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Capítulo III 7 page

Luego pensó en Efrén Castells. Era una eventualidad que no había previsto, pero ante los hechos consumados no había que hacerse mala sangre, se dijo. El gigante podía resultar útil.

De lo contrario, siempre estaba a tiempo de desembarazarse de él, se dijo. Más le preocupaba Pablo: tarde o temprano llegaría a oídos de los anarquistas el negocio que estaba realizando al amparo de la causa y con menoscabo de ella.

Entonces no sabía cómo podían reaccionar. Tal vez ese día pudiera abandonar la propaganda revolucionaria y dedicarse solamente a las ventas, pero ¿aceptarían ellos este cambio?

No; sabía demasiadas cosas: lo considerarían un traidor y recurrirían de fijo a la violencia. Todo son problemas, pensó.

Tardó en dormirse, se despertó varias veces y tuvo sueños angustiosos. En ellos volvía a verse de nuevo en Bassora con su padre. La perseverancia de este recuerdo le sorprendía luego. ¿Por qué aquellos sucesos triviales revisten ahora tanta importancia?, se preguntaba. Y otra vez trataba de rememorar todo lo ocurrido entonces. Había sido en el curso de la cena cuando habían hecho su aparición en aquella casa de comidas los tres caballeros de Bassora. Al verlos entrar en la casa de comidas su padre había palidecido. Aquellos caballeros eran los descendientes de quienes habían iniciado la industrialización de Cataluña a principios del siglo XIX. Con su esfuerzo titánico habían transformado aquel país rural y aletargado en otro país, próspero y dinámico. Sus descendientes ya no eran, como ellos, hombres de campo o de taller: habían estudiado en Barcelona, habían viajado a Manchester para familiarizarse allí con los últimos adelantos de la industria textil y habían estado en París en los años de esplendor. En esta ciudad radiante habían conocido lo más noble y lo más depravado; allí habían visitado boquiabiertos el "Palais de la Science et de l.Industrie" (donde podían verse los inventos más extraordinarios y la tecnología más depurada y compleja y sobre cuyo frontispicio podía leerse en letras de bronce este lema: "Enrichissez–vous") y el "salón de los rechazados" (donde Pissarro, Manet, Fantin–Latour y otros artistas exhibían sus telas turbias y sensuales, pintadas con aquel estilo que entonces se llamaba "impresionista"); allí los más inquietos y avisados habían visto en la Salpetriére al joven doctor Charcot realizar varios ejercicios de hipnosis sin aparatos y oído en el Quartier Latin a Friedrich Engels anunciar el advenimiento inminente de la revuelta del proletariado; habían bebido "champagne" en los restaurantes y cabarets más postineros y absenta en los antros más acanallados; habían dilapidado su dinero en perseguir inútilmente a las cortesanas celebérrimas, aquellas "grandes horizontales" con quienes algunos identificaban ya París; habían paseado a la hora del crepúsculo en los nuevos "bateaux–mouche" (el "Géant" y el "Céleste") por el Sena y se habían emborrachado desde las torres de Notre–Dame del aire y la luz de aquella ciudad mágica, de la que a menudo sus padres habían tenido que arrancarlos con promesas y amenazas. Ahora de aquel París ya no quedaba nada: su grandeza misma había concitado la envidia y la codicia de otras naciones; el orgullo desmedido había sembrado la simiente de la guerra; la injusticia y la obcecación habían engendrado el odio y la discordia. Avejentado y enfermo Napoleón III vivía exiliado en Inglaterra a raíz de la derrota humillante de Sedán, y París se reponía penosamente de las jornadas trágicas de la Comuna.



Ahora la memoria de aquel París irrecuperable sobrevivía en aquellos representantes de la alta burguesía catalana, depositarios fortuitos del "chic exquis" del Segundo Imperio.

—¡Coño, Bouvila, me cago en diez, usted por aquí, qué pequeño es el mundo! –exclamó a voz en cuello uno de los tres caballeros que habían entrado a media cena en la casa de comidas de Bassora–. Y la familia, ¿todos bien? –Los otros dos caballeros se habían acercado a la mesa y palmeaban el hombro al americano. Este miraba azarado a los caballeros y a su hijo, sobre quien recaían ahora las miradas de aquéllos–. Y este mozo, ¿quién es? ¿Su hijo? ¡Qué crecido está! ¿Cómo te llamas, chico?

—Onofre Bouvila, para servirles –dijo él. Al levantarse para saludar al americano se le cayó la silla al suelo. Todos se rieron y Onofre comprendió que aquellos caballeros consideraban a su padre un fantoche, una cosa cómica.

