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Capítulo III 25 page

Excelentísimos señores, si no tienen ustedes impedimento vamos a empezar. Concluido el acto mis hijas les ofrecerán refrescos, añadió antes de saltar de nuevo el cerco y desaparecer detrás de unas cortinas. Al cabo de unos segundos las luces se extinguieron, la sala quedó sumida en la oscuridad. Esta oscuridad al cabo de un rato fue traspasada por un haz de luz grisácea que cruzaba la sala de lado a lado e iba a chocar con la pared encalada. En esta pared, situada en la parte correspondiente al escenario improvisado aparecieron al reflejarse en ella el haz de luz unas formas de contornos imprecisos; parecían reproducciones de las manchas de humedad que había en el zaguán. Luego las manchas empezaron a moverse y se oyeron algunos murmullos en la concurrencia.

Las manchas adquirieron gradualmente una forma reconocible:

los presentes vieron ante sí un fox–terrier grande como la pared entera que parecía observarles a ellos con la misma curiosidad con que ellos lo miraban a él. Era como una fotografía, pero se movía como lo habría hecho un perro vivo:

sacaba la lengua y agitaba las orejas y la cola. Transcurridos unos segundos el perro se puso de perfil a la sala, levantó una de las patas traseras y empezó a orinar. Los presentes corrieron hacia la puerta para no quedar empapados. En la oscuridad total que había vuelto a adueñarse de la sala la estampida acabó en encontronazos, coscorrones y caídas. Por fin volvió la luz y esto restableció la calma. Ahora estaban en el escenario las tres hijas del perdulario: eran tres muchachas muy jóvenes y bastante agraciadas y los vestidos que llevaban en esta ocasión dejaban al descubierto los brazos rollizos y los tobillos esbeltos. Su aparición fue acogida con muestras de regocijo moderado: el espectáculo había intrigado primero y luego defraudado a los caballeros. Ni la belleza de las tres muchachas ni el atrevimiento de su indumentaria bastarían para levantar la noche: las consumisiones serían escasas y el rendimiento global de la velada, menguado.

Al cinematógrafo, como a otros muchos adelantos contemporáneos, se atribuyen diversas paternidades. Varios países quieren ser hoy la cuna de este invento tan popular.

Como sea, sus primeros pasos fueron prometedores. Luego vino el desencanto. Esta reacción se debió a un malentendido: los primeros que tuvieron ocasión de presenciar una proyección no confundieron lo que veían en la pantalla con la realidad (como pretende la leyenda inventada a posteriori), sino con algo mejor aún: creyeron estar viendo fotografías en movimiento.

Esto les llevó a pensar lo siguiente: que gracias al proyector se podía poner en movimiento cualquier imagen. "Pronto ante nuestros ojos atónitos cobrarán vida la Venus de Milo y la Capilla Sixtina, por citar sólo dos ejemplos", leemos en una revista científica de 1899. Una crónica de dudoso rigor aparecida en un diario de Chicago en ese mismo año refiere lo siguiente: "Entonces el ingeniero Simpson hizo algo increíble:



con ayuda del Kinetoscopio, al que nos hemos referido ya en estas mismas páginas una y mil veces, consiguió dotar de movimiento su propio álbum familiar. ¡Cuál no sería el estupor de amigos y parientes al ver paseando tranquilamente por la mesa del comedor al tío Jaspers, enterrado en el cementerio parroquial muchos años atrás, con su paletó y su sombrero de chimenea, o al primo Jeremy, muerto heroicamente en la batalla de Gettysburg". En agosto de 1902, es decir, tres años después de estas noticias disparatadas, un periódico de Madrid recogía el rumor de que un empresario de esa capital había llegado a un acuerdo con el Museo del Prado para poder presentar en un espectáculo de "variétés" las Meninas de Velázquez y la Maja Desnuda de Goya; el mentís que el propio periódico dio a esta noticia al día siguiente de su aparición no bastó para contener el aluvión de cartas a favor y en contra de esta iniciativa, una polémica que aún coleaba en mayo de 1903. Para entonces sin embargo lo que realmente era el cinematógrafo ya era del dominio público: un subproducto de la energía eléctrica, una curiosidad sin aplicación en ningún campo.

