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Capítulo III 16 page

En los cenáculos ilustrados de la ciudad no se hablaba de otro asunto. Por fin los tres proyectos seleccionados fueron remitidos a Madrid. Allí el ministro los entretuvo todo lo que pudo sin que mediara explicación. El alcalde no vivía. ¿Han llegado noticias de Madrid?, preguntaba a medianoche, despertando sobresaltado. Su ayuda de cámara tenía que entrar en el dormitorio y calmarlo, pues era célibe.

Finalmente contestó el ministro. La respuesta cayó como una bomba: S.E. el ministro del Interior había decidido no seleccionar ninguno de los tres proyectos presentados, dado que a su parecer, ninguno reunía méritos suficientes. En cambio, daba por bueno y sancionaba con su firma un cuarto proyecto que o bien no había concursado o bien lo había hecho, pero había sido descalificado por el jurado. Ahora reaparecía amparado por un decreto–ley. Era lo que luego habría de llamarse "el plan Cerdá". El alcalde prefirió tomar la cosa por el lado bueno: "Estoy persuadido", escribió al ministro, "de que V.E. ha querido chancearse a nuestra costa haciendo ver que aprobaba un proyecto que no sólo no integra la terna presentada en su día a V.E., sino que cuenta de antemano con la desaprobación de todos los barceloneses". Esta vez la respuesta del ministro fue fulminante. "Los barceloneses, amigo mío, se darán con un canto en los dientes si el plan Cerdá se realiza algún día tal y como yo lo he sancionado", escribió al alcalde. "Y en lo que a usted concierne, mi estimado alcalde, permítame recordarle que no entra en sus atribuciones determinar cuándo un ministro está o no está de guasa. Limítese Vd. a cumplir mis instrucciones al pie de la letra y no me obligue a recordarle de quién depende su cargo en última instancia, etcétera, etcétera".

El alcalde convocó de nuevo al pleno. Hemos recibido una bofetada, dijo. Bien empleada nos está por habernos sometido a los dictados de Madrid en lugar de obrar por cuenta propia como nuestra valía permite y nuestro honor exige. Ahora por culpa de nuestro apocamiento Barcelona ha sido ofendida: que esto nos sirva de escarmiento. Hubo una salva de aplausos. El alcalde impuso silencio y habló de nuevo. Su voz resonaba en el Salón de Ciento.

—Ahora tenemos que responder, es nuestro turno –dijo–. Lo que voy a proponer podrá pareceros una medida algo drástica, pero yo os suplico que no forméis juicios precipitados. Pensad y veréis que no nos cabe otra salida. Y lo que propongo es esto: que puesto que Madrid se niega a escuchar nuestras razones y con petulancia y desdén pretende imponernos su criterio, cada uno de nosotros, como representantes que somos del pueblo de Barcelona, desafíe al funcionario del ministerio que corresponda a su escalón jerárquico y que lo mate en duelo o muera por defender su derecho y dignidad del mismo modo que yo aquí, ahora y públicamente arrojo mi guante al suelo de este histórico recinto y reto a duelo a S.E. el señor ministro del Interior para que de una vez él y sus condenados burócratas se enteren de que a partir de ahora cuando a un catalán se le niegue la justicia en un despacho él se la tomará por su mano en el campo del honor.



Arrojó al suelo un guante de cabritilla gris que había comprado el día anterior en can Comella y velado toda la noche ante el altar de Santa Lucía. Los presentes prorrumpieron en vítores, le tributaron una ovación inacabable; los que tenían guantes imitaron su gesto; los que no, arrojaban al suelo los sombreros, los plastrones y hasta los zapatos. El pobre alcalde lloraba de emoción. No sabía que los mismos que acogían con tanto entusiasmo sus proposiciones no tenían la menor intención de seguirlas, que incluso algunos habían enviado ya cartas a Madrid en las que expresaban su adhesión al ministro y deploraban el tono improcedente del alcalde, de cuya salud mental afirmaban tener serias dudas. Ignorante de todo ello el alcalde cursó a Madrid una carta de desafío que el ministro le devolvió hecha trizas en un sobre lacrado en cuyo dorso había escrito de su puño y letra: "Bufonadas a mí, no". Los concejales sugirieron al alcalde que no insistiera, que no había nada que hacer, que se tomara unas vacaciones.

Por fin cayó en la cuenta de que lo habían dejado solo.

