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Capítulo VIII 8 page

 

»De nuevo me eché a reír, pero no le contesté porque ya empezaba a percibir el olor de la sangre rancia. Seguí avanzando a medio galope. Delante de mí, las colinas sua­vemente onduladas parecían estar desiertas y en calma. Sí, volví a percibir aquel olor; el olor a muerto se notaba denso en el aire.

 

»— ¿Es éste el lugar exacto de la batalla? —pregunté dirigiéndome a nuestro guía. Éste asintió. Miré a mí alrede­dor y luego seguí adelante al galope. El barro absorbía el sonido de los cascos de mi caballo, y al ser removido daba la impresión de rezumar sangre. Cabalgué hasta donde Napoleón había acampado el día de su fatídica derrota. Permanecí sentado en mi silla y contemplé aquella llanu­ra de calaveras.

 

»Los campos de maíz se mecían movidos por la suave brisa. Imaginé que susurraban mi nombre. Sentí que una ex­traña liviandad me invadía y seguí cabalgando en un inten­to de sacudírmela de encima. Al hacerlo, el barro sobre el que pasaba parecía absorber los golpes cada vez más. Conti­nué al galope hacia una extensión de hierba. El barro seguía rezumando. Miré hacia abajo. Entonces vi que la hierba se estaba tiñendo de un tono rojizo. Allí donde pisaba mi caba­llo, burbujas de sangre empezaban a brotar de la tierra.

 

»Miré a mi alrededor. Estaba solo. No había ni rastro de los otros jinetes, y el cielo aparecía de pronto de un co­lor púrpura oscuro. Todos los sonidos habían caído y se habían apagado: los pájaros, los insectos, el roce del maíz. El silencio, como el cielo, estaba frío y muerto. En la ex­tensa llanura no se movía ni un solo ser viviente.

 

»Y entonces, desde detrás de las crestas de una cordi­llera lejana, me llegó muy débilmente un sonido. Era el re­doble de un tambor. Se calló y luego, con más fuerza que antes, comenzó de nuevo. Guié a mi caballo hacia adelan­te. El redoble del tambor se hizo más rápido. Mientras yo cabalgaba hacia la cordillera, el redoble parecía resonar en el cielo. Llegué a la cima de la cordillera. Allí tiré de las riendas de mi caballo. Permanecí sentado en la silla mi­rando fijamente la escena que tenía debajo.

 

»De los campos manaba sangre, como si el suelo fuera una venda que cubriese una herida imposible de restañar. La tierra empezó a fundirse y a mezclarse con los charcos de sangre, y en toda la extensión del campo de batalla se empezaron a formar grumos de tierra sanguinolenta. Re­conocí varias formas humanas que salían tambaleándose de las tumbas que las contenían. Se fueron colocando en hileras y distinguí los jirones descompuestos en que se ha­bían convertido los uniformes. Estaba viendo batallones, regimientos, ejércitos de muertos. Hicieron frente a mi mirada con ojos idiotizados. Tenían la piel pútrida, la na­riz se les había caído, los cuerpos aparecían rancios y ma­lolientes, mezclados con la sangre y el lodo. Durante unos segundos todo permaneció en calma. Luego, como movi­dos por una sola mente, los soldados dieron un paso ha­cia adelante. Se quitaron los sombreros. Con terrible len­titud comenzaron a agitarlos en el aire, saludándome.



 

»—Vive l'empereur —gritaron—. ¡Viva nuestro empera­dor...! ¡El emperador de los muertos!

 

»Me giré sobre la silla. Recordé la última noche que ha­bía pasado en la casa de Picadilly Estaba seguro de que lo que tenía delante era una visión como la de aquella noche, que yo había conjurado. Busqué la criatura que tenía la forma del pacha. La vi, montada a caballo, y su silueta se recortaba contra el cielo púrpura. Me estaba mirando.

 

»— ¿Pacha Vakhel? —le pregunté en voz baja. Entorné los ojos—. ¿Es posible que sea usted?

 

«Levantó el sombrero e imitó el saludo de los soldados muertos. Empezó a galopar alejándose de mí, pero lo se­guí con intención de destruirlo y volver a recuperar así el control de mi sueño. La criatura se dio la vuelta. Tenía una expresión de sorpresa reflejada en la cara. De pronto, antes incluso de que yo lo hubiera visto moverse, sentí sus dedos alrededor de mi garganta. Me vi sorprendido por su fuerza. Hacía mucho tiempo que no me enfrentaba a un ser con poderes como los míos. Luché contra él. De nue­vo vi que la sorpresa y la duda cruzaban por el rostro del pacha. Sentí que se debilitaba. Le rajé el rostro. Él se tam­baleó hacia atrás y rodó por el suelo. Avancé hacia él. En aquel momento oí un grito.

