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Capítulo III 1 page

Eduardo Mendoza

 

 

La ciudad de los prodigios

 

 

 


 

 

Capítulo I

 

 

El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad. A los fenicios siguieron los griegos y los layetanos. Los primeros dejaron de su paso residuos artesanales; a los segundos debemos dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales. Los layetanos, de los que sabemos poco, se alimentaban principalmente de un derivado lácteo que unas veces aparece mencionado como "suero" y otras como "limonada" y que no difería mucho del "yogur" actual. Con todo, son los romanos quienes imprimen a Barcelona su carácter de ciudad, los que la estructuran de modo definitivo; este modo, que sería ocioso pormenorizar, marcará su evolución posterior. Todo indica, sin embargo, que los romanos sentían un desdén altivo por Barcelona. No parecía interesarles ni por razones estratégicas ni por afinidades de otro tipo. En el año 63 a. de J.C. un tal Mucio Alejandrino, pretor, escribe a su suegro y valedor en Roma lamentándose de haber sido destinado a Barcelona: él había solicitado plaza en la fastuosa Bilbilis Augusta, la actual Calatayud. Ataúlfo es el reyezuelo godo que la conquista y permanece goda hasta que los sarracenos la toman sin lucha el año 717 de nuestra era. De acuerdo con sus hábitos, los moros se limitan a convertir la catedral (no la que admiramos hoy, sino otra más antigua, levantada en otro sitio, escenario de muchas conversiones y martirios) en mezquita y no hacen más. Los franceses la recuperan para la fe el 785 y dos siglos justos más tarde, el 985, de nuevo para el Islam Almanzor o Al–Mansur, el Piadoso, el Despiadado, el Que Sólo Tiene Tres Dientes. Conquistas y reconquistas influyen en el grosor y complejidad de sus murallas. Encorsetada entre baluartes y fortificaciones concéntricas, sus calles se vuelven cada vez más sinuosas; esto atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos y a piscinas probáticas descubiertas en el siglo XX al hacer el metro. En los dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera. Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos.



 

