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Capítulo III 18 page

Mezclados con esta tierra también se llevaban restos de ciudades más antiguas, ruinas fenicias o romanas, esqueletos de barceloneses de otras épocas y residuos de tiempos menos turbulentos.

 

 

 

En el verano de 1899 era ya un hombre hecho y derecho.

Tenía veintiséis años y una fortuna considerable, pero su imperio incipiente presentaba fisuras. Los cambalaches electorales que realizaba por mediación del señor Braulio no daban fruto o lo daban sólo a costa de grandes esfuerzos. El talante del país había cambiado a raíz del desastre del 98; otros políticos más jóvenes enarbolaban la bandera del regeneracionismo, apelaban al entusiasmo popular, pretendían remozar el viejo armazón social. Comprendió que por el momento habría sido inútil y contraproducente luchar contra ellos; prefirió disociarse del pasado y aparentar que hacía suyas las nuevas corrientes, que comulgaba con los nuevos ideales. Para ello retiró al señor Braulio, que se había convertido en un símbolo de la corrupción. Esto suponía separarlo también de Odón Mostaza, de quien se había enamorado ciegamente. Rompió en sollozos y buscaba con prontitud el modo de suicidarse.

Abandonó este proyecto porque temía por la seguridad del hombre que amaba. Odón Mostaza no era muy listo; no había sabido adaptarse al nuevo sistema de vida. Seguía siendo un matón: por menos de nada echaba mano del revólver. Las mujeres seguían perdiendo el seso por él y en varias ocasiones hubo que apelar a autoridades venales para echar tierra sobre asuntos escandalosos; hubo que hacer desaparecer algún cuerpo y untar a la justicia. Onofre Bouvila le llamó la atención varias veces: esto no puede seguir así, Odón, le dijo: ahora somos hombres de negocios. El matón juraba enmendarse, pero volvía a las andadas. Se engominaba el pelo, vestía de un modo chillón y aunque comía y bebía sin tasa nunca engordaba. A veces ganaba fortunas al juego: entonces invitaba a quien le salía al paso, sus francachelas eran legendarias en estas ocasiones; otras veces lo perdía todo, contraía deudas cuantiosas y tenía que acudir al señor Braulio en busca de ayuda. Éste le hacía mil reproches, pero no podía negarle nada: tapaba todos sus desafueros. Ahora temía que sin su protección la ira de Onofre Bouvila cayese sobre él.

 

Esta vez subió a la finca de la Budallera en un coche cerrado a pesar del calor. Se había hecho hacer un traje cruzado de lana negra por un sastre de renombre que tenía su taller en un piso de la Gran Vía, entre Muntaner y Casanova.

Hasta allí había estado yendo ese verano a probar. Ahora estrenaba el traje y en el ojal de la solapa llevaba prendida una gardenia. Se sentía ridículo, pero iba a pedir la mano de la hija de don Humbert Figa i Morera. Había comprado un anillo en una joyería de las Ramblas. A ella la había visto en contadas ocasiones, sólo cuando salía del internado para ir a veranear con sus padres a la Budallera. Como él no tenía entrada en la casa, había tenido que entrevistarse con ella en pleno campo, con motivo de alguna excursión, siempre rodeado de gente y por períodos brevísimos. Ella le había contado nimiedades de la vida en el internado. Acostumbrado a la cháchara salaz de las furcias que frecuentaba, aquellas simplezas le habían parecido el lenguaje del verdadero amor.



Él tampoco había sabido qué decirle. Había intentado interesarla en sus inversiones inmobiliarias, pero pronto había visto que ella no le entendía. Ambos se habían separado con alivio, prometiéndose fidelidad. En todos aquellos años las cartas tampoco habían cesado. Ahora era rico y ella había abandonado ya el internado para ser presentada en sociedad ese mismo otoño. Las probabilidades de que la sociedad de Barcelona la aceptase, siendo hija de don Humbert, eran escasas, pero no había que descartar ésta: la de que un joven casadero quedara prendado de sus encantos, venciera la oposición familiar y se casara con ella; con esto quedaría legitimizada su posición e indirectamente la de sus padres también. De este peligro quería salir al paso Onofre Bouvila pidiendo su mano anticipadamente. A él no le cabía duda de que su belleza la haría triunfar en los salones.

