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Capítulo III 8 page

Onofre discrepaba: para él la rabia del apóstol se debía a que los huelguistas no habían contado para nada con los ácratas: no les habían pedido consejo ni que se sumasen a la acción colectiva ni mucho menos que la dirigiesen. No obstante, aprendió que la huelga era efectivamente un arma de doble filo, que los obreros debían usar de ella con mucha cautela y que hábilmente manipulada por los patronos, éstos podían beneficiarse mucho de ella. Ahora se limitaba a seguir de cerca los sucesos procurando no perder detalle de lo que ocurría ni salir malparado si las cosas tomaban mal cariz.

Esta huelga, como había anunciado Pablo, acabó en nada: una mañana llegó al parque de la Ciudadela y encontró a casi todos los obreros reunidos en la explanada central de la futura Exposición, la antigua Plaza de Armas de la Ciudadela, frente al Palacio de la Industria. Este palacio todavía era sólo una armadura de tablones vastísima; ocupaba un área de 70.000 metros cuadrados y su altura máxima era de 26 metros. Ahora, cubierto de nieve, vacío y abandonado parecía el esqueleto de un animal antediluviano. Los obreros congregados en la Plaza de Armas no hablaban entre sí. Ateridos zapateaban, se azotaban los costados con los brazos. Parecían un mar de gorras inquieto. La Guardia Civil se había apostado en puntos estratégicos. La silueta inconfundible de los capotes y los tricornios se recortaba en las azoteas contra el cielo nítido de la mañana. Un destacamento de a caballo patrullaba las inmediaciones del parque.

—Si cargan, recordad que sólo pueden usar el sable por el lado derecho del caballo –decían algunos obreros, veteranos de otras escaramuzas–; por el izquierdo son inofensivos –añadían para calmar los nervios de los bisoños–. Y si os alcanzan, echaos al suelo y tapaos la cabeza con las manos. Los caballos no golpean nunca un cuerpo tendido. Es mejor eso que huir corriendo.

No faltaba quien decía que se podía asustar fácilmente a los caballos, animales muy tontos y timoratos, agitando un pañuelo delante de sus ojos. Con eso, decían, se encabritan y con suerte arrojan al jinete de la silla. Pero todos pensaban:

que lo pruebe otro.

Por fin circuló la orden de ponerse en marcha. Nadie sabía de dónde provenía; el grupo echó a andar muy despacio, arrastrando los pies. A él, que caminaba junto al grupo, aunque a cierta distancia, le llamó la atención una cosa: que el grupo, inicialmente compuesto de unas mil personas o más, se había reducido a doscientas o trescientas apenas iniciada la marcha. Los demás se habían esfumado. Los que quedaban fueron saliendo del parque a través de una puerta situada entre el Invernáculo y el CaféRestaurante y tomaron la calle de la Princesa, con ánimo de llegar hasta la plaza de San Jaime. Su aspecto no era muy amenazante. Más bien parecía que todos deseaban poner fin a lo que ya preveían inútil y que sólo los mantenían unidos y activos el pundonor y la solidaridad. Los comercios de la calle de la Princesa no habían cerrado las rejas y a las ventanas de las casas se asomaba la gente a ver pasar la manifestación. El destacamento de guardias seguía a los obreros al paso, con los sables envainados, más atentos al frío que a una posible alteración de la vida ciudadana. Onofre siguió un rato la manifestación y se metió luego por una calleja lateral con objeto de rebasarla y reencontrarla más adelante. En una plazoleta cercana se dio de manos a boca con una compañía de a caballo de la Guardia Civil y tres cañones de poco calibre montados sobre cureñas.



