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Capítulo III 27 page

sólo así se explica que una espía con tanta experiencia mordiese un anzuelo tan convencional. Una noche, cuando ambos reposaban en aquella cama entre cuyas sábanas el curso de la guerra habla sufrido tantas vicisitudes, él le dijo súbitamente que tenía que ausentarse una semana, quizá dos. No podré vivir tanto tiempo sin ti, dijo ella; dondequiera que hayas de ir, no vayas. La patria me lo exige, dijo él. Tu patria está aquí, entre mis brazos, replicó ella. Él acabó por revelarle la naturaleza de la misión que ahora lo arrebataba de aquel nido de amor: tenía que ir a Hendaya. Allí interceptaría una película que los búlgaros trataban de hacer llegar a los agentes alemanes destacados en San Sebastián.

Cuando éstos acudieran a Hendaya, él se les habría adelantado:

la película obraría en su poder y los agentes serían aprehendidos y fusilados en el andén de la estación. Apenas acabó de hablar ella le golpeó en la cabeza con una estatuilla de Siva, el dios cruel, el principio destructor: el joven oficial cayó al suelo con la cara cubierta de sangre. Creyendo haberlo matado, Mata Hari se echó sobre el camisón un abrigo de "renard argenté", se puso un casquete y unas katiuskas y subió al Rolls Royce negro de 24 CV que poseía (además de otros tres automóviles y una motocicleta de dos cilindros).

Todo esto le había sido regalado por altas personalidades de la vida pública de Francia y otros países, había sido pagado con el dinero del contribuyente. En cuanto ella hubo salido se incorporó ágilmente el oficial y acudió a la ventana; desde allí hizo señas a los agentes apostados frente a la casa. No estaba muerto ni siquiera herido: en previsión de semejante lance el servicio secreto francés había reemplazado todos los objetos pesados de la habitación por copias de caucho y había suministrado al oficial varias cápsulas de tinta roja con las que simular un desangramiento. Ahora el Rolls Royce surcaba los campos nevados de Normandía. Junto a la carretera corría la vía férrea. A lo lejos distinguió una columna de humo horizontal: era el tren, que se dirigía a Hendaya a toda máquina. Esta persecución era seguida desde el aire por un aeroplano en el que iban el apuesto oficial y tres agentes.

Acelerando de manera casi suicida el automóvil había logrado acortar distancias, ya estaba junto al furgón de cola. La audaz espía iba de pie en el estribo del Rolls Royce: había rasgado el camisón y con las tiras había atado el volante para evitar cambios bruscos de dirección y había puesto asimismo una piedra recogida en la cuneta sobre el pedal del gas. Con el pintalabios escribió en el parabrisas: "Adieu, Armand!" Así se llamaba el oficial a quien creía haber sacrificado a su deber. Saltó del estribo y agarró con una mano la barandilla de hierro que cerraba la plataforma del tren. Desde allí vio cómo el rolls Royce seguía su carrera frenética, salía de la carretera e iba a detenerse finalmente en un campo. Este Rolls Royce, que milagrosamente no sufrió daño alguno en esta peripecia, puede verse aún hoy en el pequeño "Musée de l.Armée" que hay en Ruán. Dentro ya del furgón, a la luz débil de una linterna sorda, trató de localizar la película de que él le había hablado. Pensaba que encontraría uno o dos palmos de celuloide, apenas una docena de fotogramas. En vez de eso encontró varias columnas de latas cilíndricas: eran los cincuenta y dos rollos de que constaba "Quo vadis?" Cuando los agentes irrumpieron en el furgón la encontraron derrengada, con las manos en carne viva; el viento que entraba por la puerta abierta del furgón había hecho volar el casquete y revolvía su cabellera ensortijada: había logrado arrojar a la vía veinte de los cincuenta y dos rollos, que ahora la nieve sepultaba. Por esto la película no llegó jamás a su destino, no se pudo proyectar en las pantallas españolas. La guerra había paralizado la producción en toda Europa, ya no se volvieron a hacer películas como aquélla: ahora estaba en manos de Onofre Bouvila resucitar la industria, pero no sabía cómo hasta que la suerte quiso que se cruzara Delfina en su camino nuevamente.



 

 

 

Acompañado del eco lejano de los truenos el aguacero había vuelto; azotaba los postigos y repicaba en la claraboya que cubría el patio de cocinas. En la cocina las tres hijas del lisiado se habían quedado dormidas, recostadas contra la pared tibia, abrazadas tiernamente entre sí. En el salón mientras tanto los tres hombres proseguían su debate.

