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La aventura del tocador de señoras

 


 

 

 

Cuando sus piernas (bien torneadas y tal y cual) entraron en mi local de trabajo, yo ya llevaba varios años hecho un merluzo. Pero aunque con esta súbita aparición dio comienzo la aventura que me propongo relatar a renglón seguido, no dispondría el lector de los datos necesarios para comprender bien sus entresijos si no los retrotrajese (al lector y el relato) a un momento anterior, e incluso a sucesos previos, y no expusiese del modo más sucinto un prolegómeno.

El momento anterior al que he aludido fue aquel en que vinieron a decirme que nuestro querido director, el doctor Sugrañes, el compasivo, el misericordioso, me convocaba sin demora a su despacho. Al que acudí con más extrañeza que miedo, ya que por aquellas fechas el doctor Sugrañes no se dejaba ver de nadie, y menos de mí, a quien no había dirigido una palabra ni un ademán ni una mirada en los últimos tres o cuatro años, es decir, desde que se dio por archivado mi caso o, por lo menos, desde que fue traspapelada primero y definitivamente perdida luego la carpeta que contenía la documentación de referencia, de resultas de lo cual cayó sobre mi persona física y jurídica un espeso silencio administrativo en el cual ni mi voz ni mis escritos ni mis actos habían logrado abrir la menor brecha. La causa de mi encierro había sido olvidada de antiguo y como no había argumento alguno que la pusiera en cuestión, salvo los míos, y como sea que mi pasado remoto, mi aspecto externo y algunos episodios aislados de mi vida reciente (dentro y fuera de los muros del establecimiento) no favorecían mi credibilidad, sino todo lo contrario, nada hacía prever que mis días en aquel honorable hospedaje fueran a concluir, salvo de modo harto macabro.

—Pase, pase, distinguido caballero, y sírvase tomar asiento. ¿A qué debo el honor de su visita? —fueron las palabras que acogieron mi silueta bajo el dintel.

El doctor Sugrañes, sobre quien el altísimo ha derramado sus dones a porfía, había rebasado de largo la edad de la jubilación y hacía mucho que se deslizaba por la ladera descendente de la vida haciendo slalom. Desmemoriado, sordo, cegato, lelo y flojo de remos, pero sin renunciar a una micra de su autoridad ni perder un ápice de su fiereza, continuaba aferrado a su cargo (agregando así a su pensión la paga íntegra, los pluses, los puntos, los trienios y otras gabelas) hasta tanto sus superiores, siempre enzarzados en asuntos de mayor gravedad, se percataran de ello.

En realidad, había transcurrido más de un lustro desde la última vez en que las otrora autoridades, hoy apodadas instituciones, se habían ocupado de nosotros. Creo recordar que fue una calurosa mañana de verano cuando el excelentísimo e ilustrísimo ayuntamiento, la celebérrima y dos veces preclara diputación provincial, las integérrimas y esforzadísimas consejerías de sanidad y bienestar social, el prudentísimo y garbosísimo arzobispado, la avispadísima y gentilísima audiencia territorial, la pulquérrima y divertidísima dirección general de prisiones, la famosísima y muy gallarda jefatura superior de policía, el prestigiosísimo y trascendidísimo departamento de rehabilitación de delincuentes y personas descarriadas y la fábrica de productos dietéticos El Miserere, que financiaba la expedición, enviaron a sus representantes a que nos vieran. Luego nos dijeron que les habíamos causado muy buena impresión. Bien es verdad que la víspera de la visita los más (por así decir) volubles de nosotros habían sido encerrados en las nuevas celdas insonorizadas y que los demás no pudimos hacer uso de las pancartas, manifiestos, pliegos y octavillas que traíamos bajo las batas, porque durante el trayecto los miembros de la comisión visitadora habían sido obsequiados por la empresa patrocinadora con unas galletas ricas en fibra y gérmenes y muy estimulantes del tracto intestinal, por lo que apenas el autocar se hubo detenido en el patio central y se abrieron las puertas automáticas, saltaron afuera sus ocupantes preguntando al unísono y con desafuero dónde estaban los servicios, a lo que nosotros, alineados desde hacía dos horas, bajo un sol de plomo, en las escaleras del edificio principal (o sea, el edificio antiguo) respondimos, como nos habían indicado, entonando a voz en cuello una canción que decía:



 

Tira la pedra,

on anirá?

 

Una semana más tarde nos leyeron en el refectorio, a la hora del postre, con la solemnidad debida, la carta que la comisión visitadora había cursado a nuestro querido director, el doctor Sugrañes. La carta elogiaba nuestra conducta, se hacía lenguas de la dirección y personal del centro y celebraba lo adecuado de las dependencias, para acabar recomendando que el erial que solíamos usar como campo de fútbol fuera convertido en un centro polideportivo más acorde con los tiempos, para lo cual, concluía diciendo la carta, en breve nos sería enviado el equipamiento necesario. Como primera providencia, aquella misma tarde nos quitaron la pelota. Como era una pelota hecha de trapos, alambre y barro cocido, nos abstuvimos de protestar, porque creíamos que en su lugar nos darían un balón de reglamento. Pero al cabo de unos días nos entregaron un envoltorio que contenía dos pelotas de golf y media docena de palos de distintas hechuras. De estos últimos se hizo buen uso, pues en menos de veinticuatro horas, que fue lo que tardaron en quitárnoslos, no quedó interno ni enfermero sin labio partido, hueso fracturado o diente roto. En cuanto a las pelotas, aún las hacíamos servir, pero a regañadientes y por falta de otra cosa, porque eran duras y pequeñas y como picadas de viruela, y cada dos por tres se perdían en los surcos del terreno y bajo la hojarasca, y con ellas no había quien pudiera regatear ni chutar ni rematar de cabeza, por más que pusiera en ello temperamento y maestría.

Cuento esta efeméride porque fue la última vez que los representantes del erario público se dignaron ocuparse de nosotros. Luego, al compás del aumento de los precios, nos fue siendo recortado el presupuesto, y el centro, para asombro de quienes no creíamos que se pudiera caer más bajo, inició un proceso acelerado de deterioro. La comida empeoró tanto que se podía ver a los estreptococos correr por la mesa huyendo de ella; los muebles se rompieron, la ropa se hizo andrajos, las cañerías se obturaron, las bombillas se fundieron y hasta el televisor, otrora orgullo del centro, empezó por perder el color, la nitidez y el sonido, y acabó emitiendo programas anteriores a 1966. A los internos que se movían poco era frecuente encontrarlos empaquetados en telarañas, como si fueran crisálidas. El polvo y la basura cegaban puertas y ventanas. Y sobre esta dinámica involución, como un astro rey, refulgía la idiotizada omnisciencia del doctor Sugrañes, a cuya puerta acababa yo de tocar en el momento en que interrumpió esta remembranza mi relato.

—Siempre a sus cumplidas órdenes de usted —fue mi respuesta.

—Tenga la bondad de tomar asiento, como si estuviera usted en su casa —replicó él señalando una butaca de cuyo astroso cojín hube de desalojar un gato muerto.