cuando se reunió con los obreros ya sabía que si las cosas se salían de su cauce la manifestación acabaría en un baño de sangre. Por suerte no ocurrió nada grave. Llegados al cruce de la calle Montcada los manifestantes se detuvieron de común acuerdo. Tanto da que nos paremos aquí, parecían pensar, como que sigamos andando hasta el día del juicio. Un obrero se encaramó al enrejado que celaba una ventana y pronunció una arenga. Dijo que la manifestación había sido un éxito. Luego otro obrero ocupó el mismo lugar y dijo que todo había salido mal por falta de organización y de conciencia de clase e instó a los manifestantes a que se reintegrasen al trabajo sin tardanza. Quizás así logremos evitar las represalias, dijo al concluir su intervención. Ambos oradores fueron escuchados con grandes muestras de atención y respeto. El primero que habló, según averiguó Onofre más tarde por mediación de Efrén Castells, era un confidente de la policía; el segundo, un albañil honrado no exento de veleidades sindicalistas. Este último perdió el empleo a raíz de esa huelga y no se le volvió a ver más por el parque de la Ciudadela. El resumen de la jornada fue éste: al mediodía todos los obreros habían vuelto a sus puestos de trabajo; ninguna de sus reclamaciones fue atendida y la prensa local ni siquiera recogió el hecho.

—No podía ser de otro modo –refunfuñó Pablo con un deje de satisfacción en sus ojillos febriles–. Ahora tendrán que pasar años antes de que pueda plantearse otra acción colectiva. Ni siquiera sé si vale la pena que sigas repartiendo panfletos.

Onofre, algo asustado al ver que peligraba aquella fuente de ingresos, trató de desviar el tema contando lo que había visto al separarse del grueso de la manifestación.

—Pues claro –dijo Pablo–, ¿qué creías? No van a arriesgarse a que un puñado de obreros se salga con la suya y cree un precedente funesto. Mientras se puede se les deja actuar. Un destacamento se encarga de mantener el orden público y regular el tráfico. La gente dice: no sé de qué se quejan, tenemos un gobierno de lo más benévolo. Si las cosas toman mal cariz, la caballería carga. Y si con eso no basta, ¡metralla para el pueblo!

—Entonces, ¿por qué seguir intentándolo? –preguntó Onofre–. Ellos tienen las armas. Nunca cambiará nada.

Dediquémonos a otra cosa más lucrativa.

—No digas eso, chico, no digas eso –respondió Pablo con los ojos perdidos en un horizonte imaginario, más dilatado y más luminoso que el que le ofrecían los muros húmedos y agrietados del sótano donde vivía–. No digas eso jamás. Es cierto que a las armas sólo podemos oponer nuestro número. El número y el arrojo que engendra la desesperación. Pero algún día venceremos. Nos costará mucho dolor y mucha sangre, pero el precio que hayamos de pagar será pequeño porque con él compraremos un futuro para nuestros hijos, un futuro en el que todos tendrán las mismas oportunidades y no habrá más hambre ni más tiranía ni más guerra. Es posible que esto yo no lo vea; ni tú tampoco, Onofre, chico, aunque seas muy joven. Han de pasar muchos años y hay una infinidad de cosas que hacer antes: destruir todo lo que existe, ahí es nada. Acabar con la opresión y el Estado, que la hace posible y la fomenta; con la policía y con el Ejército; con la propiedad privada y con el dinero; con la Iglesia y con la enseñanza que ahora se imparte, ¿qué sé yo? Por lo menos hay aquí para cincuenta años de trabajo, ya ves lo que te digo.

 

 