Renunció a la alcaldía, se instaló en Madrid y trató de suscitar el interés de las Cortes por el asunto. Algunos diputados fingieron hacerle caso por razones de estrategia política: unos creían captarse así la simpatía de los catalanes, otros esperaban una compensación de tipo económico por sus intervenciones. Cuando se percataban de que el ex alcalde sólo era un chiflado que actuaba por su cuenta, lo dejaban de lado indignados. El ex alcalde recurrió al soborno de los más venales, dilapidó en ello su fortuna personal, que era cuantiosa. A los tres años, arruinado y con el corazón roto, regresó a Barcelona, subió a Montjuich y miró hacia el llano: desde allí pudo ver ya el trazado de las nuevas calles, las zanjas por donde circularía el tren, los albañales y acueductos. ¿Cómo es posible?, se dijo, ¿cómo es posible que un simple escollo burocrático haya dado al traste con la voluntad expresa de Dios? Su desesperación era tan grande que se tiró de la montaña abajo y se mató. Su alma fue directamente al infierno, donde le explicaron que la visita que había recibido en sueños había sido realmente la del mismísimo Satanás. Ah, prevaricador aciago, exclamó el ex alcalde presa de compunción por haber sido tan necio, bien que me engañaste diciendo que eras un ángel. Eh, eh, alto ahí, replicó Satanás, yo nunca dije que lo fuera, pues has de saber que los demonios podemos adoptar la forma que más nos convenga para tentar a los mortales, pero no la de un santo ni la de un ángel ni mucho menos la de Dios Nuestro Señor ni Su Santísima Madre; por eso dije ser "un caballero de Olot", que es lo más próximo que conozco a un cuerpo celestial; el resto lo hizo tu vanidad y tu obcecación, cuyas consecuencias terribles sufriréis Barcelona y tú por toda la eternidad. Y prorrumpió en carcajadas sonoras y escalofriantes.

Los años se encargaron de probar que de todos los protagonistas de esta leyenda, con la excepción del diablo, que siempre va a la suya, el alcalde era el único que tenía razón. El plan impuesto por el ministerio, con todos sus aciertos, era excesivamente funcional, adolecía de un racionalismo exagerado: no preveía espacios donde pudieran tener lugar acontecimientos colectivos, ni monumentos que simbolizasen las grandezas que todos los pueblos gustan de atribuirse con razón o sin ella, ni jardines ni arboledas que incitasen al romance y al crimen, ni avenidas de estatuas, ni puentes ni viaductos. Era una cuadrícula indiferenciada que desconcertaba a forasteros y nativos por igual, pensada para la relativa fluidez del tráfico rodado y el correcto desempeño de las actividades más prosaicas. De haberse realizado tal y como en principio se concibió, habría resultado al menos en una ciudad agradable a la vista, confortable e higiénica; tal y como acabó siendo, ni siquiera tuvo esas virtudes. Tampoco podía ser de otro modo: los barceloneses no desaprobaron el plan en la forma tajante que el ex alcalde visionario había vaticinado, pero tampoco lo consideraron cosa suya; no captó su imaginación ni despertó ningún sentimiento ancestral. Se mostraron reacios a comprar, fríos y deslucidos a la hora de edificar y remisos a ocupar aquel espacio que durante siglos habían anhelado y reclamado; lo fueron poblando gradualmente, impelidos por la presión demográfica, no por la fantasía. Ante la indiferencia general y con la connivencia de quienes tal vez podrían haberlo impedido (aquellos mismos que a espaldas del ex alcalde loco enviaban cartas al ministro para salvaguardar sus prebendas) los especuladores acabaron por adueñarse del terreno, por tergiversar el plan original y por hacer de aquel barrio gentil y saludable una urbe ruidosa y pestilente, tan aglomerada como aquella Barcelona antigua que el plan trataba precisamente de superar. Por falta de ideología (aquella ideología que el amor de Dios y las asechanzas del diablo habían inspirado al ex alcalde maldito)

Barcelona se quedó sin centro neurálgico (con la posible salvedad del paseo de Gracia, burgués y pretencioso, pero eficaz aún hoy día para fines estrictamente comerciales) donde pudieran producirse fiestas y algaradas, mítines, coronaciones y linchamientos. Las sucesivas expansiones de la ciudad se hicieron sin orden ni criterio, de cualquier modo, con el único propósito de meter en algún sitio a los que ya no cabían en los sectores construidos hasta entonces y sacar el máximo beneficio de la operación. Los barrios acabaron de segregar para siempre las clases sociales y las generaciones entre sí y el deterioro de lo antiguo se convirtió en el único indicio cualitativo del progreso.

