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José Antonio 1 page

SINOPSIS

¿Puedes regresar a un lugar del que nunca te marchaste? Una novela sobre el destierro, la memoria y la nostalgia de lo perdido

«La gente no sabe muchas veces lo que debajo del agua se oculta ni la historia que se borró para siempre con la demolición del último de los pueblos que aquí existieron. De ahí que algunos exclamen mientras lo contemplan: "¡Qué bonito!"... Y qué triste, añado yo.»

En medio de un paisaje hermoso y desolador, la muerte del abuelo reúne a todos los miembros de una familia. Junto al pantano que anegó su hogar hace casi medio siglo y donde reposarán para siempre las cenizas de Domingo, cada uno reflexiona en silencio sobre su relación con él y con los demás, y sobre cómo el destierro marcó la existencia de todos ellos.

Desde la abuela a la nieta más pequeña, desde el recuerdo de la aldea que los mayores se vieron obligados a abandonar a las historias y pensamientos de los más jóvenes, esta novela es el relato coral de unas vidas sin vuelta atrás, un caleidoscopio narrativo y teatral al que la superficie del pantano sirve de espejo.

No existe una única forma de mirar el agua, pero el sentimiento de desarraigo, de exilio definitivo, ha permeado gota a gota a esta familia, generación tras generación. Tal vez porque ningún lugar duele tanto como aquel al que jamás podrás volver si no es desde el recuerdo o una vez muerto. Pero lo importante es regresar, como Ulises a Ítaca. No importa cómo ni de qué forma.


 

Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sión.

LIBRO DE LOS SALMOS

 

Gasté mi vida en el trabajo de volver.

ÁNGEL FIERRO

Virginia

Cuando llegamos a la laguna, el poblado estaba aún sin construir. Tan sólo unos barracones se dibujaban en la llanura y en ellos nos refugiamos junto a las quince o veinte familias que habían ido llegando, procedentes de lugares anegados por pantanos como el nuestro, a aquel fangal infinito emergido de la desecación del lago que había cubierto hasta entonces el territorio virgen y desolado que íbamos a ocupar.

Y a cultivar, claro es. Porque junto con nuestros enseres y escasos muebles transportábamos también en el camión que nos había traído desde Ferreras los animales y los aperos que componían todo nuestro patrimonio, incluidas las dos vacas con cuya ayuda tendríamos que roturar las seis hectáreas que nos correspondían, según las escrituras que nos habían dado los ingenieros antes de nuestra partida, de aquella tierra baldía y del color de los sacos viejos que se extendía hasta el horizonte delante de nuestros ojos.



Los comienzos fueron duros y muy tristes. Instalados en uno de los barracones junto con otras cuatro familias llegadas, como nosotros, desde muy lejos (desde la provincia de Guadalajara, una, y las otras desde un pueblo de Zamora rayano con la frontera de Portugal), nos dispusimos a cultivar la tierra y a emprender una nueva vida en aquel lugar. ¿De qué nos valía ya añorar los verdes prados de Ferreras, los regueros y los huertos junto al río, los pastizales de las colladas y de los puertos de las montañas hasta los que subíamos a las ovejas en el verano y desde los que contemplábamos el maravilloso circo de peñas blancas e inaccesibles que rodeaba el hermoso valle de nuestro pueblo, diminuto allá, en el fondo, junto al río que terminaría con él? Ahora lo que teníamos era solamente eso: seis hectáreas de terreno plano como una masera de las que tendríamos que extraer el fruto que nos permitiría alimentar a los cuatro hijos, los cuatro todavía pequeños para trabajar.

Teresa, que es la mayor, tenía apenas dieciséis años. Fue a la que más le costó dejar atrás nuestra casa y a las gentes de Ferreras para siempre, pues por su edad era la más consciente de todos. José Antonio y Virginia, más pequeños, aunque también lloraron cuando nos fuimos y durante varios días permanecieron casi en silencio, sobrecogidos por la soledad del sitio en el que íbamos a vivir, en seguida se adaptaron y olvidaron Ferreras, si no del todo, sí como referencia, y lo mismo le ocurrió a Agustín. Justo todo lo contrario que nosotros, su padre y yo, que, como los demás colonos, mientras más pasaba el tiempo, más añoranza sentíamos de nuestro antiguo pueblo y de las montañas que lo envolvían y que son las mismas que me contemplan de nuevo hoy, sólo que rodeadas de un lago inmenso, el del pantano bajo el que yace aquél.

