisa, como si quisiera concluir pronto aquella visita que le resultaba a todas luces dolorosa, quizá porque ahora la realizaba en compañía de un extraño por primera vez en mucho tiempo.

—Un día de verano, señor –dijo–, un día terrible de verano, al regresar de mi paseo vespertino con los perros encontré la casa convertida en un torbellino y a todo el mundo allí atolondrado y confuso, lo que me hizo pensar, a primera vista, que estaba siendo preparada otra gran fiesta, lo cual, empero, no era posible, pues no hacía mucho habíamos tenido dos grandes fiestas casi seguidas, a saber, la verbena de San Juan y la visita de la compañía del teatro San Carlo de Nápoles, a la que, aprovechando el descanso estival, había invitado al señor Rosell a representar aquí para su familia y algunos amigos íntimos "Le Nozze di Figaro" del señor Mozart, cosa que había supuesto un trajín considerable, habiéndose habido de alojar y atender a los cantantes, el coro y la orquesta así como al restante personal del teatro, esto es, unas cuatrocientas personas sin contar los instrumentos y el vestuario, después de lo cual parecía que ya no íbamos a meternos en líos de tanta envergadura durante una temporada larga, aunque no debía de ser así, pues allí estaba yo, sin dar crédito a mis ojos, en medio de un batallón de albañiles, carpinteros, yeseros y pintores, lo imprescindible, en fin, para empezar a preparar una fiesta de ciertas campanillas.

Excitado por este espectáculo imprevisto corrí al interior de la casa, seguido de mis siete perros, en busca de alguien que pudiera informarme de lo que pasaba o estaba por pasar y di por fin con una despensera con la que tenía, creo yo, cierto grado de parentesco, no siendo raros los matrimonios entre criados y criadas de una misma casa, lo que, dicho sea de paso, llegaba a originar situaciones pintorescas, como ser mi tía segunda a la vez mi prima carnal y un hermano de mi madre mi propio sobrino, etcétera, al margen del cual, que no hace al caso, esta despensera con quien yo estaba emparentado en cierto grado y que incluso es posible, ahora que lo pienso, que fuera mi madre, ya que mi padre, en las escasas ocasiones en que salía del bosque, dormía con ella, lo cual por supuesto no demuestra nada, que a la sazón estaba desplumando un faisán cuya cabeza acababa de cercenar limpiamente con el destral que ella, mi madre acaso, aún sostenía entre las rodillas, me contó que esa misma tarde había llegado un jinete envuelto en un capote y tocado de un tricornio de fieltro, anacrónico ya entonces, y que saltando del caballo antes de que éste detuviera su carrera desenfrenada y sin molestarse en atarlo o entregar las bridas al palafrenero que alertado por el ruido de los cascos en el puente acudía ya en su ayuda, circunstancia que el caballo había aprovechado para zambullirse en el canal, había murmurado al oído del mayordomo una contraseña que le había abierto de inmediato las puertas de la casa y le había valido una entrevista precipitada con el señor Rosell, a quien habían despertado de la siesta sin miramientos por tal motivo, tras lo cual éste había dado orden de que se preparase lo necesario para dar un gran baile esa misma noche (¡esa misma noche!) en honor de un huésped ilustre cuyo nombre, sin embargo, no había sido revelado al servicio.

Al punto había partido de nuevo el emisario y pisándole los talones mensajeros encargados de cursar de viva voz las invitaciones, dijo la despensera, quizá mi madre. Pero, ¿de quién se trata?, le pregunté con la curiosidad insaciable de mi edad ternísima, a lo que respondió mamá que no podía decírmelo, que era un secreto y que aun cuando accediera a decírmelo, ello tampoco me sacaría de dudas, siendo ese nombre, que ella misma había oído escuchando detrás de las puertas y captando sílabas sueltas que traía el viento, totalmente desconocido para mí, según dijo, pero yo tanto porfié, apelando a sus sentimientos maternales, en el supuesto de que nuestra relación verdadera los justificase y ella los tuviera, que finalmente hubo de ceder e informarme de que la persona en cuyo honor se hacían los preparativos no era otra que el duque Archibaldo María, cuyas pretensiones al trono de España respaldaba desde hacía muchos años la familia Rosell.