—Si pisa el Liceo, me quedo sin novia –le confió a Efrén Castells. En aquellos años el gigante de Calella había cambiado: ya no andaba como barco a la deriva detrás de todas las faldas. Se había casado con una costurera jovencita, muy gentil de trato pero muy firme de carácter, había tenido dos hijos y se había vuelto doméstico y responsable. Aunque habría hecho sin vacilar cualquier cosa que Onofre le hubiese ordenado, prefería las actividades más serias y lícitas. Había hecho algunos negocios siguiendo las huellas de Onofre, había sabido ahorrar y reinvertir con acierto y ahora gozaba de una posición desahogada.

—Habla con don Humbert –le dijo a Onofre–. Él te debe mucho. Te escuchará y si es hombre de honor, como pienso, reconocerá que la mano de su hija te corresponde a ti antes que a ningún otro.

 

Le hicieron pasar a un saloncito y le rogaron que tuviese la bondad de esperar. El señor está reunido, le dijo el mayordomo, que no le conocía. En el saloncito se asfixiaba.

Aquí hace por lo menos tanto calor como en Barcelona, pensó, y yo tengo la garganta sequísima; ¡si al menos me hubiesen ofrecido un refresco! ¿Por qué me tratan con tan poca consideración precisamente hoy? Al cabo de lo que juzgó un rato largo salió del saloncito y recorrió un pasillo de paredes enjalbegadas. Al pasar frente a una puerta cerrada oyó voces, reconoció entre ellas la de don Humbert Figa i Morera y se detuvo a escuchar. Por fin, interesado por lo que oía y casi olvidado del motivo que le había conducido a la casa, abrió la puerta bruscamente y entró en lo que resultó ser el gabinete de don Humbert. Éste estaba reunido con dos señores:

uno de éstos era un norteamericano llamado Garnett, hombre obeso, sudoroso y traidor a su país, que había servido a los intereses españoles en las Filipinas durante la reciente contienda, hasta que los resultados de ésta le habían aconsejado ausentarse del lugar por una temporada. El otro era un castellano enteco, de tez bronceada y bigote entrecano a quien los demás llamaban simplemente Osorio. Tanto éste como Garnett vestían trajes de rayadillo, camisa blanca con cuello de celuloide sin corbata, al estilo colonial, y alpargatas de esparto. Sobre sus rodillas estaban los sombreros: sendos panamás que a Onofre le recordaron de inmediato a su padre:

todavía no había levantado la hipoteca que pesaba sobre las tierras familiares. Su irrupción en la pieza hizo que se cortara de golpe la conversación que sostenían los tres hombres. Todas las miradas convergieron en él. El traje negro, la gardenia en la solapa y el vistoso envoltorio de la joyería ponían en el gabinete una nota extemporánea. Don Humbert le presentó a sus interlocutores y Garnett prosiguió relatando cómo en vísperas de la batalla naval librada en mayo del año anterior en Filipinas él se había entrevistado con el almirante Dewey, que mandaba la flota enemiga, para transmitirle una oferta del Gobierno español: ciento cincuenta mil pesetas si permitía que los barcos españoles hundieran a los norteamericanos. Esta entrevista había tenido por escenario un bar de la entonces colonia británica de Singapore o Singapur. El almirante Dewey lo había tomado al principio por loco. Usted sabe, le dijo, que los barcos de guerra españoles son tan insignificantes que los míos los pueden enviar al fondo del mar sin ponerse siquiera a tiro. Garnett movió la cabeza afirmativamente: usted lo sabe y yo también, pero los técnicos de la marina española han asegurado al Gobierno de Su Majestad precisamente lo contrario, dijo. Si ahora la armada española se viene a pique, imagínese la decepción. Eso yo no lo puedo evitar, había respondido Dewey.