 

 

 

El tío Tonet había envejecido, veía mal, porque se había ido volviendo présbita, pero seguía conduciendo a diario o casi a diario su tartana de Sant Climent a Bassora y de Bassora a Sant Climent. Un día, cumplidos ya los dieciocho años, la yegua que usaba apareció muerta en el establo; nunca había doblado las patas para recostarse y descansar: ahora fue encontrada patas arriba, con los remos muy tiesos, como si anduviera paseando por las antípodas. El tío Tonet compró otra yegua, en lugar de jubilarse, que era lo que debía haber hecho. La nueva yegua no conocía el camino: una yegua por lista que sea tarda varios años en aprender un camino tan largo y tan complicado como aquél. Entre los despistes de la yegua y la mala vista del tartanero, se perdieron varias veces, una de ellas seriamente: en esta ocasión les cayó la noche encima y él no podía ni siquiera barruntar dónde habían ido a parar. Antes conocía las estrellas, pero ahora andaba siempre surcando una niebla cada día más espesa. Aullaban los lobos y la yegua, amilanada, sólo se avenía a avanzar a fuerza de trallazos. Por fin avistaron unas fogatas y se aproximaron.

El tío Tonet confiaba en que fueran pastores, aunque el paraje sumamente agreste no era propio para ningún tipo de ganado. En realidad era un campamento de bandoleros, el de Cornet y su cuadrilla. Estos bandoleros eran supervivientes de la última guerra carlista; en vez de deponer las armas, rendirse al vencedor y confiar en una amnistía habían optado por echarse al monte. Si nos entregamos nos pasarán por el filo de la espada, dijo Cornet a sus hombres, cuya confianza y aun devoción había sabido granjearse a lo largo de aquella campaña sangrienta; yo os propongo que nos hagamos bandoleros; como nos toca morir, todo lo que vivamos lo habremos vivido de prestado; podemos permitirnos el lujo de arriesgar la vida por una nonada. Convencidos por este razonamiento hicieron gala de una temeridad inverosímil. Burlaron todos los contingentes armados que fueron enviados en su busca y adquirieron fama en toda la región: eran bandoleros románticos. Los campesinos y pastores los toleraban. No los protegían, porque ya estaban cansados de varios siglos de escaramuzas constantes a la puerta de sus casas, pero tampoco los denunciaban ni los cazaban a tiros cuando tenían ocasión de hacerlo. Los bandoleros, que contaban con vivir poco tiempo y morir dignamente con las armas en la mano, acabaron envejeciendo en el monte, olvidados ya de las autoridades. Cuando el tío Tonet fue a parar al campamento encontró sólo un grupo de ancianos achacosos que apenas podían llevarse el trabuco a la cara. Yo creía que habíais desaparecido hace años, les dijo, que sólo erais una leyenda. Le dieron de cenar y le permitieron pasar la noche en su compañía. Casi no le dijeron nada: no estaban acostumbrados a hablar con extraños y entre sí hacía tiempo que se lo tenían todo dicho. Al tío Tonet lo conocían de vista: habían espiado miles de veces el ir y venir de la tartana, pero nunca la habían asaltado, porque sabían que llevaba y traía cosas indispensables para los payeses. A la mañana siguiente le pusieron en el buen camino y le dieron un trozo de pan y un fuet. Antes de partir le llevaron a que viese el pequeño cementerio donde reposaban los restos de los bandoleros que habían muerto de enfermedad en la montaña: eran casi tantos los muertos como los vivos. Sobre las tumbas había siempre flores silvestres y profusión de cruces, porque eran todos muy creyentes. Esto había sucedido algún tiempo atrás.

Ahora la yegua ya conocía casi todo el camino y el tío Tonet estaba casi ciego.

—Sin embargo –dijo al terminar de relatar esta historia al viajero que había contratado sus servicios en Bassora aquella tarde–, sin embargo, digo, tu voz no me resulta desconocida.

No la voz, realmente, sino el timbre de la voz –aclaró. El viajero guardó silencio. Por fin el tío Tonet lanzó una carcajada–. ¡Pues claro! ¡Tú eres Onofre Bouvila! No digas que no –Onofre no dijo ni que sí ni que no y el tío Tonet volvió a reírse de buena gana–. No puede ser de otro modo. Tu timbre de voz me resultaba familiar, pero este silencio colérico ya no me deja lugar a dudas: eres igual que el loco de tu padre, a quien he conocido bien. Cuando se fue a Cuba yo lo llevé en esta misma tartana a Bassora. No sé qué edad tendría él entonces, pero no sería mucho mayor de lo que tú eres ahora, sí, y ya se daba estos mismos aires de altivez, como si a los demás nos saliera por la nariz puré de lentejas, como si nos saliera el puré de lentejas a borbotones por las fosas nasales. Cuando volvió de Cuba yo le traje de vuelta a casa.

