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Capítulo VIII 6 page

 

»Me fui con mi esposa, por lo tanto, pero el odio que sentía hacia ella era helado y cruel.

 

»—Iremos a visitar a Augusta —le anuncié de pronto—. Tenemos tiempo en el camino de regreso a Londres.

 

»Bell no protestó. Al contrarío, pareció complacida.

 

»—Sí, estoy deseando conocer a tu hermana —me co­mentó. Hizo una pausa y esbozó una ligera sonrisa—. De la que, por cierto, he oído hablar mucho.

 

»Oh, pues tendría que oír hablar más, mucho más. Después de tres meses separado de mi hermana, yo sentía un hambre desesperada de ella, y mi pasión se había con­vertido en un torbellino de deseos conflictivos. Nuestro carruaje se detuvo a la puerta de la casa de Augusta. Ésta descendió por las escaleras para darnos la bienvenida. Sa­ludó primero a Bell; luego se volvió hacia mí. Me rozó la mejilla con la suya y ante aquel contacto sentí un chispa­zo que me llegó a lo más profundo del alma.

 

»—Esta noche —le susurré.

 

»Pero Augusta pareció muy sorprendida y se apartó de mí. Bell estaba algo alejada, esperándome para cogerme de la mano. Pasé junto a ella sin ni siquiera mirarla.

 

«Aquella noche, Bell se fue temprano a la cama.

 

»— ¿Vienes, B?

 

»Sonreí débilmente y dirigí una fugaz mirada a Augusta.

 

»—Tú no nos haces falta aquí, encanto —le dije con desprecio, al tiempo que cogía a Augusta de la mano.

 

»El rostro de Bell se puso pálido; se quedó mirándome, pero al cabo de unos segundos de silencio se dio la vuelta y se retiró sin añadir nada más.

 

»Cuando Bell se hubo ido, Augusta se puso en pie. Es­taba enfadada y disgustada.

 

»— ¿Cómo es posible que trates así a tu esposa? ¿Cómo puedes hacerlo, B? —Se negó a mis exigencias de acostar­me con ella—. Antes no había daño en ello, pero ahora no es posible, B, ahora no. Vete con Annabella. Sé bueno con ella. Consuélala.

 

»Luego me apartó de un empujón, y cuando salió a toda prisa de la habitación vi que estaba llorando.

 

»Salí a pasear por el jardín. En aquellos momentos odiaba a Augusta, pero también la amaba, las amaba a ella y a Bell, las amaba a las dos con locura. Y sin embar­go era precisamente el dolor de ambas lo que más me ex­citaba, el hecho de vislumbrar las lágrimas a punto de asomarles a los ojos, su propio amor luchando y mezclán­dose con el miedo que yo les inspiraba. Levanté el rostro hacia la resplandeciente luna. Sentí que aquella luz reavi­vaba mi crueldad. Miré hacia la habitación en la que dor­mía Augusta. El perfume de mi hermana llegó hasta mí en el suspiro del viento. De pronto, con las uñas, me corté en la muñeca. La sangre empezó a brotar. Bebí un poco. Una liviandad, como mercurio, que me produjo oleadas en las venas. Me elevé; mis deseos me transportaron en el viento y entré suavemente en los sueños de Augusta. Su marido roncaba tendido junto a ella, pero me tumbé a su lado, al lado de mi dulce hermana, y sentí su cálida carne contra la mía, moviéndose. Una nube avanzó en el cielo y dejó al descubierto la luna, cuya luz se derramó sobre la cama.



 

»—Augusta —susurré cuando la luz plateada de la luna le acarició la garganta.

 

«Incliné la cabeza y apreté ligeramente con los dientes. Igual que la piel de un melocotón, la garganta empezó a ceder. Apreté un poco más. La piel siguió cediendo. Qué fácil sería pincharla. Imaginé la sangre sabrosa y madura, el líquido dorado, elevándose para darle la bienvenida al contacto de mis labios y alimentarme así de juventud, de eterna juventud. Me puse tenso y luego me eché hacia atrás. Augusta jadeó y apretó las sábanas; me moví al mis­mo tiempo que ella hasta que, lánguidamente, se quedó inmóvil en mis brazos. La miré fijamente al rostro y fui si­guiendo en sus facciones las mías propias. Cuatro horas estuve junto a ella. Empecé a oír los primeros cantos de los pájaros medio despierto. Como una estrella, me desva­necí con las primeras luces del día.