El frío, que tantas víctimas se cobró aquel invierno en Barcelona, no dejó incólume la pensión. Micaela Castro, la vidente, cayó enferma de gravedad. Mosén Bizancio trajo un médico para que la reconociera. Era un médico joven y apareció revestido de una bata blanca salpicada de manchas rojas. De un maletín sacó unos hierros sucios y algo oxidados con los que estuvo golpeando y punzando a la paciente. Todos comprendieron que el médico no sabía nada de medicina, se percataron de que las manchas de la bata eran de tomate, pero hicieron como que no lo notaban. El médico, pese a su aparente incompetencia, se mostró muy seguro en el diagnóstico: a Micaela Castro le quedaba poco de vida. No precisó la enfermedad: la vejez y otras complicaciones se la están llevando, dijo. Dejó recetados unos calmantes y se fue. Al quedarse solos los huéspedes fijos de la pensión y el señor Braulio se reunieron a deliberar en el zaguán, donde estaba la señora Agata con los pies en la jofaina. Mariano era partidario de sacar a la enferma de la pensión cuanto antes. El médico había dicho que la dolencia de la pitonisa no era contagiosa, pero el barbero era muy aprensivo.

—Llevémosla a la Casa de Caridad –propuso–, allí la atenderán bien hasta que se muera.

El señor Braulio estuvo de acuerdo con el barbero; la señora Agata no dijo nada, como de costumbre, ni dio muestras de enterarse de cuál era el objeto del cónclave; Onofre se declaró dispuesto a respaldar la opinión de la mayoría. Sólo mosén Bizancio se opuso: en su calidad de sacerdote había visitado algunos hospitales y las condiciones en que estaban los enfermos allí le parecían inaceptables. Aun en el supuesto de que hubiese una cama libre, dijo, abandonar a esta pobre mujer a su suerte en un lugar extraño, a cargo de desconocidos y rodeada de moribundos como ella sería una crueldad impropia de cristianos. Su dolencia no exigía cuidados especiales y no causaría molestia alguna, añadió.

—Esta pobre chiflada lleva muchos años en la pensión –dijo mosén Bizancio–. Ésta es su casa. Es de justicia dejarla morir aquí, rodeada de nosotros, que somos, como si dijéramos, su familia, lo único que tiene en este mundo. Tengan ustedes en cuenta –añadió mirando uno a uno a los reunidosque esta mujer tiene hecho pacto con el diablo. Le espera la condenación y una eternidad de sufrimientos. Ante esta terrible perspectiva, lo menos que podemos hacer es procurar que lo que le queda de vida terrena sea lo menos ingrato posible.

El barbero empezó a formular una protesta, pero le interrumpió la señora Agata. El mosén tiene razón, dijo con una voz bronca como la de un minero. Nadie, salvo su marido, la había oído hablar nunca; su intervención lacónica zanjó el caso. Onofre lo entendió así de inmediato y se apresuró a manifestar su acuerdo apenas la señora Agata hubo hablado. El barbero acabó por ceder: no le cabía otra salida. Mosén Bizancio prometió atender a la enferma para que su cuidado no supusiera una carga para nadie. El cónclave se deshizo amigablemente. A la hora de la cena la ausencia de Micaela Castro tendió una nube de melancolía sobre los reunidos, a quienes ya nunca volvería a distraer con sus trances.

 

Por fin concluyó el año 1887. Por una razón o por otra, a todos se les había antojado más largo que los precedentes; quizá porque, como sucede a veces, aquel año no había traído buena suerte. a ver si el que viene es un poquito mejor, se deseaban mutuamente los barceloneses. También es probable que el frío riguroso de las últimas semanas contribuyera a dejar un mal recuerdo del año. La nieve, allí donde no había sido limpiada, se convirtió en hielo; por consiguiente, en causa de caídas y fracturas. Esto parece el Polo Norte, decían los graciosos. Y, en efecto, la plaza Cataluña, como estaba en obras y llena de cráteres, montículos y zanjas, presentaba un aspecto desolador, de tundra. Un diario publicó al respecto una noticia chocante; en un hoyo de dicha plaza habían sido encontrados varios huevos de gran tamaño. Analizados en un laboratorio, habían resultado ser huevos de pingúino. Es casi seguro que esta noticia era falsa, que el periódico en cuestión se proponía publicarla el día de los Inocentes, y que se traspapeló y salió a destiempo. Pero este hecho mismo indica hasta qué punto el frío protagonizaba la vida de la ciudad y especialmente de quienes carecían allí de medios para defenderse de sus embestidas.