 

»Me di la vuelta. Polidori me observaba. Sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, volvió a gritar. Miré hacia el lugar en el que había caído el pacha. Había desaparecido. Lancé un juramento en voz baja. Podía oír de nuevo a los Pájaros, y al mirar hacia el campo de batalla vi que sola­mente había hierba y cosechas sin pisotear.

 

»Me di la vuelta y miré a Polidori. Seguía dormido, gi­miendo y retorciéndose en el suelo. Nuestros sirvientes venían hacia él. Bien, pensé. Le hacían falta. Hice dar media vuelta a mi caballo y atravesé el campo de batalla. Unos campesinos me ofrecieron espadas rotas y calaveras. Les compré unas cuantas. Por lo demás, seguí cabalgando solo, meditando sobre la caída de Napoleón y la fatídica fugacidad de la mortalidad.

 

»En el viaje de vuelta a Bruselas, Polidori continuó mi­rándome en silencio. Tenía la mirada recelosa y llena de miedo. Decidí ignorarlo. Hasta que más tarde, aquella misma noche, después de matar y alimentarme, y cuando estaba caliente por la sangre, me enfrenté a él. Polidori es­taba dormido. Lo desperté bruscamente. Lo cogí con fuer­za por la garganta. Le advertí que nunca más volviera a leer mis sueños.

 

»—Lo vi en trance —dijo Polidori con la voz quebra­da—. Me pareció que podía ser interesante leerle los pen­samientos. La verdad es que —añadió hinchando el pe­cho— como médico suyo creí que era mi deber hacerlo.

 

»Le pasé el dedo por la mejilla.

 

»—No vuelva a intentarlo —le susurré.

 

«Polidori me miró agresivamente.

 

»— ¿Por qué no, milord? —me preguntó—. ¿Cree que mi mente no es igual que la suya?

 

«Sonreí.

 

»—No —le dije bajando la voz. Polidori abrió la boca para decir algo, pero cuando vio mis ojos se le puso el ros­tro muy pálido y sólo acertó a emitir un sonido ininteligi­ble. Después bajó la cabeza. Se dio la vuelta y se marchó. Yo confiaba en que hubiera comprendido.

 

»Sin embargo, no había manera de refrenar su vani­dad. Polidori continuó meditando.

 

»— ¿Por qué —me preguntó unos días después— le sa­ludaron los soldados como su emperador?

 

»Le miré sorprendido y luego sonreí fríamente.

 

»—Sólo fue un sueño, Polidori.

 

»— ¿Lo fue? —Los ojos se le abultaron y asintió con la cabeza, lleno de excitación—. ¿Lo fue?

 

»Desvié la vista y miré al exterior por la ventanilla del carruaje para admirar la belleza del Rin. Le aconsejé a Po­lidori que hiciera lo mismo. Durante unos kilómetros así lo hizo. Seguimos viajando en silencio. Luego Polidori co­menzó a señalarme con el dedo.

 

»— ¿Por qué a usted? —volvió a estallar—. ¿Por qué? —Se dio unas palmadas en el pecho—. ¿Por qué no yo? —Lo miré y me eché a reír. Polidori se atragantó de tan fu­rioso como estaba; luego tragó saliva e intentó guardar la compostura—. Le ruego que me diga, milord: ¿qué puede hacer usted que yo no pueda hacer mejor?

 

»Sonreí débilmente.

 

»— ¿Aparte de escribir un tipo de poesía que se vende? —Me incliné hacia adelante—. Tres cosas. —Cogí una pis­tola y la amartillé. Polidori se encogió al ver lo que ha­cía—. Puedo darle al agujero de una cerradura a treinta pasos. —Luego le señalé el Rin—. Puedo atravesar ese río a nado. Y en tercer lugar... —Le coloqué el cañón de la pis­tola debajo de la barbilla. Le capturé los ojos y le invadí la mente. Conjuré una imagen para él, una imagen de él mis­mo sujeto y desollado sobre su propia mesa de disección. Vi cómo el color huía del rostro de Polidori. Me eché a reír y me recosté en el asiento—. En tercer lugar —repetí—, como usted mismo acaba de ver... puedo llenarle de terror hasta volverle loco. Así que, doctor, no me tiente.