—De este modo perdimos las últimas colonias –dijo don Humbert cuando el norteamericano hubo concluido su relato– y ahora nos encontramos con los puertos rebosantes de repatriados –a diario llegaban, en efecto, barcos que traían a España a los supervivientes de las guerras de Cuba y las Filipinas. Habían combatido durante años en las selvas podridas y aunque eran muy jóvenes parecían ya viejos. Casi todos venían enfermos de tercianas. Sus familiares no querían acogerlos por miedo al contagio y tampoco encontraban trabajo ni medio alguno de subsistencia. Eran tantos que hasta para pedir limosna tenían que hacer cola. La gente no les daba ni un céntimo: habéis dejado que pisotearan el honor de la patria y aún tenéis la desfachatez de venir a inspirar compasión, les decían. muchos se dejaban morir de inanición por las esquinas, sin ánimo ya para nada. Ahora las inversiones en las ex colonias tenían que canalizarse a través de testaferros como Garnett, que era súbdito norteamericano. El llamado Osorio resultó ser nada menos que el general Osorio y Clemente, ex gobernador de Luzón y uno de los principales terratenientes del archipiélago. Don Humbert Figa i Morera trataba de conciliar los intereses de uno y otro y de establecer las garantías necesarias.

Cuando se hubieron ido y el abogado y Onofre se quedaron a solas, éste expuso el motivo de su visita con el nerviosismo propio de la ocasión. Don Humbert también dio muestras de azaramiento. había hablado anteriormente con Onofre del asunto y sin comprometerse a nada, con palabras veladas, le había dado a entender que lo consideraba ya como su yerno. Ahora parecía buscar la forma menos cruda de volver sobre aquellas palabras de asentimiento.

—Es mi mujer –acabó confesando–. No ha habido forma humana de que cediera. Yo le he insistido hasta quedarme ronco, pero estas cosas para ella son así, y en estos asuntos, como tú mismo verás cuando tengas hijos, las mujeres son las que mandan. No sé qué puedo decirte: tendrás que resignarte y buscar en otro sitio. Créeme que lo siento.

—¿Y ella? –preguntó Onofre–. ¿Qué dice ella?

—¿Quién?, ¿Margarita? –dijo don Humbert Figa i Morera–.

Bah, ella hará lo que su madre le diga, mal que le pese. Por amor sufren mucho las mujeres, pero nunca comprometen su suerte. Espero que lo entiendas.

Sin responder cogió el envoltorio de la joyería y salió de la casa dando tantos portazos como puertas encontró en su camino. Servidos van si piensan que alguien va a enamoriscarse de semejante tontaina, iba murmurando entre dientes, movido por el despecho. Ya vendrás a buscarme, ya; de rodillas vendrás a pedirme perdón, pero yo no te perdonaré, porque la puta más arrastrada del barrio de la Carbonera vale mil veces más que tú, mascullaba. Pero con el traqueteo del coche por las piedras de la carretera se le fue pasando la irritación y llegó a Barcelona sumido en la más honda tristeza. Se encerró en su casa y se negó a ver a nadie durante quince días. Una criada que había cogido tres años antes y a la que pagaba un sueldo absurdo para asegurarse su devoción lo cuidaba. Por fin se avino a recibir a Efrén Castells. Éste, preocupado por el estado de su socio, a quien nunca había visto en tal disposición, había hecho averiguaciones que ahora venía a poner en conocimiento de Onofre Bouvila.

 

La mujer de don Humbert Figa i Morera no era nada tonta:

sabía de sobra que ningún joven de buena familia cometería el desatino de casarse con su hija Margarita. Pero tampoco estaba dispuesta a entregarla sin lucha a un paria como Onofre.