—Estás loco –le dijo Efrén Castells. Era el único que se atrevía a decirle cosas semejantes; él no se ofendía. Con las yemas de los dedos acarició las fotografías que había sacado del bolsillo de la chaqueta y extendido sobre la mesa para que las vieran sus interlocutores.

—Debo advertiros que las fotografías no le hacen justicia –les dijo–. De eso me di cuenta yo mismo al principio. Le hice engordar veinte kilos para ver si así su aspecto mejoraba un poco, para ver si ganaba un poco en... ¿cómo diría yo?... en presencia física, tal vez.

La había llevado a la finca de Alella que había alquilado exclusivamente para este fin; aquella finca convenía a sus planes porque estaba rodeada de un seto de cipreses recortados, muy alto y tupido. Le dijo que había sufrido mucho. Lo que te conviene ahora es descanso, le dijo; llevas años cuidando a tu padre, que en gloria esté; ha llegado el momento de que alguien cuide de ti. A estos razonamientos Delfina no supo oponer otros: había pasado muchos años en la cárcel; luego había vivido en un aislamiento absoluto, dedicada efectivamente a cuidar a su padre enfermo y lelo.

Estaba acostumbrada a no disponer de su vida, no podía imaginar escapatoria a la obediencia ciega, salvo la muerte, no concebía otra disyuntiva. Cuando la llevó a la casa ya había allí un chófer, una cocinera y una camarera. No le extrañó que habiendo chófer no hubiera automóvil ni que esta servidumbre ocupara las habitaciones de la planta noble mientras ella era relegada al cuarto de arriba, expuesto a los cuatro vientos. Son gente de absoluta confianza, le dijo; les he dado instrucciones, ellos saben lo que hay que hacer; tú no tienes que ocuparte de nada, sólo hacer lo que ellos te indiquen. Ella sólo acertó a darle las gracias. Por dentro pensaba: quizá esto es como si estuviéramos casados; esto es lo que más se debe de parecer a estar casada con un hombre así.

Durante los meses que siguieron se limitó a dar las gracias a quien le dirigía la palabra. Por las mañanas la despertaba la camarera y le servía en la cama un desayuno copioso:

tortilla de chorizo, embutidos, puré de patatas, tostadas con aceite y un litro de leche caliente. Luego la vestía y la dejaba en el jardín apoltronada en un butacón de mimbre, a la sombra de una mimosa. Le cubría los hombros con un chal de lana de Angora de color amarillo chillón: a este chal acudían las mariposas y las abejas, atraídas por el color. Luego comía y dormía la siesta. Se despertaba con el sol ya bajo, cuando le servían té o chocolate con bizcochos. Entonces daba un corto paseo por el jardín, seguida discretamente por el chófer. Al principio, uno de los primeros días había tratado de trabar conversación con este chófer. ¿No ha dicho Onofre si vendrá a verme?, había preguntado. El chófer la miró de arriba abajo antes de responder. Si se refiere usted al señor, dijo con retintín, el señor no suele informarme acerca de sus planes, ni yo le digo al señor lo que tiene que hacer. Me ha puesto en mi sitio, pensó ella; le dio las gracias y siguió paseando. Otro día quiso apartar los cipreses que formaban el seto para ver la calle pero el chófer le dio un empellón. Esto le importó menos que el no saber si él iría a visitarla o no.

En realidad él no iba a visitarla porque estaba encerrado en su despacho escribiendo el guión de la película que ella había de protagonizar. Mientras él hacía esto sus sicarios seguían cebando a Delfina. Por la noche le administraban un somnífero para que durmiera muchas horas de un tirón. Ella no se daba cuenta de que comía en exceso: en la cárcel había pasado tanta hambre que había perdido de vista toda proporción, todo sentido de la medida: si ahora le hubieran dado nuevamente un trozo de pan, un poco de queso rancio, un arenque o un pedazo de bacalao en salmuera, le habría parecido bien; los festines pantagruélicos que le hacían ingerir también le parecían bien:

no entendía que en la vida cupieran opciones o que estuviera en poder de las personas el ejercerlas a veces: su voluntad había sido anulada. Quizá por esto también le seguía amando.