Durante algunos años el cinematógrafo llevó una vida larvaria:

confinado en locales como el de la plazuela de San Cayetano, donde el marqués de Ut llevó a Onofre Bouvila, no cumplía otra función que la de servir de señuelo a una clientela interesada básicamente en otros pasatiempos. Luego cayó en un descrédito absoluto. Los escasos locales que cuatro empresarios ilusos abrieron en Barcelona tuvieron que cerrar sus puertas al cabo de pocos meses: sólo los frecuentaban vagabundos que aprovechaban la oscuridad para descabezar un sueño bajo techado.

 

El lisiado se protegía cobijado en el quicio del portal de la lluvia que había arreciado en las últimas horas. En la mano derecha sostenía un candil que de cuando en cuando levantaba sobre su cabeza y allí lo hacía oscilar. Un relámpago iluminó la plaza de San Cayetano, donde tenía su local: vio los árboles doblados por el viento y la calzada sumergida en un torrente de agua opaca. En mitad de la plaza vio también dos caballos negros que piafaban asustados por el fragor de la tormenta. La oscuridad y los truenos le habían impedido percibir su llegada: ahora ya estaban allí. Del coche se apearon dos hombres, a quienes dejó paso franco. Alumbrando el zaguán y el corredor con el candil el lisiado condujo a los dos visitantes al mismo salón en que unos años atrás había exhibido la película del perro incontinente. Ahora aquella máquina de proyección, adquirida con más ilusión que acierto, permanecía olvidada en el sótano de la casa; sólo la desempolvaba esporádicamente para exhibir algunas películas aborrecibles, venidas de Dios sabía dónde, que gustaban al marqués y a otros originales y a las que luego se referían aquél y éstos calificándolas de "muy instructivas". En realidad las películas de esta índole eran sólo obscenas y degradantes.

A la sala de proyección había sido restituida su apariencia primigenia: sofá de velludo granate, lámpara de techo con cuentas de vidrio tornasolado, butacas de cuero, veladores de mármol y un piano vertical con candelabros de bronce. La hija mayor del perdulario, a quien los años habían convertido en una belleza serena y ajamonada, tocaba aquel piano con dedos lánguidos y gordezuelos; la mediana había demostrado dotes especiales para la repostería; la menor no sabía hacer nada, pero conservaba en su fisonomía la frescura de la adolescencia.

—La noche es terrible –comentó el lisiado–, no me extrañaría que hubiera inundaciones, como todos los años. He hecho encender la salamandra: en diez minutos estarán caldeadas las habitaciones. Si gustan puedo ofrecerles también una primicia: mi hija la mediana acaba de sacar del horno un kilo de panellets.

Onofre Bouvila declinó el ofrecimiento. Su acompañante no mostró tantos remilgos; por señas, emitiendo unos sonidos guturales que llenaron de espanto al lisiado indicó que él sí estaba dispuesto a aceptarlo. Mientras saciaba su glotonería el lisiado acudió de nuevo a una llamada furiosa a la puerta de entrada. Pase vuesa merced, le oyeron decir al fondo del corredor; esos caballeros han llegado ya. Un tercer caballero, a quien Onofre Bouvila reconoció inmediatamente por el porte y el andar, entró en la sala envuelto en la capa.

—Señores –empezó diciendo aquél–, puesto que no esperamos a nadie más, creo que podemos descubrirnos. Yo respondo de la discreción de todos los presentes –para dar ejemplo se desabrochó la esclavina y arrojó la capa al sofá. Los otros dos le imitaron: eran el marqués de Ut y Efrén Castells, el gigante de Calella. En el intercambio de saludos invirtieron mucho rato. Luego Onofre Bouvila les dijo–: Me he permitido convocarles en esta noche infernal, porque lo que voy a exponerles tiene algo de eso. También de lo contrario –en este punto le interrumpió Efrén Castells para decir que a él no le marease con divagaciones. O vamos al grano, amenazó, o me como otro kilo de panellets y me voy a cenar. Onofre le tranquilizó con una sonrisa amistosa–. Lo que voy a proponerles es algo eminentemente práctico –les aseguró–, pero exige un prólogo.

Procuraré ser brevísimo. Ustedes no ignoran la situación patética en que se encuentra Europa –pintó con trazos vívidos aquel panorama desolado que tanto le venía preocupando en los últimos tiempos; a esto objetó el marqués que lo que le sucediera al resto de Europa le traía sin cuidado y que si Francia e Inglaterra desaparecían de la faz de la tierra con todos sus habitantes él sería el primero en festejarlo. Onofre Bouvila intentó hacerle comprender que la era de los nacionalismos acérrimos había quedado atrás, que los tiempos eran otros. El marqués montó en cólera. ¿Ahora quieres hacernos propaganda de la Internacional Socialista?, preguntó.