Cavilando día y noche sin parar, dio al fin con un candidato idóneo a la mano de su hija. A primera vista su elección era descabellada. Este candidato no era otro que Nicolau Canals i Rataplán, hijo de aquel don Alexandre Canals i Formiga al que el señor Braulio había apuñalado en su despacho ocho años atrás por orden de Onofre Bouvila. Desde esa fecha Nicolau Canals y su madre vivían en París; allí su padre, don Alexandre Canals, al igual que otros muchos capitalistas catalanes de su tiempo, había "puesto su dinero a trabajar" en empresas francesas. Estas acciones, que ascendían a una pequeña fortuna, habían de pasar íntegramente a manos de Nicolau Canals tan pronto éste alcanzase la mayoría de edad.

Hasta entonces su madre había administrado estos bienes con prudencia y aun los había incrementado mediante algunas operaciones juiciosas y bien trabadas. Madre e hijo ocupaban un hotelito amplio y cómodo, aunque discreto, de la rue de Rivoli, donde vivían algo retirados del mundo. Él, que contaba a la sazón dieciocho o diecinueve años de edad, era un muchacho triste: en todo el tiempo transcurrido no había logrado consolarse de la muerte de su padre, cuya memoria veneraba. Con su madre, en cambio, nunca se había llevado bien, sin que de eso tuviera la culpa ninguno de los dos. Para ella la muerte repentina de sus dos hijos mayores había sido un golpe del que no pudo reponerse ya; sin razón achacaba lo ocurrido a su marido por quien dejó bruscamente de sentir algún afecto; este desapego lo hizo extensivo también a su único hijo superviviente; la suya era una posición injusta a la que aun a sabiendas de ello no podía sustraerse. Para colmo el defecto físico de Nicolau Canals i Rataplán, aquel defecto medular que le había hecho crecer algo deforme y que con los años no había aumentado ni disminuido, le parecía un reproche a su falta de cariño. Desde pequeño había procurado verlo lo menos posible; había confiado su cuidado a una larga serie de amas, niñeras y ayas. Ahora las circunstancias la obligaban a vivir aislada de todos, sin otra compañía que la de aquel muchacho a quien nunca quiso y del que ahora además dependía jurídica y económicamente, porque hasta el pan que comían era de él con arreglo a la ley. Él, que percibía de una manera tangible la aflicción que su presencia le provocaba, que no se hacía ninguna ilusión acerca del cariño que le profesaba, procuraba eludir cuando podía toda comunicación con ella.

Impedido por su defecto físico de trabar amistad con los que habían sido sus compañeros de estudios, vivía en una soledad casi absoluta. Lo único que tenía en este mundo era París. Al llegar huidos de Barcelona su madre y él, París le había parecido una ciudad hostil y sus habitantes poco menos que fieras salvajes. Luego sin proponérselo se había habituado gradualmente a todo y había acabado amando con locura, con verdadera pasión aquella ciudad. Ahora toda su dicha era París, pasear por las calles, sentarse en las plazas, deambular por los barrios y los jardines, mirar la gente, la luz, las casas y el río. A veces en el transcurso de uno de estos paseos se detenía de pronto sin saber por qué motivo en una esquina y miraba a su alrededor como si viera todo aquello, que conocía palmo a palmo, por primera vez; entonces le embargaba una emoción tan intensa que no podía impedir que las lágrimas acudieran a sus ojos. Si llovía cerraba el paraguas para dejarse calar por la lluvia de París. Entonces su imagen anónima y contrahecha, sacudida por el llanto y empapada de lluvia en una esquina partía el alma de los transeúntes, que ignoraban que en realidad lloraba de felicidad. Otras veces en estas mismas circunstancias el terror seguía de cerca a la felicidad: ay, pensaba, ¿qué sería de mí si algún día me faltara París; si por cualquier causa tuviéramos que irnos de París? Sabía que París no era en realidad su ciudad natal y esto le producía una sensación de desarraigo casi física: entre una madre que no podía evitar el repudiarlo y una ciudad adoptiva a la que no podía reclamar ningún derecho, su vida transcurría en una perpetua zozobra.