 

»Polidori permaneció sentado, boqueando en busca de aire. Volvimos a quedar en silencio. No dijo nada hasta que el carruaje se detuvo para pernoctar. Entonces, mien­tras salíamos del carruaje, me miró.

 

»— ¿Por qué había de ser usted emperador? —me pre­guntó—. ¿Por qué habían de aparecérsele a usted los muertos?

 

El resentimiento y la envidia le oscurecían el rostro. Luego dio media vuelta y se alejó a toda prisa hacia el in­terior de la posada.

 

»Le dejé marchar. Las preguntas que me había hecho eran buenas, desde luego. Heredero del pacha, me había llamado lady Melbourne; y el pacha había sido algo muy Parecido a un rey. Yo no quería un poder así, los tiempos de los reyes habían pasado, y aunque fuera un vampiro sa­bía valorar la libertad. Pero los muertos de Waterloo me habían rendido homenaje. ¿Habrían sido conjurados a modo de mofa? ¿Y quién lo habría hecho? ¿El propio pa­cha? El pacha estaba muerto, estaba completamente se­guro de ello; yo mismo le había atravesado el corazón. Lo había sentido morir, sabía que había sido así.

 

»No podía ser, pues, su rostro el que yo había visto en Picadilly, o el que, lívido y pálido, había visto recortado en el cielo de Waterloo. Empecé a ser precavido con mis pen­samientos. No estaba dispuesto a permitir que nadie se apoderara de ellos de nuevo. Si había alguna criatura que quisiera desafiarme, que así fuese; pero dudaba de que sus poderes pudieran igualarse a los míos. Continuamos nues­tro viaje, pasamos por Drachenfells y entramos en Suiza. Los Alpes, invernales y extensos, se alzaban ante nosotros. Durante este tiempo no vi nada extraño. Ningún ser inva­dió mis sueños. La criatura —fuera lo que fuese— parecía haberse quedado atrás. Estaba complacido, pero no sor­prendido. Recordé cuando le había rajado la cara en Wa­terloo. Habría sido estúpido atreverse a seguir conten­diendo conmigo. Al acercarnos a Ginebra empecé a rela­jarme.

 

Lord Byron hizo una pausa.

 

—Cosa que resultó ser un error por mi parte, desde luego.

 

Rebecca aguardó.

 

— ¿El pacha? —preguntó al rato.

 

—No, no. —Lord Byron negó con la cabeza—. No, fue un susto por un motivo completamente diferente. Llega­mos al Hotel d'Anglaterre. Me apeé del carruaje y entré en el vestíbulo. Al hacerlo noté que flotaba en al ambiente cierto aroma. Me resultaba conocido, mortal, irresistible. Me quedé helado y miré a mí alrededor con la vana espe­ranza de ver a Augusta. Pero allí sólo estaban Polidori y el personal del hotel. Firmé el registro distraídamente. Edad, pedía. De pronto sentí una terrible y cansada desespera­ción. Cien años, escribí. Luego me retiré a mi habitación tratando de que se me vaciara la mente. Pero era imposi­ble. Por todas partes flotaba el penetrante olor a sangre dorada.

 

»Una hora después me enviaron una nota a la habitación. Rompí el lacre y la abrí. «Mi queridísimo amor —decía—, siento que hayas envejecido tanto, aunque sospe­chaba que tendrías ya doscientos años a juzgar por la len­titud de tu viaje. Estoy aquí en compañía de Mary y de Shelley. Espero que tengamos oportunidad de verte pron­to. Ciertamente, tengo muchas cosas que contarte. Pero, por ahora, que el cielo te envíe un dulce sueño. Estoy muy contenta.» Estaba firmado simplemente «Claire».

 

»— ¿Malas noticias? —me preguntó Polidori con su ha­bitual falta de tacto.

 

»—Sí —respondí lentamente—. Podría decirse que sí.

 

«Polidori sonrió mostrando los dientes.

 

»—Oh, vaya —dijo.