Al primer piso habían llegado pocas hojas secas; allí la suciedad era más profunda, parecía provenir de los objetos mismos. Cuánta suciedad puede llegar a acumularse, pensó Onofre Bouvila; no sé yo qué pasaría en general si todo el mundo o casi todo el mundo no limpiase un poco cada día la parte de planeta que le ha tocado en suerte. Quizá éste sea en realidad el destino auténtico de la humanidad, quizá Dios puso al hombre en la tierra para que la mantuviera un poco limpia y presentable, quizá por esta razón todo lo demás es sólo una quimera.

—Pronunciarse a favor de tal o cual candidato al trono no era en aquellos tiempos fruto de la afición, una simple predilección comparable a la que podría sentirse hoy por un torero, pongamos por caso, sino una postura política comprometida, cuyas consecuencias, si los avatares de las guerras intestinas que había entonces por tales causas eran adversas, podían resultar irreparables –continuó diciendo el hombre–. Ahora bien –añadió al cabo de un rato–, el candidato en cuestión, aquel cuya visita nos había sido anunciada, había prometido en un documento incomprensible, mezcla de ideario, arenga y programa, llamado no sé por qué "edicto" y promulgado en Montpellier, conceder a Cataluña una independencia restringida o algo por el estilo, un régimen al parecer calcado del que vinculaba y vincula aún hoy la India a la corona británica. Por esta vaga promesa la familia Rosell había puesto vida y fortuna en el tapete. Ahora este candidato anunciaba de improviso su visita y ello creaba en la casa una disyuntiva insoluble, ya que por una parte había que agasajar al huésped como su rango real o posible exigía y por otra parte había que mantener a toda costa la clandestinidad que por fuerza rodeaba su viaje, toda vez que las autoridades constituidas y las bandas rivales de común acuerdo habían puesto precio a su cabeza, dificultades éstas que se sumaban a la premura, poniendo a prueba la imaginación, el refinamiento, el "savoir faire" de la familia.

El suelo estaba ahora cubierto de fragmentos minúsculos de porcelana que crujían bajo las pisadas de los dos hombres. Al recoger uno de los fragmentos y acercárselo a los ojos advirtió que provenía, como los restantes, de una vajilla de Sévres o Limoges de no menos de doscientos cubiertos sin contar las soperas, las salseras, las fuentes y los fruteros.

Si el comedor está en la planta baja, dijo, ¿cómo ha venido a parar aquí esta vajilla? También habría preguntado quién la había roto, si hubiera sabido a quién preguntarlo. El hombre no respondió, perdido en sus remembranzas.

—En cuanto lo vimos nos dimos cuenta de que aquel hombre sólo podía traer la desgracia a esta casa –dijo–. El duque Archibaldo María contaba a la sazón cuarenta o cuarenta y cinco años de edad y había vivido siempre en el exilio. Esta vida furtiva y trashumante había hecho de él un hombre crapuloso y amoral. Al cruzar el puente se cayó del caballo debido al estado de embriaguez en que venía. No creo que llegase ni siquiera a ver los esquifes que surcaban el canal y en los que la servidumbre sostenía en alto candelabros y palmatorias para crear un círculo de luz en movimiento. Su edecán, un individuo apodado Flitán, con aire de zíngaro, saltó de su silla con agilidad circense y ayudó al duque a incorporarse, lo condujo a rastras hasta el pretil del puente, de pechos sobre el cual vomitó Su Alteza mientras la señorita Clarabella, cumpliendo las instrucciones que le había dado su padre y con los gestos que toda la tarde le había estado enseñando el profesor de baile, hincaba la rodilla en la más grácil de las reverencias y le ofrendaba en un cojín de seda ajedrezado una reproducción de la llave de la casa en oro o en otro metal dorado y un lirio blanco... No sé si ya le he dicho, señor, que era una noche de verano calurosísima, una noche terrible. El duque no se había afeitado en varios días ni lavado en varios meses, sus ropas despedían un olor acerbo, de la nariz le colgaban mocos espesos y al reír, cosa que hacía con más fiereza que alegría, mostraba unos dientes puntiagudos y carcomidos: nunca una casa real estuvo peor representada. Sopesó con gesto apreciativo la llave de oro, que pasó luego a su edecán, arrojó al suelo el lirio y pellizcó la mejilla de la señorita Clarabella, que enrojeció al punto, repitió la venia maquinalmente y dando media vuelta corrió a ocultarse detrás de su madre.