De su amabilidad deduje que no sabía quién era yo ni el motivo de mi presencia allí. Pero me equivocaba, como es habitual en mí. El doctor Sugrañes abrió un cartapacio que ocupaba buena parte de la mesa y extrajo con prosopopeya e hizo como que leía un documento consistente, según pude ver, en una sola hoja en blanco por ambas caras.

—Es su expediente —aclaró con voz meliflua—. De él se desprende, como no podía ser menos, que su conducta ha sido ejemplar desde su reciente ingreso en el centro hasta el día de hoy. Obediente con los mandos, cortés con los compañeros, afable con las visitas, celoso en el cumplimiento de los quehaceres cotidianos, modélico en la observancia de las prácticas piadosas. Excelente, excelente. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de usted, mi querido amigo. Le consideraría poco menos que un hijo mío si no lo considerase también poco menos que un padre para mí. Y este papelote, ¿qué es? Ah, sí, su expediente, en efecto —carraspeó, tosió, hizo variaciones con unas flemas y prosiguió diciendo—: En consideración a cuanto antecede y en virtud de las facultades consustanciales a mi cargo, he decidido darle a usted el alta, efectiva desde este mismo instante e incluso con efectos retroactivos si procediere. Puede irse. No me dé las gracias. Y si algún periodista le pregunta por la recalificación del terreno, diga que no sabe nada, pero que en su opinión, si todos los pacientes se han curado el mismo día y han evacuado el local, no hay razón alguna para que la inmobiliaria Sugrañes, S.A. no edifique un centro comercial y seis bloques de viviendas donde antes hubo un manicomio. ¿Me has entendido, escoria?

—Me parece que sí.

El doctor Sugrañes recuperó su armonioso talante, abrió de nuevo el cartapacio y sacó un pliego impreso, que me tendió junto con un bolígrafo.

—Es el certificado acreditativo de su curación. Rellene usted mismo los blancos: nombre, edad, causas de la enfermedad, tratamiento recibido. Lo de costumbre. Podría hacerlo yo mismo, pero ya sabe: letra de médico... Y al pie, firme también usted en mi nombre. Un garabato servirá. Donde hay confianza... Y ahora, cumplimentados los trámites, si tiene a bien acompañarme, le mostraré la salida. No pierda tiempo recogiendo sus efectos personales, yo mismo se los haré llegar por servicio postal urgente.

A empellones recorrimos los pasillos y el jardín. La verja estaba abierta. El doctor Sugrañes me ayudó a franquearla y al levantarme del suelo vi aquélla cerrarse con estrépito.

—No trate de volver a entrar: por su bien hemos electrificado las rejas —me dijo desde dentro—. Tenga, un poco de dinero para los primeros gastos. Ya me lo devolverá cuando haya hecho fortuna. Tiene toda la vida por delante. Y también por detrás. Ay, quién pudiera volver a ser joven.

Traté de improvisar una frase con la que corresponder a sus buenos deseos, pero el ruido de las apisonadoras, las excavadoras y los dinamiteros hicieron inútil el esfuerzo. Por lo demás, el doctor Sugrañes ya había escupido en mi sombra, dado media vuelta y emprendido el camino de regreso. Algo aturdido me quedé contemplando el recinto donde había echado a perros lo mejor de mi existencia. Mal podía considerarlo un segundo hogar, pues nunca tuve un primero, ni durante los muchos años que pasé allí dejaron de rechinarme los dientes un minuto. Por nada del mundo habría vuelto a franquear motu proprio aquella malhadada verja. No fue el acre olor a pajaritos fritos, demostrativo de no haber sido vana la advertencia del doctor Sugrañes, lo que me hizo alejarme de allí a buen paso. Si sentí algo parecido a un nudo en la garganta, un temblor en las rodillas y el encogimiento de algunos órganos internos (y uno externo) no fue por sentimentalismo. Siempre soñé con verme libre. Pero ahora, cuando al fin y del modo más brusco e inesperado lo conseguía, me asaltaba la zozobra de saber que el mundo al que habría de enfrentarme había cambiado mucho durante mi larga ausencia, y yo también.

 

 

*

 

Concluidas estas reflexiones y no teniendo allí nada más que hacer ni que pensar, emprendí camino hacia donde mi escaso sentido de la orientación me sugería que debía de estar la ciudad de Barcelona. Con gran incertidumbre trataba de fijar, ora aquí ora allá, los cuatro puntos cardinales, o al menos tres de ellos, a partir de la sombra que de mi cuerpo proyectaba el sol en el asfalto, cuando me encontré a la orilla misma de una autopista sin duda recién inaugurada, en cuyo arcén estaba sentado Cañuto. Al acercarme para averiguar qué hacía allí, le vi mover los ojos, los labios y los dedos con gran agitación.

—Seis mil ciento nueve en esta dirección, ocho mil seiscientos catorce en aquélla. Aquélla gana.

Cañuto era un hombre de mediana edad, tirando a viejo. En los años 70 (de nuestra era) había robado varios bancos. No bancos de sentarse, sino oficinas bancarias. Operaba solo, con una media en la cabeza y la otra en el bolsillo (por si acaso), una pistola de juguete y una bomba de verdad. Él decía que era una bomba atómica. A tanto no llegaba, pero de todas formas le daban el dinero sin rechistar. Cuando el robo había sido perpetrado, Cañuto se quitaba la media, pronunciaba unas palabras adecuadas a la ocasión y se iba caminando por la acera. Lo curioso es que tardaron mucho en capturarlo. En su modesta vivienda encontraron la totalidad del dinero robado. No se había gastado ni una peseta y vivía de la caridad pública. Cuando finalmente lo llevaron a juicio, la galopante inflación de aquellos años convulsos había reducido el monto de sus fechorías a una cifra irrisoria. El abogado defensor de Cañuto mostró al tribunal una entrada de cine cuyo precio superaba lo que en tiempos de Cañuto había sido una fortuna. Lo habrían absuelto y puesto de nuevo en la calle si Cañuto no se hubiera empeñado en decir que sus atracos formaban parte de un plan mundial para sembrar el caos, y del cual él, Cañuto, era sólo la punta del iceberg, a la que, por otra parte, se empeñaba en llamar la punta del nabo. Por no saber qué pena imponerle, lo enviaron al manicomio, donde gozaba de justa fama de hombre metódico, riguroso, muy versado en cuestiones bursátiles, y donde yo lo conocí y traté.

—Oye, Cañuto, ¿tú sabes hacia dónde cae Barcelona?

—Hombre —respondió Cañuto—, eso depende de la dirección del viento. Déjame hacer una comprobación.

Se puso en mitad de la autopista y se metió en la boca el dedo índice con la intención de humedecerlo y hacer de él veleta. Elevé una plegaria por el eterno descanso de Cañuto y eché a andar por el borde de la autopista procurando mantener los dos pies en la parte de fuera del bordillo. En cuanto a la dirección, la elegí a ojo de buen cubero, ya que si bien mi intención era llegar a Barcelona, en el fondo lo mismo me habría dado llegar a otro lugar (por ejemplo a Copenhague) porque en ninguno tenía donde caerme muerto, si se me permite el aforismo.