Por fin decidió escribirle una carta, decirle en ella lo que no había acertado a decirle en presencia de su padre. Cuando la hubo escrito se la dio a la camarera con el ruego de que la echara al buzón lo antes posible. Esa noche en la cocina los criados empezaron a leer la carta, cuyo contenido no entendían. Eran tres rufianes y cumplían su cometido tan mal como podían. Uno u otro estaba siempre ebrio, cuando no los tres a la vez. Aunque entre sí se odiaban, estaban siempre juntos, incapaces de pasar un instante privados de compañía.

El chófer fornicaba alternativamente con la camarera y con la cocinera; a veces, cuando habían bebido en exceso, lo hacía con ambas a un tiempo. En estas ocasiones las dos mujeres se peleaban por él, se tiraban de las greñas, se arañaban y se mordían con ferocidad. Los gritos y el alboroto que acompañaban estas orgías bestiales conseguían despertar a Delfina; como estaba aún bajo los efectos del somnífero, no llegaba a recobrar la percepción por completo: entonces creía estar todavía en la cárcel, donde todas las noches la despertaban alaridos infernales. También allí al cabo de los años había conseguido superar la desazón que estos alaridos le producían al principio integrándolos en sus propios sueños. De esto se daba cuenta ahora. "Aquella noche", había escrito en la carta que nunca llegó a sus manos, "yo también quise gritar pero me contuve. Este grito se me quedó dentro y lo vengo oyendo desde entonces todas las noches. No digo esto para hacerte un reproche: no es un grito de dolor solamente; también es un grito de felicidad sin límites. En todo caso me arrebata la paz que me podría traer el sueño a mi vida: ya no espero otro descanso que la muerte. Pero no, no quiero aparentar un valor que me falta, a ti no te pudo mentir: en mi vida he pasado por momentos difíciles, a veces he sentido ganas de renegar de la grandeza de mi destino, que ha sido el quererte. Esto que te digo ahora tampoco es un reproche.

Siempre he pensado que si tú no fueras como eres, si hubieras actuado de un modo distinto, mi vida habría sido distinta de como ha sido y no hay nada que pueda causarme tanto dolor ni tanto espanto como este pensamiento: el de que un solo instante de mi vida podía haber sido de otro modo, porque eso significaría que en ese instante yo no te habría querido tanto como te he querido. No envidio a nadie ni me cambiaría por nadie, porque nadie te puede haber amado tanto como yo te he amado". Al leer esta carta a los criados se les cayeron varias manchas de vino en el papel. Vaya, qué contrariedad, dijeron, ¿qué dirá el señor Onofre si ve estos manchurrones? Para no ser descubiertos arrojaron la carta al fuego.

El marqués de Ut dijo: Yo me tengo que ir. Se levantó con dificultad: las articulaciones habían sido afectadas por la vigilia y la lluvia. ¿No tienes nada que agregar?, dijo Onofre Bouvila. El marqués consultó el reloj y arrugó el ceño; luego pensó que en realidad nada reclamaba su presencia en ninguna parte y lo desarrugó. Si hemos llegado hasta aquí, bien puedo quedarme hasta el final, dijo suspirando. Onofre Bouvila sonrió con reconocimiento. Siéntate y dime qué te preocupa, le dijo. El marqués se acarició las mejillas y las encontró rasposas.

—Hay una cosa que no entiendo –dijo por fin: hablaba arrastrando un poco la voz; las ideas se le escapaban a veces; el cansancio no le permitía concentrarse, cosa que ya le resultaba ardua en condiciones óptimas. Ahora se había quedado embobado mirando la fotografía de Delfina: una matrona emperifollada, de pie contra un fondo de cipreses, apoyada en la sombrilla, mirando al aire con expresión vacía. Dejó la fotografía, hizo chascar los labios y los dedos al mismo tiempo.

—Veamos –dijo Onofre con paciencia.

—¿Qué pinto yo en este asunto? –dijo el marqués de Ut.

Quizá si todos los hombres de negocios supieran que tarde o temprano han de morir se paralizaría la actividad económica en el mundo. Por fortuna éste no era el caso del marqués de Ut.