—Aquí estará usted muy bien, ya lo verá. Las habitaciones no son amplias, pero tienen muy buena ventilación y en punto a limpieza, no se puede pedir más. La comida es sencilla, pero nutritiva –dijo el dueño de la pensión. Esta pensión, a la que Onofre Bouvila fue a parar apenas llegó a Barcelona, estaba situada en el carreró del Xup. Este carreró, cuyo nombre podría traducirse por "callejuela del aljibe", iniciaba a poco de su arranque una cuesta suave que se iba acentuando hasta formar dos peldaños, continuar en un rellano y morir escasos metros más adelante contra un muro asentado sobre los restos de una muralla antigua, quizá romana. De este muro manaba constantemente un líquido espeso y negro que a lo largo de los siglos había redondeado, pulido y abrillantado los peldaños que había en el callejón; por ello estos peldaños se habían vuelto resbaladizos. Luego el reguero discurría cuesta abajo por un surco paralelo al bordillo de la acera y se sumía con gorgoteos intermitentes en la boca de avenamiento que se abría en el cruce con la calle de la Manga (antes de la Pera), única vía que daba entrada al carreró del Xup. Esta última calle, por todos los conceptos desangelada y fea, podía ufanarse (si bien otros rincones del barrio le disputaban ese honor dudoso) de haber sido teatro de este suceso cruel: la ejecución sobre la muralla romana de santa Leocricia. Esta santa, probablemente anterior a la otra santa Leocricia, la de Córdoba, figura en las hagiografías como santa Leocricia unas veces y otras como Leocratia o Locatis. Era oriunda de Barcelona o de sus proximidades e hija de un cardador de lana; se convirtió al cristianismo de muy niña. Su padre la casó sin quererlo ella con un Tiburcio o Tiburcino, cuestor. Movida por su fe, Leocracia repartió los bienes de su marido entre los pobres y emancipó a los esclavos. El marido, sin cuyo consentimiento había obrado, montó en cólera. Por haber hecho esto y por no abjurar de su religión fue decapitada en el punto dicho. La leyenda agrega que su cabeza rodó por la pendiente y no paró de rodar, doblando esquinas, cruzando calles y sembrando el terror entre los viandantes hasta caer al mar, donde un delfín u otro pez grande se la llevó. Su fiesta se celebra el 27 de enero. A finales del siglo pasado había una pensión en el rellano superior del callejón. Era un establecimiento de condición muy discreta, aunque no exento de pretensiones por parte de sus dueños. El vestíbulo era pequeño: sólo cabían allí un mostrador de madera clara con su escribanía de latón y su libro–registro, siempre abierto para que quien lo deseara pudiera comprobar la legalidad del negocio recorriendo con los ojos, a la luz mortecina de un velón, la lista de apodos y seudónimos que constituía la nómina del hospedaje, y el cubil de un barbero, un paragúero de loza y una efigie de san Cristóbal, patrón de los viajeros antes de serlo, como es hoy, de los automovilistas. Detrás del mostrador se sentaba a todas horas la señora Agata. Era una señora obesa, medio calva y de aspecto apagado; habría pasado por muerta si sus dolencias, que la obligaban a tener los pies sumergidos en un barreño de agua tibia, no la hubiesen hecho exclamar de cuando en cuando: Delfina, la jofaina. Cuando el agua se enfriaba revivía para decir eso. Entonces su hija vertía en el barreño el agua humeante que traía en un cazo. A fuerza de echarle cazos al barreño, el agua amenazaba con derramarse e inundar el vestíbulo. Este peligro, sin embargo, no parecía inquietar al dueño de la pensión, a quien todos llamaban el señor Braulio. Con él mantuvo Onofre Bouvila aquella primera entrevista. En realidad, si la pensión estuviera mejor situada podría pasar por un hotelito de ciertas campanillas –siguió diciendo aquél. El señor Braulio, marido de la señora Agata y padre de Delfina, era un caballero de estatura aventajada y facciones regulares, dotado de cierta distinción amanerada. En la pensión delegaba en su esposa y en su hija todas las funciones. Dedicaba la mayor parte de la jornada a leer la prensa diaria y a comentar las noticias con los huéspedes fijos de la pensión. Las novedades le encandilaban y como la época era generosa en invenciones las horas se le iban en decir ¡oh! y ¡ah! De cuando en cuando, como si alguien le instase a ello con vehemencia, arrojaba el periódico y exclamaba: Voy a ver cómo anda el tiempo. Salía a la calle y escudriñaba el cielo. Luego volvía a entrar y anunciaba: Despejado, o: nuboso, fresquito, etcétera. No se le conocía otra actividad–. Es este barrio ruin lo que nos obliga a poner unos precios muy por debajo de la categoría del establecimiento –se lamentó. Luego levantó un dedo admonitorio–: Sin embargo, tenemos mucho cuidado al seleccionar nuestra clientela.

¿Habrá en este comentario una crítica velada a mi apariencia?, pensó Onofre Bouvila al oír lo que decía el señor Braulio. Aunque la actitud cordial del fondista parecía desmentir esta suposición, la susceptibilidad de Onofre Bouvila estaba plenamente justificada: pese a su corta edad se advertía a simple vista que era bajo; en cambio era ancho de espaldas. Tenía la piel cetrina, las facciones diminutas y toscas y el pelo negro, ensortijado. Traía la ropa apedazada, hecha un rebujo y bastante sucia: todo indicaba que había estado viajando varios días con ella puesta y que no tenía otra, salvo quizá una muda en el hatillo que había dejado sobre el mostrador al entrar y al que ahora dirigía continuamente miradas furtivas. En estas ocasiones el señor Braulio experimentaba un alivio. Luego la mirada del muchacho se clavaba otra vez en él y se sentía de nuevo inquieto. Hay algo en sus ojos que me crispa los nervios, se dijo el fondista. Bah, será lo de siempre: el hambre, el desconcierto y el miedo, pensó luego. Había visto llegar a mucha gente en las mismas condiciones: la ciudad no cesaba de crecer. Uno más, pensó, una sardina diminuta que la ballena se tragará sin darse cuenta. El resquemor del señor Braulio se transformó en ternura. Es casi un niño y está desesperado, se dijo.

