Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Capítulo III 17 page

Le dieron una maleta y lo enviaron por los pueblos y las masías a vender seguros: una cosa nueva. Como su caso ha corrido de boca en boca por toda la zona, en todas partes lo conocen. La gente acude cuando lo ve llegar con el traje blanco. Algunos le toman el pelo, pero de vez en cuando vende un seguro. Entre esto y lo que sacamos de la tierra y de las aves vamos tirando más bien que mal –se acercó a la puerta y escudriñó la oscuridad con los ojos–. Me extraña que no vuelva –dijo sin aclarar a quién se refería. La niebla se había roto y a la luz de la luna se veía revolotear a los murciélagos–.

Lo que me tiene preocupada ahora es su salud. Va teniendo años y esta vida no le sienta bien. Ha de caminar muchos kilómetros con frío y con calor, se cansa, bebe demasiado y come poco y mal. Para colmo un día, hará cuatro o cinco años, perdió el sombrero: se lo llevó una ráfaga de viento y lo metió en un trigal; estuvo buscándolo hasta que se hizo de noche. He intentado convencerle de que se compre una gorra, pero no hay manera... Ah, ya vuelve.

—He ido a que me dieran unas cebollas y un poco de hierbabuena –dijo el americano entrando. Ya no llevaba consigo el taburete.

—Le contaba a Onofre lo del sombrero –dijo ella. Él depositó lo que traía sobre la mesa. Se sentó, contento de tener un tema de conversación–: Una pérdida irreparable –dijo–. Aquí no se puede encontrar nada parecido: ni en Bassora ni en Barcelona. Un panamá auténtico.

—También le he dicho lo de Joan –dijo la madre. El americano enrojeció hasta la raíz del cabello.

—¿Te acuerdas –dijo– de cuando fuimos tú y yo a Bassora a disecar el mono? Tú no habías estado nunca en una ciudad y todo te parecía...

Onofre se quedó mirando al niño que estaba en la puerta. No se atrevía a entrar. Él mismo le dijo: pasa y acércate a la luz, que yo te vea. ¿Cómo te llamas?

—Joan Bouvila i Mont, para servir a Dios y a usted –dijo el niño.

—No me trates de usted –le dijo–. Soy tu hermano Onofre.

Ya lo sabías, ¿verdad? –el niño dijo que sí con la cabeza–.

Nunca me mientas –le dijo Onofre.

—Sentaos a la mesa dijo la madre. Vamos a cenar. Onofre, bendice tú la mesa.

Cenaron los cuatro en silencio. Acabada la cena dijo Onofre: No pensarán que he venido a quedarme. Nadie le contestó: en realidad nadie lo había pensado. Bastaba verlo para saber que las cosas no podían ser así.

—He venido a que me firme usted unos papeles –dijo dirigiéndose a su padre. Del bolsillo de la chaqueta sacó un documento, que dejó doblado sobre la mesa. El americano alargó la mano, pero no llegó a coger el documento. Se detuvo y bajó los ojos–. Es la hipoteca de esta casa y las tierras –dijo Onofre–. Necesito dinero para invertir y no veo de dónde sacarlo si no es de aquí. No tengan miedo. Podrán seguir viviendo en la casa y trabajando las tierras. Sólo si las cosas me fueran mal les echarían, pero no me irán mal.



—No te preocupes –dijo la madre–, tu padre firmará, ¿verdad, Joan?