El camino era llano y me sobraba tiempo, aunque no energía, porque entre unas cosas y otras no había comido ese día sino el agua sucia con medio adoquín que nos habían dado para desayunar, y el peculiar trazado de la autopista me obligaba a dar amplios rodeos a fin de contornear los bucles en que a trechos ella misma con mucha gracia se trenzaba. De este modo, derrengado yo y pasada la medianoche, la ciudad olímpica me acogía con similar desdén.

 

 

*

 

Careciendo de objetivo y no disponiendo de otro peculio que la moneda de cien pesetas que me había dado el doctor Sugrañes, acudí al barrio donde en los buenos tiempos y desde su más tierna infancia mi hermana Cándida hacía las aceras. Era un sector algo apartado de los bajos fondos, cuyas concavidades, un alumbrado tenue si no nulo, un aire viciado y hediondo y la presencia de seres como la propia Cándida atraían a un público escaso en número y también en gracias personales, juventud, salud, educación, finura, dinero y afición a la higiene personal, pero muy regular en sus malas costumbres, muy directo en sus tratos y muy fácil de conformar, y con el que Cándida mantenía una relación poco expresiva, pero hasta cierto punto afectuosa, porque si bien es cierto que la naturaleza no le había concedido encantos, ni talento, ni sentido común, la vida no había sido con ella misericordiosa, su talante era huraño y su genio vivo, y era tan dada a sufrir que le salían sabañones en el mes de julio, a la hora de faenar no había en toda Barcelona persona más buena ni acomodaticia que la pobre Cándida. Pero al llegar comprobé que el barrio había cambiado, y con él sus gentes y sus prácticas. Las calles estaban bien iluminadas, las aceras, limpias. Gente bien vestida paseaba admirando el tipismo del lugar. Me acerqué a varios transeúntes a preguntarles si conocían a Cándida y salieron huyendo nada más verme. Uno me hizo una foto (y salió huyendo), otro me amenazó con la guía Michelin, y un tercero, que se avino a escucharme, resultó ser extranjero, miembro de una secta y, al parecer, tonto. En vista de lo cual, y como no podía hacer sino esperar, mis fuerzas estaban agotadas y el clima era benigno, me recogí entre los cascotes de una obra pública y antes de que mi cabeza rebotara contra el suelo ya me había quedado profundamente dormido.

El fresquito del alba me despertó y me hallé en el mismo sitio, pero despojado del dinero y de toda mi ropa, salvo de los calzoncillos, que difícilmente se habrían podido desprender de mi piel sin herramientas. Me hice un ovillo y continué durmiendo hasta que el ruido de la laboriosa ciudad vino a desvelarme sin remedio. Para entonces los comercios habían abierto sus puertas y allí proseguí mi búsqueda, considerando que aun cuando las alteraciones urbanísticas o el natural ciclo biológico hubieran retirado a Cándida del oficio, no se habría ido a vivir lejos si aún vivía. Por fortuna, había empezado la temporada turística y mi atuendo se confundía con el de los numerosos visitantes extranjeros que a cambio de contemplar nuestras curiosidades arquitectónicas nos ofrecen la contemplación de sus vellosas adiposidades, pudiendo así yo deambular sin otra molestia que algún ofrecimiento como el de pasear en calesa, adquirir un piso en la Villa Olímpica o degustar un suquet de bogavante, cuando no las tres cosas a la vez, y ser recibido en todas partes con serviles muestras de cordialidad. Que se trocaban en insultos, befas y amenazas al formular yo en la lengua propia mi pregunta. Al mediodía mis esperanzas de dar con Cándida se habían disipado. Me senté en un banco a pensar qué hacer, y estando en actividad improductiva me abordó un niño de tez morena, el cual, con más desparpajo que sintaxis, me dijo que me había estado siguiendo toda la mañana, que sabía lo que yo buscaba y que disponía de una información que él tasaba en dos talegos, tirando por lo bajo.

—Muchacho —le respondí—, no tengo un real. Pero te hago un trato. ¿Qué edad tienes y cómo te llamas?

Me respondió que pronto cumpliría veintiún años, pero que de momento sólo tenía ocho, y que podía llamarle Jamín, contracción de Jaime en catalán aljamiado.

—Está bien Jamín —le dije—, ahora escucha. Si sabes dónde vive Cándida, dímelo y quizá algún día te pueda pagar este favor. Si no me lo dices, acudiré a la policía y le diré que te he violado. A mí me dejarán en libertad y a ti te encerrarán en un reformatorio.

Era listo, aunque le faltaba experiencia y mundología. Echó a andar a paso vivo, y yo le seguí sin ocultar mi admiración por aquel genuino producto de la reforma escolar. Al cabo de poco se detuvo ante un edificio que había escapado al plan de embellecimiento e higienización a que parecía sometido el barrio entero: la fachada aún rezumaba hollín y del portal surgía un invicto pestazo a sardina frita, excremento y gas Lebón. Jamín señaló aquel negror y masculló antes de alejarse:

—Tercero segunda.

Con el ánimo hinchado por la esperanza y pinchado por la incertidumbre, subí los escalones resbalosos y llegué a lo que la claridad que dejaban entrar las grietas del muro me indicó ser la presunta vivienda de mi hermana. Pulsé el timbre y esperé un buen rato. Finalmente mis oídos percibieron el sensual deslizarse de unas zapatillas viejas por los baldosines desencolados de un piso en ruinas. Se abrió una mirilla, pero al no llegar la persona que la había abierto al agujero, se volvió a cerrar la mirilla y una voz cascada dijo:

—Aquí no hay nadie, ¿quién va?

—Busco a una señorita llamada Cándida —respondí—. Le traigo buenas noticias. Y un ramo de flores. Y un lote de productos alimenticios. Y la posibilidad de ganar muchos premios más.

—No siga, joven —dijo la cascada voz—. Cándida no puede atenderle. Está ocupada.

—Señora —amenacé—, si no me abre ahora mismo, echo la puerta abajo.

Sonaron aldabas, rechinaron goznes y por un resquicio asomó el rostro de una viejuca mientras yo introducía en él el pie, más por dar impresión de firmeza que con fin práctico alguno, pues iba descalzo y si aquella cacatúa hubiera optado por cerrar, habría tenido que batirme en retirada dejando en el interior del piso mis cinco deditos. Por suerte la cacatúa parecía demasiado aturdida para advertir su ventaja táctica.

—¿Quién es usted?

Los dos habíamos formulado al mismo tiempo la pregunta, pero fui yo quien respondió, en parte por cortesía y en parte porque es inútil razonar con las personas de edad.

—Soy el hermano de la señorita Cándida.

—Cándida nunca me dijo que tuviera un hermano —replicó la cacatúa.

—No le gusta alardear. ¿Está en casa?

—¿Quién?, ¿yo?