—Mi hijo y yo hemos venido a cumplir un penoso deber –dijo el americano. Los tres caballeros de Bassora ya no le hacían ningún caso.

—Está bien, está bien –dijeron–. No queremos interrumpirles. Sólo veníamos a tomar algo y a seguir hablando de cosas del trabajo. Y luego, con la tripa llena, a casa, a soportar un rato a la familia. Menos éste, claro –añadió el que hablaba, señalando a uno de sus acompañantes–, que, como es soltero y sin compromiso, se irá de picos pardos –el objeto de esta broma enrojeció levemente. sus facciones presentaban una mezcla extraña de lozanía y decadencia. Parecía como si aún perdurasen en él los efectos del alcohol y los estupefacientes consumidos muchos años atrás en los bajos fondos parisinos, como si su cuerpo estuviera aún embotado por las caricias melifluas de una "demi–mondaine". Los otros se despedían ya–: Que aproveche –les decían. El americano había seguido cenando en silencio; se le había agriado inexplicablemente el humor. Cuando salieron de la casa de comidas soplaba un viento helado y en el pavimento se había formado una película de escarcha que crepitaba y se cuarteaba al pisarla. El americano se envolvió en la manta. Esos granujas, masculló, creen que me voy a dejar avasallar; porque soy de campo y estoy en su terreno, piensan que pueden tomarme por el pito del sereno. ¡Bah, mequetrefes de ciudad, que no distinguen un peral de una tomatera! No te fíes nunca de la gente de ciudad, Onofre, hijo, había agregado en voz alta, dirigiéndose a él por primera vez desde que la llegada de los tres caballeros había venido a interrumpir su cena. No son nada y se creen el no va más. Le castañeteaban los dientes de frío o de cólera y andaba a grandes zancadas; a veces Onofre tenía que correr para ponerse a su lado, porque se había rezagado sin querer. ¿Quiénes eran, padre?, le preguntó. El americano se encogió de hombros. Nadie, dijo, tres petimetres provincianos. Hombres de dinero. Se llaman Baldrich, Vilagrán y Tapera; he hecho algunos negocios con ellos. Mientras hablaba iba mirando en todas direcciones, buscando la fonda donde habían reservado habitación para pasar la noche. A esa hora sólo había en la calle mujeres solitarias, de facciones famélicas y piel grisácea, que se contoneaban y tiritaban en el ruedo pálido que proyectaban las farolas de gas. A su vista el americano agarraba a Onofre del brazo y le hacía cruzar la calle. Por fin se toparon con un sereno de rostro abotargado que les indicó cómo podían llegar a la fonda. Llegaron allí cansados: andar por las calles tenebrosas no era como andar por el campo. En la fonda se repusieron del frío que les calaba: el tubo de la salamandra que funcionaba en el vestíbulo recorría luego las habitaciones de abajo arriba, desprendiendo calor y un humo amarillento que se filtraba por las junturas de la conducción y dejaba un sabor ácido en el paladar. del vestíbulo o de una casa cercana llegaban los acordes de un piano y ruido de voces amortiguadas. A lo lejos oyeron pitar un tren. En la calle sonaban los cascos de los caballos contra el adoquinado. Se habían metido en la cama de matrimonio y el americano había apagado el quinqué. Antes de dormir le había dicho: Mira, Onofre, hay mujeres que hacen cosas horribles por dinero, ya es tiempo de que lo sepas. Otra vez que vengamos te llevaré a uno de estos sitios que te digo, pero mientras tanto no le digas nada de esto que hemos hablado a tu madre. Y ahora duérmete y no pienses más en lo que has visto y oído esta noche.

Ahora había transcurrido más de un año y seguía pensando aún en lo que había visto y oído aquella noche, recordaba con precisión absoluta el rostro risueño de aquellos caballeros y se veía acosado por aquellas mujeres temibles y anónimas que su padre había evocado y a quienes ahora, en la confusión de la duermevela, daba a veces la apariencia inquietante de Delfina. A la mañana siguiente estaba rendido y desesperanzado, pero se echó al hombro el costal y volvió al recinto de la Exposición. No podía renunciar ahora: el mal ya estaba hecho, se dijo. Por lo demás, si no le daba a Efrén Castells la peseta convenida, corría el riesgo de recibir un manotazo posiblemente mortal. Pese a todo, cuando se encontró en el lugar de siempre y empezó a vender crecepelo como el día anterior, recuperó el buen humor. La expectativa de la ganancia y la sensación de estar actuando por cuenta propia, para su propio beneficio, le estimulaban.