 

«Conseguí evitar a Claire durante dos días. Pero me acosaba enviándome notas todo el tiempo, y yo sabía que al final daría conmigo. Al fin y al cabo había atravesado media Europa para estar a mi lado, y por lo tanto estaba claro que su locura no podía negarse. Finalmente me en­contró una tarde, mientras yo estaba remando en el lago con Polidori. Se detuvo para esperarme, con dos acompa­ñantes a su lado. Estaba atrapado. Al acercarme a ella el perfume se hizo cada vez más intenso en mis orificios na­sales. Abandoné precipitadamente la barca y me acerqué despacio a Claire. Ésta me tendió la mano y yo se la cogí, aunque de mala gana; se la besé. Al hacerlo me sentí ma­reado, puesto que me invadió la sed de sangre. Dejé caer apresuradamente la mano de Claire y le di la espalda... a ella y al feto de nuestro hijo nonato.

 

»— ¿Lord Byron?

 

»Uno de los dos acompañantes de Claire se había adelantado para saludarme. Miré su cara. Era un rostro delicado y pálido, enmarcado por largos cabellos dora­dos: el rostro de un poeta; casi, pensé, el rostro de un vampiro.

 

»— ¿Señor Shelley? —inquirí. Él asintió—. Me alegro mucho de conocerle —le dije estrechando la mano que me ofrecía. Luego miré al tercer miembro del grupo. Shelley, siguiendo mi mirada, cogió del brazo a su acompañante. La acercó ligeramente hacia mí.

 

»—Ya conoce usted a Mary, según creo, la hermana de Claire.

 

«Sonreí y asentí.

 

»—Sí, conozco a su esposa.

 

»—No es mi esposa.

 

»Miré fijamente a Shelley, con sorpresa.

 

»—Oh, le pido disculpas. Pensaba...

 

»—Shelley no cree en el matrimonio —comentó Mary.

 

»Shelley me sonrió con timidez.

 

»—Tengo entendido que usted tampoco dedica mucho tiempo al estado marital.

 

»Me eché a reír y así se rompió el hielo. Claire corrió hacia mí, enfadada porque la había estado ignorando, e intentó cogerme del brazo, pero me aparté y la rechacé.

 

»—Venga usted a cenar conmigo esta noche —le susu­rré a Shelley al oído—. Pero no traiga a Claire.

 

»Y luego, haciendo una inclinación de cabeza a las dos hermanas, regresé a la barca.

 

«Shelley, efectivamente, vino a cenar aquella noche, y acudió solo. Estuvimos hablando hasta el amanecer. Su conversación me cautivó. Era un infiel incorregible. No era sólo el matrimonio lo que condenaba: condenaba tam­bién a los curas, a los tiranos e incluso a Dios.

 

»—Éste es el invierno del mundo —me dijo—. Todo está gris y cargado de cadenas. —Pero en esa afirmación no había desesperanza; al contrario, su fe en el futuro ar­día como una llama, y yo, que había olvidado lo apasio­nada que puede ser la esperanza, le estuve escuchando extasiado. Shelley tenía fe en la humanidad; creía que ésta podría alcanzar un estado más elevado. Me burlé de él, por supuesto, porque muchas de las especulaciones que hacía trataban de cosas de las que era imposible que tu­viera algún conocimiento. Sin embargo, me intrigó cuan­do se puso a hablar de abrirle la mente al universo, de que él tensaba sus propias percepciones como las cuerdas de una lira, de manera que sus sensaciones visionarias se in­crementaban inmensurablemente—. Hay fuerzas extrañas en el mundo —me dijo— que resultan invisibles para nosotros, pero que a pesar de todo son tan reales como us­ted y yo.

 

»Sonreí.

 

»— ¿Y cómo establece contacto con esas fuerzas? —le pregunté.

 

»—A través del terror —repuso Shelley—. Del terror y del sexo. Ambos pueden servir para abrir la puerta almundo de lo desconocido.

 

»Mi sonrisa se hizo más amplia. Miré a Shelley a los ojos. De nuevo pensé que sería un vampiro muy hermoso.

 

«Decidí que me quedaría en Suiza. Shelley y sus acom­pañantes se habían instalado en una casa junto al lago. Al­quilé una gran villa a unos doscientos metros de distancia de ellos... distancia a la cual el aroma del vientre de Clai­re se debilitaba. Claire seguía mostrándose inoportuna y había ocasiones en que se negaba a mantenerse alejada de mí. La mayor parte del tiempo, sin embargo, conseguía es­quivarla con éxito y mantenía a raya la, para mí, tortura que llevaba en su carne. A Shelley, desde luego, lo veía a todas horas. Paseábamos en barca, cabalgábamos y nos quedábamos hablando hasta altas horas de la noche.

