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Capítulo III 12 page

De esto hay constancia abundante en los diarios y en la correspondencia de la época. "Dinner chez les M***", puede leerse en el diario de la duquesa de C***, "madame de G***, comme d.habitude, préside la table á poil". Y en una entrada posterior: "Bal chez le prince de V** –presque tout le monde nu sauf l.abbé R*** deguisé en papillon; on a beaucoup rigolé". En "L.Empori de la Patacada" una orquesta de cuatro músicos amenizaba el baile; el vals había sido aceptado ya por todas las capas sociales; el pasodoble y el chotis estaban reservados al populacho; el tango aún no había hecho su aparición; entre la gente bien, en los saraos se seguía bailando el rigodón, la mazurca, los lanceros y el minueto; la polca y la java hacían furor en Europa, pero no en Cataluña; los bailes populares como la sardana, la jota, etcétera, estaban proscritos en locales como "L.Empori de la Patacada".

Demasiado caluroso los meses de verano, el local tenía su época de esplendor en las noches de otoño, cuando las tormentas azotaban las calles, cuando el frío invitaba al recogimiento. Al volver la primavera las terrazas de los cafés y los bailes al aire libre le arrebataban buena parte de la clientela. En medio de esta algarabía constante Onofre Bouvila hacía lo posible por pasarlo bien. A ratos lo conseguía, pero por lo general y pese a sus esfuerzos seguía inquieto y desasosegado: nunca conseguía disfrutar plenamente de las diversiones que le ofrecía aquel ambiente, nunca perdía del todo la cabeza sumergido en aquella vorágine. A Odón Mostaza, que le había cobrado gran afecto y se sentía hasta cierto punto responsable de su bienestar, le preocupaba verlo siempre tan serio. Vamos, chaval, ¿por qué no dejas de lado las preocupaciones aunque sea un ratito?, le decía, ¿por qué no te distraes? Eh, mira qué hembras, ¿no son para perder la chaveta? A esto Onofre respondía con suavidad, sonriendo: No trates de forzarme, Odón, distraerme me cansa demasiado. Esta paradoja hacía reír a Odón Mostaza; no entendía que Onofre le estaba diciendo la verdad: apartarse de sus pensamientos siquiera unos minutos habría requerido por su parte una dosis enorme de energía, sólo con un esfuerzo sobrehumano habría podido sustraerse momentáneamente al recuerdo de aquella mañana horrible en que se había personado en la casa de sus padres un personaje insólito. El tío Tonet lo había traído en su tartana de Bassora: llevaba una levita raída, plastrón, anteojos y chistera. También llevaba una cartera de cuero abultada. Procuraba no meter los zapatos en los charcos, rodeaba con cuidado los montones de nieve apelmazada y sucia que persistían por todas partes y todo le daba miedo: el aleteo de un pájaro en una rama le asustaba muchísimo. Se presentó con grandes circunloquios y corrió a calentarse a las brasas que aún ardían en el hogar. Por la puerta abierta entraba el sol de finales de febrero hasta media pieza; luminosa, aún fría, esta luz daba a las cosas un perfil preciso, como de lápiz muy afilado. Este hombre había empezado diciendo que hablaba en nombre de sus mandantes, los señores Baldrich, Vilagrán y Tapera. Él era sólo el pasante de un gabinete jurídico de Bassora, les dijo, y les rogó que no vieran nada personal en lo que se proponía decirles. Me ha sido encomendada esta desagradable misión y deploro tener que llevarla a cabo, pero cumplir órdenes es mi profesión, había dicho. Ustedes se harán cargo, añadió con un gesto de conmiseración que no se sabía a quién iba dirigido. El americano había hecho un gesto de impaciencia con la mano: Por favor, vayamos directamente al grano, parecía querer decir aquel gesto. El pasante había carraspeado y la madre de Onofre había dicho entonces que tenía que a dar de comer a las gallinas. El chico me acompañará y así se quedarán ustedes dos tranquilos, agregó mirando a su marido a los ojos. Éste dijo que no hacía falta que se fueran. Más vale que os quedéis y oigáis lo que este señor viene a decirme, dijo. El pasante se frotaba las manos, tosía sin cesar como si el humo de las brasas se le hubiera agarrado a la garganta. En voz muy baja, casi inaudible, informó al americano de que sus mandantes habían decidido presentar contra él denuncia por estafa. Ésa era una acusación muy grave, había dicho el americano; le ruego que se explique usted. El pasante había dado unas explicaciones confusas y aturrulladas. Al parecer Joan Bouvila había dado a entender a todo el mundo en Bassora que era un indiano riquísimo, había visitado a todos los industriales y financieros de la ciudad con su atuendo estrafalario y les había hecho creer que buscaba un negocio seguro en el que invertir su fortuna. Con este pretexto había ido obteniendo adelantos a cuenta, préstamos e incluso donativos. Como el tiempo pasaba y aquellas inversiones prometidas no se materializaban los señores Baldrich, Vilagrán y Tapera, cuya empresa era la que había hecho más desembolsos a favor del americano, habían decidido proceder a realizar las indagaciones oportunas, explicó el pasante. Habían indagado con la prudencia y la discreción del caso, añadió de inmediato. De aquellas indagaciones había salido a la luz lo que todos sospechaban ya: que Joan Bouvila no tenía un real.