Viendo que la discusión subía de tono Efrén Castells intervino. Con la boca llena de mazapán y piñones no se entendía nada de lo que decía, pero su envergadura no admitía réplica: los ánimos se serenaron al instante–. Como prueba de lo que afirmo, señalaré sólo esto –siguió argumentando Bouvila cuando pudo tomar de nuevo la palabra–: ahora la guerra se acaba: ¿qué será de nosotros? Hemos creado una industria bélica para la que de pronto, de la noche a la mañana, como quien dice, ya no hay demanda. ¿Qué es esto? Esto es la quiebra de las empresas, el cierre de las fábricas y el despido de los trabajadores; esto sin contar con sus secuelas inevitables: las algaradas callejeras y los atentados. Ustedes me dirán ahora que ya nos hemos enfrentado a problemas similares anteriormente y los hemos sabido resolver. Yo les digo que esta vez las cosas van a adquirir una dimensión sin precedentes. Este fenómeno no quedará circunscrito a ninguna frontera: será un movimiento a escala universal. Será esa Revolución de la que tanto hemos oído hablar.

La hija mayor del lisiado se había sentado al piano; el marqués de Ut daba cabezadas al compás de una barcarola. La hermana menor estaba recostada en el sofá; había puesto los pies sobre el velador y la falda se le había subido casi hasta la rodilla: dejaba ver con abandono el empeine de los botines y las medias de seda. A Efrén Castells se le descolgaba la mandíbula al ver aquello.

—¿Para endilgarnos estas profecías has tenido que citarnos en este sitio precisamente? –preguntó. Bouvila sonrió sin responder: sabía que el marqués de Ut no habría permitido que alguien pudiera sorprenderle en semejante compañía salvo en un lugar de esa catadura; de otro modo jamás habría acudido a una entrevista como la que ahora mantenía con ellos.

—Puedes ausentarte si quieres –le dijo al gigante. Nos sobra tiempo.

Efrén Castells hizo un ademán a la niña y ambos desaparecieron detrás de una cortina de cuentas de madera que ocultaba la puerta de una alcoba en penumbra. El tintineo de las cuentas bastó para despertar al marqués. Éste preguntó dónde estaba Castells. Onofre Bouvila señaló la cortina y guiñó un ojo. El marqués se desperezó y dijo: ¿Y qué hacemos tú y yo hasta que vuelva?

—Podemos hablar –dijo Onofre Bouvila–. A su vuelta os pondré al corriente del plan que he elaborado. Es importante que Efrén Castells dé su conformidad a todo, porque es él quien habrá de asumir todo el riesgo del asunto sin saberlo.

De modo que nosotros dos hemos de hacer como si estuviéramos de acuerdo. Que él crea que los tres entramos unidos en la empresa; que no sospeche que es un mero instrumento en nuestras manos. Si hubiera alguna discrepancia la resolveríamos luego tú y yo en privado, como hemos hecho siempre.

—Entendidos –dijo el marqués, que sentía una afición atávica por las conspiraciones–, pero, ¿qué demonios de plan es ése?

—Luego os lo contaré –dijo Onofre. En aquel momento preciso reaparecía el gigante de Calella seguido de la niña.

El marqués se levantó al punto. Ahora vuelvo, murmuró entre dientes. Cogió a la niña del brazo y la arrastró en dirección a la cortina. Efrén Castells se desplomó en su butaca y encendió un cigarrillo.

—¿Para qué has hecho venir a este mamarracho afeminado?

–preguntó señalando con el mentón el asiento que el marqués acababa de dejar vacante.

—Su colaboración es esencial para la buena marcha de nuestro plan –respondió Bouvila–. Tú haz ver que estás conmigo en todo lo que yo proponga. Si nos ve unidos no se atreverá a chistar. Cualquier discrepancia entre tú y yo podemos resolverla luego en privado, como hemos hecho siempre.

—Descuida –dijo el gigante–, pero ese famoso plan, ¿en qué consiste?

—!Chitón¡ –dijo Bouvila indicando con la mirada la puerta de la alcoba que camuflaban las cuentas–. Ya está aquí.