—No, Cándida.

—Ah. ¿Y usted por qué va en paños menores, joven?

—Para una visita familiar opté por un atuendo informal —dije a modo de excusa—. No soy un esclavo de la moda. Ni usted tampoco, señora, a juzgar por la bata astrosa que lleva.

—Sí, pero yo estoy en mi casa.

—¿Su casa? —dije—. ¿Vive usted con Cándida?

—No, señor —replicó la cacatúa—. Cándida vive conmigo.

—¿Puedo preguntarle en calidad de qué? —pregunté yo.

—Cándida —respondió la cacatúa— es mi nuera. Mi hijo y su esposa, esto es, mi nuera y su esposo, viven en mi casa y a costa de mi modesta pensión. Pero no son en puridad dos parásitos: mi hijo tiene un negocio floreciente y Cándida hace lo que puede, que no es mucho.

—O sea —exclamé más para mí que para los obturados oídos de la cacatúa— que al final la pobre Cándida se acabó casando. Nunca lo habría imaginado.

—Es raro que siendo usted su hermano no lo sepa —dijo la cacatúa—. Si ella no le participó el casamiento en su día, razones habrá tenido. Y ahora, si me lo permite, voy a cerrar la puerta, con fractura o sin fractura de los huesos del pie, según usted elija.

—Por favor, señora —le supliqué—, necesito hablar con Cándida. Mis intenciones no son malas, pero sí resueltas. Si usted no me deja entrar, me sentaré en el felpudo y aguardaré a que salga si está dentro o a que entre si está fuera, y cuanto más tarde en ocurrir eso, más probabilidades hay de que me vean los vecinos practicando una parodia de budismo.

Viendo la vieja que me disponía a cumplir mi amenaza y que al adoptar la posición del loto se me rasgaban los calzoncillos por la parte posterior, abrió la puerta de par en par y me invitó a pasar a un recibidor angosto pero amueblado con sencillo mal gusto, adonde a poco, convocada por los gritos de la cacatúa, desembocó mi hermana procedente de las simas de aquella porqueriza.

 

 

*

 

Hay mujeres sobre cuya apariencia física un cambio venturoso de estado civil produce un efecto casi mágico, una auténtica transfiguración. No era éste el caso de Cándida, a quien encontré, por decir lo menos, francamente empeorada, como si los años transcurridos desde nuestro último encuentro le hubieran ido propinando a su paso fieras coces.

—Hola, Cándida —musité—, estás preciosa.

Contra todo pronóstico, Cándida hizo un visaje que en un primate habría podido pasar por sonrisa y respondió:

—Tú también tienes muy buen aspecto. Pero no te quedes en el recibidor. Pasa y ponte cómodo. Estás en tu casa.

Al pronto, y habiendo visto en la televisión películas e incluso reportajes reales sobre el tema, pensé que la pobre Cándida había sido objeto de abducción por parte de algún alienígena, y su forma mortal suplantada por éste. Luego me dije que ningún alienígena en su sano juicio se habría posesionado de semejante cascajo como paso previo a la conquista o destrucción de nuestro planeta, y que si, a pesar de todo, algún extraño ser de otra galaxia había tenido aquel capricho, por fuerza el cambio me había de resultar beneficioso. De modo que me deshice en mieles y la seguí al interior del piso, que constaba de dos dormitorios, cocina, baño y living room, según pude colegir del mobiliario, la decoración y otras emplastaduras.

—Como ves —dijo Cándida cuando hubo concluido el recorrido—, aquí vivimos divinamente yo, Viriato y mamá.

—¿Mamá es este pimpollo nonagenario y vesánico? —pregunté.

—De Viriato, mamá —aclaró Cándida—, y de mí, mamá política. Viriato es mi media naranja. Te encantará Viriato: en la medida de lo posible es más joven que yo, atractivo, despierto e inteligente, y de muy apacible y liberal disposición.

—¿Y tú crees que a él también le encantaré yo?

—Estoy convencida de ello. ¿A que sí, mamá?

Por suerte la cacatúa se había dormido o muerto en el ínterin volcada sobre el paragüero, y no pudo responder a esta capciosa pregunta.

—Oye, Cándida —dije—, me parece que deberías empezarme a contar esta historia desde el principio. Antes, sin embargo, y previéndola larga, te agradecería que me dieras algo de comer. Debo advertirte, a fuer de sincero y por si no lo has notado, que mi situación dista de ser próspera. Pero no temas nada: una vez saciados mi apetito y mi curiosidad, o incluso sólo lo primero, me iré por donde he venido. En modo alguno mi presencia enturbiará tu bienestar conyugal.

—No digas tonterías —replicó mi hermana—. El negocio familiar va viento en popa, gozamos de una posición acomodada y precisamente estamos necesitados de gente joven, ambiciosa y emprendedora para aumentar nuestra capacidad de expansión empresarial. Los tiempos han cambiado, hombre. Éstos no son los años setenta, que tú conocías, ni los ochenta, que pasaste encerrado. Estamos a mediados de los noventa. A las puertas de no sé qué siglo. Quédate con nosotros y tendrás trabajo, un buen sueldo y un brillante porvenir.

Y mientras decía esto abrió un cajón del secreter y sacó de él un trozo de queso y de otro cajón un mendrugo de pan no demasiado duro, que de inmediato fueron víctimas de mi avidez. Y como mientras yo comía Cándida seguía hablando, me perdí buena parte de su relato, aunque no lo sustancial, que decía así:

—Hace poco más de un año Viriato había ido pegando en las paredes y farolas un anuncio que decía: se busca esposa en este barrio, no importa edad, presencia, inteligencia ni posición social, raza, creencia o ideología. Yo respondí diciendo que si de verdad no daba importancia a la figura, al cerebro ni al dinero, yo era la persona que buscaba, pues carecía de las tres cosas, y que si quería verme, me podía venir a recoger de madrugada, a la clausura del curro, en el desmonte que hay detrás del cementerio viejo, sección de ofertas. Y al día siguiente vino y nos casamos.

Interrumpí la ingestión y me quedé mirando a Cándida fijamente a la espera de que prosiguiera, pero ella se limitó a cerrar los ojos, sonreír y exclamar:

—Y eso es todo.

Comprendiendo que formular la pregunta que cruzaba por mi mente en aquel momento habría sido cruel, decidí callar y aguardar a que los acontecimientos le dieran cumplida respuesta.

—¿Y dónde está ahora Viriato? —me limité a preguntar.

—Trabajando, como es natural —dijo Cándida—. Pero no tardará en venir. Siempre come en casa, en compañía de los suyos. Así ahorra y sigue una dieta equilibrada. Él se ocupa de la compra, cocina y lava los platos. Y a la hora de cenar, lo mismo.

—Y después de cenar, ¿no sale un rato a estirar las piernas?

—¿Las suyas? No. Viriato es muy hogareño. Después de cenar vemos la televisión si hay algún programa cultural. Si no, jugamos al Monopoly. Pero he aquí que suena el timbre, mamá abre la puerta y ya los pasos varoniles de mi Viriato resuenan en el recibidor. En breves segundos tendréis ocasión de conoceros.