No sabía hasta qué punto estos temores eran fundados.

La esposa de don Humbert Figa i Morera escribió a la viuda de don Alexandre Canals i Formiga una carta larga y deslavazada; en ella bajo aparentes circunloquios iba directamente al grano. "Disculpe, querida amiga, la osadía que me impulsa a dirigirme a usted en forma tan poco protocolaria, pero estoy convencida de que su corazón de madre sabrá ponerse inmediatamente en mi lugar; que comprenderá el porqué de mi atrevimiento cuando lea estas torpes frases inspiradas únicamente por el buen deseo". A continuación exponía sin ambages su proyecto, esto es, casar a su hija, Margarita Figa i Clarença, con Nicolau Canals i Rataplán. Ambos, se apresuraba a indicar, eran hijos únicos y herederos universales por consiguiente de las respectivas fortunas familiares. Ambos, venía a insinuar, eran poco menos que proscritos entre la gente bien de Barcelona. ¿Y qué expectativas podía alimentar a este respecto Nicolau Canals en París, donde siempre sería un extranjero y un marginado social? "Con este enlace que en mi corazón de madre festejo por anticipado, seguía diciendo, culminaría la prolongada identidad de metas e intereses que siempre ha unido a nuestras dos, estirpes". Para finalizar decía que "si bien Margarita y Nicolau no han tenido todavía ocasión de conocerse y tratarse, no dudo de que siendo ambos jóvenes, inteligentes, físicamente agraciados y de muy buen carácter no tardarán en profesarse mutuamente el respeto y el cariño en que se basa el auténtico bienestar conyugal". Averiguó Dios sabe cómo la dirección de la viuda de don Alexandre Canals i Formiga y le envió esta carta. Cuando la hubo enviado comunicó a su marido lo que acababa de hacer y le enseñó una copia casi literal de la carta. Don Humbert no daba crédito a sus ojos.

—¡Horror, mujer!, ¿cómo te has atrevido? –pudo articular al fin–. Ofrecer a nuestra hija como si fuera una mercancía...

no tengo palabras... ¡tal desparpajo! Y ofrecerla además en matrimonio al hijo de mi antiguo rival, de cuya muerte no falta quien me atribuya cierta responsabilidad mediata. ¡Qué bochorno! ¿Y en qué hora mala se te ocurrió decir que ese infeliz es "físicamente agraciado"? ¿Pues no te has enterado de que el pobre muchacho es un monstruo de nacimiento?, ¿un taradito? Releo la carta y siento que voy a morirme de vergúenza.

—Tú tranquilo, Humbert –le decía su mujer sin perder la calma. Se percataba a medias de lo disparatado de su acción, pero confiaba en la suerte. Mientras tanto la viuda de Canals había recibido la carta y la leía pensativa en la penumbra de su hotelito de la rue de Rivoli. ¡Qué cuajo!, pensaba; esta mangante tiene la dignidad donde yo me sé. En circunstancias normales habría roto la carta en mil fragmentos. Estaba a punto de cumplir los cuarenta años y conservaba de su pasada belleza una serena armonía que la amargura podía trastocar en poco tiempo; su vida, en esta hora de hacer balance de las cosas, se le presentaba como un rosario de esperanzas frustradas. "Une vie manquée", murmuró: dejó la carta sobre el velador y se abanicó cansadamente con una pluma de avestruz.

Al hacerlo tintinearon los brazaletes. De la calle llegaba el ruido continuo de los carruajes.

—"Anañs, sois gentille: ferme les volets et apporte–moi mon ch1le en soie brodée" –le dijo a la doncella; era una negra de la Martinica, que llevaba un pañuelo amarillo anudado a la cabeza.