El padre firmó sin leer siquiera el contrato que le presentaba Onofre. En cuanto lo hubo firmado se levantó de la silla y salió de la habitación. Onofre lo siguió con la mirada; luego miró a su madre. Ella le hizo una señal afirmativa con la cabeza. Onofre salió al campo, anduvo buscando al americano. Lo encontró por fin sentado debajo de una higuera, en un taburete de tres patas, de los que se usan para ordeñar. Era el taburete que se había llevado antes. Sin decirle nada se apoyó en el tronco de la higuera: desde allí veía la espalda del americano y la nuca, los hombros abatidos de su padre. Éste empezó a hablar sin que él le instara:

—Toda la vida había pensado –dijo, y señalaba un punto impreciso a lo lejos; en realidad quería abarcar con un gesto hasta el horizonte, todo lo iluminado por la luna– que esto que vemos siempre había sido así, como ahora lo vemos precisamente, que todo esto era el resultado de unos ciclos naturales inalterables y unos cambios de estación que vienen de año en año regularmente. He tardado muchos años en darme cuenta de lo equivocado que iba: ahora ya sé que hasta el último palmo de estos campos y de estos bosques ha sido trabajado a pico y pala hora tras hora y mes tras mes; que mis padres y antes mis abuelos y mis bisabuelos, a quienes no llegué a conocer, y otros y otros incluso antes de que ellos nacieran estuvieron peleando con la Naturaleza para que nosotros ahora y ellos antes pudiéramos vivir aquí. La Naturaleza no es sabia como dicen, sino estúpida y torpe y sobre todo cruel. Pero las generaciones han ido cambiando estas cosas de la Naturaleza: el curso de los ríos, la composición de las aguas, el régimen de lluvias y la colocación de las montañas; han domesticado a los animales y han cambiado el sistema de los árboles y de los cereales y las plantas en general: todo lo que antes era destructivo lo han hecho productivo. El resultado de este gran esfuerzo de muchas generaciones es esto que ahora tenemos delante. Yo antes esto nunca lo supe ver: yo creía que las ciudades eran lo importante y que el campo en cambio no era nada, pero hoy pienso que más bien es todo lo contrario. Lo que ocurre es que el trabajo del campo lleva muchísimo tiempo, ha de hacerse poco a poco, por sus pasos contados, exactamente cuando toca, ni antes ni después, y así parece como si en realidad no hubiera habido un gran cambio, cosa que en cualquier ciudad del mundo no nos pasa; allí todo lo contrario es lo normal:

apenas verlas ya nos damos cuenta de la extensión y la altura y el número infinito de ladrillos que ha hecho falta para levantarla del suelo, pero también en esto nos equivocamos:

cualquier ciudad puede edificarse en unos años totalmente. Por esto la gente del campo es tan distinta: más callada y más conforme. Si yo hubiese entendido estas cosas antes, quizá la vida me hubiese ido de otra manera, pero estaba escrito que no fuera así: estas cosas se llevan en la sangre desde que se nace o hay que aprenderlas a fuerza de muchos años y equivocaciones.

—No se preocupe usted ahora, padre –dijo Onofre–. Todo saldrá como les he dicho y les devolveré el dinero en muy poco tiempo.

—No creas que estoy preocupado por lo de la hipoteca, hijo –respondió el americano–. Hasta hoy en realidad no sabía que estas tierras se pudieran hipotecar. Si lo hubiera sabido es probable que yo mismo las hubiera hipotecado hace unos años para embarcarme en negocios. En este caso ya no las tendríamos; pero contigo todo será distinto, de eso estoy seguro.

—No puede fallar –dijo Onofre.

—No le des más vueltas y ve a acostarte –dijo el americano–, que mañana te espera un viaje largo. ¿No sería mejor que te quedaras un día o dos?

—Ya está decidido –dijo Onofre. Al día siguiente salió para Barcelona de nuevo. A su paso por Bassora hizo notarizar el contrato. Había pasado la noche en su antigua cama; el pequeño Joan durmió con sus padres. Al marcharse, más tranquilo, iba contemplando el paisaje. La vez anterior, se iba diciendo, pensé que veía estos campos por última vez; ahora en cambio sé que nunca me libraré de seguirlos viendo.

De todas maneras, lo mismo da. Pero si he de verlos a menudo, que sea para sacar provecho de ellos. Ésta era toda su filosofía por el momento: comprar y vender, comprar y vender.