 

 

*

 

Viriato frisaba la cincuentena, era bajo, rechoncho, escaso de pelo, corto de remos, levemente corcovado, y debía de haber sido bizco cuando aún disponía de los dos ojos. Por lo demás, era un hombre de aspecto saludable, no mal parecido, en apariencia bonachón y predispuesto a reír sus propios chistes. Aprehendió mi presencia y condición sin sorpresa ni enfado, reiteró el ofrecimiento que me había hecho Cándida, y no eludió la cuestión que con mucha sagacidad leyó en mis ojos.

—Acompáñame a la cocina y hablaremos mientras preparo el rancho —dijo. Y cuando estuvimos a solas, añadió—: Sin duda te estarás preguntando por qué un individuo como yo, tan parecido a Kevin Costner, se ha casado con una broma de la naturaleza como Cándida. Todo tiene una explicación. Desde muy pequeño deseé llevar una vida retirada, consagrada a la meditación y la filosofía, pero el hecho de haber desaparecido mi padre a los pocos minutos de haberme concebido, llevándose de paso los exiguos ahorros de mi madre, los apuros económicos a que este suceso dio lugar y otros infortunios que no vienen al caso, dieron al traste con mis planes. Durante un tiempo pensé ingresar en un convento, pero me lo impidió no tanto el ser yo un maricón de tomo y lomo como el no poder abandonar a su suerte a mi anciana madre, a la cual aqueja la desgracia, por lo demás muy común, de haber sido anciana desde la más tierna infancia. En vista de lo cual, me dediqué al negocio que actualmente nos proporciona el sustento y en los ratos libres, a mi verdadera vocación. De este modo cumplo con mi deber y ya llevo escritos nueve tomos de un tractatus que en algún momento, si tú quieres, te leeré, con las consiguientes apostillas.

—Nada me haría más feliz —contesté—, pero ibas a contarme lo de Cándida.

—Ah, sí, Cándida —exclamó como si aquel nombre le recordara algo—. Pues resulta que mi madre, en previsión de las afecciones propias de sus años, insistía en que me casara. Ya sabes cómo pueden ser las madres de persistentes y cuántos recursos emocionales son capaces de movilizar en estos casos. Dos veces prendió fuego al piso, una vez se tiró por el hueco de la escalera y por último, habiéndole fallado estos conatos, se fue al zoo y se arrojó a la jaula de los leones, donde aún estaría si éstos no hubieran llamado la atención de su guardián con grandes rugidos y aspavientos. En vista de lo cual, opté por dar gusto a mi madre. Después de considerar varias ofertas interesantes, di con Cándida y me convencí de haber encontrado lo que buscaba. No me equivoqué: a mi madre le cayó en gracia Cándida y Cándida parece congeniar con mi madre. Yo, como buen filósofo, me adapté pronto y sin problemas a la nueva situación. Cándida es servicial y muy sufrida, no se inmiscuye en mis asuntos, saca a pasear a mi madre por la azotea cuando hace bueno, no incurre en gastos suntuarios y limpia casi tanto como ensucia. Sé que un día las mataré a las dos a hachazos, pero entre tanto vivimos bien.

Nada podía yo agregar a estas sensatas palabras y como por otra parte Viriato mientras hablaba había ido preparando unos macarrones con picadillo que no habrían desmerecido en la mesa de un sátrapa, con un enérgico abrazo sellé nuestra amistad y como miembro viril de la familia di mi bendición a aquel venturoso enlace.

Concluida la comida, regada con un delicioso Cabernet Sauvignon de fabricación casera y amenizada por la mamá de Viriato (cuyo nombre no me fue posible deducir de la conversación, pues todos se dirigían a ella con los cariñosos epítetos de «bruja» y «sapo»), la cual, con el don natural de muchas personas ancianas para lo interesante y lo festivo, nos refirió una selección de sus mejores diarreas, me propuso Viriato acompañarle al trabajo, ya que mi hermana le había dicho que yo buscaba empleo remunerado y él, a su vez, andaba necesitado de alguien con quien compartir sus responsabilidades. A la espera de que mis ganancias me permitieran adquirir un guardarropa en consonancia, me prestaron un viejo chándal amarillo con el cual, y salvo cuando la incompatibilidad de su talla con la mía redundaba en fugaces revelaciones, pude pasar casi inadvertido entre mis conciudadanos.

 

 

*

 

El negocio de mi cuñado estaba situado a corta distancia de su domicilio, en una calle no muy ancha ni muy larga ni muy limpia, pero abundante en establecimientos abiertos al público (una calle comercial), y consistía en una peluquería provista de los aparatos necesarios, aunque no los más modernos y sofisticados, así como de un reducido stock de productos cosméticos en diferentes etapas de descomposición. Sobre el dintel, por la parte de fuera, campaba un rótulo en el que, pese a faltarle un porcentaje alto de letras, se podía leer:

 

EL TOCADOR DE SEÑORAS

Casa fundada en 1985 ú 86

Rapidez y buen gusto a precios de saldo

—Tenemos —dijo Viriato mientras me mostraba las instalaciones con orgullo, aprovechando una ausencia de clientes a su juicio inexplicable— un público numeroso y, lo que es más importante, muy fiel. La peluquería es estrictamente unisex, como su propio nombre indica, pero admitimos por igual a hombres y mujeres. Incluso contamos con algunos capellanes entre nuestros más asiduos visitantes. Ni que decir tiene que nuestra clientela es, sin exagerar un ápice, selecta.

Aunque hablaba en plural y acompañaba sus palabras de ademanes que sugerían una nutrida tropa, pronto colegí que la plantilla de la peluquería se reducía a Viriato, circunstancia que él justificó de este modo:

—En efecto, bien podría emplear a varios auxiliares, habida cuenta de la demanda, pero en los tiempos que corren resulta muy difícil encontrar personas laboriosas y responsables. Hace un año contraté un aprendiz al que hube de despedir en seguida pues, aparte de que no se dejaba dar por el culo, carecía de la finura, la elegancia natural y el don de gentes esenciales en este tipo de actividad. ¿Me comprendes? Ya veo que sí, porque mueves la cabeza de arriba abajo y de derecha a izquierda alternativamente, lo cual me alegra sobremanera. Por supuesto, no te puedo ofrecer un buen sueldo. Ni siquiera te puedo ofrecer un mal sueldo. Al principio tendrás que conformarte con las propinas y con lo que puedas sustraer de los bolsos de las señoras. Más adelante, si la suerte nos sonríe, quizá te permita adquirir acciones preferentes de la sociedad. Te hago esta proposición en virtud de los vínculos familiares que nos unen. No me des las gracias. Detrás de aquella mampara encontrarás una bata, una bayeta y un cubo.