—¿Y puedo preguntarle, señor Bouvila, cuál es el motivo de su presencia en Barcelona? –concluyó diciendo. Con esta fórmula enrevesada se proponía causar una gran impresión en el muchacho. Éste, efectivamente, se quedó mudo unos instantes: ni siquiera había entendido bien la pregunta.

—Busco colocación –respondió con aire cohibido. A continuación volvió a clavar en el fondista su mirada incisiva, temeroso de que de su respuesta pudiera seguirse algo perjudicial para él. Pero el señor Braulio ya tenía la mente puesta en otra cosa y apenas si le prestaba atención.

—¡Ah, qué bien –se limitó a decir, sacudiéndose una mota que ensuciaba la hombrera de su paletó. Onofre Bouvila le agradeció en su fuero interno esta indiferencia. Su origen le resultaba vergonzoso y por nada del mundo habría querido revelar la razón que le había impulsado a dejarlo todo, a venir a Barcelona desesperadamente.

 

Onofre Bouvila no había nacido, como algunos dijeron luego, en la Cataluña próspera, clara, jovial y algo cursi que baña el mar, sino en la Cataluña agreste, sombría y brutal que se extiende al sudoeste de la cordillera pirenaica, corre a ambas vertientes de la sierra del Cadí y se allana donde el Segre, que la riega en la primera parte de su recorrido y recibe allí sus afluentes principales, se une al Noguera Pallaresa y emprende la última etapa de su vida para ir a morir en el Ebro en Mequinenza. En las tierras bajas los ríos son de curso rápido y fuertes crecidas anuales, en la primavera; al retirarse las aguas las tierras inundadas se convierten en marjales insanos pero fértiles, infestados de serpientes y buenos para la caza. Son zonas éstas de nieblas cerradas y bosques densos, propicias a las supersticiones. En efecto, nadie se habría adentrado en esas nieblas tenebrosas en determinados días del año; en esas fechas precisas podían oírse tañer campanas donde no había iglesias ni ermitas y voces y risotadas entre los árboles y a veces ver vacas muertas bailar sardanas: el que veía y oía estas cosas enloquecía de fijo. Las montañas que rodeaban estos valles eran escarpadas y estaban cubiertas de nieve casi todo el año.

Allí las casas estaban construidas sobre estacas de madera, el sistema de vida era tribal y los hombres del lugar, rudos y ariscos, aún usaban pieles como parte de su indumentaria.

Estos hombres sólo bajaban a los valles con el deshielo, a buscar novia en las fiestas de la vendimia o la matanza del cerdo. En estas ocasiones tañían flautas de hueso y ejecutaban una danza que remedaba los saltos del carnero. Comían sin cesar pan con queso y bebían vino rebajado con aceite y agua.

En las cimas de las montañas vivían unos individuos aún más rudos: no bajaban jamás a los valles y su única ocupación parece haber sido la práctica de una especie de lucha grecorromana. Las gentes del valle eran más civilizadas; vivían de la viña, el olivo, el maíz (para las bestias) y algunos frutales, la ganadería y la miel. En esa zona se habían contabilizado a principios de este siglo 25.000 tipos distintos de abeja, de los que hoy sólo perduran 5 o 6.000.

Allí cazaban el gamo, el jabalí, el conejo de monte y la perdiz; también la zorra, la comadreja y el tejón, para defenderse de sus constantes incursiones. En los ríos pescaban la trucha "a la mosca"; en esto eran muy hábiles. Comían bien: en su dieta no faltaban la carne y el pescado, los cereales, la verdura y la fruta; por consiguiente era una raza alta, fuerte y enérgica, muy resistente a la fatiga, pero de digestión pesada y de carácter abúlico. Estas características físicas habían influido en la historia de Cataluña: una de las razones que el gobierno central oponía a las pretensiones independentistas del país era que tal cosa redundaría en merma de la talla media de los españoles. En su informe a don Carlos III, recién llegado de Nápoles, R. de P. Piñuela llama a Cataluña "taburete de España". También disponían de madera en abundancia, de corcho y de unos pocos minerales. Vivían en masías dispersas por el valle, sin otra conexión entre sí que la parroquia o rectoría. Esto dio origen a una costumbre: la de dar el nombre de la parroquia o rectoría por la del lugar de origen. Así, Pere Llebre, de Sant Roc; Joaquim Colibróquil, de la Mare de Deu del Roser, etcétera. Debido a esto sobre los hombros de los rectores recaía una gran responsabilidad. Ellos mantenían la unidad espiritual, cultural y hasta idiomática de la zona. También les incumbía la misión crucial de mantener la paz en los valles y entre un valle y su vecino, evitar los estallidos de violencia y las venganzas interminables y sangrientas. Esto hizo que surgiera un tipo de rector que luego ensalzaron los poetas: unos hombres prudentes y templados, capaces de arrostrar los climas más extremos y de caminar distancias increíbles llevando en una mano el copón y en la otra el trabuco. Probablemente gracias a ellos también la zona se había mantenido casi por completo al margen de las guerras carlistas. Hacia el final de la contienda bandas carlistas habían utilizado la zona como refugio, cuartel de invierno y centro de avituallamiento. La gente los dejó hacer.