Domingo nunca quiso volver a verlas mientras vivió. Al revés que otros vecinos (los que se instalaron en la laguna como nosotros y los que se marcharon lejos, alguno incluso fuera de España), él nunca quiso volver aquí ni consintió en que nuestros hijos lo trajeran, como sí hicieron conmigo a veces. Él se quedaba solo en la residencia o —antes— en nuestra casa de la laguna y, cuando regresábamos, ni siquiera nos preguntaba qué habíamos visto ni si habíamos encontrado a algún antiguo vecino que, como nosotros, hubiera vuelto al borde del lago que ahora sepultaba el valle a imaginar bajo él los tejados de las casas y las calles sumergidas de Ferreras.

Durante los cuarenta y cinco años que han pasado desde el día en el que, con la casa a cuestas, abandonamos estas montañas camino de la llanura, Domingo nunca volvió a hablar del pueblo, como tampoco lo hizo de Valentín, el pobre hijo que se nos murió tan pronto. Domingo prefería olvidarse del pasado y para eso lo mejor, pensaba, era no nombrarlo. Yo, en cambio, aunque me habría gustado hacer como él: borrar los momentos malos de mi memoria y vivir como si nunca hubieran existido, jamás lo pude lograr; al contrario, mientras más hacía por olvidar, más recordaba y me dolía el recuerdo.

Me pasó con Valentín, de cuya temprana muerte nunca me recuperé, y me pasó con su abandono forzoso al dejar Ferreras, en cuyo cementerio sellado por una capa de hormigón (una medida obligada a fin de evitar que el agua erosionara la tierra de las sepulturas y sacara los huesos de los muertos a la luz) quedó, como la mayoría. Hubo quien sacó a los suyos y se los llevó a otro sitio, pero Domingo y yo, cuando nos lo plantearon, decidimos dejar los nuestros en su lugar, incluido Valentín, ya que nosotros no podíamos hacerlo. Y como con mi hijo me pasó con mi pasado. Sepultados bajo el agua del pantano como aquél, aquí quedaron los casi cuarenta años que había vivido hasta ese momento, todos en la misma casa en la que nací y crecí, igual que mi madre y que mi abuela Andrea; cuarenta años si no felices del todo (la muerte de Valentín y de mi padre todavía joven vinieron a disipar mi felicidad), sí al menos muy tranquilos y apacibles, pues nuestra vida estaba ya encarrilada por los mismos caminos que las de nuestros antepasados, aquellos hombres y mujeres que levantaron para nosotros todo lo que ahora teníamos.

En la laguna, en cambio, todo lo hubimos de construir nosotros. Salvo las casas, que las hicieron obreros llegados desde muy lejos (aunque, eso sí, las tuvimos que pagar nosotros: veinte años nos costó a Domingo y a mí terminar de hacerlo), todo lo demás lo levantamos con nuestro propio esfuerzo y dedicación, sin más ayuda que la de nuestros vecinos; gentes llegadas, como nosotros, a aquella tierra baldía tras haber sido expulsadas por la fuerza de las suyas. ¡Cuánto tuvimos que trabajar y cuánto sudor dejamos en las que ahora son tierras fértiles y productivas pero que, cuando llegamos, no eran más que un lodazal del que, al llover, brotaba el agua de nuevo hasta el punto de que a veces tuvimos que abandonar precipitadamente los barracones para buscar un lugar seguro fuera del territorio antiguo de la laguna o, sin llegar a ese extremo, dormir con una mano fuera de la cama para que el agua no nos mojara si subía más de la cuenta!

Así que dejamos un pueblo hundido y nos establecimos en otro nuevo que navegaba en la indefinición: a veces en el agua y otras en medio del cereal y los girasoles. Lo más duro fue, no obstante —para los que procedíamos de lugares montañosos como nosotros al menos—, acostumbrarse a los nuevos horizontes y a la falta de accidentes geográficos que nos sirvieran para orientarnos en la llanura. Habituados como estábamos a que los montes y las colinas, los árboles y los caminos, las espadañas de las iglesias y las montañas de alrededor nos indicaran nuestra situación, en la antigua laguna desecada no había una sola referencia que nos sirviera para orientarnos, excepto el sol. Sólo él nos ayudaba, en los primeros tiempos al menos, a situar los puntos geográficos y, con ayuda de ellos, los campos que nos pertenecían. Recuerdo que Domingo se enfadaba cuando, después de dar muchas vueltas, nos deteníamos desorientados en medio de la llanura incapaces de saber la localización exacta de los nuestros.