En la playa, donde habitaban los obreros sin hogar y sus familias, la situación llegó a extremos críticos. Una noche, antes que perder la vida, las mujeres cogieron en brazos a los niños y empezaron a andar. Los hombres prefirieron no seguirlas, porque pensaron con razón que su presencia imprimiría un carácter distinto a la marcha. Las mujeres y los niños cruzaron el puente de hierro que unía la playa con el parque de la Ciudadela y anduvieron por entre los pabellones a medio levantar hasta llegar al Palacio de Bellas Artes. Este Palacio, hoy desaparecido, estaba a la derecha del Salón de San Juan, conforme se entraba en él por el Arco de Triunfo, en el vértice formado por el Salón y la calle del Comercio, o sea, fuera del parque, aunque dentro del recinto de la Exposición Universal. El Palacio de Bellas Artes media 88 metros de largo por 41 de ancho; su altura era de 35 metros, sin contar las cuatro torres rematadas por cúpulas coronadas por otras tantas estatuas de la Fama, que las adornaban.

Dentro del Palacio, amén las salas y galerías destinadas a exhibir obras de arte, había un salón magnífico, de 50 metros por 30, en el que habían de tener lugar los actos más solemnes del certamen. En este salón las mujeres y los niños pretendían pernoctar. El oficial de la Guardia Civil destacado en el parque notificó el hecho a las autoridades competentes. Haga ver que no se ha enterado, le contestaron.

—Pero si es que están haciendo hogueras en mitad del salón –dijo el oficial– y el humo sale por los ventanales.

—¿Y qué? No vamos a emprenderla a tiros y que salga la noticia en la prensa extranjera a sólo cuatro meses de la inauguración. Usted como si nada, y ya veremos –fue la respuesta oficiosa.

—Está bien –replicó el oficial–, pero quiero una orden por escrito. Si dentro de media hora no tengo esa orden en mis manos, hago desalojar el Palacio como sea: organizo una degollina y declino toda responsabilidad. Y conste que tengo emplazada una ametralladora en el tejado del CaféRestaurante para írmelos cargando a medida que vayan saliendo.

Fue preciso enviar un concejal que arrostrando el frío y dándose de costaladas en el hielo llegó con la orden al lugar de autos antes de que el oficial cumpliera su amenaza. Al día siguiente se negoció y se acordó que las familias de los obreros, pero no éstos, ocuparan durante dos semanas los nuevos cuarteles de la calle Sicilia. Allí podían hacer fuego y lo que les viniera en gana. Negociar con las mujeres no fue fácil. Efrén Castells les había vendido varios frascos de crecepelo y a algunas les había salido barba. El regidor que en nombre del alcalde acudió al Palacio de Bellas Artes hubo de enfrentarse a un comité de mujeres barbudas. No estaba preparado para ello, accedió a todo cuanto le pidieron y sólo su vinculación a círculos poderosos le libró de ser depuesto de su cargo. Todo porque a Efrén Castells las mujeres le hacían perder el seso. Era un verdadero sátiro: con la excusa de vender crecepelo se introducía en las chabolas cuando los hombres estaban ausentes, trabajando en la obra, y allí hacía estragos. Tenía un aspecto viril que gustaba a casi todas, su talante era jovial, sabía adular y gastaba el dinero con alegría, de modo que la suerte en el terreno sentimental no le era esquiva. Onofre no veía con buenos ojos las inclinaciones de su socio. El día menos pensado vamos a tener un disgusto serio por tu culpa, le decía.

—No tengas ningún miedo –respondía Efrén Castells–; conozco bien a las hembras: engañan a sus maridos por una nonada, pero se dejarían despellejar antes que hacer traición al galán que las engatusa. ¿Que por qué, dices? ¡Chico, a mí que me registren! Les gustará sufrir, digo yo. Si quieres que una mujer te proteja, maltrátala y traiciónala; no hay mejor sistema. Yo porque soy un alma de cántaro, que si no, conociéndolas como las conozco, podría vivir de ellas sin ningún esfuerzo. Pero no soy de ésos, ¿qué le vamos a hacer?

