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Capítulo VIII 7 page

 

»Me di la vuelta dispuesto a irme. Lady Melbourne no intentó detenerme esta vez. Atravesé la habitación y salí; poco después mis pisadas resonaban en el vestíbulo. Caroline Lamb se encontraba allí. Estaba horriblemente del­gada, y la sonrisa que esbozó cuando pasé a su lado fue semejante a la de una calavera. Se levantó inmediatamen­te y me siguió.

 

»—He oído decir que se marcha de Inglaterra —me dijo. No le contesté. Me sujetó por un brazo—. ¿Qué le dirá a su esposa? —me preguntó—. Vampiro.

 

»Me volví hacia ella.

 

»— ¿Ahora se dedica a escuchar por las cerraduras, Caro? —le pregunté—. Eso puede ser peligroso.

 

»Caro se echó a reír.

 

»—Sí, puede serlo —dijo. Tenía una expresión amarga y extraña, pero, aunque se esforzaba, no podía soportar la fiereza que se reflejaba en mis ojos. Se apartó hacia atrás. Seguí andando por el vestíbulo—. ¡Lléveme con usted! —gritó de pronto Caro—. ¡Haré la cama a sus favoritas! ¡Recorreré las calles para traerle a sus víctimas! ¡Por favor, Byron, por favor! —Echó a correr detrás de mí y se arro­jó a mis pies. Me cogió la mano y empezó a besármela—. Es usted un ángel, un ángel caído, pero, oh, Byron mío, aun así, un ángel. Lléveme con usted. Prométalo. Júreme­lo. —Empezó a temblarle todo el cuerpo—. El corazón de un vampiro es como el hierro —masculló, más para sí misma que para que yo la oyera—. Se ablanda cuando se calienta con los fuegos de la lujuria, pero luego se queda frío y duro. —Me miró el rostro y se echó a reír salvaje­mente—. Sí, frío y duro. ¡Tan frío como la muerte! —Me encogí de hombros y eché a andar dispuesto a marchar­me—. ¡No se atreverá a abandonarme! —me gritó Caro con incredulidad—. ¡Qué amor... qué odio... no se atreve­rá usted! —Seguí caminando—. ¡Lo maldeciré! ¡Maldito sea, maldito sea, maldito sea! —Se le quebró la voz. Me detuve. Me di la vuelta y la miré. Caro, todavía postrada de rodillas, se estremeció; luego pareció que se le pasaba el ataque y se limpió una lágrima—. Lo maldeciré —me volvió a decir, pero ahora con más suavidad—. Mi queri­dísimo, mi queridísimo amor, yo... —Hizo una pausa—. Yo le salvaré.

 

»Tres semanas después, sin que yo lo supiera, Caro fue a visitar a Bell. Por supuesto, yo no había sido capaz de abandonar Londres. Augusta había pasado unos días en nuestra casa... y la sangre de Ada, oh, la sangre de Ada... la sangre de Ada era aún más dulce que la suya. Por eso me había quedado, mientras la tentación crecía cada vez más en mí; sabía que lady Melbourne tenía razón en lo que me había dicho, que yo acabaría sucumbiendo. Una noche, de pie junto a la cuna, habría bebido la sangre de Ada si Bell no me hubiese interrumpido. Me miró de un modo extraño y estrechó al bebé contra su pecho. Me dijo que quería marcharse de Londres, regresar al campo, qui­zá pasar una temporada con sus padres. Asentí distraída­mente. Poco después se fue. Le había dicho que me reu­niría con ella más adelante. Junto al carruaje que iba a lle­várselas, me acercó a nuestra hija a los labios para que la besase. Luego me besó ella, apasionadamente, y me abra­zó hasta que creí que no iba a soltarme nunca. Por fin se desprendió.



 

»—Adiós, B —me dijo.

 

»Subió al carruaje y yo me quedé contemplando cómo éste se alejaba por Picadilly. No habría de volver a verlas, ni a ella ni a mi hija, nunca más.

 

»Unas dos semanas después me llegó una carta. En ella Bell me exigía la separación. Aquella misma tarde re­cibí la visita de Hobhouse.

 

»—He creído que deberías saber —me dijo— que por toda la ciudad circulan los más increíbles rumores. Dicen que tu esposa quiere separarse de ti... y otras cosas peores. —Le tiré la carta a Hobby. Éste la leyó, con el entrecejo cada vez más fruncido. Al final la dejó caer y me miró—. No te quedará otro remedio que marcharte al extranjero.