 

»Al cabo de unas semanas el tiempo empezó a empeo­rar notablemente. Había nieblas interminables, tormentas y densas lluvias. Nos quedamos en mi villa día y noche. Por las noches nos reuníamos en la sala delantera. En la chimenea gigante ardía un resplandeciente fuego, mien­tras en el exterior el viento aullaba por encima del lago y hacía vibrar el vidrio de los balcones. A menudo nos si­tuábamos de pie junto a ellos y contemplábamos el juego de los relámpagos sobre los helados picos de las monta­ñas. Aquella vista me inspiraba renovadas preguntas acer­ca del galvanismo y de la electricidad, y de si existía un principio de vida. A Shelley también le fascinaban esos temas; en Oxford, por lo visto, incluso había llevado a cabo algunos experimentos.

 

»— ¿Con éxito? —le pregunté.

 

»Shelley se echó a reír y negó con la cabeza.

 

»—Aunque sigo creyendo que quizá sea posible generar vida —dijo—. Es posible que se pueda reanimar un cadáver.

 

»—Oh, sí —dijo Polidori, entrometiéndose en la con­versación—, lord Byron lo sabe todo acerca de eso, ¿no es cierto, milord? —Se le empezó a contorsionar el rostro con varios tics—. Es el emperador de los muertos —aña­dió con desprecio. Sonreí ligeramente y lo ignoré. Polido­ri estaba celoso de Shelley. Tenía buenos motivos. Shelley y yo continuamos hablando. Después de unas cuantas in­terrupciones más, Polidori nos lanzó un improperio y se apartó de nosotros. Sacó la tragedia que había escrito y empezó a leer en voz alta. Oí la risita de Claire. Polidori interrumpió la lectura y se sonrojó. Miró por toda la ha­bitación. Todos guardamos silencio—. Oiga —dijo Polido­ri de pronto apuntando hacia Shelley—. Mi poema, ¿qué le parece a usted?

 

»Shelley permaneció en silencio durante un momento.

 

»—Creo que es usted un médico excelente —dijo final­mente.

 

«Polidori se puso a temblar.

 

»— ¿Me está usted insultando? —quiso saber con voz ronca y trémula.

 

»Shelley pareció sorprendido.

 

»—No, Dios me libre —dijo. Se encogió de hombros—. Pero me temo que, en mi opinión, su poema no vale mu­cho.

 

»Polidori arrojó violentamente al suelo el manuscrito.

 

»—Exijo una satisfacción —gritó. Avanzó hacia She­lley—. ¡Sí, señor, exijo una satisfacción!

 

»Shelley estalló en carcajadas.

 

»—Oh, por el amor de Dios, Polidori —le dije yo con voz pausada—. Shelley es pacifista. Si quiere usted batir­se en duelo, hágalo conmigo.

 

»Polidori me echó una ojeada.

 

»—Se burla usted de mí, milord.

 

» Sonreí.

 

»—Sí, así es.

 

»De pronto Polidori dejó caer los hombros. Alicaído, se volvió hacia Shelley.

 

»— ¿En qué le parece que falla mi poema?

 

»Shelley se quedó pensando. En aquel momento un re­lámpago cruzó el Jura y toda la sala se iluminó con su res­plandor.

 

»—La poesía —le dijo Shelley mientras el eco del true­no se apagaba— debe ser... —Hizo una pequeña pausa—. Debe ser una chispa de fuego, una descarga eléctrica que dé vida a un mundo muerto, y que le abra los ojos que han estado cerrados durante mucho tiempo.

 

»Le sonreí.

 

»— ¿Como el terror, entonces?

 

»Shelley asintió con los ojos muy abiertos y solemnes.

 

»—Sí, desde luego, Byron, como el terror.

 

»Me puse en pie.

 

»—Tengo una idea —dije—. Intentemos ver si la teoría de Shelley es acertada.

 

»Mary me miró con el entrecejo fruncido.

 

»— ¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué quiere decir?

 

»Me acerqué a un estante y levanté un libro.

 

»Voy a leer historias de fantasmas —les expliqué—. Y después cada uno de nosotros contará una historia que conozca.