Y, sin embargo, aquí ¡qué fácil era orientarse! Incluso todavía hoy, con todo el valle ya sumergido, podría señalar la situación no sólo de cada aldea: Quintanilla, Campillo, Utrero, Vegamián..., sino de la carretera y de los caminos. Y, al hilo de éstos, de nuestros huertos, de nuestros prados, del soto en que sesteaban las vacas en el mes de agosto, cuando el calor arreciaba hacia el mediodía, de la majada en la que guardábamos las ovejas en el invierno y en la que más de una vez dormí acompañando a mi madre con la vecera cuando era joven. Con los ojos tapados podría orientarme bajo las aguas y encontrar cada camino y cada lugar y, en cambio, todavía ahora me cuesta hacerlo en los de nuestro nuevo pueblo.

¡Qué duro debió de ser para mi marido! Yo, al fin y al cabo, seguía haciendo lo mismo, esto es, cuidando de la casa y de nuestros hijos y ayudándole a él cuando me quedaba tiempo, pero Domingo tuvo desde el principio no sólo que aprender a orientarse en la nueva tierra, sino también una agricultura que desconocíamos completamente, puesto que la de la montaña era muy distinta. Mientras que aquí apenas cultivábamos patatas y algo de trigo y centeno para el consumo de la familia y los animales (el pastoreo era lo fundamental), en la laguna la tierra era tan feraz que permitía cultivos de todo tipo (remolacha, avena, maíz, alfalfa, cebada, trigo...), todos en grandes cantidades además. Menos mal que compramos aquel tractor (a plazos, como la casa) que nos ofrecieron a la vez que ésta, pues con la sola ayuda de las vacas no hubiéramos podido roturar toda nuestra tierra y mucho menos cosecharla luego. Con las distancias que hay entre campo y campo y las extensiones de éstos, habríamos tardado meses en poder hacerlo.

Cuando los hijos fueron creciendo y empezaron a ayudarnos con el campo, pudimos comenzar a respirar y a disfrutar de lo conseguido, si bien siempre con la tristeza de lo perdido y dejado atrás. Como los demás vecinos, habíamos mejorado nuestra situación (ahora vivíamos con desahogo), pero seguíamos añorando aquella vida anterior, sin duda alguna más pobre, pero en nuestra imaginación feliz y en nuestros recuerdos dulce; tan dulce como el paisaje en el que se desarrollaba y cuyos restos aún permanecen en el entorno del gran embalse que lo borró con excepción de las altas peñas y de los montes que lo rodean. ¡Lástima que Domingo ya no pueda verlos, pues, aunque siempre se resistió a volver, estoy segura de que, en el fondo, le habría encantado hacerlo siquiera fuera una sola vez! Si no, ¿por qué desde el primer día me dijo, cuando todavía estaba lleno de fuerzas y la muerte era una idea muy remota, tan remota como este valle que él nunca quiso volver a ver, que, cuando falleciera, lo trajéramos aquí?

Me lo dijo cuando nos despedimos, aquella mañana fría del mes de octubre, de estas montañas, entonces ya pintadas de amarillos y granates (los de los cerezos bravos y los espinos; los frutales y los chopos de la vega habían sido talados ante el cierre inminente de la presa) por un otoño precoz, y me lo repitió dos veces, una en la residencia, el día en el que Teresa nos dejó en ella, y la otra ya en el hospital, poco antes de morir. Se ve que no se fiaba de que cumpliera lo prometido, dado lo que para mí supone. Y para él. Sin ser tan religioso como yo, Domingo jamás hubiera pensado en que lo quemaran de no haber sido por la imposibilidad de regresar a Ferreras de cuerpo entero a reposar para siempre junto a los suyos.

También había nacido allí. Cinco años antes que yo, por lo que me vio crecer e incluso me tuvo en brazos alguna vez, según me contó mi madre, pues vivíamos puerta con puerta. Tal vez por eso nos hicimos novios muy jóvenes y jóvenes nos casamos, yo más que él, evidentemente. Nunca conocí a otro hombre. No tuve tiempo de ello. Domingo ha sido para mí no sólo mi marido y el padre de mis hijos, sino el mío también en cierto modo. A la prematura desaparición del verdadero se unían mi inexperiencia y su mayor edad y determinación. Y ahora me ha dejado sola.