Esto era una estafa sin duda alguna, dijo el pasante; inmediatamente palideció y se apresuró a agregar que la rotundidad de esta afirmación no encubría un juicio moral por su parte. Él era un mero instrumento de la voluntad ajena, se había apresurado a agregar: Que esta circunstancia me exima de toda responsabilidad por el mal que pueda estarles haciendo a ustedes. La madre había roto el silencio que había seguido a estas palabras. Joan, había dicho, ¿de qué habla este hombre?

Ahora le había tocado al americano el turno de carraspear. Por fin había confesado que lo que el pasante decía era la pura verdad. Había mentido a todo el mundo: en Cuba, donde hasta los mentecatos se hacían ricos en aquella época, él no había conseguido ganar ni siquiera lo imprescindible para vivir con desahogo. Lo poco que ahorró al principio, cuando aún tenía el ánimo entero, se lo birló una aventurera colombiana, refirió con vergúenza. Luego había obtenido a préstamos unas sumas que acto seguido había invertido en negocios; estos negocios habían resultado invariablemente timos y engañifas. Por fin había tenido que desempeñar los oficios más serviles, trabajos que incluso los esclavos negros rechazaban con repugnancia. No hay escupidera en La Habana que yo no haya pulido ni bota que no haya lustrado ni letrina que no haya desatascado, con herramientas o sin ellas, había dicho a título de ejemplo. En el transcurso de aquellos años había visto llegar emigrantes muertos de hambre que al cabo de pocos meses le tiraban monedas en los charcos de la calle para ver cómo él las recogía metiendo el brazo hasta el codo: así se divertían a su costa. Había comido pieles de banano, raspas de pescado, verduras podridas y otras cosas que ahora no quería citar por delicadeza; al final se había dicho: Basta, Joan, ya está bien.

—Tenía un poco de dinero –había proseguido diciendo el americano– que obtuve de un modo ignominioso: unos marineros ingleses me lo habían dado a cambio de procurarles por mi mediación los placeres más degradantes; con esa cantidad, fruto de la abyección, compré el traje que llevo puesto, un mono agonizante y un billete de regreso en la sentina de un carguero.

Poco antes de partir había dado los últimos sablazos sabiendo que no los tendría que devolver y había embarcado una noche de aguacero. Se había desnudado y se había untado el cuerpo y la cara con brea para no ser reconocido por sus acreedores si se cruzaba con ellos. De este modo tan poco acorde con la dignidad de un blanco, había dicho el americano, recorrí por última vez las calles de aquella tierra de promisión que para mí había sido yugo, cadena y vilipendio.

Zarpado el buque no se había lavado ni vestido ni salido de su escondrijo hasta que hubieron sido rebasados los límites de las aguas territoriales españolas. Luego había vivido de aquel dinero y de los timos. Siempre supo que tarde o temprano saldría a relucir la verdad, agregó, y la confesión dolorosa que acababa de hacer en realidad le quitaba un peso de encima.