 

»— ¿Por qué? —le pregunté—. ¿Tan malos son esos ru­mores? —Hobby aguardó un rato. Luego asintió—. Cuén­tame.

 

»Hobhouse sonrió.

 

»—Oh, ya sabes —dijo agitando una mano en el aire—. Adulterio, sodomía, incesto...

 

»— ¿Y cosas peores?

 

»Hobhouse me miró fijamente. Sirvió una copa y me la dio.

 

»—Es esa perra, Caroline Lamb —me dijo finalmen­te—. Va por ahí contándole a la gente... bueno, ya lo pue­des suponer. —Sonreí ligeramente y apuré la copa; luego la arrojé contra el suelo, donde se estrelló. Hobhouse mo­vió la cabeza a ambos lados—. Tendrás que irte al extran­jero —volvió a decir—. Por favor, amigo mío. La verdad es que no te queda otra elección.

 

»Desde luego, no me quedaba ninguna. Aunque no po­día soportar la idea de marcharme. Cuanto más se me condenaba en los periódicos o cuanto más se murmuraba entre dientes de mí en las calles, con más desesperación anhelaba mi mortalidad robada para poder negar lo que ahora, al parecer, el mundo entero ya sabía. Pero mi sino estaba fijado: Caro había hecho muy bien su trabajo. Una noche asistí a un baile con Augusta del brazo. Cuando en­tramos en el salón, todo el mundo quedó en silencio. To­dos los ojos estaban puestos en mí... y después todos mi­raron hacia otra parte. Nadie se nos acercó. Nadie nos ha­bló. Pero yo oí esa única palabra susurrada a nuestra espalda: vampiro. Esa noche me pareció oírla por doquier.

 

»Sabía que mi exilio era algo irrevocable. Unos días más tarde envié a Augusta a su casa. Ella había permane­cido a mi lado en aquel trance y su amor nunca me había fallado. Sin ella, mi vida estaría condenada a una comple­ta soledad. Pero sentí alivio cuando nos separamos, por­que ya podía estar seguro de que nunca le bebería la san­gre. Renové mis proyectos de viaje. La desesperación se mezclaba en mí con una salvaje sensación de libertad. El mundo me odiaba; bueno, pues yo lo odiaba a él. Recordé mis antiguas intenciones. Me iría de viaje... y buscaría. Como lo había expresado claramente lady Melbourne, ha­ría un estudio de la naturaleza de mi estado de vampiro. Encargué que me construyeran un carruaje basado en el diseño del de Napoleón. Contenía una cama de matrimo­nio, una bodega de vino y una biblioteca. En la bodega al­macené botellas de vino de Madeira mezclado con sangre; en la biblioteca puse libros de ciencia y de esoterismo. También contraté a un médico, un joven que había escri­to algunos trabajos acerca de las propiedades de la sangre. Tenía fama de ser muy aficionado a trabajar en los límites más oscuros de la medicina. Aquella clase de saber, pensé, podría resultarme estimulante. Le di muestras de mi san­gre para que las estudiase. El nombre de ese médico era John Polidori.

 

»La fecha de la partida se acercaba. Mi casa de Picadilly estaba siendo levantada a buen ritmo. Yo vagaba por los pasillos, que resonaban vacíos. En la habitación del bebé y en el dormitorio de Augusta todavía flotaba un leve y burlón rastro de olor a sangre. Intenté ignorarlo. Rara vez salía a la calle: mi rostro y mi nombre tenían mala fama, pero estaba muy ocupado con mis negocios y mis amigos. También había tomado una amante. Se llamaba Claire y tenía sólo diecisiete años. Era guapa, supongo, pero algo rara; se había entregado a mí y yo la utilizaba para distraer la mente de otros asuntos. Una tarde trajo con ella a su hermana.

 

»—Ésta es Mary —me dijo.

 

»La hermana también era guapa, pero solemne, menos salvaje que Claire. Hojeó los libros que yo estaba empa­quetando para el viaje. Cogió uno y leyó el título del lomo.

 

»—La electricidad y los principios de la vida. A mi ma­rido también le interesan mucho estos temas —comentó clavando en mí unos ojos profundos y serios—. También es poeta. ¿No lo conocerá usted, por casualidad? —Levan­té una inquisitiva ceja—. Se llama Shelley —me dijo Mary—. Percy Shelley. Creo que es posible que le gustase a usted su compañía.