Francmasón, zascandil y libertino, el marqués era en su fuero interno un conservador intransigente; su falta absoluta de opinión tenía un peso enorme en los círculos más reaccionarios del país. Estos pequeños grupos, integrados por aristócratas, terratenientes y algunos elementos del Ejército y el clero ejercían sobre la vida política de la nación una influencia decisiva de carácter inverso: no intervenían en nada, salvo para impedir que se produjeran cambios; se limitaban a dejar constancia de su existencia y a prevenir a la opinión pública de lo que podría suceder (algo trágico) si su inmovilismo a ultranza era contrariado. Eran como leones dormidos en medio de un aprisco. En realidad no sustentaban ninguna ideología:

cualquier intento de racionalizar su actitud era mal recibido; habría supuesto a sus ojos poner en tela de juicio lo recto, lo justo y lo necesario de esa actitud, una brecha en el orden natural de las cosas. Que se justifiquen otros, decían: a nosotros no nos hace ninguna falta, porque tenemos la razón.

Toda innovación, aunque coincidiera con sus intereses, les horrorizaba; aceptarla les parecía un suicidio. En este terreno toda discusión con alguno de ellos resultaba imposible. Onofre Bouvila lo sabía por experiencia; a veces había insinuado al marqués de Ut la conveniencia de introducir pequeñas reformas en tal o cual sector con el fin exclusivo de evitar males mayores. Ante esta noción el marqués perdía los estribos. ¿Para qué carajo quieres tú cambiar el mundo, hombre?, replicaba, ¿Quién te crees que eres?, ¿Dios Todopoderoso? Bah, bah, ¿no están las cosas bien como están?

Eres rico y en definitiva de viejo no pasa nadie: tú a lo tuyo ¡y los que vengan detrás que arreen! Sus argumentos eran poco consistentes, pero no había en el mundo fuerza capaz de hacer que se apease de ellos. El que además estas proposiciones subversivas vinieran de Onofre Bouvila no hacía más que reafirmarle en sus principios: Al fin y al cabo, le decía, tú has salido de la nada, eres un labriego a quien se ha permitido ganar dinero a espuertas: ahora los humos se te han subido a la cabeza y te crees con derecho a voz y a voto, ya quieres tener vela en este entierro, ¿eh? Esto a sus ojos era prueba de que en el futuro había que andar con más tino, ser más estricto. El que fuera capaz de decir estas impertinencias a su amigo, cuya hospitalidad generosa no rehusaba jamás y a quien debía favores importantes y sumas de dinero elevadas suscitaba la admiración y la envidia de Onofre Bouvila. Con él tampoco podía darse por ofendido. ¿Por qué sois tan cerriles?, se limitaba a responder con suavidad; con vuestra inflexibilidad vais a provocar vuestra propia destrucción. A esto el marqués replicaba con gritos y aspavientos de energúmeno; anunciaba que su paciencia estaba llegando al límite y que si la conversación seguía por aquellos derroteros se vería obligado a enviar sus padrinos a Onofre Bouvila. En estos momentos el marqués no habría vacilado en matarlo sin remilgos. Como para el marqués y sus correligionarios el orden existente era algo natural, todo desorden era por necesidad externo al sistema y había de ser eliminado por el método que fuera. En estas ocasiones recurrían siempre al ejemplo del organismo enfermo, el miasma y la amputación: una metáfora confusa que no entendían ni los sociólogos ni los cirujanos.

—Lo mismo decía Luis XVI cuando fueron a advertirle de lo que estaba pasando en las calles de París –dijo Onofre Bouvila con ánimo de desconcertar a su interlocutor, más por juego que por otra causa. Pero el marqués de Ut había respondido imperturbable que todos los franceses eran hijos de mala madre y que lo que le pudiera suceder a un francés a él le importaba un bledo–. ¿Aunque sea el rey? –había contraatacado Onofre Bouvila.

—Ah, no, eso no –dijo el marqués poniéndose en pie–: Con la casa de Orleans no se mete nadie en mi presencia y si la conversación continúa por estos derroteros me veré obligado a enviarte mis padrinos. Tú verás lo que haces.

Ahora sin embargo las cosas habían tomado otro cariz: no podía ser tomado a la ligera lo sucedido en Rusia, en Austria–Hungría o en la propia Alemania. Sólo un cambio profundo y osado permitiría que todo siguiera siendo como hasta entonces.

—¿Y este cambio osado y profundo consiste en esto? –dijo el marqués–. ¿En hacer películas con esta foca?

Onofre Bouvila seguía sonriendo, conciliador: no estaba dispuesto a contarle todavía al marqués el alcance verdadero de sus planes.