Cierto que tengo a mis cuatro hijos. Y a mis nietos, algunos de los cuales me acompañan también esta mañana en este extraño regreso a Ferreras; mejor dicho: al lugar más cercano al pueblo al que el pantano permite llegar cuando está lleno. Ellos ya no lo saben, pero por aquí, por estas verdes praderas en las que ahora pastan vacas ajenas, ganado perteneciente al arrendatario que ha alquilado estos montes al Estado, su propietario desde que se los expropió a los pueblos, pastoreé yo las de mi familia y luego las mías propias cuando Domingo y yo pudimos tenerlas. ¡Cuántas veces me senté por aquí a mirarlas mientras pacían sin imaginar que algún día todo esto desaparecería bajo las aguas de un gran embalse, y mucho menos que volvería pasado el tiempo junto a los míos a traer las cenizas de Domingo, entonces tan joven y tan robusto que la muerte era inimaginable en él!

Pero llegó. Llegó como llega todo: la madurez, la vejez, las desgracias, las cosas malas y buenas... Porque no todo fueron desgracias en nuestra vida. Al margen de nuestro destierro y de las muertes de Valentín, al que la vida nos lo arrebató tan pronto, y de nuestros respectivos padres y algún hermano, éstos principalmente de un tiempo acá, el resto de nuestra vida ha sido bastante bueno, entre otras cosas porque siempre permanecimos juntos. Incluso en la residencia, donde ingresamos a regañadientes, llevados por la necesidad más que por nuestro deseo (Domingo ya no podía quedarse solo: había empezado a perder la cabeza), el estar juntos nos animaba y nos protegía de la soledad de fuera. Pero ahora él ya no está y yo me siento como una huérfana, como cuando se murió aquel padre al que conocí muy poco pero al que he recordado toda mi vida quizá precisamente por eso.

Está ahí abajo enterrado. En el fondo de este lago que cubre el valle hasta donde puede (nevó mucho este invierno, según dicen), junto a los otros muertos de Ferreras y de las demás aldeas sumergidas, unas enteras —las más cercanas al río— y otras convertidas ya en un osario de piedras tras su demolición completa antes de que las inundara el pantano por su proximidad a lo que iba a ser su orilla, lo que podría provocar algún accidente cuando el agua descendiera de nivel, que fue el caso de Ferreras. Por suerte yo no lo vi, pero me dijeron que un año de gran sequía reapareció del todo (otras lo hacen cada verano) y que apenas se distinguían ya sus contornos después de décadas bajo el agua y con el lodo cubriendo sus antiguas piedras.

Allí quiere regresar Domingo. Convertido en despojos como el pueblo, quiere volver a donde nació y donde fue feliz hasta que nos fuimos obligados por una circunstancia que jamás habríamos podido imaginar antes de que nos la anunciaran. Recuerdo perfectamente el día en que yo la supe. Fue Domingo el que me la comunicó una mañana mientras comíamos. Acababa de escuchar la noticia en el bar de Vegamián, adonde había bajado a llevar la leche. Al parecer, lo decía el periódico. Ya no era aquel rumor que intermitentemente cobraba fuerza entre los vecinos desde hacía años, incluso desde antes de que yo naciera, según decía mi abuela, que, a fuerza de haberlo oído, ya no lo tomaba en serio, sino una noticia inequívoca: el periódico decía que el Gobierno había aprobado las expropiaciones. Me acuerdo de que ese día, cuando después de comer me asomé a la calle, había un silencio extraño en el pueblo.

Aquel silencio dio paso pronto al ruido de los camiones y de las excavadoras que comenzaron a perforar la peña del congosto donde se levantaría la presa. Luego, vinieron las carreteras, los túneles y las demoliciones y, aunque la vida siguió unos años como hasta entonces, el silencio nunca regresó a los pueblos, cuyos vecinos veíamos progresar aquellas obras con temor, sabedores de que su final marcaría también el nuestro en este lugar. Un final que sería aún más triste del imaginado, puesto que, aun esperado y sabido, nos cogió por sorpresa a todos, ya que, acostumbrados a ver avanzar las obras en torno a nosotros durante años, llegamos a creer que nunca se terminarían.