 

»—Por desgracia —le dije, al tiempo que le señalaba mis baúles—, ya ve que estoy a punto de irme de viaje al extranjero.

 

»—Nosotros también —dijo Mary—. ¿Quién sabe? Qui­zá nos encontremos en el continente.

 

»Sonreí ligeramente.

 

»—Sí... es posible.

 

»Pero yo lo dudaba. Podía adivinar, por la locura cada vez mayor que se reflejaba en los ojos de Claire, que su ce­rebro se estaba trastornando a causa de la pasión que sen­tía por mí. Desde entonces procuré desanimarla, conven­cerla para que no me visitase. No quería que se derrumba­se y viniera detrás de mí. Si lo hacía... bueno, peor para ella.

 

»La noche antes de mi partida de Londres la pasé en la habitación de Augusta. El aroma de sangre casi había de­saparecido. Me tumbé en el canapé y aspiré los últimos y débiles vestigios. La casa estaba oscura y callada; el vacío flotaba en el aire como polvo. Durante varias horas per­manecí allí tumbado, a solas. Sentía que el hambre y el pesar luchaban entre sí en mis venas.

 

»De pronto creí oír unas pisadas. Inmediatamente sen­tí la presencia de algo no humano en la casa. Miré hacia arriba. No había nada. Convoqué todo mi poder para ins­tar a la criatura a que se mostrase, pero la habitación se­guía vacía. Moví la cabeza. La soledad me estaba jugando una mala pasada. De repente el vacío comenzó a hacérse­me insoportable, y aunque sabía que sería un fantasma, anhelé ver el rostro de Augusta de nuevo. Y a partir de lo que quedaba allí de su perfume, conjuré su forma. Augus­ta apareció de pie ante mí.

 

»—Augusta —susurré. Le tendí las manos. Parecía im­posible que fuera tan real. Traté de acariciarle la mejilla. Con gran asombro, sentí el resplandor de la carne viva—. ¿Augusta? —Ella no dijo nada, pero el deseo y el amor pa­recían arder en sus ojos. Me incliné para besarla. Al ha­cerlo me di cuenta por primera vez de que no podía oler su sangre—. ¿Augusta? —volví a llamarla en un susurro. Tiró suavemente de mí para atraerme hacia ella. Nuestras mejillas se rozaron. Nos besamos.

 

»Y entonces grité. Los labios de Augusta parecían estar vivos con mil cosas que se movían. Di un paso atrás y vi que mi hermana estaba cubierta de un blanco reverberan­te, y que se retorcía. Volví a tender la mano para tocarla y los gusanos cayeron y se me enroscaron en el dedo. Ella levantó los brazos, como pidiendo ayuda, y luego, lenta­mente, su cuerpo se fue desmoronando y el suelo se al­fombró de gusanos que se retorcían.

 

«Retrocedí, tambaleante. Sentí algo detrás de mí. Me di la vuelta. Bell estaba tendiendo a Ada hacia mí. Intenté apartarla. Vi que Ada empezaba a sangrar y a derretirse; vi que la carne de Bell se congelaba y se encogía sobre los huesos. A mí alrededor se encontraban personas que yo había amado; todas imploraban, me llamaban, tendían las manos hacia mí. Las aparté de un empujón y pasé junto a ellas; dio la impresión de que se destruyeran ante mi con­tacto; pero luego volvieron a levantarse y me siguieron como espectros. Me agarraron con dedos blandos y muer­tos; miré desesperadamente a mí alrededor; creí ver una figura frente a mí, una figura envuelta en una capa negra. Se giró. Le miré el rostro. Se parecía mucho al pacha. Aunque, si lo era, estaba muy cambiado. La piel se le ha­bía vuelto perfectamente lisa y la palidez de su rostro te­nía un toque de amarillo lívido y febril. Pero sólo lo vi du­rante una fracción de segundo.

 

»— ¡Espera! —le grité—. ¿Qué son esas visiones que es­tás conjurándome? ¡Espera, te ordeno que esperes!

 

»Pero la figura se había dado la vuelta y había desapa­recido con tanta rapidez que pensé que lo más probable era que se tratara de una fantasía, y me di cuenta de que los otros fantasmas también habían desaparecido y de que me encontraba solo de nuevo. Me detuve y me quedé de pie en la escalera. Todo estaba en silencio. Nada se movía. Di un paso hacia adelante. Y entonces me di cuenta de que no estaba solo.