 

 

El crecimiento del Ensanche de Barcelona, aquel disputado Ensanche que un buen día el Ministerio del Interior parecía haberse sacado de la manga, siguió al principio cauces más o menos lógicos: primero se fueron poblando aquellas zonas del valle, previamente parcelado, que por su situación disponían naturalmente de mejor abastecimiento de agua, por ejemplo, las situadas junto al lecho de un arroyo, acequia o ribera (como la actual calle Bruch, navegable no hace mucho hasta su confluencia con la calle Aragón) o junto a pozos o minas de agua potable; las situadas cerca de canteras, lo que abarataba considerablemente el costo de la construcción; una zona también era buena si allí llegaba alguna línea de tranvía o si por ella pasaba el tren, etcétera. Allí donde por estos motivos se empezaban a levantar algunos edificios el precio de los terrenos subía mucho de inmediato, porque no hay en Occidente pueblo más gregario que el catalán a la hora de elegir su residencia: a donde uno va a vivir, allí quieren ir los demás. Donde sea, era el lema, pero todos juntos. De esta forma la especulación seguía siempre el mismo patrón: alguien compraba el mayor número posible de parcelas en una zona que consideraba propicia y construía en una de esas parcelas un edificio de viviendas, dos a lo sumo; luego esperaba a que todas esas viviendas estuvieran vendidas y ocupadas por sus nuevos dueños; entonces ponía en venta el resto de las parcelas a un precio muy superior al que había tenido que pagar por ellas. Los nuevos propietarios de estas parcelas, como habían satisfecho por ellas un precio muy superior al valor original, se resarcían de la pérdida por medio de un sistema que consistía en lo siguiente: dividían cada parcela en dos mitades, edificaban en una de las mitades y vendían la otra mitad al precio que habían pagado por las dos mitades juntas. Como es natural, el que compraba esta segunda mitad procedía del mismo modo, esto es, dividiéndola por la mitad; y así sucesivamente. Por esta razón el primero de los edificios construidos en una zona tenía una superficie bastante considerable; el siguiente, menos, y así hasta llegar a unos edificios tan estrechos que sólo admitían una vivienda por planta, y aun ésta sumamente raquítica y oscura, hecha de materiales de calidad ínfima y carente de ventilación, comodidades y servicios. Estas ratoneras (que aún hoy día pueden verse) valían, naturalmente, veinticinco, treinta y hasta treinta y cinco veces más de lo que en su día habían costado las viviendas amplias, soleadas e higiénicas construidas al inicio del proceso. Se podía decir, como alguien dijo, que "cuanto más pequeña y asquerosa la casa, más cara resulta". Tal afirmación, por supuesto, era falsa. Lo que sucedía en realidad era esto: que los propietarios de estas viviendas privilegiadas, de estas viviendas de primera hornada, como se las llamaba a veces, se apresuraban a venderlas apenas cerrado el círculo, de tal modo que, establecido el precio mínimo de una vivienda a partir del más alto, esto es, el de la vivienda más pequeña y mala, el precio de la más grande y buena pasaba a ser de cuarenta, cuarenta y cinco y hasta cincuenta veces el de aquélla. Una vez vendidas todas las viviendas de la primera hornada salían a la venta las de la segunda, las edificadas sobre medias parcelas; luego las siguientes, hasta terminar con todas. A veces este proceso no se detenía al haberse vendido ya todas las viviendas de la zona, sino que empezaba entonces una segunda ronda de reventas y hasta una tercera y una cuarta. Siempre que hubiera alguien dispuesto a comprar había alguien dispuesto a vender. Y viceversa. Para entender este fenómeno, esta fiebre, hay que recordar que los barceloneses eran una raza eminentemente mercantil y que estaban acostumbrados desde hacía siglos a vivir hacinados como piojos: a ellos la vivienda en sí les importaba un bledo, por todo el confort de un harén no habrían dado un solo paso; en cambio la perspectiva de ganar dinero en poco tiempo les excitaba, era su canto de sirenas. A esta especulación sin freno no se dedicaban únicamente quienes tenían la vida asegurada y aun cierto superávit que "poner a trabajar", como se decía entonces, sino también muchas personas menos afortunadas; estas últimas arriesgaban lo esencial y necesario tratando de enriquecerse. Los primeros compraban y vendían solares, edificios y viviendas (también compraban y vendían opciones de compra, de tanteo y de retracto, establecían censos y enfiteusis y se transmitían, permutaban y pignoraban derechos y acciones, cánones y laudemios), pero habitaban indefectiblemente en casas o pisos de alquiler, ya que entonces se tenía por muy tonto al que vivía "sentado sobre su propio capital". Que inmovilice otro su dinero, se decía, yo pago de mes en mes y a mi dinero "lo pongo a trabajar". En cambio los segundos, los de medio pelo, se veían a veces en trances terribles: habían de vender su propio hogar cuando peor les venía, echarse a la calle con familia, sirvientes y enseres y empezar a buscar, llamando de puerta en puerta, dónde pernoctar, dónde dejar provisionalmente al pariente enfermo o al niño de pecho y su nodriza. Hacía llorar verlos recorrer las calles de Barcelona en las noches de invierno o bajo la lluvia, con el mobiliario y ajuar apilado en carros de mano, con los niños ateridos a cuestas y aun contando por lo bajo: tanto he invertido, tanto salgo ganando, tanto puedo reinvertir, etcétera. Los más sensatos procuraban no vender si la ocasión no les era propicia por motivos personales; preferían perder la oportunidad y conservar en cambio la salud o el decoro familiar, pero no se les permitía obrar así, porque con ello habrían interrumpido la rueda de la especulación, a la que estaba uncida toda la ciudad. Por consiguiente había familias que en el plazo de un año cambiaban de casa siete u ocho veces.