Es lo mismo que me ha pasado a mí con Domingo. Acostumbrada a tenerlo siempre a mi lado ofreciéndome seguridad y dándome la confianza y el ánimo que a veces necesité para poder seguir adelante en la vida, llegué a pensar que nunca me faltaría, como me ocurrió antes con mis padres. Pero se ha muerto. Se ha muerto y no volverá ya más a acompañarme en nuestros paseos, en las comidas de la residencia, en la cama de nuestra habitación, que hemos seguido compartiendo, por suerte para los dos, como durante más de sesenta años hicimos, primero en nuestra casa de Ferreras y luego en la de la laguna. Durante todo ese tiempo su cuerpo se ha acostado cada noche junto al mío, sus ojos se han abierto y se han cerrado prácticamente a la vez que los míos, sus sueños se han confundido con los que yo soñaba. Tras tantos años durmiendo juntos (y aunque hace muchos ya que no teníamos relaciones), su cuerpo y el mío se acostumbraron el uno al otro y ahora al mío le va a costar aprender a dormirse solo. Y a caminar. Y a vivir. Y hasta a reconocer esa habitación que compartiré con otra persona cuyo cuerpo será desconocido para el mío igual que el mío para él.

¡Cuántos años, Dios mío, ya han pasado desde el día en que Domingo me llevó al bar de Las Cuevas, donde hacían baile todos los sábados! ¿A quién podría contarle ahora la emoción que yo sentía aquella tarde y la que sentí al volver, ya de noche, los dos andando por el camino de Vegamián? ¿Cómo confesarle a nadie que desde entonces todo ha sido desandar aquel camino bordeado de espinos y de avellanos que hoy es sólo un recuerdo bajo el agua de este lago en el que Domingo reposará en seguida? Junto a sus padres. Junto a los míos. Junto a ese hijo al que no llegamos a ver crecer, pues se nos murió muy pronto, y que se quedó esperándonos todo este tiempo mientras nosotros íbamos de un lado a otro gastando nuestras fuerzas y la vida en el trabajo de volver aquí.

Domingo lo hace hoy, y yo espero no tardar mucho en seguirlo.

Teresa

No me extraña que mi madre se emocione cada vez que ve estas montañas, cuánto más hoy, que venimos a lo que venimos. Me pasa a mí, que las dejé de ver con dieciséis años, cuando nos trasladamos a vivir a Palencia...

Lo recuerdo como si fuera ahora. Recuerdo las despedidas de los vecinos que aún resistían en Ferreras esperando a que el cierre de la presa los echara, algo que se anunciaba para muy pronto (ya habían talado todos los árboles y se decía que iban a cortar la luz), y la partida desde la casa en aquel camión en el que íbamos toda la familia además de los animales y de nuestras pertenencias. Como los gitanos, decía mi madre cuando veía a otros vecinos del pueblo partir hacia su destino antes de que nosotros los secundáramos.

La víspera de nuestra marcha la recuerdo también con nitidez. Con todo ya recogido, preparado y apilado en el corral junto con las herramientas y algún apero de labranza (todos no podíamos llevarlos), la casa parecía un almacén en el que nuestras voces formaban eco. Dormimos todos en la cocina. Mis padres en un colchón en el suelo, con Virginia y Agustín entre los dos, y Toño y yo en el escaño. Antes habíamos cenado en casa de tía Balbina (¡qué pronto se moriría la pobre!) y después de cenar pasamos por las tres casas que aún permanecían abiertas a despedirnos de los que se quedaban. De todos modos, al día siguiente, por la mañana, todos estaban ante la nuestra para ayudarnos a cargar las cosas y para despedirnos cuando por fin nos fuimos. Era una escena que se repetía a menudo en aquellos días y cuya imagen me vuelve a veces en sueños llenándome de dolor, como les pasará, imagino, a los judíos que sobrevivieron a los campos de concentración nazis en la Segunda Guerra Mundial.

Lo que a nosotros nos esperaba al final del viaje, que duró prácticamente el día entero (las carreteras entonces no eran como las de ahora), no era un campo de concentración, pero se le parecía. Aquellos barracones de uralita que habían alzado para acogernos mientras se construían nuestras viviendas me parecieron, sin haberlos visto aún (el cine tardaría todavía en conocerlo y la televisión igual), pabellones de un campo de concentración más que lugares donde poder vivir dignamente. De la misma manera en que la imagen de mi padre cerrando con la llave nuestra casa de Ferreras y guardándola en el bolsillo cuando terminamos de cargarlo todo (como si no supiera que en poco tiempo el agua iba a sepultarla) me volvió a la memoria cuando leí que algunos judíos españoles, cuando tuvieron que irse al exilio, conservaron durante generaciones las llaves de sus casas en España por si algún día les permitían volver.