Yo soy de los que pierden el norte y se dejan exprimir como un limón.

Las pesetas que Onofre le daba a ganar Efrén las empleaba en comprar regalos a sus conquistas. Por lo visto hay que ser rumboso y canalla, pensaba Onofre. De la gente sólo puede esperarse lo que uno sepa sacar de ella. Así son los seres humanos: materia blanda. Estas cosas y otras parecidas se iba diciendo Onofre Bouvila en las interminables vigilias en el rellano de la pensión, mientras acechaba a Delfina. El frío le calaba los huesos y sólo su juventud y su naturaleza sana impidieron que cayese enfermo de gravedad. El señor Braulio no había vuelto a las andadas: esperaba la primavera para vestirse de faralaes. Onofre no le había contado que todas las noches se apostaba en el rellano por ver si pillaba "in fraganti" a Delfina con su novio. Creía que el señor Braulio no sabía nada de los devaneos de su hija ni ésta de los de su padre.

Una de esas noches, al filo de las dos, una voz vino a sacarle de su ensimismamiento. Era Micaela Castro; la vidente pedía agua desde su habitación. Mosén Bizancio, que debía atenderla, dormía a pierna suelta o bien con la edad se había vuelto un poco duro de oído. Pasaban los minutos y nadie acudía a la llamada. La pitonisa seguía pidiendo agua con tan poca fuerza que no se podía precisar siquiera la procedencia de la voz. Onofre fue a la cocina, cogió un vaso de la alacena, lo llenó de agua y se lo llevó a Micaela Castro. La habitación de la enferma despedía un olor nauseabundo, como de algas expuestas al sol. A ciegas Onofre encontró la mano helada de la vidente y le puso entre los dedos el vaso de agua. Oyó los sorbos ávidos y, concluidos, recuperó el vaso vacío. La moribunda musitó algo ininteligible. Onofre aproximó el oído a la cabecera del lecho. Dios te lo pague, hijo, creyó oír, y pensó: Bah, sólo era eso. Pero una idea empezó a darle vueltas por la cabeza. A mediados de enero volvió el buen tiempo. La ciudad salió de su letargo. En el recinto de la Exposición los montones de hielo al fundirse dejaban al descubierto balaustradas y pedestales que los maestros de obras habían buscado en vano durante semanas. Con el deshielo se formaron charcos extensos, molestos y sobre todo peligrosos, porque podían provocar y de hecho provocaron leves corrimientos de tierra que hicieron que algunos edificios, al asentarse, se agrietaran más de lo oportuno. Hubo también un pequeño derrumbamiento y un ayudante de albañil quedó sepultado bajo una montaña de cascotes y perdió la vida. Por falta de tiempo no se pudo dar con el cuerpo y hubo que apisonar los cascotes y reedificar encima. El suceso no salió a la luz pública y los visitantes de la Exposición nunca supieron que bajo sus pies había un cadáver, cosa, por lo demás, que sucede siempre en las ciudades antiguas. No todo, sin embargo, era trágico en el parque. También pasaban cosas de risa, como ésta: Con el deshielo llegó caminando por la playa una tribu de gitanos. Las mujeres de los obreros salieron a la puerta de las chabolas y bloquearon la entrada, porque existía la creencia de que las gitanas robaban niños de teta y se los llevaban consigo. En realidad esta tribu sólo pretendía ganarse el sustento reparando cacerolas, esquilando perros, echando la buenaventura y haciendo bailar un oso. A los obreros, que no tenían perros de lanas ni utensilios de cocina ni ganas de conocer lo que les tenía reservado el futuro, lo único que les hacía gracia era ver bailar al oso.