De lo antedicho no debe inferirse que quienes invertían dinero en este juego se enriquecían por igual o de manera segura. Como toda inversión lucrativa, ésta también entrañaba riesgos. Para que las cosas salieran como era de desear era preciso que el primer edificio construido en la zona se vendiese bien y sobre todo que sus nuevos dueños o los inquilinos que los habitasen imprimieran a la zona un cierto tono de distinción que la hiciese atrayente con su presencia.

Hubo familias celebérrimas, cuya mera aparición bastaba para valorizar o por el contrario depreciar un barrio entero, como una familia llamada o apodada Gatúnez, al parecer manchega de origen. Nunca quedó claro qué hacía o dejaba de hacer esta familia, bastante numerosa, pero sí que a poco de su llegada a una vivienda menguaba y se extinguía la demanda de las adyacentes. Como los dueños de éstas, los interesados en venderlas, no podían impedir al que vendió a los Gatúnez que lo hiciese ni anular luego la operación, tenían que recurrir al método oneroso de indemnizar a los Gatúnez para que se fueran o recomprarles la casa que acababan de adquirir por la suma que a los Gatúnez se les antojase fijar. Lo opuesto sucedía con algunas parejas ancianas de nombre extranjero, especialmente con los ex cónsules de alguna gran potencia en Barcelona. También podía suceder que uno de los motivos que había impulsado el crecimiento de un enclave con preferencia a otro desapareciera súbitamente: que un yacimiento de agua dejase de manar o que la compañía de ferrocarriles que había anunciado la próxima construcción de un ramal de vía hasta tal o cual punto cambiase luego de parecer y dejase ese punto, ya poblado, en el aislamiento más penoso. Así se perdían fortunas. Como algunos de estos factores eran fortuitos y otros no, la importancia que tenía el disponer de información rápida y fidedigna acerca de estos últimos era enorme. Con los otros, los fortuitos, no había nada que hacer, aunque no faltase quien cegado por la codicia tratara de penetrar en los arcanos de la naturaleza; estas personas solían acabar entre las garras de falsos zahoríes y otros desaprensivos que las embaucaban y llevaban al desastre financiero. Tampoco faltaban estafadores que aseguraban tener un amigo o familiar en tal o cual empresa de servicios públicos o en el Ayuntamiento o en la Diputación; a estos estafadores se les pagaban cantidades extraordinarias de dinero a cambio de invenciones y patrañas.