 

Su Santidad el Papa León XIII había decidido tomar de nuevo las riendas del asunto, salir al paso de ciertas corrientes de opinión y ciertas actitudes éticas que habían florecido al socaire de los tiempos modernos y que la conducta de su predecesor, S. S. Pío X, había propiciado. Con este fin "in mente" se encerró en sus aposentos. Que nadie me moleste, dijo al capitán de la guardia suiza encargado del turno de la noche. Escribió hasta el alba y dio al orbe la encíclica "Immortale Dei". Esto sucedía el año 1885; ahora, al cabo de más de treinta años, Onofre Bouvila recordaba aquel domingo de su niñez en que oyó la lectura de esta encíclica en la parroquia de San Clemente. Como correspondía a la importancia del texto, éste fue leído primero en latín. Los feligreses, todos los vecinos del valle, hombres y mujeres, grandes y chicos, sanos o enfermos, escucharon esta lectura de pie, con la cabeza agachada y las manos entrelazadas sobre el regazo.

Luego se santiguaron y se sentaron en los bancos de madera.

Esto producía siempre un gran estrépito, porque los bancos no estaban atornillados al suelo y las patas que los sostenían no eran iguales entre sí. Restablecido el silencio, el rector, aquel don Serafí Dalmau de cuyas manos Onofre había recibido las aguas bautismales, leyó de nuevo el texto infalible de la encíclica en castellano (el catalán no había sido introducido aún de nuevo en los ritos eclesiásticos; en Cataluña mucha gente creía en consecuencia que el castellano y el latín eran dos formas de una misma lengua, de origen divino) y luego trató sin éxito, pero con prolijidad, de desentrañar su sentido. Al lado de Onofre se sentaba su madre. Para asistir a la misa se había puesto el vestido de gala que tenía: un vestido negro, estampado, con unas flores diminutas que ahora creía estar viendo superpuestas a los partes de guerra que le llegaban del frente de Occidente, que le mantenían informado de los estragos causados por los submarinos alemanes en aguas del Atlántico, de la entrada de los Estados Unidos de América en la guerra europea. Le tocó la mano y cuando hubo obtenido su atención le preguntó qué era aquello. Una cosa que nos escribe el Papa, le dijo su madre, para que le obedezcamos en todo lo que dice. ¿Una carta?, volvió a preguntar; y ante el gesto afirmativo de su madre, ¿la ha traído el tío Tonet?, dijo. Claro, ¿quién si no?, musitó la madre. ¿Y nos la manda a nosotros expresamente?, preguntó de nuevo al cabo de un rato, cuando esta cuestión se le hizo presente. No seas bobo, replicó su madre; la manda al mundo entero. De nosotros no sabe nada, ni siquiera que existimos, añadió. Pero nos ama igual, replicó Onofre repitiendo lo que el rector le había inculcado a palmetazos. !Quién sabe¡, había replicado la madre. Hacía nueve años que su marido se había ido a Cuba; pero no era esto lo que en ese instante (y menos aún ahora en el recuerdo) ocupaba la mente de Onofre Bouvila: él sabía que el Papa vivía en Roma; a partir de ahí los conocimientos geográficos habían tenido que ser suplidos por la imaginación:

creía que Roma era un lugar remotísimo, un castillo o palacio inaccesible levantado sobre una montaña mil veces más alta que las que circundaban el valle, a donde sólo se podía llegar atravesando el desierto a lomos de estas tres bestias:

caballo, camello o elefante. Estas imágenes provenían de las ilustraciones del libro de Historia Sagrada que el rector usaba para cimentar sus enseñanzas. Que de un lugar tan quimérico el Santo Padre hiciera llegar su carta en un tiempo brevísimo a la humilde parroquia de San Clemente, cuya existencia misma ignoraba, era lo que entonces le había llenado de estupor. Ahora recordando el hecho le invadía el mismo estupor de entonces. !Esto es poder¡, exclamaba en voz baja, sabiéndose a solas en su despacho. Sólo este poder omnipresente podía alzar diques a las fuerzas de la subversión que amenazaban al mundo. Pero este mismo poder había estado reservado exclusivamente a la Iglesia y la Iglesia parecía dormida sobre sus laureles, desgarrada por disidencias intestinas, sin rumbo ni timonel. Y sin embargo sólo la Iglesia podía penetrar hasta el más recóndito lugar; hasta en el rincón más diminuto del hogar más solitario, de la choza más mísera del globo terráqueo había una estampa prendida a la pared, una invocación que presuponía aceptación y obediencia.