 

»Olí su sangre antes de oír los débiles sollozos. Era Claire. La encontré escondida detrás de una de las cómo­das. Estaba medio aturdida a causa del miedo. Le pre­gunté qué había visto. Se negó a contestarme con un mo­vimiento de cabeza. La presioné con la mirada. El terror de la muchacha me estaba excitando. Yo sabía que nece­sitaba sangre. Las visiones, los sueños que había tenido... sabía que sólo la sangre los mantendría alejados.

 

«Tendí la mano hacia la garganta de Claire. La toqué y luego me detuve. Podía sentir la vida latiendo muy dentro de ella. Le puse un dedo debajo de la barbilla. Lentamen­te, guié sus labios hacia los míos. Temblé; cerré los ojos; la besé. Luego volví a besarla. Ella se había abandonado en mis brazos, se había desplomado. La poseí. Jadeé. Clai­re todavía estaba viva. La envolví en mi disolvente abrazo. Y la inundé de semen.

 

»—Yo te doy vida —le susurré. Me levanté—. Y ahora vete —le dije—. Y, por el bien de ambos, no vuelvas nun­ca a intentar verme.

 

»Claire asintió con los ojos muy abiertos; se alisó la ropa; luego me abandonó sin pronunciar ni una palabra. Ya era casi de mañana.

 

»Hobhouse vino una hora después para despedirme. Polidori estaba con él. A las ocho ya nos habíamos puesto en camino.

 

Capítulo XI

 

Muchas y largas fueron las conversaciones entre lord Byron y Shelley, de las cuales fui una devota pero casi silenciosa oyente. Durante las mismas se discutieron distintas doctrinas filosóficas, en­tre otras la naturaleza del principio de la vida y si había posibilidad de que alguna vez este princi­pio se descubriera y se comunicara... En ese caso quizá se pudiera reanimar un cadáver; el galva­nismo ha dado indicios de cosas como ésa; quizá las partes que componen una criatura se puedan fabricar, ensamblar y dotar de calor vital.

La noche se consumió en esta conversación, e incluso la hora de las brujas pasó antes de que nos retirásemos a descansar. Cuando coloqué la cabeza en la almohada no conseguí dormir, y tampoco puede decirse que pensara. Mi imagi­nación, sin que la invitase a ello, me poseyó y me guió, dotando a las sucesivas imágenes que se despertaron en mi mente de un realismo que iba mucho más allá de los usuales límites de la fan­tasía. Vi —con los ojos cerrados, pero con una aguda visión mental— al pálido estudiante de ar­tes impías arrodillado junto a aquella cosa que él mismo había ensamblado. Vi el espantoso fan­tasma de un hombre tendido, que luego, por obra de alguna poderosa máquina, comenzó a dar señales de vida y a moverse con movimien­tos incómodos, mitad vitales. Debe de ser espan­toso; porque sumamente espantoso sería el efec­to de cualquier tentativa humana por imitar el grandioso mecanismo del Creador del mundo...

 

Mary Shelley, Introducción a Frankenstein

 

—Y así fue como terminó —dijo lord Byron— mi vano in­tento de vivir como un hombre mortal. —Hizo una pausa; el rostro, mientras observaba a Rebecca, pareció ilumina­do por una mezcla de desafío y pesar—. A partir de en­tonces —continuó—, habría de ser yo mismo, un ser solo, sin compañía.

 

— ¿Solo? —Rebecca se abrazó a sí misma. La voz, des­pués de tanto tiempo en silencio, sonó extraña a sus pro­pios oídos—. Entonces, ¿de quién...?

 

— ¿Sí? —le preguntó lord Byron al tiempo que levanta­ba una ceja con ironía.

 

— ¿De quién...? —Rebecca, completamente atónita, miró el rostro de su antepasado—. ¿De quién soy yo descen­diente? —Consiguió decir finalmente en voz baja—. ¿No soy descendiente de Annabella? ¿Ni de Ada?

 

—No. —Lord Byron miró más allá de la muchacha, ha­cia la oscuridad. De nuevo aparecieron en su frente seña­les de desafío y de dolor—. Ahora no —dijo débilmente.

 

—Pero...

 

El vampiro pareció apuñalarla con la mirada.