En el fondo, añadió, se alegraba de haber puesto fin a aquella sarta de imposturas. Todo aquello, había acabado confesando, no lo había hecho por ruindad ni por codicia, sino por vanidad. En realidad, dijo, lo hice todo por mi hijo. Había querido que su hijo tuviera un atisbo de lo que habría podido ser la vida si no le hubiera tocado en suerte un padre tan inútil como el que Dios le había dado. Al final el asunto no había tenido consecuencias ulteriores: convencidos de la imposibilidad de recobrar el dinero sumariamente Baldrich, Vilagrán y Tapera habían retirado la denuncia. En cambio habían obligado al americano a trabajar para ellos; de sus ingresos le deducían una parte porcentual que destinaban a amortizar la deuda. Ahora Onofre trataba de olvidar estas cosas pero no podía. Bebía sin moderación, era cliente habitual de varios burdeles. También gastaba mucho dinero en comprar ropa llamativa. Jamás contrajo deudas, sin embargo, y huía del juego como de la peste. Había dejado de crecer: no iba a ser un hombre alto; se había desarrollado mucho de hombros y de tórax; era cuadrado de complexión, recio y no desagradable de facciones. Aunque reservado, era amable y aparentaba franqueza en el trato: los golfos, las putas, los chulos, los traficantes de droga, los policías y los confidentes le tenían aprecio; casi todos se desvivían por granjearse su amistad; sin él quererlo todos reconocían instintivamente sus cualidades innatas de líder. El propio Odón Mostaza, a quien se le había mandado obedecer, había caído bajo su influjo: permitía que fuese Onofre el que llevara siempre la voz cantante, el que decidiera lo que había que hacer o evitar, el que llegado el caso se las entendía con Arnau Puncella, alias Margarito. Esto acabó de confirmar las sospechas de este último. Este muchacho dará que hablar, se decía; apenas lleva un año con nosotros y ya se ha convertido en el gallo de su corral. Si no me ando con tiento, a la que me descuide me pasará por encima. Debería destruirlo, pero no sé cómo, pensaba. Ahora es demasiado insignificante, se me escurriría entre los dedos, como una pulga, pero es posible que dentro de poco ya sea demasiado tarde para mí. Procuraba ganarse su confianza; siempre que hablaba con él sacaba a colación el tema del vestir; alababa los trajes que Onofre acababa de hacerse: como toda persona desaliñada, era muy sensible a la elegancia ajena. Onofre no se percataba de que su interlocutor iba hecho un asco, creía de buena fe que ambos compartían el gusto por la ropa bien cortada, le pedía incluso consejo acerca de dónde comprar corbatas, botines, etcétera.

Se había vuelto un verdadero dandy: por la casa de huéspedes en que se alojaba siempre andaba envuelto en un quimono estampado que le llegaba a los tobillos. Hacía sus compras en la calle Fernando y en la calle Princesa. A veces le agobiaba una angustia imprecisa. En las noches cálidas y pegajosas de verano, cuando no lograba conciliar el sueño, le dominaba el nerviosismo. Entonces se echaba sobre los hombros el quimono estampado y salía a fumar un cigarrillo al balcón. ¿Qué me ocurre?, pensaba. Pero aunque creía tener las ideas muy claras no podía dar respuesta cabal a esta pregunta. En realidad, como le ocurre a todo el mundo, era incapaz de verse a sí mismo; sólo veía el reflejo de su personalidad y de sus actos en los demás y de ahí extraía de sí mismo un concepto totalmente erróneo. Luego este concepto no resistía un análisis más minucioso, le producía una insatisfacción imprecisa y se reavivaba en él el desasosiego. Entonces volvía a su memoria el recuerdo de su padre. Creía odiarlo por haber traicionado las fantasías que había alimentado mientras él estaba ausente, por haber incumplido unas expectativas que sólo habían existido en su imaginación, pero a las que se había considerado en todo momento con derecho. Ahora acusaba a su padre de haberle usurpado un derecho natural. Por eso creía haber huido de su lado. En realidad fue él quien me obligó a venir aquí, él es el responsable verdadero de todo lo que yo pueda hacer, pensaba. Pero este odio era sólo superficial: en el fondo persistía en él la admiración que siempre había sentido por su padre. Sin ninguna razón que sustentara esta postura, sin saberlo él mismo siquiera pensaba que en realidad su padre no era un fracasado, sino la víctima de una conjura vastísima. Esta conjura vaga, de resultas de la cual su padre había sido injustamente privado de la fortuna y el éxito que le correspondían, era lo que ahora le confería a él el derecho a resarcirse, a tomar sin cortapisas lo que en justicia era suyo. Pero estas ideas inconexas y disparatadas chocaban luego con su naturaleza y con la naturaleza de las cosas que le rodeaban: ahora se veía libre de estrecheces económicas, había salido del mundo sórdido de la pensión y el recuerdo de Delfina se iba diluyendo con el transcurso de los meses; ahora tenía amigos, cosechaba éxitos y cuando conseguía olvidar su rencor generalizado se sentía pletórico de vida, casi feliz.