Todo el mundo estaba congregado delante de la iglesia, es como si lo estuviera viendo aún con mis pobres ojos inútiles: tu padre iba sentado ahí mismo, donde vas tú ahora, con la espalda muy envarada; llevaba un traje blanco de dril y un sombrero de paja trenzada, de esos que llaman Panamá, como el país. En todo el viaje no pronunció palabra. Se las daba de rico, aunque no tenía un real, pero de esto, ¿qué te voy a contar? En vez de dinero, ¿sabes tú lo que traía?

—Un mono –respondió Onofre.

—Un mono enfermo, sí señor: veo que tienes buena memoria –dijo el tío Tonet fustigando a la yegua, que se había detenido a comer yerbas al margen del camino–. Ohé, "Persa", no comas ahora, que te sienta mal –hizo restallar el látigo en el aire. "Persa" –explicó– es su nombre; ya lo era cuando la compré. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de la fatuidad de tu padre: un cretino, si quieres saber mi opinión. ¡Eh, muchacho!, ¿te atreverás a golpear a un viejo casi ciego?

Vaya, de sobra se ve que sí; bien, bien, mediré mis palabras, aunque esto no modifique en nada mi manera de pensar. Ya sé que las personas sois así: no queréis que se os diga lo que os desagrada oír; sólo queréis oír lo que os gusta, aun sabiendo que eso que oís no es lo que piensa la gente. Bah, qué falta de inteligencia. Pero no creas tú que me escandalizo ni que me extraño siquiera: hace muchos años que he aprendido a calibrar la vanidad humana; he tratado a mucha gente y luego he tenido tiempo para reflexionar. Siempre que he hecho este mismo viaje de vacío he aprovechado el tiempo para reflexionar. Ahora ya sé cómo son las cosas. También sé que yo no las voy a cambiar, por más que haga; ni puedo ni tengo tiempo de cambiar las cosas; ni estoy seguro de que quisiera hacerlo aunque dispusiera de ese poder y de ese tiempo. Hay personas que tienen los ojos llenos de sopas de ajo; abren los ojos y sólo ven sopas de ajo. Yo no. Podría haber sido así, pero no lo soy.

De este modo divagaba el tartanero, con la incoherencia que en las personas viejas y lelas pasa a veces por sabiduría.

Onofre Bouvila no le escuchaba: se había resignado a oír la voz del tartanero y no le prestaba atención. Iba contemplando aquel camino que había recorrido en dirección opuesta ocho años atrás. Había partido de allí una mañana de primavera, apenas despuntado el sol. El día anterior había anunciado a sus padres el proyecto de ir a Bassora; allí pensaba entrevistarse con los señores Baldrich, Vilagrán y Tapera, les dijo; con toda certeza le darían un trabajo en alguna de sus empresas; de este modo contribuiría a devolver las deudas contraídas por el americano. Éste quiso expresar su disconformidad: él era el responsable de la situación apurada en que se hallaban y no toleraría que su hijo se sacrificara... Onofre le hizo callar. El americano había perdido toda su autoridad y guardó silencio; a su madre le dijo que se quedaría en Bassora el tiempo necesario para reunir el dinero que necesitaban. Serán unos meses, le dijo, a lo sumo un año. Les escribiré en seguida, prometió. Por el tío Tonet les mantendré al corriente de lo que suceda. En realidad tenía pensado ya irse a Barcelona y no regresar jamás.