En este mercado confuso y sembrado de añagazas penetró Onofre Bouvila con cautela hacia el mes de septiembre de 1897.

Con el dinero obtenido de la hipoteca de las tierras sólo pudo comprar un solar de dimensiones regulares en un lugar que no ofrecía en apariencia ningún aliciente ni perspectiva de desarrollo. En cuanto lo tuvo en sus manos lo puso en venta.

—No sé quién va a comprarte semejante birria –le dijo don Humbert Figa i Morera, a quien había tenido la cortesía de pedir consejo. Él le había dado varios y Onofre no había seguido ninguno. Ya veremos, respondió. Pasaron seis semanas y sólo acudió un posible comprador; le ofreció por el terreno lo mismo que había tenido que pagar por él para adquirirlo.

Onofre Bouvila torció el gesto.

—Señor –le dijo al posible comprador–, usted se quiere burlar de mí sin duda. Este terreno en la actualidad cuesta cuatro veces su valor inicial y el precio sube de día en día.

Si no tiene una oferta más interesante que hacerme le ruego que no me haga perder el tiempo.

Perplejo ante tanto aplomo el posible comprador subió un poco su primera oferta. Onofre montó en cólera: hizo que Efrén Castells pusiera en la calle al posible comprador de malos modos. Éste salió pensando que tal vez fuera cierto lo que Onofre Bouvila le había dicho. A lo mejor sí que vale tanto, pensaba, ese terreno insignificante por alguna causa que yo no sé. Para salir de dudas hizo averiguaciones discretas; no tardó en oír un rumor que le quitó el sueño. Era éste: que la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." había adquirido el terreno contiguo al que vendía Onofre Bouvila; más aún: que la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." se proponía trasladar allí precisamente su sede en un plazo no superior a un año.