Y todo esto, se decía con admiración, lo había hecho Jesucristo veinte siglos atrás con unos pescadores infelices de Galilea. Él no sabía ni siquiera entonces, con toda la información de que disponía, dónde estaba Galilea; aunque toda su fortuna hubiese dependido de ello no habría podido situarla en el mapamundi. Esto le preocupaba. Luego otros habían intentado reproducir este esquema: Julio César, Napoleón Bonaparte, Felipe I... Todos ellos habían sufrido la derrota y el fracaso más humillantes; habían confiado en la fuerza de las armas únicamente y habían desdeñado la fuerza espiritual capaz de crear un vínculo invisible, de mantener cohesionados aquellos miles de millones de partículas destinadas por sí solas a disgregarse en direcciones opuestas, a esparcirse por el espacio infinito, a chocar las unas con las otras. Pero ahora él, Onofre Bouvila, dijo, reharía esta trama, a partir de una simiente espiritual haría germinar un árbol poderoso de infinitas ramas e infinitas raíces.

 

La hija menor del lisiado lloraba en la cocina. En el curso de aquella noche había tenido que atender cuatro veces los requerimientos depravados del marqués y nueve veces las embestidas colosales de Efrén Castells. Esto le había provocado una ligera hemorragia y fuertes dolores; su hermana mayor había tenido que abandonar el piano y reemplazarla en la alcoba. Ahora ella ayudaba a la mediana en la cocción de panellets, de los que el gigante había consumido ya catorce kilogramos a pesar de que los piñones le producían, según dijo, ataques agudos de priapismo. En el marco de la ventana podía verse romper el día, un cielo plomizo, cargado de lluvia. Círculos negros rodeaban los ojos del marqués. A pesar de las interrupciones Onofre Bouvila había acabado de exponerles su plan. Ni él ni el gigante de Calella habían comprendido este plan ni lo que se esperaba de ellos en relación con el plan o la ejecución del mismo. Ambos abrigaban serias dudas sobre la cordura de su amigo. Ninguno, sin embargo, se atrevía a decir nada: temían que cualquier comentario desencadenara nuevamente aquella cascada de disparates solemnes a la que habían sido sometidos durante horas interminables. Onofre Bouvila sonreía: la vigilia no parecía haber afectado su talante. Ahora empezaba la negociación y sabía que acabaría saliéndose con la suya. Así dio comienzo el proyecto más ambicioso de su vida; también su mayor fracaso. Todo fue mal desde el principio, todo anduvo con mal pie. Finalmente sus amigos y aliados le volvieron la espalda y se encontró solo de nuevo.

 

 

 

En aquella callejuela se había formado una hilera de automóviles: en los radiadores centelleaba el sol de invierno, por los guardabarros que reflejaban el cielo azul transitaba alguna nube blanca solitaria. Los automóviles avanzaban unos pocos metros y se detenían, permanecían un ratito quietos y volvían a avanzar unos metros más. Al llegar al final de la callejuela doblaban a la derecha. Entraban en otra callejuela más estrecha aún, más oscura, en la que el sol no había entrado nunca. Allí, a escasos metros de la curva se detenían finalmente ante una puerta de hierro sobre la que había un diminuto farol de gas, ahora apagado, pues era mediodía. Allí un portero de levita, sombrero de copa y botonadura dorada abría la puerta del automóvil, se quitaba el sombrero de copa cuando bajaba el ocupante de aquél, doblaba la espalda, cerraba la puerta, volvía a colocarse el sombrero de copa, se llevaba a los labios un silbato y lo hacía sonar. A esta señal el mecánico ponía en marcha el automóvil y el siguiente en la fila ocupaba su lugar ante la puerta. Así sucesivamente.