Entonces pensaba que no volvería a ver nunca a sus padres ni a pisar la casa en que había nacido y vivido hasta ese día. Al subir a la tartana su padre le había alcanzado el hatillo que contenía sus prendas personales; había depositado cuidadosamente este hatillo en el fondo de la tartana. Su madre le había anudado la bufanda al cuello. Como nadie decía nada el tío Tonet había subido al pescante y había dicho: Si estás listo nos vamos. Él había respondido que sí con la cabeza, para que no le saliera una voz rara y los demás notaran su emoción. El tío Tonet había hecho restallar el látigo y la yegua se había puesto en marcha hundiendo las pezuñas en el barro del deshielo. El viaje va a ser malo, había dicho el tío Tonet. El americano había agitado el panamá, su madre había dicho algo que él no pudo oír. Luego se puso a mirar el camino y no vio alejarse a sus padres. La tartana cruzó el camino del río, el camino de la gruta encantada, el de ir a cazar pájaros, el de ir a pescar, que no era el mismo que el camino del río, el de ir a buscar setas en otoño; él nunca había pensado que hubiera habido tantos caminos. Cuando desapareció el valle bajo la niebla matutina siguió viendo todavía la torre de la iglesia. Aún se cruzaron con un par de rebaños de ovejas. Los pastores le habían dicho adiós: habían levantado el cayado y se habían reído. Llevaban el mentón envuelto en la bufanda, zamarra de lana y barretina.

Estos pastores le conocían desde el día en que había nacido.

Ahora ya no volveré a encontrar a nadie que me conozca así, había pensado. En el resto del trayecto fueron viendo masías abandonadas. Por el frío y la lluvia las puertas y los postigos de las ventanas habían saltado de los goznes; por allí se veía el interior de aquellas casas sin muebles, lleno de hojarasca; de algunas salían pájaros volando: eran las casas de los que se habían ido a Bassora a buscar trabajo en las fábricas; habían dejado que se extinguiera el fuego en sus hogares, como se decía entonces. Ahora habían transcurrido ocho años y en el transcurso de estos años Onofre Bouvila había hecho muchas cosas; había conocido a muchas personas, la mayoría raras, casi todas malas; a algunas las había liquidado sin saber muy bien por qué; con otras había formado alianzas más o menos estables. Los árboles, el color del cielo visto a través del follaje, el susurro del viento en el bosque, el olor del campo le resultaban ahora cosas familiares. Le parecía que nunca había salido de aquel valle, que todo lo demás lo había soñado. Hasta la hija de don Humbert Figa i Morera, por la que sentía un amor tan vehemente, se le antojaba ahora algo fugaz, el destello de un relámpago en su imaginación. Tenía que hacer un esfuerzo por recordar sus rasgos tal y como eran, no como algo indiferenciado. A ratos estos rasgos se confundían en su memoria con otros: los de la desventurada Delfina, que seguía en la cárcel después de tanto tiempo, o los de una niña con la que había tenido un contacto pasajero y trivial una semana antes; no había cruzado más de cuatro frases con ella; esta niña formaba parte de una "troupe" de titiriteros a cuya actuación había asistido por pura casualidad; le había hecho gracia porque sin ser fea tenía cara de perro; era tan joven que había tenido que negociar previamente con sus padres, pagarles a ellos por adelantado: esto había obviado el diálogo entre ambos una vez quedó ultimado el trato. Lo único que le dijo él fue una frase amable al despedirse por la mañana; también le dio una propina espléndida. Ya había adquirido la costumbre de dar propinas exageradas cuando advertía buena voluntad por parte de quienes le servían; en este caso había quedado satisfecho y lo había demostrado con liberalidad. La niña había tomado el dinero con gesto distraído, demasiado joven para percatarse de la desproporción, como si en realidad esta remuneración y el modo en que la había merecido no fueran con ella. Sólo lo había mirado de un modo extraño que ahora recordaba con incomodo.

—¿De qué me estoy quejando? –decía en aquel momento el tío Tonet–. ¿Me quejo de la niebla que nos va envolviendo? No, señor. ¿Me quejo entonces del clima? No, señor. ¿Me quejo del mal estado del terreno? No, señor, tampoco me quejo del mal estado del terreno. Entonces, ¿de qué me quejo? Me quejo de la estupidez humana, de la cual, como veníamos diciendo, tu padre es un ejemplo insigne. ¿Por qué me meto con él con tanta saña?

¿Acaso me meto con él con tanta saña por envidia? Sí, señor:

me meto con él con tanta saña por pura envidia.

Era de noche cuando se detuvieron a la puerta de la iglesia. El tartanero le preguntó si sus padres estaban avisados de la visita. No, dijo Onofre. Ah, quieres darles una sorpresa, dijo el tío Tonet. No, respondió Onofre:

sencillamente, no les avisé. Dales muchos recuerdos de mi parte, dijo el tío Tonet. Hace años que no sé de ellos, y eso que en una época tu padre y yo fuimos buenos amigos; yo le llevé a Cuba cuando le dio la chaladura de emigrar, ¿te lo he contado ya? Dejó al tartanero en la plaza, buscando a tientas la tasca, y emprendió el camino a casa.