En las noches de verano, cuando salía al balcón azuzado por la desazón, percibía los ruidos familiares que llegaban de la calle: entrechocar de platos y soperas, tintinear de vasos, risas, voces y altercados, trinos de jilgueros y canarios enjaulados, un piano en la lejanía, los gorgoritos de una aprendiza de canto, algún perro persistente, la perorata de los beodos asidos a las farolas, los lamentos de los mendigos ciegos que pedían una limosnita por el amor de Dios. Podría pasar en este balcón la noche entera, pensaba entonces melancólico, incapaz de despegarse de su observatorio; pasarme aquí el verano entero, arrullado por los sonidos de esta ciudad anónima. Pero de nuevo la ansiedad hacía presa de él.

El halago de la gentuza que le rodeaba no bastaba para lavar la afrenta que le había sido hecha, la humillación cuyo recuerdo le perseguía, el estigma que creía llevar impreso en la frente. Tengo que llegar a más, se decía, no me puedo quedar aquí. Si no hago algo pronto mi vida está sellada, pensaba, y mi destino será convertirme en un hampón más. Por más que le fascinase la vida fácil de los bellacos y las mujerzuelas la razón le decía que estos seres marginados en realidad vivían de prestado: la sociedad los toleraba porque le resultaban de utilidad o porque le parecía demasiado costoso eliminarlos definitivamente; los mantenía discretamente a raya, los usaba para sus fines y se reservaba siempre el derecho y la posibilidad de hacerlos desaparecer cuando le viniera en gana. Ellos por su parte creían haberse puesto el mundo por montera porque llevaban un cuchillo al cinto y porque algunas niñas cursis fingían desmayarse bajo sus miradas. Luego sin embargo le faltaba la voluntad necesaria para abandonar aquella cofradía alegre de fanfarrones y zorras, para dejar atrás aquella vida en la que se sentía como pez en el agua. Así iba postergando de día en día la decisión de cambiar radicalmente los patrones de su existencia. No sabía aún que estos cambios radicales sólo se hacen por razones sentimentales; como había decidido no enamorarse jamás ni perder el norte por ninguna mujer, no veía tampoco razón alguna para desear de verdad una modificación incómoda de su conducta. Así habría seguido años y años, perdiendo el mundo de vista, como les ocurría a tantos otros; habría acabado como éstos: acuchillado por un rival, en la cárcel o en el patíbulo, convertido en matón profesional, alcoholizado, etcétera, si Arnau Puncella, alias Margarito, no se hubiera interpuesto en su camino. Al final tuvo que cambiar por meras razones de supervivencia.