 

 

*

 

De este modo obtuve el primer trabajo honrado de mi vida. Huelga decir que puse en el empeño toda la energía acumulada en tantos años de ociosidad, toda la ilusión que me infundía la perspectiva de verme finalmente integrado en la sociedad de los hombres y, a qué negarlo, todo el ímpetu que generaba en mí una sana ambición. Y a fe que mis esfuerzos no se vieron defraudados.

Los primeros días, aprovechando que se prolongaba el hecho casual de no acudir ni un solo cliente a la peluquería, me dediqué a limpiar y a poner orden en el local. Con el mango de la escoba ahuyenté a las ratas que se habían instalado allí, y a puntapiés a los gatos tiñosos que habían llegado con aquéllas a un ignominioso pacto de no agresión. A base de zapatazos constreñí a pulgas, chinches, liendres, cucarachas y escolopendras a cambiar de domicilio. Eliminé las sanguijuelas que habían encontrado acomodo en los bigudíes. Lavé toallas, batas y paños en una fuente pública, amolé las tijeras en el bordillo de la acera, encolé las púas de los peines..., ¿para qué seguir? Trabajaba de sol a sol y mi cuñado, para demostrar que tenía depositada en mí plena confianza, me dejaba solo toda la jornada. A la hora señalada echaba el cierre y lo iba a buscar a uno de los nueve sex-shops que festoneaban la manzana y en cuyos sosegados y umbríos recovecos Viriato proseguía sus estudios de filosofía con tal ahínco que a menudo debía llevarlo a rastras a su casa, pues se hallaba en un estado de meritoria emaciación. Luego regresaba yo a la peluquería, lo disponía todo para el día siguiente y me iba a cenar a un elegante bien que sencillo restaurante aledaño, en cuya cristalera un flamante reclamo anunciaba:

 

PIZZAS SUCULENTAS

Al horno de leña 400 pesetas

Crudas 200 pesetas

Sin descongelar 50 pesetas

I.V.A. 6 %

 

Los días festivos complementaba esta exquisita colación con una Pepsi-Cola (tamaño familiar), para reintegrarme acto seguido a la peluquería. Aún me daba tiempo de sacar alguna mota de polvo del espejo. Luego me acostaba, cansado pero feliz, en el colchón que yo mismo me había fabricado con la borra acumulada en el suelo, en las paredes y en el techo. De mañanita levantaba la persiana metálica y salía a la puerta a vocear el producto.

—¡El Tocador de Señoras! ¡Tintes, postizos, permanentes! ¡Trenzas, crestas, afros! ¡Mechas, tirabuzones, flequillos, rodetes! ¡Vea nuestros precios!

Cuando mis gritos y empujones atraían un cliente o clienta, aquél o ésta era por mí acompañado al sillón, donde le ponía la sobrepelliz, capa o peinador (que de los tres modos se puede llamar el trapo), le rociaba el pelo con un aerosol procurando acertarle en los ojos para que no se fijara mucho en los detalles ambientales, y corría a buscar a Viriato, el cual, bien que mal, remataba la faena.

Como soy de natural emprendedor, pronto encontré la forma de ampliar la oferta y sacarme un sobresueldo. Empecé lustrando zapatos con un estropajo viejo, muy dúctil y expeditivo, y unos betunes que yo mismo obtuve diluyendo alquitrán en aguarrás o, en su defecto, en orujo a granel. Más tarde, habiendo oído referir la historia ejemplar de un prohombre barcelonés que empezó su fortuna vendiendo crecepelo en la Exposición Universal de 1888, quise seguir sus pasos, pero abandoné la empresa después de varias abrasiones. Ofrecía a la clientela infusiones, refrescos o piscolabis que yo mismo corría a buscar al bar de enfrente, percibiendo por este servicio propinas de una parte y comisiones de la otra. Todas estas prestaciones las acompañaba con las más exquisitas muestras de afabilidad y servilismo. Escuchando la conversación de los clientes simulaba entrar en trance y reía sus bromas hasta dar de cabezazos contra el suelo. Estas pequeñas e inocentes lisonjas incrementaban en mucho su liberalidad.

Consciente de la importancia de causar una grata impresión, me teñí las canas incipientes y, de paso, toda la cabellera de un delicado color azafrán. Con los primeros ahorros y aprovechando las rebajas de enero, me vestí de acuerdo con mi nuevo estado, procurando al mismo tiempo resaltar mi apostura y esbeltez, algo menoscabadas por el consumo de tanta mozzarella, prosciutto y peperoni. Así, gradualmente y no sin dispendio, me convertí en un señor de Barcelona.

Mi cuñado se portó muy bien conmigo. Poco a poco me fue enseñando los rudimentos de su oficio y al cabo de unos meses, mucho empeño y un moderado derramamiento de sangre, ya pude desempeñarlo con relativo éxito, lo que le permitió a él dedicarse a sus cosas y aparecer sólo al final de la jornada a vaciar la caja. Gracias a esto agregó a su tractatus un nuevo volumen en el que demostraba de modo irrefutable que el agua de un río nunca pasa dos veces por el mismo punto, salvo en el Llobregat. Esta aportación al mundo de las ideas, el cuidado de su anciana madre y un joven administrativo de la Caixa que le sacaba los cuartos por mamársela de uvas a peras lo tenían ocupado a todas horas.

La clientela de la peluquería no estaba integrada por lo más granado de nuestra aristocracia, pero no carecía de posición y ringorrango. Ya he dicho hace unas páginas que el barrio, otrora bajo, había sido sometido a lo largo de esta década (feliz) a un proceso de saneamiento y reordenación. Añadiré ahora que este proceso no se detenía, como habría sucedido de haber sido nuestras instituciones desidiosas o venales, en las apariencias externas: también las apariencias internas habían sido atendidas por medio de un instituto de enseñanza primaria, un ambulatorio y un gimnasio, de los cuales y en forma gratuita todo el mundo salía instruido, curado, fortalecido y con hongos. Se hicieron calles peatonales para uso exclusivo de vehículos a motor, se pavimentaron de nuevo aceras y calzadas y a trechos fueron plantados unos risueños arbolitos que a mediados de los años noventa, cuando el inicio de esta historia tuvo lugar, ya habían perdido las hojas, las ramas y los troncos, y se habían integrado a la perfección en el paisaje urbano. El aire era más limpio, el cielo más azul y el clima más benigno. Nos invadía el orgullo de vivir allí.

Huelga decir que con mi diligencia y mi honradez, mis prendas y mi donaire, encajé sin el menor problema en este sano ambiente. Era conocido, respetado y muy apreciado en el barrio. Los padres me pedían consejo sobre el futuro de sus hijos, los comerciantes sobre la marcha de sus empresas, los pensionistas sobre la forma de invertir sus haberes. Aprovechando una buena ocasión, alquilé un apartamento algo angosto y mal ventilado, pero cercano a la peluquería. Más tarde adquirí de segunda mano una nevera y un televisor. Para recuperar tantos años de atraso, me suscribí a unos cursos de cultura general por correspondencia. Cada mes me enviaban unos apuntes fotocopiados, una lista de preguntas y, por un módico suplemento, también las respuestas. Desprovisto del hábito del estudio, a menudo me desanimaba advertir el escaso rendimiento de mis esfuerzos. En estos casos, una vez más, mi cuñado Viriato me brindaba el sostén de su sabiduría.