Su madre estaba en la puerta: ella fue la primera que lo vio llegar. Había salido casualmente a ver la noche, cosa que no hacía en los últimos años. Cuando Onofre desapareció adquirió sin proponérselo la costumbre de apostarse todos los días a la puerta de la casa a la caída del sol, porque a esa hora llegaba la tartana, si llegaba. Luego, sin hablarlo con su marido, se retiró de la puerta: comprendió que Onofre no volvería y no quería interferir en la vida de su hijo con aquel hábito absurdo. Iré a calentar la cena, dijo al verlo llegar. ¿Y el padre?, preguntó él. Ella le indicó que su padre estaba dentro. A primera vista lo encontró muy avejentado.

También para su madre habían pasado los años, pero él era demasiado joven todavía para entender que su madre era mudable.

Seguía llevando el traje de dril, ya raído y deshilachado, amarillento por las lavadas, deformado por zurcidos y remiendos innumerables. Al levantar los ojos de la mesa, donde tenía clavada la mirada, se le inundaron de lágrimas. No cambió de expresión, como si por la puerta no hubiera entrado nada insólito. Esperó a que su hijo rompiera el silencio, ya que era evidente que había venido por alguna razón poderosa, pero como no decía nada, hizo un comentario socorrido: ¿Qué tal el viaje?

Onofre contestó: Bueno. Volvió a reinar el silencio bajo la mirada atenta de la madre.

—Vas muy bien trajeado –dijo el americano.

—No pienso darle dinero –atajó Onofre. El americano palideció. No tenía la menor intención de pedírtelo, chico, dijo entre dientes. Hablaba por hablar–. Entonces cállese –dijo Onofre secamente. El americano comprendió que a los ojos de su hijo se había vuelto ya algo ridículo sin remedio. Se levantó con ligereza y dijo: Voy al corral a buscar huevos.

Salió de la casa llevándose un taburete bajo. No dijo para qué necesitaba aquel taburete en el corral. Cuando se quedó solo con su madre recorrió la casa con la mirada: ya sabía que había de parecerle más pequeña de lo que la recordaba, pero le sorprendió verla tan pobre y tan endeble en apariencia. Vio su antigua cama, junto a la de sus padres, todavía dispuesta, como si hubiese sido usada la noche anterior. La madre se adelantó a su pregunta: Cuando te fuiste nos sentimos muy solos, dijo en tono de disculpa. Onofre se dejó caer en una silla, cansado del traqueteo de la tartana; al sentarse se hizo daño con la madera lisa de la silla. De modo que tengo un hermano, dijo. La madre bajó los ojos: Si hubiéramos sabido a dónde escribirte..., dijo al fin, evasivamente. ¿Dónde está?, preguntó Onofre. Parecía querer decir: acabemos de una vez con esta farsa. La madre dijo que no tardaría en volver.

—Es una gran ayuda –dijo al cabo de un rato–; tú ya sabes cómo es el trabajo del campo. Y tu padre para esto no sirve:

nunca ha servido para trabajar el campo, ni siquiera de joven.

Supongo que por eso se fue a Cuba. Ha sufrido mucho –siguió diciendo sin hacer ninguna pausa, como si hablase consigo misma–: cree que la culpa de que tú te fueras es enteramente suya. Al ver que pasaban los meses y no volvías hizo averiguaciones: le dijeron que no estabas en Bassora, que te hacían en Barcelona. Entonces pidió de nuevo dinero prestado y se fue allí a buscarte. Hasta entonces no había vuelto a pedir prestado. Estuvo en Barcelona cerca de un mes, buscándote por todas partes y preguntando a todo el mundo por ti. Al final tuvo que regresar. Me dio pena. Por primera vez vi lo que era para él el fracaso. Entonces tuvimos el hijo: en seguida lo verás. No se parece a ti: también es muy callado, pero no tiene tu carácter. En eso ha salido más al padre.

—¿Qué hace ahora? –preguntó Onofre Bouvila.

—Las cosas podían haber ido peor de lo que fueron –dijo ella: sabía que se refería al padre; hacía rato que se había desinteresado de la otra historia–. Aquellos señores de Bassora que estuvieron a punto de meterlo en la cárcel, ¿te acuerdas?, le dieron un trabajo para que se fuera ganando la vida: yo creo que en esto se portaron bien, después de todo.


Date: 2015-12-24; view: 591


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