 

 

 

En aquellos años los hilos ocultos que movían la vida política de Barcelona estaban en manos de don Alexandre Canals i Formiga. Éste era un hombre de aspecto severo, parco en palabras y gestos, de frente despejada, barba negra y puntiaguda; exhalaba los aromas más exquisitos, vestía con suma pulcritud y todas las mañanas acudían a su despacho, de donde casi no salía, un barbero, una manicura y una masajista:

éstos eran los únicos placeres que se permitía; el resto de la jornada, que se prolongaba hasta muy entrada la noche, lo dedicaba a tomar las decisiones más graves y a disponer las medidas de mayor consecuencia para la comunidad: manipulaba los resultados electorales, compraba y vendía votos, hacía y deshacía carreras políticas. Carecía de escrúpulos, dedicaba a estos asuntos todo su tiempo y energías, así había acumulado un poder sin límites, pero no hacía uso de él: lo atesoraba como un avaro sus monedas. Los políticos y las personas influyentes lo temían y respetaban, no vacilaban en recurrir a él; se decía de él además que era el único que llegado el momento podría encauzar y poner coto a la tormenta sindical que los más previsores veían fraguarse en el horizonte. A este respecto él se mostraba reservado.

Si para conseguir sus fines había que recurrir a la violencia, no vacilaba en hacerlo. Para ello contaba con un grupo de matones y pistoleros capitaneado por un tal Joan Sicart. Éste era un hombre de trayectoria agitada: era oriundo de Barcelona, pero había nacido y crecido en Cuba, a donde sus padres habían ido, como el padre de Onofre Bouvila, a buscar fortuna; ambos habían muerto de fiebres siendo Joan Sicart muy pequeño, y lo habían dejado en el más completo desamparo.

Pronto le atrajeron la violencia y la disciplina; quiso hacerse militar y no pudo: por culpa de una leve afección pulmonar no fue admitido en la academia. Regresó a España, vivió una temporada en Cádiz, fue a dar varias veces en la cárcel y acabó en Barcelona, al frente de las huestes de don Alexandre Canals i Formiga, a las que llevaba con mano de hierro. Era huesudo, de facciones marcadas y ojos pequeños, hundidos en las cuencas, lo que le daba un cierto aire oriental; extrañamente tenía el pelo rubio pajizo.

Era inevitable que las actividades de esta organización temible y las de la banda de don Humbert Figa i Morera entraran en colisión ocasionalmente. Ya había habido algunos roces, pero se habían podido resolver sin demasiada dificultad. Tanto don Humbert Figa i Morera como Arnau Puncella, alias Margarito, su asesor y lugarteniente, eran hombres moderados; en todas las ocasiones se pronunciaban a favor de la transacción. Habían tratado, en algún momento, de entablar negociaciones con don Alexandre Canals i Formiga, de llegar a un acuerdo definitivo, pero aquél, que se sabía más poderoso, no había querido considerar ninguna propuesta.

Tuvieron que claudicar: la desigualdad de fuerzas era patente:

no sólo las de aquél eran más numerosas, también estaban mucho mejor organizadas: podían formar escuadrones, como la milicia, al mando de uno de ellos; tenían práctica en romper huelgas y disolver mítines. Los hombres de don Humbert, en cambio, eran una recua de maleantes, apenas si servían para participar en reyertas tabernarias. Pero la ciudad era demasiado pequeña y demasiado pobre, no podía absorber ambas bandas y éstas no paraban de crecer: tarde o temprano había de producirse un enfrentamiento. Esto no lo quería reconocer nadie, pero todos lo sabían.

 

La entrevista tuvo lugar un viernes de marzo a última hora de la tarde; el sol moría contra los visillos, el cielo estaba despejado y en los árboles de la plaza apuntaba ya la primavera. Don Humbert separó los visillos con el canto de la mano, se asomó al balcón, miró la plaza, apoyó la frente en los cristales. No sé si procedo correctamente, pensó. El tiempo vuela y nada cambia, se dijo, me siento triste y no sé por qué. Le vino a la memoria la Exposición Universal: pensaba en Onofre Bouvila y asoció sin querer ambas imágenes: el certamen y el muchacho pueblerino que trataba de abrirse camino por todos los medios de que disponía. Ahora la Exposición ya había cerrado sus puertas: de aquel esfuerzo colosal no quedaba casi nada: algún edificio demasiado grande para ser utilizado en la práctica, algunas estatuas y un montón de deudas que el municipio no sabía cómo enjugar. Toda la sociedad se asienta sobre estos cuatro pilares, pensó, la ignorancia, la desidia, la injusticia y la insensatez. La tarde anterior había recibido la visita de Arnau Puncella, lo que éste le había dicho le había causado un gran desasosiego:

las cosas no podían seguir como hasta entonces.