El negocio fue tan lucrativo en los días sucesivos que lo único que le importaba ya era saber dónde esconder el dinero.

Llevándolo encima vivía en un continuo sobresalto: en el barrio que frecuentaba menudeaban ladrones y atracadores. La idea de abrir una cuenta en un banco no se le pasó por la cabeza; tenía la noción de que los bancos sólo admitían en depósito el dinero ganado honradamente y él no consideraba que el suyo lo fuese. Era lo mismo: siendo menor de edad ningún banco habría atendido su solicitud. Al final, acabó adoptando una solución clásica: la de esconder el dinero en el colchón, pero no en el suyo, sino en el de mosén Bizancio. El cura era pobre como una rata y nadie, ni siquiera él mismo, sospecharía que dormía sobre un capital. La posibilidad de que a Delfina se le ocurriese batanear el colchón era impensable, cabía excluirla por completo. Además, el cura salía de la pensión todas las mañanas muy temprano, con lo que dejaba libre el acceso a la habitación. Salvado este escollo, quedaban los anarquistas. Por fin llegó el día en que Pablo recibió a Onofre presa de gran agitación. Sin previo aviso le propinó un puñetazo. Onofre rodó por el suelo y el apóstol se le vino encima. Procuraba golpearle la cara y darle puntapiés en las costillas. ¡Granuja, renegado, judas!, gritaba mientras trataba de golpearlo con todas sus fuerzas. Onofre se protegía de los golpes sin tratar de devolvérselos. Cálmate, Pablo, cálmate, ¿qué te pasa?, ¿has enloquecido ya del todo?, le decía.

—Ah, bien sabes lo que me pasa, canalla; apenas puedo articular palabra –dijo Pablo–. Di, ¿qué has estado haciendo estos días, eh? Conque vendiendo crecepelo, ¿no? Para esto te pagamos, ¿verdad?

Onofre dejó que se desahogara y luego empezó a hablar. Al final, acabaron riéndose los dos de buena gana. En una cosa coincidían, al margen de sus ideologías respectivas: ambos tenían en muy baja estima la sociedad y sus miembros; para ellos cualquier engaño era aceptable, todo les parecía justificado éticamente por la estupidez de la víctima.

Profesaban la doctrina del lobo. Luego Onofre le convenció de que la venta de crecepelo era solamente un ardid para despistar a la policía, una tapadera de sus verdaderas actividades. Había repartido en aquellos meses más panfletos que nadie; ¿no era esto prueba suficiente de su lealtad a la causa?, le dijo. Al fin y al cabo, ¿quién corría con todos los riesgos?, preguntó. Pablo acabó disculpándose por haber recurrido a la violencia inicialmente. El encierro me ha enloquecido, repitió una vez más. Él no quería dedicarse a fiscalizar las actividades de los demás, eso le parecía degradante. Él quería poner bombas, pero no le dejaban. Onofre ya no le escuchaba: estaba harto de sus lamentos y otros temas acaparaban en aquellos momentos su atención.

 

A partir de la noche en que había seguido a la calle un perfume y el ruido de unos pasos para quedar burlado por la oscuridad, había contado y recontado los peldaños de la escalera de la pensión y calculado el ángulo que formaban los tramos, había memorizado los obstáculos y había hecho a ciegas el recorrido muchas veces. Si Delfina vuelve a pasar dejaré que tome la delantera y luego la seguiré sin miedo a perderla por segunda vez, se decía. Eso siempre y cuando no vaya acompañada del gato maldito, pensaba luego con un escalofrío.

En cierta ocasión le había preguntado a Efrén Castells como podía hacer para matar un gato. Es muy sencillo, había respondido el gigante, se le retuerce el cuello hasta que se muere; no tiene complicación. Onofre no volvió a pedirle consejo sobre nada nunca más.

Por fin un día, poco antes de la Navidad, volvió a oír el frufrú de telas en el rellano del segundo piso de la pensión y el ruido atenuado de unos pasos provenientes de arriba.