Diantre, se dijo, ese pillastre lo sabe y por eso mismo no quiere vender al precio que yo le ofrezco; pero si la noticia es cierta ese terreno valdrá pronto no ya cuatro sino veinte veces lo que vale hoy. ¿Que no le haré una nueva oferta? Claro que si ese rumor no se confirma, si la casa "Herederos de Ramón Morfem" no se traslada, ¿qué valdrá el terreno? Nada, morralla. Ay, qué terrible juego de azar es la especulación inmobiliaria, se iba diciendo el pobre comprador. Y no era para menos: si el rumor que había oído acerca de la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." era cierto, entonces había que pensar que por fin toda la ciudad iba a cambiar, porque no había en la Barcelona de fin de siglo institución de más relieve, cosa más sustancial y respetable que una pastelería de lujo. Allí ser despachado no era fácil; ingresar en la lista de clientes podía requerir una vida entera de porfía, una cuantiosa inversión y no pocas influencias. Aun así, aun perteneciendo a este círculo selecto, un buen tortell tenía que ser encargado con una semana de antelación; una bandeja de dulces variados, con un mes; una coca de Sant Joan, con un trimestre o más, y el turrón de Navidad, no más tarde del 12 de enero. Aunque ninguna pastelería de lujo tenía mesas ni sillas ni servía chocolate ni té ni refrigerios a su clientela, todas tenían un vestíbulo muy espacioso y elegante, por lo general de estilo pompeyano. allí los domingos por la mañana, a la salida de misa, se daba cita lo mejor de la sociedad de cada barrio. Allí departían un rato, se preparaban para la comida familiar, que, solía prolongarse cuatro o seis horas. Allí el calor era asfixiante, por la proximidad de los hornos de cocción, y el aire era cargado y empalagoso. De modo que si la casa "Herederos de Ramón Morfem" se va de la calle del Carmen, se iba diciendo, la calle del Carmen y el barrio entero se van al garete y el pla de la Boquería ya no será lo que es: el centro neurálgico de Barcelona. Pero si no es cierto, si la casa "Herederos de Ramón Morfem" no cambia de domicilio, entonces es que todo sigue igual... Y lo peor, se lamentaba para sus adentros, es que no puedo hacer nada para confirmar o desmentir estos rumores decisivos, porque si el dato empieza a correr de boca en boca, adiós compra, ¡qué agonía! Al final pudo más la codicia que el buen juicio y compró por lo que Onofre pedía. Una vez realizada la transacción, corrió a la pastelería de la calle del Carmen y pidió hablar con los dueños. Éstos lo recibieron muy amablemente: eran los herederos del legendario Ramón Morfem, don César y don Pompeyo Morfem. Ambos arrugaron el entrecejo blanqueado de harina al oír lo que el infortunado comprador les preguntaba. ¡Cómo!, ¿mudarnos nosotros? No, no, de ninguna de las maneras. Esos rumores que ha oído usted, señor, carecen por completo de fundamento, le dijeron. Jamás hemos tenido la intención de movernos de aquí y menos a ese barrio que usted dice; no hay zona en el Ensanche más fea e incómoda y menos apta para una pastelería. Los huesos de papá crujirían en su tumba, acabaron diciéndole. Entonces acudió a Onofre Bouvila con la pretensión de revocar la compraventa. Traía el pelo alborotado y un hilillo de baba pendiente del labio inferior.

Usted, le dijo, puso en circulación aquellos rumores falsísimos; ahora me debe usted una reparación. Onofre Bouvila dejó que se desahogara y luego lo puso en la calle. La cosa no pasó de ahí, porque de ningún modo pudo probarse que él hubiera hecho correr aquellos rumores, aunque todo el mundo lo daba por seguro. El caso de los "Herederos de Ramón Morfem" se hizo célebre; se popularizó durante un tiempo la expresión "pasarle a uno lo que al de los "Herederos de Ramón Morfem""

para designar el caso de quien creyendo ser más listo que nadie adquiere a un precio alto algo que no vale tanto o que vale muy poco.

—Andate con cuidado –le dijo don Humbert Figa i Morera–.

Si coges mala fama, no habrá quien quiera tener tratos contigo.

—Eso está por ver –respondió Onofre.

Con lo que había ganado en aquella operación dudosa compró más parcelas en otro lugar. Veremos qué hace ahora, se dijeron los expertos en este tipo de negocios. Al cabo de unas semanas, viendo que no hacía nada, se desentendieron del asunto. Esta vez a lo mejor va de buena fe, comentaron entre sí. Las parcelas estaban en un lugar poco atractivo, muy lejos del centro: en lo que hoy es la esquina de las calles Rosellón y Gerona. ¿Quién quiere irse a vivir allá?, se preguntaba la gente. Un día llegaron a este sitio varios carros cargados de tramos de metal; el sol al dar en el metal lanzaba unos destellos que podían ver los albañiles que levantaban las torres de la Sagrada Familia no lejos de allá. Eran vías de tranvía. Un equipo de peones empezó a abrir zanjas en el suelo pedregoso de la calle Rosellón. Otro equipo, menos numeroso, levantaba en esa misma esquina un pabellón rectangular con bóveda de cañón: era el pesebre donde habían de reparar fuerzas las mulas de tiro, porque los tranvías entonces aún funcionaban con tracción de sangre. Esta vez sí, se dijo la gente; no hay duda de que este sector va a más. En tres o cuatro días le habían quitado a Onofre Bouvila de las manos las parcelas por el precio que él quiso fijar. Esta vez, le dijo don Humbert Figa i Morera, has tenido más suerte de la que te mereces, bribón. Él no decía nada, pero se reía a solas: transcurridos un par de días más los mismos peones que habían empezado a tender la vía la arrancaron, la volvieron a cargar en los carros y se la llevaron de allá. Esta vez los círculos mercantiles y financieros de la ciudad hubieron de reconocer que la maniobra no carecía de ingenio. Al llanto de los que habían comprado opusieron un rictus de sorna. Haber preguntado a la Compañía de Tranvías si la cosa iba en serio, les dijeron. Hombre, ¿cómo se nos iba a ocurrir que no lo fuese?, decían ellos. Vimos la vía y el pesebre y pensamos...