De tal modo que la Guardia Civil hubo de intervenir para expulsar a los gitanos, que se habían instalado en la Plaza de Armas y hacían retumbar las panderetas. El oficial de la Guardia Civil, ascendido a raíz del incidente del Palacio de Bellas Artes, se encaró con el gitano que parecía mandar y le conminó a que se fueran todos de allí al instante. El gitano replicó que no hacían mal a nadie. Yo contigo no discuto, dijo el oficial; sólo te digo esto: ahora me voy a mear. Si cuando vuelvo aún estáis aquí, al oso lo fusilo, a los hombres os mando a trabajos forzados y a las mujeres les corto el pelo al rape. Tú sabrás lo que os conviene. Oso y gitanos desaparecieron como por ensalmo. La parte cómica del asunto viene ahora: Al cabo de dos o tres días de acaecidos estos hechos apareció en el recinto otro grupo, tan pintoresco como el anterior. Lo encabezaba un caballero vestido con levita verde y chistera de velludo del mismo color. El caballero llevaba unos bigotes engominados, negros como el azabache. Le seguían cuatro hombres. Entre los cuatro cargaban una plataforma sobre la que se erguía una figura de gran tamaño, cuyas formas, si las tenía, ocultaba una lona embreada. Los guardias civiles, apenas vieron entrar el cortejo, le cayeron encima y la emprendieron a culatazos con los cinco personajes.

Luego resultaron ser el primer participante en la Exposición Universal, un tal señor Gunther van Elkeserío, y cuatro operarios venidos con él desde Maguncia. El pobre participante traía un huso eléctrico de su invención y andaba despistado, preguntando a unos y a otros en alemán y en inglés dónde debía inscribirse y dónde podía colocar el huso hasta tanto el certamen no abriera sus puertas.

 

Con el fin de evitar la congestión de los últimos días, las autoridades habían instado a los exhibidores a que llevasen a Barcelona los objetos que desearan exhibir con cierta antelación. Esto obligó a habilitar varios almacenes donde guardar los objetos hasta que estuvieran terminados los pabellones que debían albergarlos. La operación era mucho más complicada de lo que parecía a primera vista. No sólo había que resguardar los objetos de la intemperie, de la humedad (en algunos casos se trataba de maquinaria de precisión, de objetos de arte o simplemente de artículos delicados por su materia o factura) y de la acción destructora de ratas, cucarachas, termitas, etcétera; había también que disponerlos de tal forma que llegada la hora pudieran ser reconocidos y localizados sin excesivo esfuerzo. Las autoridades habían contemplado esta eventualidad y con miras a resolverla publicado con tiempo una clasificación exhaustiva de todos los artículos existentes en el mundo y sus variedades. A cada espécimen se le asignó un número, una letra o una combinación de ambos símbolos. Así no se podía plantear ningún problema.

Onofre Bouvila, en cuyas manos no tardó en caer una de estas listas, la estudió con sumo detenimiento. Nunca había pensado que sobre la tierra existieran tantas cosas que se pudieran comprar y vender, se dijo. Este descubrimiento lo tuvo alterado varios días. Por fin, en compañía de Efrén Castells y sorteando mil peligros se introdujo en uno de los almacenes.

Llevaban un candil para alumbrarse. Del techo al suelo había cajas y paquetes de diversos tamaños. Unos tan grandes como para contener un coche y sus caballos; otros tan pequeños que habrían cabido en un bolsillo normal. Dentro de cada paquete había algo. Onofre consultó la lista a la luz trémula del candil que sostenía en alto Efrén Castells. La sección de la lista rezaba así: "Aparatos mecánicos empleados en la medicina, cirugía u ortopedia; sillas, camas, etc.; vendajes para la reducción de hernias, varices, etc.; aparatos para uso del enfermo: muletas, calzados especiales, anteojos, gafas, trompetillas acústicas, piernas de madera, etc.; aparatos de prótesis plástica y mecánica: dientes, ojos, narices artificiales, etc.; miembros artificiales articulados; otros aparatos mecánicos de la Ortopedia no especificados anteriormente; aparatos diversos para la alimentación forzada y extranormal camisolas de fuerza, etc.". Lagarto, lagarto, exclamó Efrén Castells. A instancias de Onofre, el gigante de Calella, con su fuerza colosal, consiguió desclavar uno de los embalajes más grandes. Dentro había una calandria de las usadas para prensar el papel.