—Confía en mí –le dijo–. Yo sólo te pido esto: que no saquéis las tropas a la calle; que convenzas a los tuyos de que no soy un loco ni obro de mala fe. Dadme un período de gracia: yo os demostraré lo que puedo hacer. Pero es preciso que durante este período haya calma en vuestras filas. Si se produjeran pequeñas algaradas, dejad que la masa se divierta, haced como que no os dais cuenta: todo forma parte de mi plan.

—No puedo comprometerme a tanto –dijo el marqués. La fatiga le había llevado a una actitud defensiva rara en él.

—Ni yo te pido que lo hagas –dijo Onofre Bouvila–. Sólo que hables de esto a los tuyos. ¿Lo harás por nuestra vieja amistad?

—Déjame pensarlo –dijo el marqués. No podía pedírsele más, por lo que no insistió. Ahora el teatro estaba lleno de los cofrades del marqués de Ut y éste, Bouvila y Efrén Castells espiaban sus reacciones desde el palco celado.

—Parece que va bien –dijo el gigante de Calella.

Onofre Bouvila hizo un gesto afirmativo: No podía ser de otro modo, dijo para sus adentros. Una vez más la intuición había funcionado. Cuando la llevaron al estudio cinematográfico Delfina no opuso resistencia ni dio muestras de curiosidad; igual habría sido llevarla a otro sitio cualquiera. Este estudio cinematográfico había sido erigido en un solar situado entre San Cugat y Sabadell, no lejos de donde están hoy los edificios de la Universidad Autónoma de Barcelona. El costo de su construcción había sido muy elevado, porque todo el equipo técnico había sido importado de varios países. En la operación habían intervenido dos pioneros del cinematógrafo catalán: Fructuoso Gelabert y Segundo de Chomón; ninguno de ellos, sin embargo, había querido dirigir la película que Onofre Bouvila había concebido: el proyecto les parecía descabellado. Por fin fue contratado un viejo fotógrafo sin trabajo, un hombre de origen centroeuropeo, tiñoso y desabrido, llamado Faustino Zuckermann. La elección no fue desacertada: este hombre se compenetró desde el principio con el proyecto sin dificultad. Con Delfina fue tiránico, no había sesión de rodaje en que no la hiciese llorar por un motivo u otro. Era alcohólico y dado a sufrir ataques súbitos de cólera incontrolable. En esas ocasiones había que dejarlo solo, huir de su proximidad para no recibir un golpe dado con mala intención: una vez le rompió tres dedos de la mano a una modista, otra vez abrió la cabeza de un botones de un silletazo. La atmósfera de abyección que creaban en el estudio este personaje y otros similares era del gusto de Onofre Bouvila: él sabía que de allí saldría una flor más delicada y aromática. Los resultados se hicieron esperar; los primeros intentos resultaron fallidos. El atraso tecnológico en que se encontraba Barcelona en este terreno era todavía abismal. La primera película que se rodó tardó tres meses en salir del laboratorio. Cuando por fin estuvo revelada se vio que no se podía aprovechar: unas secuencias eran demasiado oscuras y otras eran tan luminosas que herían los ojos del espectador, quedaban impresas en su retina durante varias horas; en otras revoloteaban por la pantalla unas manchas ocres amorfas; en algunas el movimiento se había invertido inexplicablemente, todo iba al revés: las personas andaban hacia atrás, llenaban sus copas con un líquido que sacaban de la boca, etcétera; también algunos además caminaban por el techo mientras los otros lo hacían por el suelo. Este desastre no alteró el ánimo de Onofre Bouvila. Ordenó que quemasen todo aquel celuloide inútil y que empezase el rodaje de nuevo, en ese preciso instante. Le respondieron que Faustino Zuckermann no estaba en condiciones de trabajar, que no se tenía en pie.

Que dirija sentado, respondió. En esto le imitaron luego muchos directores famosos. Para este segundo rodaje hubo que hacerlo todo nuevamente, porque los decorados y el vestuario del rodaje anterior habían sido quemados también. Esta medida había sido dispuesta expresamente por el propio Onofre Bouvila para que nada de lo que se hacía en el estudio trascendiera al exterior. Mantener el secreto era esencial para él. Pesaban amenazas terribles sobre el personal del estudio; a cambio de eso las remuneraciones eran altísimas. Por fin fueron a decirle que la segunda película ya estaba lista, si quería podía verla en una sala de proyección situada en el mismo estudio. Al oír esto dejó todo lo que tenía entre manos en ese momento, en un automóvil de cristales ahumados se hizo conducir allí. Esta película era la misma que ahora arrancaba lágrimas a los oligarcas congregados en el teatro gracias a la mediación del marqués de Ut. Al terminar aquella primera proyección privada había llamado a su presencia a Faustino Zuckermann. El viejo fotógrafo despedía un olor insoportable a vino tinto y cebolla cruda; su aliento parecía emanar del centro de la tierra.