Hacía un año que había conocido a un poeta de origen oscuro llamado Casimir. Él tenía sólo veintidós años; la había llevado sin reparos ni reservas a los cenáculos de Montparnasse, donde se reunía la bohemia a leer versos y beber absenta, juntos habían asistido el año anterior al entierro de Stéphane Mallarmé; ella, sin embargo consciente de la diferencia de edad y de fortuna, se resistía a ceder a sus reclamaciones. Él le enviaba flores robadas de los cementerios y sonetos incendiarios de amor. La situación a los ojos del mundo era anómala y daba pábulo a comentarios maliciosos. ¿Y a mí qué se me da?, pensaba ella; toda la vida he sido infeliz y ahora que el destino deja este regalo a mi puerta, ¿habré de rechazarlo por el qué dirán? Además esto no es Barcelona, se decía tratando de vencer su propia resistencia; esto es París, aquí no soy nadie, lo que quiere decir que soy libre. Así pensaba, pero no hacía nada, cohibida por la presencia de su hijo: éste era el obstáculo que la separaba de la felicidad.

Si le hubiese expuesto la situación a las claras él la habría comprendido y aceptado; sin duda habría apoyado en todo a su madre, contento de poder mostrarle al fin su afecto y su solidaridad de adulto, pero tantos años de apartamiento y de reproches les cerraban ahora cualquier vía de comunicación sincera. Con remordimiento meditaba la forma de deshacerse de aquel testigo molesto. Ahora reflexionaba acerca del contenido de la carta que acababa de recibir. La idea era tentadora, pero todo en ella la incitaba a rechazarla: detrás de aquella inesperada proposición matrimonial sospechaba una maquinación perversa. Al fin y al cabo, se decía, ¿quién puede querer por yerno a Nicolau, pobre hijo mío? Es un don nadie, deforme y pazguato, ¿qué pueden ver en él salvo el dinero? Sí, no hay duda, eso debe de ser. En tal caso, la vida de Nicolau peligraría: si ese canalla hizo matar a mi marido, que en gloria esté, no hay razón para que ahora no planee también la muerte de su heredero. Es posible que se trate de una venganza bárbara, de uno de esos celosos actos de exterminio que se vienen practicando ritualmente en Estambul desde hace siglos.

Había conocido en un salón al embajador en Francia de Abdul el Maldito, el decrépito sultán llamado a presidir el hundimiento definitivo del fabuloso imperio otomano, al que durante décadas se había dado en llamar ya "el Enfermo de Europa".

Este embajador, seguidor de Enver Bey y simpatizante, por tanto, de los "jóvenes turcos", no desperdiciaba ocasión de desacreditar al Estado al que decía servir y del que percibía espléndidos emolumentos: creyendo ser lo contrario, era en realidad una muestra viviente de la decadencia y el desfondamiento moral que él y sus correligionarios pretendían corregir. Un escalofrío le hizo arrebujarse en el mantón de Manila que la sirvienta había echado sobre sus hombros. Tiró del cordón; cuando compareció Anañs a esta llamada le preguntó si su hijo estaba en casa. "Oui, madame", fue la respuesta.

"Alors, dis–lui que je veux lui parler; vas vite", dijo ella.

Quería ser amable con él, razonar de igual a igual; en cambio torció el gesto cuando lo vio entrar en el saloncito.

—¡Cómo dijo con cierta estridencia en la voz–, ¿a estas horas y ya en "robe de chambre"?

Nicolau se disculpó a trompicones: no pensaba salir, dijo; había decidido destinar la velada a la lectura, pero si ella proponía otra cosa... No, no, está bien así, dijo ella; anda, vete ya; tengo un dolor de cabeza terrible. No quiero que nadie me moleste hasta mañana. Se encerró bajo llave en el gabinete y estuvo confeccionando y rompiendo borradores hasta altas horas. Por fin dio con un tono que le pareció apropiado.