Como era un gigante bondadoso, Efrén Castells se había ganado la confianza de los pilletes de la playa, los hijos de las mujeres a las que seducía. Los usaba para enviar y recibir mensajes galantes y concertar citas. Entre Onofre y Efrén organizaron a estos pilletes y los adiestraron. Por las noches los pilletes entraban en los almacenes, deshacían los embalajes con habilidad, sacaban artículos y se los llevaban a Onofre y a Efrén. Éstos, según la naturaleza del artículo, lo vendían o lo rifaban. A los pilletes les daban un tanto contra entrega del artículo. A Efrén Castells las ganancias obtenidas no le duraban nada; en cambio Onofre Bouvila, que no gastaba un céntimo, tenía acumulada en el colchón de mosén Bizancio una fortuna modesta. No entiendo para qué quieres tanto dinero, le decía el gigante a su socio; que ahorrase yo tendría un pase, porque soy tonto y he de pensar en el futuro; pero que ahorres tú, que tienes tantos recursos, no lo entiendo. La verdad era que Onofre no gastaba porque no sabía en qué ni tenía persona que le enseñara a gastar ni móvil alguno para hacerlo.

 

Delfina, según averiguó Onofre tras mucho espiar, sólo dejaba la pensión una hora escasa todas las mañanas para ir a la compra. Pensando que ése sería un buen momento para abordarla, Onofre dejó de ir una mañana a sus negocios y siguió a la fámula hasta el mercado. Delfina salía provista de dos grandes capazos de mimbre y acompañada del gato. Andaba con paso decidido, pero distraída, como si fantaseara. Por culpa de esta distracción metía los pies descalzos en los charcos inmundos y en los montones de basura. Los niños que correteaban por las callejuelas la veían pasar con aire reservado. Se habrían metido con ella y le habrían tirado piedras y desperdicios si el gato no les hubiera intimidado.

En el mercado Delfina no contaba con el aprecio de las vendedoras. Nunca participaba en el comadreo y era muy exigente en el peso y la calidad de los productos. Además regateaba con aspereza. Siempre compraba cosas en mal estado y pretendía que le hicieran descuento por esta razón. Si una vendedora le decía que una col no estaba podrida, que aún conservaba vestigios de lozanía, Delfina replicaba que eso no era cierto, que la col olía a rayos, que estaba invadida de gusanos y que no estaba ella dispuesta a pagar un precio exorbitante por semejante birria. Si la vendedora le plantaba cara y la discusión subía de tono, Delfina cogía a "Belcebú"

por la tripa y lo depositaba en el mostrador. Inmediatamente el gato arqueaba el lomo, erizaba el pelo y sacaba las zarpas.

La estratagema surtía efecto: la vendedora, amilanada, acababa por ceder. Tenga, tenga, le decía, llévese la col y págueme lo que le dé la gana, pero no vuelva por mi parada, porque no le pienso despachar nunca más; ya me ha oído. Delfina se encogía de hombros y volvía al día siguiente con las mismas pretensiones. Las vendedoras palidecían de rabia al verla y habían acudido a una bruja que rondaba por el mercado para que le echara mal de ojo a ella y muy en especial al gato. Todo esto lo averiguó Onofre sin la menor dificultad, porque las vendedoras al verse libres de la fámula y el malévolo gato no se recataban en sus comentarios.


Date: 2015-12-24; view: 566


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