Contuvo el aliento y se dijo: Ahora o nunca. Dejó que pasase el perfume por su lado, aguardó el tiempo que estimó prudencial y luego se puso en movimiento. Llegó al nacimiento de la escalera cuando la desconocida abría la puerta de la calle. Esa noche había luna; la figura de una mujer se recortó en el vano de la puerta. Esta visión duró sólo un instante, pero bastó para que Onofre se diera cuenta de que no estaba siguiendo a Delfina. Sabiendo esto puso especial empeño en no perder la pista de aquella mujer, cuya silueta difusa percibía a la luz de la luna o con mayor precisión cuando ella cruzaba ante una hornacina; en estas hornacinas ardía siempre un velón de aceite colocado allí por algún devoto para honrar a la Virgen o a un santo; salvo en las arterias principales, aquélla era toda la iluminación que había en la ciudad. Era una noche muy fría de aquel invierno terrible de 1887. La desconocida caminaba con taconeo airoso. Ni siquiera las pisadas vacilantes de un noctámbulo o el chuzo de un sereno contra el empedrado daban testimonio de otra presencia humana en las calles solitarias. Tenía que estar loca una mujer para andar sola a estas horas, pensó. Se iban adentrando en un lugar extraño: una hondonada que en aquella época separaba la falda de la montaña de la vía del ferrocarril en el sector llamado del Morrot. Este sector tenía sólo medio kilómetro de radio y estaba situado al sur de la antigua muralla. Sólo se podía llegar allí a través de una quebrada de unos doscientos metros de longitud, dos o tres de anchura y ocho de altura que no era tal, sino un enorme depósito de carbón importado de Inglaterra o de Bélgica, traído por grandes buques de cabotaje y amontonado en la hondonada en espera de ser trasladado a las fábricas de Barcelona o sus alrededores. Se guardaba allí, lejos de la ciudad, por ser muy alto el riesgo de combustión.

Así, junto al mar, era más fácil sofocar los conatos de incendio o intentarlo al menos si el fuego era superficial. Si por el contrario empezaba en el interior de la pila de carbón, no se percibía hasta que cobraba proporciones catastróficas.

Primero aparecían en algunos puntos columnas de humo finas, de color lechoso, olor áspero, sumamente tóxicas; luego estas emanaciones formaban una nube que lo envolvía todo, pobre del que aspiraba esta nube; por fin hacían su aparición las llamas propiamente dichas. Entonces ya era tarde para luchar contra el incendio. Era lo que se llamaba un incendio devorador. Las llamas alcanzaban una altitud de hasta veinte o treinta metros, proyectaban en el firmamento una luz rojiza visible en las noches claras desde Tarragona y desde Mallorca. Los barcos amarrados en los muelles zarpaban y se iban a echar el ancla mar adentro, preferían las marejadas al calor y los gases deletéreos procedentes de aquel incendio. Estos incendios, por fortuna infrecuentes, podían durar una vez iniciados varias semanas y su costo era incalculable: a la pérdida de todo el carbón importado había que agregar la paralización de toda la actividad industrial. Por esto las inmediaciones de la carbonera no eran lugar seguro para vivir. Por eso también había surgido al otro lado de la quebrada un barrio de ínfima estofa, el barrio de peor fama de Barcelona. Allí había teatros que ofrecían espectáculos procaces y sin gracia, tabernas mugrientas y bullangueras, algún fumadero de opio de poca categoría, de tres al cuarto (los buenos estaban en la parte alta, cerca de Vallcarca) y mancebías siniestras. Allí sólo acudía la hez de Barcelona y algunos marineros recién desembarcados, no pocos de los cuales nunca volvían a zarpar.

Allí sólo vivían prostitutas, proxenetas, rufianes, contrabandistas y delincuentes. Por poco dinero se podía contratar a un matón y por un poco más a un asesino. La policía no entraba en la zona salvo a pleno día y sólo para parlamentar o proponer un canje. Era como un estado independiente; allí se habían llegado a emitir unos pagarés que circulaban como si fuesen auténtico papel–moneda; existía también un código peculiar, muy estricto; se aplicaba una justicia sumaria y eficacísima: no era raro encontrar allí de cuando en cuando un ahorcado balanceándose en el dintel de un local de diversión.

A la vista del sitio al que sin saber le conducía la desconocida se iba diciendo: Si no es Delfina esta moza, ¿qué se me da a mí quién sea y por qué he de meterme yo en este túnel de carbón de donde puede salir un malhechor, darme muerte y enterrarme sin que nadie se entere ni me eche en falta? Porque se sabía que quienes morían violentamente, si no habían de servir de escarmiento público, eran sepultados en la pila de carbón. Ahí permanecían hasta que una grúa traspalaba el carbón a una gabarra o un vagón o un carro. A veces un fogonero, al alimentar la caldera, había visto aparecer por entre el carbón una bota o unos dedos engarfiados o una calavera con cuatro moñajos aún adheridos al occipucio. Estuvo tentado de renunciar al seguimiento.