—No te desanimes, hombre —me decía—, y estudia sin fijarte demasiado. Piensa que sólo te hará provecho lo que no entiendas.

Me inscribí en varias asociaciones vecinales y si alguna vez había que llevar el viático a un moribundo, yo lo precedía agitando sin cesar la campana y el paraguas. De este modo me pulí por dentro y por fuera y colmé mis necesidades materiales, mis ambiciones sociales y mis aspiraciones intelectuales. En cuanto a las mujeres, hacia quienes en otras épocas había sentido una inclinación rayana en la licantropía, habían dejado de interesarme. Las trataba con especial respeto, y procuraba con ahínco eliminar de nuestros mutuos contactos cualquier asomo de atrevimiento. Con este proceder conseguí tener tantas como quería, es decir, ninguna.

Y así estaba, a punto de recibir la Creu de Sant Jordi, cuando ella hizo su entrada en la peluquería.

 

 

 

 

Me encontraba solo y como de costumbre acurrucado en el rincón más discreto, enfrascado en mis estudios. Tal vez por esta razón no paré mientes en su forma externa. Sólo me fijé en que no llevaba perro. Me coloqué con garbo la bata blanca para dar impresión de profesionalidad y diligencia y de paso para disimular la erección que me había sobrevenido repentinamente, y le señalé el sillón, que ella ocupó sin dejar de mirarme con fijeza.

—Lamento haber interrumpido su lectura —dijo con voz indolente y acariciadora.

—No, no, de ningún modo. Estoy para servir al cliente en todo momento y lugar. Sólo en los rarísimos instantes de calma que me deja este próspero negocio aprovecho para ampliar el horizonte de mis conocimientos —respondí. Y a continuación, viendo en su expresión algo de estimulante, añadí—: Todo cuerpo sumergido en el agua, excepto el agua, sufre un empuje de abajo arriba igual al volumen de líquido que desaloja.

—Es usted un sabio —dijo ella.

—No, por Dios, todo lo contrario —respondí con respeto y modestia—. ¿Champú?

—Lustrar los zapatos —repuso; y tras echar un vistazo, al utillaje, agregó apresuradamente—: Bastará con que les pase un Kleenex.

Me puse de hinojos y ella levantó una pierna y apoyó el zapato en el taburete que yo le había colocado delante. El resultado de mi flexión y su cambio de postura fue para mí la visión umbrosa y subrepticia, en el lejano confín de sus muslos, de un fragmento de cinta o ribete de organdí.

—¿Es usted nuevo? —oí que me preguntaba.

Tragué saliva para desobstruir el gaznate y respondí:

—No, señora. Llevo unos años en la profesión. La que es nueva es usted. Quiero decir en este establecimiento.

—Habría venido antes si hubiera sabido que había una persona tan dotada como usted, señor...

—Sugrañes. Onán Sugrañes, para servir a Dios y a usted —dije.

Y de inmediato me di cuenta de haber incurrido por primera vez en mucho tiempo en una inofensiva mentira, y también de que lo había hecho movido por un súbito sentimiento de peligro, no porque desconfíe de las mujeres guapas, sino porque desconfío de mí cuando estoy en presencia de mujeres guapas. Por lo demás, si con mi respuesta no había dicho estrictamente la verdad, tampoco había faltado a ella, pues el trajín de los últimos años me había impedido hasta la fecha solicitar el Documento Nacional de Identidad e incluso regularizar mi situación legal, ya que al venir yo al mundo, mi padre o mi madre o quienquiera que me trajo a él, no se tomó la molestia de inscribirme en el registro civil, por lo que no quedó de mi existencia otra constancia que la que yo mismo fui dando, con más tesón que acierto, por medio de mis actos; y comoquiera que en épocas recientes, de resultas de sucesivas amnistías promovidas por gentes de bien y refrendadas con sospechoso entusiasmo por algunos políticos, habían sido retirados de la circulación los registros penales y las fichas policiales, mi situación era comparable a la de ciertos animales extintos, bien que sin interés científico alguno.

En estas reflexiones y en otras que no me parece oportuno describir se me pasó un buen rato, hasta que ella volvió a preguntar:

—¿Le gusta su trabajo?

Habría dicho que me estaba tanteando (figuradamente) si tal cosa hubiera entrado dentro de lo imaginable. Por si acaso, respondí:

—Oh, sí, mucho.

—Y antes de ser peluquero, ¿qué hacía? —siguió preguntando ella, y acto seguido, advirtiendo quizá el recelo en mi mirada, añadió—: Disculpe mi curiosidad. Yo soy así.

Y al decir esto volvió a cruzar las piernas en sentido opuesto y creí oír una voz armoniosa que procedente del éter me decía: Respetable público, la función está a punto de empezar.

—Por favor —acerté a decir—, puede usted preguntarme lo que desee. Estoy para servirla. Antes de ser peluquero trabajé varios años en un centro de acogida para personas discapacitadas. Fuera de Barcelona. Y antes de eso fui monaguillo.

Al oír este sugestivo curriculum, sonrió y dijo levantándose del sillón:

—¿Qué se debe?

—Nada —dije yo para no complicar las cosas.

Me dio cuarenta duros, se fue, y yo, después de contabilizar las ganancias, sacar el polvo al sillón y poner el instrumental en orden, volví a enfrascarme en la lectura, decidido a olvidar el encuentro.

Casi lo había conseguido cuando después de cenar en la pizzería regresaba a mi hogar dando un paseo tan agradable como digestivo. Como en la peluquería por no entrar no entraban ni los fenómenos naturales, no me había dado cuenta de que habían llegado incipientes tibiezas veraniegas. El aire era templado y sensual y una fragancia lejana se mezclaba con la que exhalaban los tubos de escape y las basuras. Era viernes y en las terrazas de los bares grupos de jóvenes se esparcían practicando alegres actos de violencia entre sí o con los viandantes; el ruido ensordecedor de la música y del tráfico rodado sofocaba los gritos de los beodos y los energúmenos y los gemidos de los ancianos y enfermos abandonados por sus parientes, que aprovechaban el descanso semanal y los primeros calores para trasladar el estruendo de la ciudad a sus segundas y aún peores residencias. Arropado por estas muestras de vitalidad y por el continuo ulular de las sirenas de la policía y de las ambulancias que corrían de aquí para allá atendiendo a las víctimas de los accidentes, las reyertas y las sobredosis, llegué a mi pisito monísimo. Me puse el pijama de verano (unos pololos rotos) y encendí la televisión. Un futbolista escandinavo o quizá de Nigeria trataba de explicar en nuestro idioma el resultado de un partido jugado dos meses atrás.

—Ranag somaícerem orep odidrep someh.

Apagué la televisión, me lavé los dientes, me acosté, me metí un pulgar en cada oreja para no oír el ruido de la calle y traté de dormir, pero a las tantas aún no había conciliado el sueño.