Subieron al segundo piso por una escalera de cuya barandilla sólo permanecían unos maderos astillados que sobresalían perpendicularmente de los peldaños. Al llegar arriba el hombre, que hasta ese momento se había movido por la casa con pesadez, arrastrando los pies y remoloneando en cada estancia, hizo un quiebro y se colocó delante de Onofre Bouvila, como si quisiera cortarle el paso.

—Aquí estaban los dormitorios de la casa –explicó sin que viniera a cuento: hasta ese momento tampoco había dado ninguna explicación acerca de la antigua distribución de los aposentos–, los dormitorios, quiero decir, de los señores –añadió apresuradamente, temeroso de haber cometido una incorrección–; el servicio, por supuesto, dormía arriba, en el ático: era la parte más calurosa de la casa en verano y la más fría en invierno, pero, a cambio de estas molestias inapreciables, era la que gozaba de mejor vista sobre la finca entera. Ahí dormía yo también. Mi habitación estaba separada de las demás... No digo esto para darme pisto: en realidad yo dormía con los siete perros de la señorita Clarabella; pero lo cierto es que no compartía la habitación con otros criados, como era habitual, lo que me libraba de ser objeto de chirigotas, azotes y actos de sodomía, no del todo, claro está, pero sí la mayor parte de los días; en total creo poder decir que mientras viví aquí sólo fui objeto de chirigotas, azotes y actos de sodomía una vez por semana aproximadamente, lo que no pueden decir otros en mi condición. El resto del tiempo me dejaban tranquilo. Entonces solía sentarme en el alféizar de la ventana, con los pies colgando hacia fuera, y mirar las estrellas; otras veces miraba hacia abajo, hacia Barcelona, con la esperanza de ver algún incendio, ya que de otro modo la ciudad estaba a oscuras, siendo imposible adivinar desde mi atalaya que allá a lo lejos había una urbe populosa. Luego vino la luz eléctrica y las cosas cambiaron, pero para entonces ya no vivía nadie en esta casa. Venga, señor –dijo bruscamente, tirando a Onofre de la manga–, subamos al ático y le mostraré dónde estaba mi habitación, ésa que le digo. Dejemos por ahora estos aposentos, que no revisten el menor interés. Hágame caso.

El techo del ático había cedido en varios sitios: por allí se veía el cielo. A través de los agujeros entraban y salían zigzagueando los murciélagos que ahora vivían en el ático. Los que no andaban revoloteando dormían colgados de las vigas, cabeza abajo. Por el suelo corrían ratas grandes, de pelo tieso como púas, capaces de hacer frente a un gato e incluso de acabar con él. El hombre cogió en brazos a su perrito en previsión.