—Hay que pasar a las vías de hecho –le había dicho Arnau Puncella– o resignarse a ser aniquilados inexorablemente.

—Todos sabíamos que esto había de pasar, más tarde o más temprano, pero no pensaba que fuera algo tan inminente –había dicho él. El plan le parecía descabellado. No veía ninguna posibilidad de ganar–. ¿Cómo se te ocurre semejante disparate?

El otro le dijo que no se trataba de ganar, sino de reafirmarse. Era cosa de dar el primer golpe, le había explicado, e inmediatamente reanudar las negociaciones. Que vea que no somos mancos, que no nos arredramos; este lenguaje sí lo entenderá, ya que desdeña el de la razón. Perderemos algunos, hombres, había dicho, eso es inevitable.

—Pero a nosotros, ¿no nos pasará nada? –había preguntado.

—No –había respondido su lugarteniente–, en este sentido no hay miedo; lo tengo todo pensado, he planeado el golpe cuidadosamente, hasta el último detalle. Además, hace tiempo que vengo observando al chico: vale mucho; lo hará a las mil maravillas. Es una lástima –había añadido– que tengamos que sacrificarlo.

Normalmente era hombre de buen corazón, pero en aquellos momentos lo dominaban la envidia y el temor. Llamó a Onofre Bouvila a su despacho y le dijo que le iba a encomendar un trabajo importantísimo. A ver qué tal te portas, le dijo Margarito. Por una puerta de dos hojas, alta y estrecha, entró entonces don Humbert Figa i Morera. Me ha dicho don Arnau Puncella que vales mucho, le dijo. A ver qué tal te portas, añadió sin saber que repetía lo que acababa de decir el otro.

Luego le expusieron el plan con todo cuidado. Onofre Bouvila los escuchaba boquiabierto. Éste no entiende nada de nada, pensaba Arnau Puncella al verlo; todo lo que le estamos diciendo le resulta tan ajeno como la vida en la Luna. Sobre todo, le dijo, mucha discreción.

A solas Onofre Bouvila dedicó varias horas a reflexionar y a continuación fue a buscar a Odón Mostaza. Cuando estuvo en compañía del matón le dijo: Escucha atentamente, esto es lo que vamos a hacer. Había decidido prescindir del plan que le habían esbozado en el despacho de Arnau Puncella y había concebido otro; estaba decidido a obrar por cuenta propia. Ya está bien de obedecer, se dijo. Desde mucho tiempo atrás sabía de la existencia de don Alexandre Canals i Formiga, de Joan Sicart y de su ejército formidable de maleantes. Odón Mostaza le había puesto al corriente de todo aquello. Incluso había ponderado a veces la posibilidad de ofrecer sus servicios a Joan Sicart. No era desleal por naturaleza, pero sabía en cuál de las dos facciones radicaba el poder verdadero y no estaba en condiciones de apoyar causas perdidas. Por esta razón sabía que toda la fuerza de don Alexandre Canals i Formiga se basaba en Joan Sicart, que en torno a éste giraba toda la organización. Sobre estos datos había concebido su plan; había meditado hasta el último detalle cuando fue a ver a Odón Mostaza. Nuestra inferioridad, le dijo, es tan patente que nadie nos tomará en serio; con esta ventaja contamos; a eso hay que añadir la rapidez y la osadía. No agregó "y la brutalidad", pero lo pensaba. Había llegado a la conclusión de que procediendo así tenían bastantes probabilidades de éxito.

Como lo pensó lo hizo. En Barcelona nunca "e había visto una cosa igual. Mientras duró la contienda toda la ciudad parecía contener el aliento. Quizá si las fuerzas hubieran estado más igualadas no habría tenido que obrar en forma tan cruel.