 

 

*

 

Con la llegada del buen tiempo los sábados por la mañana el negocio andaba flojo, pero por la tarde se animaba bastante, porque la gente había ido a la playa y venía a que le quitase el petróleo y las medusas del pelo. Como todos tenían plan para la noche, se mostraban exigentes con el personal (yo), protestaban por el precio y no dejaban propina. Cuando se iba el último cliente, al filo de la medianoche, me quedaba haciendo arqueo y nunca salía antes de las dos, porque me descontaba a cada rato. A aquellas horas la pizzería ya había cerrado y por no andar cambiando de nutrición me acostaba sin cenar. Los domingos la peluquería no abría, salvo por encargo, o en vísperas de alguna fiesta señalada, o durante el mes de mayo, cuando hay bodas a porrillo, aunque jamás vino una novia a que yo la peinase (lo habría hecho muy bien), ni una dama de honor, ni siquiera un invitado. Pero al menos había suspense. Los domingos con la peluquería cerrada resultaban menos estimulantes. Por la mañana visitaba dos o tres museos (la entrada es gratuita) y luego, para sacudirme el aburrimiento, me ponía delante de un parking a ver entrar y salir coches. A eso de las dos compraba una bolsa de carquiñolis y acudía a casa de Cándida, donde me esperaba una agradable comida familiar, cuya sobremesa prolongaba nuestro contentamiento, sobre todo en las tardes húmedas, frías y oscuras del invierno, cuando, acallada la madre de Viriato por las emanaciones de la estufa de butano, pasábamos al tresillo y allí Cándida trataba en vano de enhebrar una aguja y Viriato leía y comentaba con didáctica minuciosidad sus obras. A las siete treinta me despedía con inacabables muestras de agradecimiento, y me reintegraba a mi hogar, veía un ratito la televisión y me acostaba temprano para empezar la semana con acopio de energía.

 

 

*

 

Ella regresó al cabo de nueve días, con las mismas piernas. Sin decir nada se sentó en el sillón, rechazó con un ademán el peinador y dijo mirándome fijamente a los ojos:

—No he venido por razón de mi pelo, sino a hablar contigo de un asunto personal. ¿Te importa si te tuteo? Es lo lógico, dado el carácter personal del asunto al que acabo de aludir. Antes, sin embargo, debo saber si puedo contar contigo para ese asunto personal y para lo que se tercie.

—Haré cuanto esté en mi mano —respondí—, siempre que no sea incompatible con la deontología de la coiffure.

—No esperaba otra respuesta —dijo ella—. Pero es mejor no hablar aquí. Puede entrar alguien e interrumpir nuestros contactos. ¿A qué hora acabas el trabajo?

—El trabajo de un buen peluquero no acaba nunca —dije—, pero El Tocador de Señoras cierra a las ocho.

—A esa hora te espero en el bar de enfrente —dijo—. No me des plantón.

A la hora convenida acudí a la cita. Ella ya estaba allí, en una mesa del fondo, absorta en la succión de un refresco embotellado (por el camarero del bar), indiferente a cuanto la rodeaba. Sin decir nada me señaló la silla. Me senté. Estuvimos un rato en silencio, ella pensando en sus cosas y yo pensando también en sus cosas. Esto me permitió observarla con más detenimiento y, en consecuencia, ofrecer al lector una descripción complementaria, toda vez que ya me he referido en otro sitio a sus partes bajas. Era joven de edad, muy delgada de complexión, muy alta de estatura (cuando estábamos los dos de pie, yo tenía que ponerme de puntillas para mirarla de hito en hito) y muy guapa, aunque en este punto admito tener la manga bastante ancha; también era aseada, pues todo su organismo emanaba un aroma saludable, en el que hallaban acomodo el jabón, el desodorante y el body milk, y a todas luces trataba su cabello con un producto que le daba brillo, ligereza y flexibilidad. Me llamó la atención su manifiesta indolencia; pensé que comía poco y que su belleza le permitía ir por el mundo sin prestar a la realidad la atención debida. También pensé que alguna pena oculta la atormentaba. Aunque dirigía a todos en general y a mí en particular miradas desdeñosas, éstas a veces y sin motivo aparente se cubrían de un velo de inquietud rayano en el miedo, como si un extraño don le permitiera de cuando en cuando sintonizar con los peores instintos de su interlocutor. En estas ocasiones sus labios experimentaban una leve contracción y con las manos debía agarrar fuertemente el primer objeto (inanimado) a su alcance para refrenar el temblor que las agitaba.

—Hay que ver —dije inopinadamente para romper el silencio con un poco de conversación mundana e instruida— qué tiempo más primaveral. Claro que es lo propio de la estación. En el hemisferio occidental.

—No me gusta la primavera —replicó secamente, como si yo tuviera alguna responsabilidad en el cíclico alternarse de las estaciones—. Me invade una languidez invencible y rematadamente ñoña. Pero el verano es peor, porque me trae recuerdos tristes. De niña todos los veranos me enviaban a Suiza, a un internado de señoritas finas. Allí me pudría. Cuando volvía a Barcelona, me metían en otro internado, también de señoritas, pero no tan finas. Catalanas. Por eso tampoco me gusta el otoño.

Su rostro se ensombreció. Pareció como si tuviera ganas de llorar, por lo que me abstuve de preguntarle qué pensaba del invierno. Al cabo de unos segundos se rehizo, me miró con ojos de súplica y dijo:

—Antes de contarte nada, debo advertirte que el favor que te voy a pedir comporta un ligerísimo riesgo. Y también que roza los límites de lo legal. Si alguna de estas cosas te asusta, dímelo antes de hablar. Entonces me iré y no volveremos a vernos.

La aclaración no me sorprendió. Una mujer así a un tipo como yo sólo puede proponerle una contravención.

—Cuénteme de qué se trata —le dije.

 

 

*

 

Cruzó y descruzó las piernas como había adquirido la costumbre de hacer en mi presencia y yo traté de mirar hacia otro lado para entender bien lo que se proponía contarme y no perderme en digresiones.

—En realidad —empezó diciendo— no soy yo quien necesita de tu ayuda, sino mi padre. Habría venido él en persona a pedírtela, pero tenía una agenda muy apretada. También pensamos que yo resulto más convincente. Mi padre se llama Pardalot, Manuel Pardalot.

Quizá te suene su apellido: es un importante hombre de negocios. Lo importante no es él, sino sus negocios. Por razones que no hacen al caso, los negocios de papá han atraído últimamente la atención de la judicatura. Por supuesto, se trata de un error de apreciación, pero para poner de manifiesto este error convendría que desaparecieran ciertos documentos. En la actualidad los documentos en cuestión se encuentran depositados en una oficina. El resto salta a la vista: se trata de entrar en la oficina, sustraer los documentos, salir y dármelos. A cambio, un millón de pesetas en billetes pequeños, usados, no correlativos.

—La oferta es buena para alguien cuya existencia discurra en las afueras de la ley —dije—, pero


Date: 2015-12-24; view: 743


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