De cuando en cuando aparecía un cadáver medio enterrado en los surcos o entre los matorrales, con un tiro en el pecho o en la nuca. Todos fingían no reparar en él. A veces no se trataba de un carlista, sino de la víctima de un conflicto personal resuelto al amparo de la guerra.

A ciencia cierta sólo se sabe que Onofre Bouvila fue bautizado el día de la festividad de san Restituto y santa Leocadia (el 9 de diciembre) del año mil ochocientos setenta y cuatro o setenta y seis, que recibió las aguas bautismales de manos de dom Serafí Dalmau, Pbo., y que sus padres eran Joan Bouvila y Marina Mont. No se sabe en cambio por qué le fue impuesto el nombre de Onofre en lugar del nombre del santo del día. En la fe de bautismo, de donde provienen estos datos, consta como natural de la parroquia de san Clemente y como hijo primogénito de la familia Bouvila.

 

—Espléndido, espléndido, aquí estará usted como un verdadero rey –iba diciendo el señor Braulio, mientras sacaba del bolsillo una llave herrumbrosa y señalaba con gesto ampuloso el pasillo lóbrego y maloliente de la pensión–. Las habitaciones, como verá... !Huy, qué susto.

Esta exclamación se debía a que la puerta en cuya cerradura se disponía a introducir la llave había sido abierta de improviso desde el interior de la pieza. La silueta de Delfina se perfiló en el hueco de la puerta, contra la luz proveniente del balcón.

—Ésta es mi hija Delfina –dijo el señor Braulio una vez repuesto del sobresalto–; sin duda ha estado adecentando la habitación para que la encuentre usted más de su agrado.

¿Verdad, Delfina? –y como Delfina no respondía, agregó, dirigiéndose nuevamente a Onofre Bouvila–: Como su pobre madre, mi esposa, está algo delicada de salud, todo el trabajo de la pensión recaería sobre mis hombros si no fuera por la ayuda de Delfina, que es un verdadero tesoro.

Él había visto ya a Delfina un momento antes, en el vestíbulo, cuando ella acudía a rellenar de agua caliente el barreño de la señora Agata. En esa ocasión apenas había reparado en ella. Ahora la examinó con más detenimiento y la encontró verdaderamente repulsiva. Delfina tenía aproximadamente la misma edad que Onofre Bouvila; era reseca y desmañada, de dientes protuberantes, piel cuarteada y ojos huidizos; estos ojos ofrecían la peculiaridad de tener la pupila amarilla. Onofre se percató pronto de que era Delfina quien corría en realidad con todo el trabajo de la pensión.

Hosca, sucia, desgreñada, andrajosa y descalza corría a todas horas de la cocina a los cuartos y de los cuartos a la cocina y al comedor acarreando cubos, escobas y bayetas. Además de eso atendía a su madre, cuyas necesidades eran continuas, porque no se podía valer, y servía las mesas a las horas del desayuno, la comida y la cena. Por las mañanas, muy temprano, salía de compras con dos capazos de mimbre que a la vuelta arrastraba con esfuerzo. Nunca dirigía la palabra a ningún huésped; éstos, a su vez, fingían ignorar su presencia. Aparte de ser muy áspera de trato, llevaba siempre pegado a los tobillos un gato negro que sólo toleraba la cercanía de su dueña; con los demás la emprendía a mordiscos y zarpazos. Este gato se llamaba "Belcebú". Los muebles y las paredes de la pensión mostraban las huellas de su ferocidad. A Onofre Bouvila, sin embargo, todo esto le resbalaba por el momento.