 

Esa misma noche empezó la guerra. Algunos hombres de Sicart se reunían en una bodega de la calle del Arco de San Silvestre, cerca de la plaza de Santa Catalina. En este local entraron varios matones encabezados por Odón Mostaza, parecían buscar camorra; esto no era infrecuente, nadie le dio importancia al hecho. Odón Mostaza era muy conocido en el medio: no había, decían de él las mujeres, un hombre más guapo ni con mejor talle en toda Barcelona. Los hombres de Sicart los tomaron a risa: somos más y estamos mejor adiestrados, parecían querer decir con su actitud sardónica. Los matones respondieron a este desplante con otro: sacaron navajas y cosieron a puñaladas a los que tenían más cerca; luego abandonaron el local a la carrera sin dar tiempo a que los demás reaccionasen. En la plaza de Santa Catalina los esperaba un coche de caballos, en el que se dieron a la fuga. La noticia corrió por los bajos fondos. En menos de dos horas se hizo sentir la represalia: doce hombres armados con escopetas entraron en "L.Empori de la Patacada" y empezaron a disparar; interrumpieron un cuadro titulado "La esclava del sultán".

Allí dejaron dos muertos y seis heridos, pero ni entre éstos ni ente aquéllos estaban Onofre Bouvila u Odón Mostaza. Luego los que habían disparado salieron del local; al verse en la calle oscura y solitaria comprendieron demasiado tarde su error. Inmediatamente aparecieron dos coches cubiertos que se acercaban a galope tendido. Quisieron huir, pero no pudieron:

los coches los cogieron entre dos fuegos; desde las ventanillas disparaban sobre ellos con revólveres americanos de seis tiros. Habrían podido acabar con los doce pistoleros, pero se conformaron con pasar dos veces: alcanzaron a siete:

de éstos uno murió en el acto y dos más a los pocos días. Joan Sicart estaba desconcertado. No entiendo qué pretenden se decía, ni hasta dónde están dispuestos a llegar. ¿Qué motivo tienen y qué fin persiguen?, se preguntaba. Mientras estaba sumido en estas cábalas fueron a decirle que una mujer quería verle; no había querido identificarse, pero decía traer la solución que él trataba en vano de encontrar. Por curiosidad hizo que la condujesen a su despacho. No la había visto nunca, pero como no era refractario a los encantos femeninos la recibió con cortesía. Ella hablaba a través de un velo, con voz hosca: Me envía Onofre Bouvila, fue lo primero que le dijo. Joan Sicart respondió que no sabía quién era Onofre Bouvila. La mujer hizo como que no oía esta respuesta. Quiere verte, dijo sin más. Él también está preocupado, tampoco entiende a qué viene esta matanza. Hablaba como un embajador habla a un jefe de gobierno de otro jefe de gobierno; a esto Joan Sicart no supo cómo contestar. la mujer añadió: Si te interesa acabar con esta situación absurda ve a verle o recíbele aquí mismo, en tu propio terreno: él no rehusará venir si tú le das garantías. Joan Sicart se encogió de hombros. Dile que venga si quiere, concedió, pero solo y desarmado. ¿Tengo tu palabra de que saldrá de aquí sano y salvo?, preguntó la mujer. A través del velo que le cubría el rostro los ojos intensos de la mujer reflejaban intranquilidad. Puede ser su amante o su madre, pensó Joan Sicart. La inquietud que su poder provocaba en aquella mujer hermosa le infundió arrestos; sonrió con jactancia. No tienes nada que temer, dijo. Concertaron una hora para la entrevista y Onofre Bouvila compareció allí puntualmente. Al verlo Joan Sicart torció el gesto. Ahora sé quién eres, le dijo: el cachorro de Odón Mostaza; he oído hablar de ti; ¿qué vienes a venderme? Decía estas cosas en tono displicente, pero Onofre Bouvila no se irritó. No necesito reclutas ni espías ni traidores, añadió Sicart con la misma sorna. Finalmente la calma de Onofre Bouvila le hizo perder los estribos y acabó gritando. Qué quieres, a qué vienes, decía. Desde la antesala sus secuaces oían los gritos y no sabían si debían intervenir o permanecer con los brazos cruzados. Si nos necesita ya nos avisará, se dijeron.


Date: 2015-12-24; view: 659


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