—Esa noche no podía dormir –siguió diciendo como si en ningún momento hubiera interrumpido el relato–: hasta mi habitación llegaba la música de la orquesta que amenizaba el baile. Yo miraba por la ventana, según la costumbre que ya he dicho. Abajo, al otro lado del puente, en la explanada que había allí, podía ver débilmente iluminados por las miríadas de estrellas que tachonaban el firmamento de aquella noche de verano, de aquella noche terrible, señor, los coches en que habían venido los invitados selectos, acérrimos partidarios del duque todos ellos, no hace falta que lo diga, y más allá, en las laderas de la montaña, un sinfín de lucecitas que se movían lentamente, como una bandada de luciérnagas perezosas, pero que no eran luciérnagas, ay dolor, sino las linternas con que se alumbraban las tropas del general Espartero, quien, advertido por algún traidor que mal haya de la presencia del duque, había dado orden de rodear la finca. De esta añagaza, por ironías del destino, nadie se había percatado, sino yo, pobre inocente, que a mis seis años de edad, ¿qué había de saber de las reglas de la traición y la guerra? Déjeme respirar, señor, y en seguida reanudaré esta historia –hizo lo que anunciaba y se restañó los ojos con un pañuelo de hierbas que sacó del bolsillo. Luego, sin ton ni son, restañó también los ojos del perrito, que apartó la cabeza. Acto seguido volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo y dijo–: Estuve escuchando la música hasta que vencido por el sueño me retiré a dormir. No sé qué hora sería cuando desperté sobresaltado.

Los perros que dormían conmigo se habían despertado antes que yo y paseaban inquietos por la habitación, arañaban las puertas, mordisqueaban la estera que cubría el suelo y gemían como si olfateasen peligros inciertos en el aire. Fuera era noche cerrada. Miré por la ventana y advertí que los coches se habían ido y que las lucecitas que antes me habían entretenido estaban ahora apagadas. Prendí un cabo de vela y en camisa y descalzo salí al pasillo, encerrando detrás de mí los perros en la habitación, no fueran a escaparse y corretear por la casa, que parecía dormida. Por esa misma escalera que usted ve, señor, bajé al segundo piso. No sé qué idea me llevaba allí. De pronto una mano me sujetó el brazo y otra mano me tapó la boca, impidiéndome de este modo tanto huir como pedir auxilio. Se me cayó al suelo la vela, que fue al punto recogida por alguien. Recuperado de mi estupor vi que quien me sujetaba no era otro que el duque Archibaldo María y quien había recogido la vela con la que ahora alumbraba su diabólico rostro, el bárbaro Flitán, que llevaba un puñal entre los dientes, lo que me sumió en indecible zozobra. Nada temas, oí que murmuraba el duque en mi oído, arrojándome a la cara un aliento pastoso y tan impregnado de alcohol que temí perder el conocimiento. ¿Sabes quién soy?, me preguntó; a lo que yo respondí moviendo ligeramente la cabeza. Esta respuesta le resultó satisfactoria, pues agregó entonces: Si sabes quién soy, sabrás también que has de obedecerme en todo. Y como yo volviera a asentir por señas, preguntó de nuevo si sabía dónde estaba la alcoba de la señorita Clarabella. Mi respuesta afirmativa provocó entre ambos hombres un rápido intercambio de miradas y sonrisas, cuyo sentido ni por asomo entendí. Pues llévame hasta allá sin pérdida de tiempo, dijo el duque, porque la señorita Clarabella me está esperando. Tengo que darle un recadito, añadió al cabo de un instante acompañando sus palabras de una grosera carcajada que coreó el edecán.

Naturalmente, obedecí. Ante la puerta de la alcoba me devolvieron la vela y me conminaron a regresar inmediatamente a mi cuarto. Duérmete en seguida y no cuentes a nadie lo que ha pasado, me advirtió el duque, o diré a Flitán que te corte la lengua. Volví a mi cuarto a toda prisa, sin volver una sola vez la vista atrás. Ante la puerta me detuve: el encuentro me había dejado en el ánimo una desazón que no lograba explicarme. Al fondo del pasillo del ático, donde me encontraba, dormía la despensera que podía ser mi madre o no.


Date: 2015-12-24; view: 742


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