Cuando el automóvil que acababa de partir llegaba al final de esta segunda callejuela, doblaba otra vez a la derecha, como había hecho anteriormente, y tomaba una nueva calleja, ésta muy corta, que desembocaba en una plaza. Allí los automóviles que ya habían pasado ante el portero, que habían depositado ante la puerta a sus ocupantes, esperaban bajo las acacias ser llamados nuevamente por el silbato. Un bodegón situado en una de las esquinas de la plaza había sacado a la acera mesas y sillas y unos parasoles a listas azules, amarillas y rojas. La brisa movía los flecos de los parasoles. Allí se servía cerveza y vino con sifón a los mecánicos y, si éstos querían, también olivas rellenas, boquerones en vinagre, patatas estofadas con pimentón, sardinas en escabeche, etcétera. A medida que se iban acumulando los automóviles en la plaza iba aumentando el número de mecánicos que hacía el aperitivo en aquel bodegón. A las doce y media la plaza estaba repleta de automóviles; ya no cabía uno más. Por suerte, habían llegado todos los que tenían que llegar y sus ocupantes, después de haberse apeado con ayuda del portero ceremonioso habían sido conducidos desde la puerta de hierro a sus asientos por unas señoritas cuyo aspecto por fuerza había de llamarles poderosamente la atención. No porque no fueran jóvenes y tal vez agraciadas. Llevaban unos vestidos rectos, que les caían de los hombros como cilindros sujetos por unos tirantes de cordoncillo, sin resaltar el busto ni la cintura; estos vestidos eran de lentejuelas blancas y acababan uno o dos centímetros por encima de la rodilla; de este modo quedaban al descubierto no sólo los brazos de las señoritas, del hombro a las uñas, sino también las piernas, unas piernas largas, musculosas y nervudas, más propias de un ciclista que de una dama digna de tal nombre. A estas extravagancias se sumaba un maquillaje abigarrado, como a chafarrinones, y una cabellera muy corta y lacia ceñida por una cinta de seda de unos dos centímetros de altura. Los caballeros se hacían cruces. ¿Ha visto usted qué espantajos?, se decían. Con estas fachas yo no sé decir si van o vienen. !Válgame Dios¡ Lo que es hoy en día ya no hay forma de saber si son hombres o mujeres. Si esto sigue así yo me hago del ramo del agua. ¿Qué quiere usted, amigo mío?, son los dictados de la moda. Pues yo sólo le digo esto: que si un día veo a mi hija con estos pingajos del primer bofetón le hago una cara nueva. Esto traerá cola, y si no, al tiempo. Mal empezamos, fue el dictamen. Ahora el marqués de Ut se lamentaba de haber avalado con su prestigio semejante espectáculo, se arrepentía de haberse dejado persuadir por la obstinación de Onofre Bouvila. Ninguno de ambos podía ser visto en aquellos momentos en el salón. Era Efrén Castells quien oficialmente había convocado a los presentes, quien daba la cara. El gigante de Calella gozaba de buena fama entre la gente bien de Barcelona: era sumamente serio en todas sus actividades, prudente en sus iniciativas y en los pagos, puntual y riguroso. Nunca se había visto mezclado en ningún escándalo, ni económico ni de ningún otro tipo. Era tenido por un padre de familia ejemplar; se le conocían devaneos, era proverbial su afición a las faldas y se murmuraban de él proezas en este campo, pero nadie atribuía estas cosas sino a la exuberancia de su naturaleza. Era rumboso sin prodigalidad, lo cual gustaba; hacía obras de beneficencia sin ostentación y se había convertido en un coleccionista de pintura sagaz y respetado por críticos, artistas y negociantes. Ahora ponía en juego este prestigio ante quienes lo sustentaban. No quisiera estar en su pellejo, murmuró el marqués. Onofre Bouvila no le contradijo: ambos espiaban lo que ocurría en el salón desde un palco, detrás de una celosía. El patio de butacas se había llenado casi por completo. Ahora muchos de los asistentes al acto advertían hallarse en la platea de un teatro, al que habían entrado por la puerta trasera, por la entrada de artistas. ¿Qué hacemos aquí?, se preguntaban. ¿Una función privada?, ¿y a mediodía?, ¿qué diablos? Dos focos convergentes iluminaron el escenario.

Ante el telón corrido estaba Efrén Castells: en ese lugar preeminente y vestido de chaqué parecía más grande aún de lo que era. Un gracioso empezó a cantar "el gegant del Pi ara balla, ara balla"; fue coreado por toda la concurrencia con grandes risas. Esto va a ser una cuchufleta sin fin, masculló el marqués desde su puesto de observación; si yo estuviera en su lugar, ya me habría muerto del sofoco. Onofre Bouvila sonrió: Tiene la piel más dura de lo que te figuras, dijo. Lo recordaba pidiendo a voces el crecepelo mágico que vendía él mismo. Luego le daba una peseta por su colaboración. Ahora es lo mismo, pensaba; siempre es lo mismo. Gracias a ese vozarrón impuso silencio sin dificultad cuando vio que se habían cansado de cantar; ya no sabían cómo seguir la broma y estaban dispuestos a escucharle.


Date: 2015-12-24; view: 708


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