¡Pobre padre, cuánto le tocó pasar! Lo recuerdo siempre de un lado a otro atendiendo a las mil faenas que tanto aquí, en la montaña, como en la laguna le ocupaban el día entero, aquí por lo dificultoso del terreno y allí por su inmensidad. Aunque en seguida la salinidad del fondo (la sal de los carrizales, que afloró tras la desecación) comenzó a mermar las cosechas, en la laguna las fincas eran tan extensas que mi padre apenas si daba abasto para atenderlas, en especial al principio. Menos mal que Toño y yo pudimos ayudarle pronto, yo por muy poco tiempo, desgraciadamente.

Como mi madre, también me casé muy joven. No es que me arrepienta de ello, pero, si volviera atrás, no lo haría. Y no sólo por perder la juventud tan pronto, que entonces no me importó, tan enamorada estaba de Miguel, sino por haber vivido más con mis padres. Me habría gustado disfrutar más de su compañía, haber podido ayudarlos más, haber contribuido con mi trabajo y mi esfuerzo a levantar la casa y las hipotecas que tuvieron que firmar para poder salir adelante. El dinero de las expropiaciones apenas si les llegó para comprar los nuevos terrenos, que hubieron de pagar religiosamente a su propietaria, una marquesa que era la dueña de la laguna pese a que nadie la había visto nunca por allí.

Pero mi vida fue como fue. Y ahora ya es tarde para cambiarla. Me queda, eso sí, el consuelo de que, aun casada y con mi propia familia que atender, los he ayudado cuanto he podido, sobre todo en estos años en los que, jubilados ya, se habían quedado solos en casa con Agustín. Incluso ahora, en la residencia, he estado pendiente de ellos y los he ido a ver cada poco, al menos más que sus otros hijos.

¿Cómo no hacerlo con lo que les debemos? Gracias a ellos hemos podido ser lo que somos, que no es poco dadas las dificultades que nos tocó vivir en muchos momentos. Sobre todo al llegar a la laguna para emprender una nueva vida en un territorio extraño y junto a gente a la que desconocíamos. Pero nos adaptamos. Incluso con el tiempo llegamos a tener más relación con nuestros nuevos vecinos de la laguna que con los que teníamos en Ferreras, incluidos algunos familiares. Al fin y al cabo, con aquéllos nos unían el desarraigo y la necesidad de seguir viviendo, olvidando para ello lo que habíamos dejado atrás. Yo lo conseguí muy pronto, pero a mis padres les costó más, pues ya habían vivido mucho para entonces. Se adaptaron al paisaje y a una nueva agricultura, se acostumbraron a su nueva casa y al pueblo que fue creciendo alrededor de ella (todas las construcciones iguales, todas pintadas de blanco y rojo, lo mismo que las escuelas y que la iglesia, como en las enciclopedias que yo estudiaba en Ferreras, todas las calles trazadas en línea recta), pero les costó habituarse a la nueva vida que, al trasladarse de un mundo a otro, se había abierto ante ellos. Es más, tengo la sospecha de que nunca llegaron a hacerlo del todo, de ahí su melancolía, que se llevaron con ellos incluso a la residencia.

Les costó mucho ir, pero lo hicieron. Yo se lo dejé muy claro: ya no podían seguir viviendo solos en la laguna. Los dos acusaban ya la edad (mi padre más, tanto trabajó en su vida), pero es que éste, además, había comenzado a dar síntomas de desvarío. Se pasaba las horas muertas ante la casa mirando el campo y en los últimos tiempos no reconocía a la gente. El médico dijo que lo mejor era que lo ingresáramos en un asilo. Mi madre, que se resistió al principio, se fue con él antes que dejarle solo. Llevaban demasiados años juntos como para abandonarlo ahora.

¿Qué será de ella a partir de hoy? La veo vestida de luto caminando entre nosotros en dirección al pantano cuya existencia la ha torturado la vida entera y me recuerda a esas viudas o madres de marineros que se asoman al mar que les robó a sus hijos o a sus maridos. En su caso, el pantano le ha robado sólo a un hijo, el que quedó enterrado en el cementerio cuando nos fuimos de nuestra aldea (yo ni siquiera lo conocí), pero dentro de unos minutos acogerá también el alma de su marido, ésta en forma de cenizas que devorarán los peces. Quizá es lo que ella está pensando en este momento. Para mi madre, que mi padre decidiera que incineraran su cuerpo para poder volver a donde nació ha sido algo que le ha costado asumir, aunque, como de costumbre, aceptó su decisión sin rechistar. Mi madre pertenece, como yo, a esa clase de mujeres acostumbradas a obedecer, primero a nuestros padres y luego a nuestros maridos. ¡Qué distintas de las jóvenes de hoy!


Date: 2015-12-24; view: 693


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