Acababa de entrar en la habitación que le había sido asignada y contemplaba por primera vez aquel cubículo reducido y austero. Es mi cuarto, pensaba con un asomo de emoción, se puede decir que ya soy un hombre independiente: un verdadero barcelonés. Aún estaba bajo el influjo de la novedad; sentía como todos los recién llegados la fascinación de la gran ciudad. Siempre había vivido en el campo y sólo había visitado una vez una población importante. Ahora conservaba de aquella visita un recuerdo triste. Esa población se llamaba Bassora y distaba 18 kilómetros de San Clemente o Sant Climent, su parroquia natal. Cuando Onofre Bouvila la visitó Bassora acababa de experimentar un progreso notable. De centro agrícola y sobre todo ganadero se había convertido en una ciudad industrial. Según las estadísticas, en 1878 Bassora tenía 36 industrias; de ellas 21 pertenecían al ramo textil (algodoneras, sederas, laneras, de estampados, de alfombras, etcétera), 11 al químico (fosfatos y acetatos, cloruros, colorantes y jabones), 3 al siderúrgico y una al ramo de la madera. Una vía férrea unía Bassora a Barcelona y su puerto, de donde partían los productos que Bassora exportaba a ultramar. Aún se mantenía un servicio regular de diligencias, pero la gente prefería por lo general el ferrocarril. Había alumbrado de gas en varias calles, cuatro hoteles o fondas, cuatro escuelas, tres casinos y un teatro. Esta población y la parroquia de Sant Climent estaban unidas por un camino pedregoso y desigual que cruzaba las montañas por una garganta o desfiladero que la nieve solía obturar durante el invierno.

Por este camino iba y venía una tartana cuando las condiciones atmosféricas lo permitían. Esta tartana salvaba los 18 kilómetros que mediaban entre Sant Climent y Bassora sin ninguna periodicidad, horario ni señalamiento, trayendo a las masías aperos, suministros de todo tipo y cartas si las había; a la vuelta se llevaba los excedentes del campo que en aquel momento hubiera habido. Estos excedentes eran consignados por el rector de Sant Climent a otro cura de Bassora, amigo suyo, que a su vez se encargaba de comercializarlos, remitir las ganancias obtenidas de la venta, generalmente en especies, y rendir unas cuentas que nadie pedía, entendía ni se preocupaba de revisar. El tartanero se llamaba o era llamado el tío Tonet. Al llegar a Sant Climent pernoctaba en el suelo de una taberna adosada a uno de los muros laterales de la iglesia.

Antes de acostarse contaba lo que había visto y oído en Bassora, aunque pocos daban crédito a sus relatos: tenía fama de aficionado al vino y de fantasioso. Tampoco veía nadie de qué modo aquella suma de prodigios que contaba el tartanero podía alterar el curso de la vida en el valle.

Ahora, sin embargo, la propia Bassora le parecía algo insignificante cuando la comparaba mentalmente con aquella Barcelona a la que acababa de llegar y de la que aún no sabía nada. Esta actitud, en muchos sentidos ingenua, no estaba totalmente injustificada: conforme al censo de 1887, lo que hoy llamamos el "área metropolitana", es decir, la ciudad y sus agrupaciones limítrofes, contaba con 416.000 habitantes, y este número iba en aumento a un ritmo de 12.000 almas por año.

De la cifra que arroja el censo (y que algunos rebaten)

correspondía a Barcelona propiamente dicha, a lo que entonces era el municipio de Barcelona, la de 272.000 habitantes. El resto se distribuía entre los barrios y pueblos exteriores al perímetro antiguo de la muralla; a lo largo del siglo XIX se habían ido desarrollando en estos barrios y pueblos las actividades industriales de mayor fuste. Durante todo aquel siglo Barcelona no había dejado de estar a la vanguardia del progreso. En 1818 se había establecido entre Barcelona y Reus el primer servicio regular de diligencias que hubo en España.