Pues no haber pensado, les replicaron; ahora a cambio de un dineral os han dado un terreno que no sirve ni para vertedero y un pesebre a medio construir que tendréis que derribar a vuestras expensas. A esta operación, que todos llamaban "la de las vías del tram" para distinguirla de la otra, llamada "la de los "Herederos de Ramón Morfem"", siguieron muchas más.

Aunque todo el mundo estaba sobre aviso, él siempre conseguía vender los terrenos que compraba en plazos brevísimos y con beneficios enormes; siempre daba con algún sistema de engatusar a la gente; creaba grandes expectativas en los ánimos de los compradores; luego estas expectativas quedaban en nada: eran espejismos que él mismo había conjurado. En poco más de dos años se hizo muy rico. Mientras tanto, de resultas de ello, causó a la ciudad un mal irreparable, porque las víctimas de sus argucias se encontraban con unos terrenos baldíos carentes de valor por los que habían satisfecho sumas muy altas. Ahora tenían que hacer algo con ellos. Normalmente estos terrenos habrían sido destinados a viviendas baratas, a ser ocupados por los pobres inmigrantes y su prole. Pero como su valor inicial había sido tan alto, fueron destinados a viviendas de lujo. Eran unas viviendas de lujo muy "sui generis": muchas carecían de agua corriente o tenían tan poca que sólo manaba un grifo cuando los restantes del sector permanecían cerrados; otras ocupaban solares de planta irregular, eran viviendas hechas de pasillos y recámaras, acababan pareciendo madrigueras. Para recuperar parte del capital perdido los dueños escatimaban dinero en la construcción: los materiales eran toscos y el cemento venía tan mezclado con arena y hasta con sal que no pocos edificios se vinieron abajo a los pocos meses de ser inaugurados.

También hubo que edificar en parcelas originalmente destinadas a jardines o parques de recreo, a cocheras, escuelas y hospitales. Para compensar tanto desastre se puso mucho esmero en las fachadas. Con estuco y yeso y cerámica menuda dieron en representar libélulas y coliflores que llegaban del sexto piso al nivel de la calle. Adosaron a los balcones cariátides grotescas y pusieron esfinges y dragones asomados a las tribunas y azoteas; poblaron la ciudad de una fauna mitológica que por las noches, a la luz verdosa de las farolas, daba miedo. También pusieron frente a las puertas ángeles esbeltos y afeminados que se cubrían el rostro con las alas, más propios de un mausoleo que de una casa familiar, y marimachos con casco y coraza que remedaban las "walkirias", entonces muy de moda, y pintaron las fachadas de colores vivos o de colores pastel. Todo para poder recuperar el dinero que Onofre Bouvila les había robado. Así crecía la ciudad, a gran velocidad, por puro afán. Cada día se removían miles de toneladas de tierra que unas hileras continuas de carros se llevaban para ser amontonadas detrás de Montjuich o para ser arrojadas al mar.


Date: 2015-12-24; view: 548


<== previous page | next page ==>
Capítulo III 16 page | Capítulo III 18 page
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.01 sec.)