 

«Recorrí la habitación atenuando las luces. Sólo She­lley me ayudó a hacerlo. Polidori miraba con altivez, mien­tras Claire y Mary se mostraban indecisas y temerosas. Los reuní a todos a mí alrededor y nos sentamos junto al fuego. Cuando empecé, se oyó el satisfactorio rugido de un trueno en el exterior. Aunque a mí no me hacía ningu­na falta la tormenta: tan sólo con mi voz, lo sabía con toda certeza, podría arrojar un manto de miedo. A los demás les parecía que yo estaba leyendo del libro, pero, natural­mente, no tenía necesidad de él; los cuentos de horror que les conté eran míos. Hubo dos relatos que redacté aquella noche. En el primero, un amante abrazaba a su flamante esposa, la besaba y sentía que ella se convertía en el cadá­ver de todas las muchachas a las que él había traicionado. Y en el segundo...

 

Lord Byron hizo una breve pausa y dirigió una sonrisa a Rebecca.

 

—El segundo contaba la historia de una familia. Su fundador, a causa de sus pecados, estaba condenado a dar el beso de la muerte a todos sus descendientes. —Lord Byron hizo otra pausa—. A todos los que llevaran su misma sangre. Sí —asintió al ver que Rebecca se quedaba parali­zada en el sillón—, recuerdo que a Claire le agradó mucho ese relato. Empezó a apretarse el vientre de la misma for­ma en que lo había hecho Bell. Y entonces... bueno, el aro­ma que producía el terror de Claire me animó. Les conté mi propia historia, disfrazada, naturalmente, la historia de dos amigos que viajan a Grecia y lo que allí le ocurre a uno de ellos. Cuando terminé el relato reinaba el silencio. Advertí con placer hasta qué punto Shelley parecía estar afectado. Tenía los ojos fijos en algún punto y muy abier­tos, casi salidos de las cuencas por la convulsión de los músculos, hasta el punto que parecían dos globos ocula­res que acabaran de ser colocados en una máscara. El ca­bello le resplandecía y tenía tal palidez en el rostro que era casi tan brillante como una luz.

 

»— ¿Y eso no es más... que un relato? —preguntó final­mente.

 

«Levanté una ceja.

 

»— ¿Por qué lo pregunta?

 

»—Por el modo en que lo ha contado. —Se le abrieron los ojos aún más—. Parecía como si... bueno, como si en­cerrase una horrible verdad.

 

»Sonreí, pero al abrir la boca para responderle, Polidori se me adelantó.

 

»— ¡Ahora me toca a mí! —Dijo poniéndose en pie de un salto—. Pero las aviso, señoras —añadió con una ga­lante inclinación de cabeza hacia Mary y Claire—, puede que se les hiele la sangre.

 

»Se colocó en posición con una vela, se aclaró la gar­ganta y empezó. La historia era ridícula, desde luego. Una mujer, por alguna razón no explicada, llevaba una calave­ra por cabeza. Tenía la costumbre de espiar por el ojo de las cerraduras. Algo sorprendente le ocurrió, no recuerdo qué. Al final, Polidori se atascó e hizo que la mujer termi­nara en una tumba, de nuevo por algún motivo que no acerté a ver. La velada, que antes se había visto electriza­da por el miedo, cayó en la hilaridad.

 

»De pronto, en el punto más alto de nuestras risas, Mary lanzó un grito. Las puertas del balcón se abrieron de golpe, el viento irrumpió en la sala y todas las velas se apagaron. Mary volvió a gritar.

 

»— ¡No ocurre nada! —gritó Shelley apresurándose a cerrar las ventanas—. ¡No es más que la tormenta!

 

»—No —dijo Mary—. Hay algo en el balcón. Lo he vis­to claramente. —Fruncí el entrecejo y salí con Shelley al balcón. Estaba vacío. Intentamos escudriñar en la oscuri­dad, pero la lluvia barría el lago hacia nosotros y nos ce­gaba. Tampoco pude oler nada—. Pues yo he visto una cara —insistió Mary mientras nos disponíamos a encen­der de nuevo las velas—. Espantosa, maligna.

 

»— ¿Era pálida? —le pregunté—. ¿Tenía los ojos ar­dientes?

 

»—Sí. —Mary movió la cabeza a ambos lados—. No. Tenía los ojos... —Me miró—. Tenía los ojos, Byron, como los de usted.

 

»Shelley me miró fugazmente. Tenía una expresión ex­traña. De pronto me eché a reír.


Date: 2015-12-24; view: 624


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