En 1826 había sido realizado en el patio de la Lonja el primer experimento de alumbrado de gas. En 1836 había sido establecido el primer "vapor", el primer conato de mecanización industrial. El primer ferrocarril de España había sido el que cubría el trayecto Barcelona–Mataró y databa de 1848. También la primera central eléctrica de España había sido instalada en Barcelona el año 1873. La diferencia que había en este sentido entre Barcelona y el resto de la península era abismal y la impresión que la ciudad producía al recién llegado era fortísima. Pero el esfuerzo exigido por este desarrollo había sido inmenso. Ahora Barcelona, como la hembra de una especie rara que acaba de parir una camada numerosa, yacía exangúe y desventrada; de las grietas manaban flujos pestilentes, efluvios apestosos hacían irrespirable el aire en las calles y las viviendas. Entre la población reinaban el cansancio y el pesimismo. Sólo algunos mentecatos como el señor Braulio veían la vida color de rosa.

—En Barcelona sobran las oportunidades para quien tiene imaginación y ganas de aprovecharlas –le dijo aquella misma noche en el comedor de la pensión a Onofre Bouvilla, mientras éste sorbía la sopa incolora y agria que le había servido Delfina–, y usted parece honrado, despierto y trabajador. No me cabe duda de que pronto resolverá su situación en forma altamente satisfactoria. Piense, joven, que no ha habido en la historia de la humanidad época como ésta: la electricidad, la telefonía, el submarino..., ¿hace falta que siga enumerando portentos? Sólo Dios sabe a dónde vamos a parar. Por cierto, ¿le importaría pagar por adelantado? Mi señora, a quien ya conoce, es muy meticulosa en esto de las cuentas. Como la pobre está tan enferma, ¿verdad?

Onofre Bouvila hizo entrega de todo lo que tenía a la señora Agata. Con eso pagó una semana, pero se quedó sin un real. A la mañana siguiente, apenas despuntó el día, se lanzó a la calle en busca de empleo.

 

 

 

Aunque a finales del siglo XIX ya era un lugar común decir que Barcelona vivía "de espaldas al mar", la realidad cotidiana no corroboraba esta afirmación. Barcelona había sido siempre y era entonces aún una ciudad portuaria: había vivido del mar y para el mar; se alimentaba del mar y entregaba al mar el fruto de sus esfuerzos; las calles de Barcelona llevaban los pasos del caminante al mar y por el mar se comunicaba con el resto del mundo; del mar provenían el aire y el clima, el aroma no siempre placentero y la humedad y la sal que corroían los muros; el ruido del mar arrullaba las siestas de los barceloneses, las sirenas de los barcos marcaban el paso del tiempo y el graznido de las gaviotas, triste y avinagrado, advertía que la dulzura de la solisombra que proyectaban los árboles en las avenidas era sólo una ilusión; el mar poblaba los callejones de personajes torcidos de idioma extranjero, andar incierto y pasado oscuro, propensos a tirar de navaja, pistola y cachiporra; el mar encubría a los que hurtaban el cuerpo a la justicia, a los que huían por mar dejando a sus espaldas gritos desgarradores en la noche y crímenes impunes; el color de las casas y las plazas de Barcelona era el color blanco y cegador del mar en los días claros o el color gris y opaco de los días de borrasca. Todo esto por fuerza había de atraer a Onofre Bouvila, que era hombre de tierra adentro. Lo primero que hizo aquella mañana fue acudir al puerto a buscar trabajo como estibador.

El desarrollo económico de Barcelona se había iniciado a finales del siglo XVIII y había de continuar hasta la segunda década del siglo XX, pero este desarrollo no había sido constante. A los períodos de auge les seguían períodos de recesión. Entonces el flujo migratorio no cesaba, pero en cambio la demanda disminuía; encontrar trabajo en esas circunstancias revestía dificultades casi insuperables. A pesar de lo que el señor Braulio había dicho la noche antes, cuando Onofre Bouvila se echó a la calle en busca de un empleo que le permitiera ganarse la vida Barcelona atravesaba desde hacía varios años una de estas fases de recesión.

Un cordón de policías le cerró la entrada a los muelles.


Date: 2015-12-24; view: 757


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