Pero no se volvía atrás. Así se encontró a la entrada de aquel villorrio infame; las calles formaban una cuadrícula regular, como suele suceder en las agrupaciones urbanas muy pobres. En el fango seco y cuarteado de la calzada dormían borrachos envueltos en sus propias deyecciones, rodeados de un halo de pestilencia. Llegaban de las tabernas rasgueo de guitarras y canciones. Estas canciones eran salaces, pero transmitían una sensación agobiante de desamparo y angustia.

¿Cómo vine a parar a esta vida?, parecían querer decir los cantantes con voz aguardentosa y desgarrada; no era esto lo que yo había soñado de niño, etcétera. También se oían castañuelas y taconeo y gritos y ruido de vasos rotos, muebles derribados, carreras y reyertas. Por aquellas calles andaba la desconocida con paso decidido. Oculto en un quicio Onofre la vio entrar en un local cuya puerta de madera se cerró a espaldas de ella. Onofre decidió aguardar fuera y ver en qué paraba todo aquello. Soplaba un viento frío, húmedo y salado, por la proximidad del mar; se cubrió la boca y la nariz con la bufanda que había tenido la precaución de coger. No tuvo que esperar mucho: a los pocos minutos la mujer salió del local seguida de gran algarabía. Pudo verla de frente por primera vez, a contraluz, fugazmente; esto no le impidió reconocer el rostro de la hembra cachonda. No puede ser, se dijo, yo estoy viendo visiones. La mujer aspiraba por la nariz los polvos blancos de un sobrecito, cerraba los párpados, abría la boca de par en par, sacaba la lengua, agitaba los hombros y las nalgas, todo el cuerpo se cimbreaba. Lanzó un aullido de perro satisfecho y se dirigió a la taberna próxima, que tenía ventana a la calle. El aire caldeado por una salamandra se condensaba en los vidrios, ya de por sí muy sucios, formando un velo que dificultaba la visión del interior, pero que permitía espiar sin ser visto; eso hizo Onofre Bouvila: los parroquianos eran de la catadura más truculenta. unos jugaban a las cartas con las mangas repletas de naipes y los cuchillos prestos a hundirse en la garganta de un fullero; otros bailaban con hetairas escuálidas, de ojos vidriosos, a los compases de una concertina tocada por un ciego. A los pies del ciego había un perro que fingía dormir, pero que de improviso lanzaba dentelladas a las pantorrillas de los danzantes. En un rincón la mujer a la que había seguido discutía con un guapo de pelo ensortijado y tez cobriza. Ella hacía aspavientos y él iba frunciendo el entrecejo. Onofre vio cómo el guapo propinaba un cachete a la mujer. Ella agarró al guapo del cabello y tironeó con fuerza, como para separarle la cabeza del tronco. Los ungúentos con que el guapo se había embadurnado la cabellera no le dejaron hacer presa. El guapo logró asestar a la mujer un puñetazo en la boca; retrocedió tambaleándose, y al caer sentada sobre una mesa de juego, derribó botellas y vasos y las cartas ya repartidas. Los jugadores le lanzaron puntapiés a los riñones. El guapo avanzaba con un destello letal en la mirada y un cuchillo curvo de esquilador en la mano. La mujer lloraba a lágrima viva; los parroquianos se burlaban por igual de la víctima y del agresor. El encargado del local puso fin a la escena:

conminó a la mujer a que abandonase la taberna sin demora; nadie dudaba de que fuera ella la culpable de lo ocurrido, la que había provocado al guapo. Oculto de nuevo en el quicio, la vio salir dando traspiés. De la comisura de los labios le manaba un hilo de sangre que se tornaba violácea en contacto con el maquillaje. Comprobó con los dedos si algún diente amenazaba con desprenderse de la encía; se quitó la peluca, se restañó el sudor de la frente con un pañuelo de lunares, volvió a colocarse la peluca y emprendió el camino de regreso.

El viento había cesado, el aire estaba ahora quieto, seco y cristalino, tan frío que dolía el pecho al respirar. Onofre Bouvila la alcanzó cuando entraba en la quebrada.

—¡Eh, señor Braulio –le gritó–, espéreme! Soy yo, Onofre Bouvila, su huésped; de mí no tiene nada que temer.