 

— ¡He dicho que ahora no! —Rebecca tragó saliva; aunque lo intentó, no pudo disimular que tenía el entre­cejo fruncido. No era aquella repentina ira lo que la había impresionado, sino más bien el modo en que el enojo pa­recía haber perturbado a Byron. Después de tanto tiempo, pensó la muchacha, tanto tiempo para que aquel ser se acostumbrara al ser en que se había convertido, la soledad parecía seguir cogiéndole por sorpresa. Y sentía lástima por él; lord Byron, como si le leyera el pensamiento, clavó de pronto la mirada en ella y se echó a reír—. No me in­sulte —le dijo él. Rebecca arrugó la frente, fingiendo no comprender—. Hay una gran libertad en la desesperación —concluyó lord Byron.

 

— ¿Libertad?

 

—Sí. —Lord Byron sonrió—. Una vez que se alcanza, incluso la desesperación puede ser un paraíso.

 

—No lo comprendo.

 

—Claro. Usted es mortal. ¿Cómo puede saber lo que es estar condenado? Yo sí lo sabía aquella mañana en que abandoné las costas de Inglaterra; y, sin embargo, en cier­to modo, la falta de esperanza parecía más dulce, con mu­cho, de lo que nunca había sido la esperanza. De pie bajo la aleteante vela, contemplé cómo los blancos acantilados de Dover desaparecían detrás de las olas. Me iba al exilio. Me había visto obligado, como un ser maldito, a huir de mi tierra natal. Había perdido a la familia, a los amigos y a todo aquello que había amado. Nunca sería otra cosa más que lo que era: el errante proscrito en que me había convertido mi oscura mente. Pero la desesperación que sentía llevaba, como mi rostro, una sonrisa precavida. —Lord Byron hizo una pausa. Miró profundamente los ojos de Rebecca, como animándola a que intentara com­prender. Luego, finalmente, suspiró y miró hacia otra par­te, aunque la sonrisa permaneció en su rostro con un to­que de mofa, siempre orgullosa—. Permanecí en cubierta. Una y otra vez los blancos acantilados surgían y luego de­saparecían. «Soy un vampiro», me dije. El viento ululaba, el mástil vibraba y mis palabras parecieron perderse en el aliento de la tormenta. Pero no se habían perdido. Porque ellas, igual que yo, pertenecían al rugido de la tempestad. Me agarré a la borda mientras las olas se elevaban y rebo­taban como un caballo que reconoce a su jinete. Yo tenía una botella en la mano. Estaba descorchada. Aspiré el aro­ma del vino mezclado con sangre. Deseé echar la botella al mar. La sangre describiría un arco y se esparciría sobre los vientos; me elevaría con ella y luego me remontaría, tan li­bre y salvaje como la propia tormenta. Sentí que un júbilo hilarante me llenaba la sangre. Sí, pensé, cumpliría mi pro­mesa, buscaría los secretos de mi naturaleza de vampiro; me convertiría en un peregrino de la eternidad. Lo único que tenía que hacer era cabalgar sobre la tormenta.

 

»Bebí unos tragos de la botella; luego la levanté, dis­puesto a lanzarla a los vientos. La sangre me salpicó la mano. Me puse tenso... y entonces sentí que alguien me rozaba el brazo.

 

»Milord. —Me di la vuelta para ver quién era—. Milord... —Se trataba de Polidori. Empezó a revolver en una carpeta que llevaba debajo del brazo—. Milord... me pre­guntaba si querría usted ver la tragedia que he escrito.

 

»Lo miré fijamente, con fría incredulidad.

 

»— ¿Una tragedia?

 

»—Sí, milord —asintió Polidori. Sacó un fajo de pape­les—. Cajetan, una tragedia en cinco actos, que es la trági­ca historia de Cajetan. —Comenzó a manosear la carpe­ta—. Estoy particularmente atascado en un verso que dice así: «Así gimiendo, el poderoso Cajetan...»

 

»Esperé unos instantes.

 

»—Bueno —le pregunté luego—, ¿qué es lo que hizo el poderoso Cajetan?

 

»—Ése es el problema precisamente —me contestó Po­lidori—. No estoy seguro.

 

»Me tendió la hoja de papel. El viento se la arrancó de la mano. Me quedé mirando cómo revoloteaba por encima del barco y luego volaba sobre las olas.

 

»Entonces me volví hacia él.

 

»—No me interesa su tragedia —le indiqué.

 

«Polidori, que de por sí ya tenía los ojos saltones, los abrió tanto que dio la impresión de que iban a reventar y a salírsele de las órbitas.