—Te felicito –le había dicho–. Todo lo que yo quería está aquí; en esta mirada está todo: las ilusiones y los terrores de la humanidad –los ojos inyectados que Faustino Zuckermann tenía clavados en él con persistencia de beodo le convencían de su acierto: Son tal para cual, pensó, el mismo anhelo y la misma desesperación. Dentro de poco esta luz que aún resplandece en el fondo de sus miradas se extinguirá, será un rescoldo primero y luego un montón de ceniza fría, pero este instante último habrá quedado fijado para siempre en el celuloide, pensó.

 

Capítulo VI

 

 

El hombre que salió a su encuentro había rebasado la edad a partir de la cual la apariencia viene marcada por circunstancias ajenas a la cuenta de los años. No tenía un solo pelo en la cabeza, que era esférica y de color de arcilla oscura; las facciones eran diminutas y los ojos de un azul purísimo. Vestía un pantalón de rayadillo sujeto por una cuerda anudada a la cintura, un blusón de franela desvaída y alpargatas. Al andar se apoyaba en un bastón de nudos y atravesada en la cuerda que le hacía las veces de cinturón llevaba una navaja de muelles tan grande que su aspecto por contraste resultaba inofensivo. También llevaba pegado a los talones un perro pequeño, cabezudo y repulsivo, de rabo muy corto y patas endebles. El perro no apartaba los ojos de su amo y éste volvía los suyos de cuando en cuando en dirección al perro, como si buscase su aprobación a lo que hacía o decía. Ahora el hombre se había vuelto a poner la gorra y daba la espalda a Onofre Bouvila.

—Tenga la bondad de seguirme, señor –le dijo–. Es por aquí. El camino es un poco malo, creo que ya se lo advertí.

Onofre Bouvila echó a andar en pos del hombre y el perro.

El chófer que lo había traído hasta el claro del bosque hizo amago de seguirlos, pero él lo retuvo con un gesto.

—Quédate aquí –le dijo– y no te inquietes si tardo en volver.

El chófer se sentó en el estribo del automóvil, dejó a su lado la gorra de plato y se puso a liar un cigarrillo mientras los dos hombres y el perro se adentraban por un sendero del bosque que la maleza ocultó de inmediato. A pesar de sus años el hombre avanzaba con gran soltura entre las raíces, las piedras y la maleza. Onofre Bouvila, en cambio, tenía que detenerse a menudo porque la rama de una zarza se había enganchado en la tela de la chaqueta que llevaba. En estos casos el hombre retrocedía, cortaba la rama con la navaja y pedía mil disculpas a Onofre Bouvila, que ya daba su traje por perdido.

La industria cinematográfica que había creado en 1918 alcanzó su pleno desarrollo dos años más tarde, a fines de 1920: ésta fue su etapa de esplendor, su apogeo; luego las cosas habían empezado a torcerse. En medio del estupor general en 1923 traspasó a Efrén Castells, con quien había estado asociado desde el principio, la parte del negocio que le correspondía y anunció que se retiraba de éste y de todos los demás negocios igualmente. Los que le conocían bien o, a falta de alguien que pudiera decir tal cosa, los que mantenían con él un trato frecuente se sorprendieron menos de su decisión, cuyos primeros indicios creían vislumbrar retrospectivamente en el anuncio repentino de que pensaba cambiar de casa. Ahora recordaban aquel momento: no juzgaban casual que hubiera coincidido con el punto de partida de su proyecto más ambicioso; en ello veían la convicción íntima, quizá inconsciente de que sus planes grandiosos habían de acabar por fuerza en el fracaso.

—Ésta era la antigua entrada del servicio –dijo el hombre.

El señor disculpará que lo traiga por aquí, pero es el lugar más practicable, el único que nos permitirá entrar sin saltar la tapia.


Date: 2015-12-24; view: 630


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