—¡Ay, hijo –exclamó el fondista, por cuyos carrillos discurría aún el llanto–, me han golpeado en la boca y me habrían rajado como a una puerca si no llego a poner los pies en polvorosa! ¡Esa chusma!

—Pero, ¿por qué demonios viene usted a este lugar inmundo a que le peguen, señor Braulio? ¡Y vestido de mujer! Esto no puede ser normal –dijo Onofre.

El señor Braulio se encogió de hombros y reemprendió la marcha. Nubarrones habían cubierto la luna y no se veía nada.

Era imposible no tropezar con el carbón, irse de bruces y lastimarse las rodillas, las manos o la cara. Onofre y el señor Braulio acabaron cogiéndose del brazo para afianzarse el uno en el otro.

—Ah –exclamó de nuevo el señor Braulio al cabo de un rato–, ¿no notas, Onofre? Está empezando a nevar. ¡Cuántos años hacía que no nevaba en Barcelona!

A sus espaldas crecía el bullicio: los habitantes y la clientela del villorrio depravado habían salido a la calle y se alumbraban con hachones y quinqués para contemplar aquel espectáculo insólito.

 

 

 

Aquél fue realmente el invierno más frío de cuantos se recordaban en Barcelona. Nevó durante días y noches sin parar, la ciudad quedó enterrada bajo una capa de nieve de más de un metro de espesor, el tráfico se detuvo y toda actividad y los servicios públicos se interrumpieron, aun los más perentorios; las temperaturas bajaron a varios grados bajo cero: esto no es mucho en otras latitudes, pero sí en una ciudad indefensa, en la que jamás se había tomado ninguna previsión contra esta eventualidad ni las personas tenían el organismo preparado para afrontar el frío. Hubo que lamentar numerosas víctimas.

Una mañana, cuando Onofre, a quien la vida en el campo había curtido, para quien por lo tanto aquellos rigores no suponían una traba, abrió el balcón de su habitación para contemplar el paisaje de las casas emblanquecidas, encontró en la baranda el cuerpo sin vida de una de las tórtolas. Al intentar coger el cadáver éste se cayó a la calle y se hizo añicos, como si la tórtola hubiera estado hecha de loza. El agua al congelarse reventó las cañerías y conductos: dejaron de manar los grifos y las fuentes públicas. Hubo que organizar la distribución de agua potable en unos carros–cuba que se apostaban en ciertos puntos de la ciudad a determinadas horas. Los conductores anunciaban la presencia de los carros–cuba soplando un cuerno de latón dorado. Se formaban colas muy penosas de guardar a la intemperie, con aquel frío que mordía a través de la ropa. La policía tenía que intervenir para evitar peleas y verdaderos amotinamientos por la lentitud del servicio. a veces a alguien haciendo cola se le congelaban las extremidades y había que arrancarlo del suelo echándole agua caliente en los zapatos o por la fuerza, a tirones. Muchos ciudadanos obtenían agua metiendo cubos de nieve en las casas y esperando a que se derritiese la nieve. Otros hacían lo mismo con los carámbanos que colgaban de los aleros. Todo esto, por más que era incómodo, creaba una sensación de aventura compartida, hermanaba a los barceloneses: nunca faltaba una anécdota que referir.

Para quienes trabajaban al aire libre la situación resultaba dolorosísima. Los obreros de la Exposición Universal sufrían lo indecible en el recinto, abierto al mar y desprotegido del viento. Mientras que en otros lugares parecidos, como el puerto, las labores se habían paralizado temporalmente, en la Exposición se seguía trabajando a ritmo creciente. Además, las reclamaciones de los albañiles no recibían respuesta satisfactoria, por lo que decidieron ir a la huelga. Pablo, a quien Onofre mantenía al corriente de los acontecimientos, montó en cólera. Esta huelga, decía, es una insensatez. Onofre pidió a Pablo que le explicase por qué decía aquello.

—Mira, chico, hay dos tipos de huelga: la que tiene como fin obtener un beneficio concreto y la que tiene como fin hacer que se tambalee el orden establecido, contribuir a su eventual destrucción. La primera es muy perjudicial para el obrero, porque en el fondo tiende a consolidar la situación injusta que prevalece en la sociedad. Esto es fácil de entender y no tiene vuelta de hoja. La huelga es la única arma con que cuenta el proletariado y es tonto malgastarla en minucias. Además, esta huelga carece de organización, de base, de líderes y de propósitos definidos. Fracasará del modo más rotundo y la causa habrá dado un paso atrás gigantesco –dijo Pablo.


Date: 2015-12-24; view: 603


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