 

»—Milord —farfulló—, realmente creo...

 

»—No.

 

»Los ojos volvieron a hinchársele a causa de la indig­nación que sentía.

 

»—Usted es poeta —se quejó—. ¿Por qué no puedo ser­lo yo?

 

»—Porque yo le pago para que lleve a cabo una inves­tigación médica, no para que pierda el tiempo garabate­ando esa basura.

 

»Me giré y me quedé mirando las olas. Polidori chapu­rreó algunas palabras más; luego le oí darse la vuelta y marcharse. Me pregunté si sería demasiado tarde para mandarlo de vuelta a Inglaterra. Sí, pensé; y suspiré: pro­bablemente ya era tarde.

 

»Así que intenté con ahínco, en los días que siguieron, mejorar nuestra relación. Polidori era engreído y ridículo, pero también era un hombre brillante dotado de una men­te inquieta, y sus conocimientos acerca de las fronteras de la ciencia eran profundos. Mientras viajábamos hacia el sur, tuve ocasión de preguntarle sobre las teorías de la na­turaleza de la vida, de la creación y de la inmortalidad. En estos temas, por lo menos, Polidori era un experto con un gran bagaje. Conocía los últimos experimentos sobre la búsqueda de células que se reprodujeran interminable­mente, y del potencial —él no utilizaba jamás ninguna pa­labra más fuerte— para la espontánea generación eléctrica de la vida. A menudo hablaba de textos que yo había te­nido oportunidad de ver en el laboratorio del pacha. Em­pecé a hacerme preguntas acerca de aquellos libros. ¿Por qué habría mostrado el pacha tanto interés por el galva­nismo y por la química? ¿Acaso habría estado buscando él también una explicación científica a su inmortalidad? ¿Ha­bría estado buscando un principio de la vida? ¿Un princi­pio que, una vez encontrado, pudiera obviar la necesidad de sobrevivir a base de sangre? Si ése había sido el caso, entonces quizá lady Melbourne hubiera estado en lo cier­to, al fin y al cabo, cuando me dijo que yo tenía más en co­mún con el pacha de lo que nunca habría podido imaginar.

 

»Una o dos veces, como ya me había ocurrido con an­terioridad en Londres, imaginé que lo veía. Era tan sólo un debilísimo atisbo, en el cual el rostro del pacha, igual que antes, tenía un febril brillo amarillento. Pero nunca tuve la sensación, que yo sabía que podía tener, de estar cerca de otra criatura de mí especie. De todos modos, te­nía la certeza de que el pacha estaba muerto. Empecé a preguntarle cosas a Polidori acerca del funcionamiento de la mente, de las alucinaciones y de la naturaleza de los sue­ños. Y de nuevo las teorías de Polidori me resultaron atrevidas y profundas. Había escrito una tesis, me explicó, so­bre el sonambulismo. Se ofreció a hipnotizarme. Me eché a reír y accedí a ello, pero los ojos mortales de Polidori no pudieron dominar los míos. Por el contrario, fui yo quien invadió el cerebro de Polidori. Apareciendo en sus pensa­mientos, le musité que abandonase la poesía y que mos­trase el debido respeto a su patrono. Cuando despertó, la reacción de Polidori fue un prolongado mal humor.

 

»—Maldita sea —masculló—, insiste usted en enseño­rearse incluso del subconsciente.

 

»Durante el resto del día apenas pronunció alguna pa­labra más. En cambio —y a propósito— estuvo trabajan­do sin descanso en la tragedia.

 

»Por aquel entonces estábamos en Bruselas. Yo tenía ganas de ver los campos de Waterloo, donde se había li­brado la gran batalla un año antes. La mañana siguiente a la que dio comienzo su estado de malhumor, Polidori se encontraba lo suficientemente recuperado como para acompañarme.

 

»— ¿Es cierto, milord —me preguntó mientras íbamos de camino—, que le gusta que se le conozca como el Na­poleón de la rima?

 

»—Eso es lo que me han llamado otras personas. —Lo miré fugazmente—. ¿Por qué, Polidori? ¿Por eso viene us­ted conmigo ahora? ¿Para verme en Waterloo?

 

«Polidori asintió, muy rígido.

 

»—Ciertamente, milord, me parece que no le han de­safiado como poeta desde hace demasiado tiempo. Creo... —aquí tosió—. No, estoy convencido de que mi tragedia puede resultar un Wellington para usted.


Date: 2015-12-24; view: 583


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