"Su carta, mi estimada amiga, me ha producido una mezcla de gratitud y desconcierto que usted será la primera en comprender", escribió. "Siempre he sido del parecer de que en asuntos matrimoniales son los propios interesados quienes deben decidir guiados antes que nada por sus sentimientos y que no somos nosotras las madres las que hemos de imponer nuestro criterio, por más que nazca del más desinteresado de los deseos, etcétera". La esposa de don Humbert Figa i Morera leyó esta carta y comprendió que tenía todos los triunfos en la mano; la carta, aunque evasiva, establecía un lenguaje común, abría un cauce al diálogo y a la negociación. Con orgullo legítimo le mostró la carta a su marido. Él la leyó y no entendió nada.

—Aquí dice que de boda nanay –fue todo lo que se le ocurrió comentar.

—Humbert, no seas tótil –replicó ella con sarcasmo–. El mero hecho de que me haya contestado ya implica un sí, aunque conteste para decir que no. Son argucias de mujer.

A Nicolau Canals i Rataplán su madre lo enfrentó a los hechos consumados. Él, que no sospechaba nada, que no había visto fraguarse la tormenta, apenas si acertó a improvisar una débil oposición.

—Bah, bah –interrumpió ella taconeando nerviosamente en el "parquet"–, ¿qué sabes tú de la vida? Yo en cambio tengo experiencia, he sufrido mucho, soy tu madre y sé lo que te conviene –dijo. Luego añadió con una convicción visiblemente fingida–: Lo que te conviene es irte a Barcelona y casarte con esa chica. Nada impide que seáis felices.

—¿Pero usted sabe quién es esa gente, mamá? –balbució–:

Son los mismos que hicieron asesinar a papá.

—Habladurías –atajó ella–. Y en todo caso no fue esa chica quien lo hizo. Ella debía de ser una niña de teta o poco menos por esas fechas. Además lo pasado, pasado está. Han transcurrido muchos años desde entonces: no podemos vivir siempre con el pasado a cuestas, ¿qué dices?

Nicolau Canals i Rataplán estuvo paseando por las calles y regresó al hotelito de la rue de Rivoli al caer la tarde.

Entró directamente a ver a su madre y cuando estuvo con ella le dijo:

—Yo no me quiero casar, mamá. Ni con esa chica, de cuyas cualidades no dudo, ni con ninguna otra. Y tampoco quiero irme a vivir a Barcelona. Yo lo que quiero es quedarme aquí con usted. Aquí, en París, somos felices, ¿verdad, mamá?

A ella le faltó valor para decirle que no, que ella no era feliz por culpa de él, de su presencia precisamente. Esto no tiene nada que ver con lo que hablábamos antes, se limitó a replicar. Ya no tienes edad de vivir pegado a las faldas de tu madre, agregó. Él tuvo entonces un atisbo de la verdad y abrió los brazos en lo que quería ser un gesto de aquiescencia.

—Si es la convivencia conmigo lo que le incomoda –dijo–, puedo irme a vivir a una mansarda de Montparnasse.

Después de mucho porfiar llegaron a un acuerdo: Nicolau Canals i Rataplán haría un viaje a Barcelona, trabaría conocimiento con Margarita Figa i Clarença y sólo entonces, con pleno conocimiento de causa, sería tomada una decisión definitiva. Quedaba en sus manos la opción de volver a París si quería. Esto por parte de ella equivalía a una claudicación, pero no se veía con fuerzas para obligarle a más. Había hecho falta esta crueldad, que ella estimaba necesaria, para que se diera cuenta de lo unida que estaba a su hijo después de todo; ansiaba librarse de él, pero ahora la inminencia de su partida la llenaba de tristeza y volvían a asaltarle los presentimientos más aciagos. Todas estas cosas, mientras tanto, habían llegado a oídos de Onofre Bouvila, que desde su reclusión voluntaria urdía una estrategia para alterar una situación que le era tan desfavorable.


Date: 2015-12-24; view: 552


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