 

»Bell estaba despierta cuando volví a su lado. Tenía el rostro ojeroso y los ojos llenos de lágrimas.

 

»— ¿Dónde has estado? —me preguntó.

 

»Hice un movimiento con la cabeza.

 

»—No necesitas saberlo.

 

»Bell alargó la mano para tocarme. Me aparté para evi­tar el contacto. Ella se detuvo.

 

»— ¿Me odias? —me preguntó al cabo de un rato.

 

»La miré fijamente. Culpa, frustración, lástima y de­seo, todo surgió dentro de mí luchando por la supremacía.

 

»—Creo que te amo —dije al cabo—. Pero me temo, queridísima Bell, que eso no baste.

 

»Me miró profundamente a los ojos, y como siempre, sentí que me curaba y que se calmaba la ira que había en mi interior. Me besó suavemente en los labios.

 

»—Si el amor no basta —dijo ella por fin—, ¿qué pue­de redimirnos?

 

»Moví la cabeza de un lado a otro. Estreché a Bell en­tre mis brazos. Durante el resto de aquella noche aquella pregunta estuvo torturándome. Si el amor no basta... ¿en­tonces qué? Yo no lo sabía. No lo sabía.

 

«Porque ambos, Annabella y yo, estábamos encadena­dos al anaquel de mi destino. El amor nos empujaba en una dirección, mi sed en la otra. Me sentía asustado de lo cerca que había estado de matar a Augusta, de lo fácil que me había parecido hacerlo, y experimenté una nueva de­sesperación por salvarla de mí mismo y tener un hijo. Yo no podía hacerlo; no podía implantar una comida de san­gre en el vientre de Annabella, cuando sabía que esa co­mida sería su sangre y la mía. Así, Augusta continuaba torturándome, y el esfuerzo por no utilizarla como ali­mento, a ella ni al vientre de Annabella, me inundaba en unos ataques de rabia que rayaban la demencia. Ya no po­día soportar dormir con Bell. En lugar de eso, vagaba por las encrucijadas y por los campos saciando mi sed, dando salida a mi rabia con ataques de furioso salvajismo. Pero la sangre fresca apenas podía apaciguar mi frenesí; al cabo de unas horas mi necesidad volvía a ser tan desespe­rada como antes. Una noche, al volver a casa de Augusta, su aroma estuvo de nuevo a punto de vencerme, y de pie junto a la cama conseguí sobreponerme para no rajarle la desnuda garganta. Haciendo un esfuerzo desesperado, me controlé y me alejé. Estuve paseando arriba y abajo por el jardín; y entonces, por primera vez en una semana, volví a mi cama.

 

»Sin decir una palabra, Bell levantó los brazos para re­cibirme. Veneno brillante pareció entonces mi sangre. Bell se estremeció, y gritó con un desesperado grito animal.

 

»—Tienes los ojos llenos del fuego del infierno —me dijo con voz ahogada.

 

»Sonreí; el fuego parecía estar también en los ojos de ella, que tenía las mejillas sonrosadas y los labios de un rojo brillante. De pronto emitió un gruñido; acercó su boca a la mía; su pureza parecía haber desaparecido con­sumida por el fuego. No quedaba nada de Annabella en aquel rostro de ramera sin corazón; no había nada de An­nabella en lo que me hizo aquella noche. Comenzó a chi­llar y a retorcerse como una posesa mientras mi esperma fluía por su interior y la inundaba, transportando la mi­núscula y fatal semilla de vida. Todo su cuerpo se enca­britó; levantó los brazos; movió los dedos para acariciar­me el rostro. Y luego empezó a llorar.

 

»—Has concebido —le susurré—. Nuestro hijo está creciendo dentro de ti.

 

»Annabella levantó la mirada hacia mí; luego torció la cara con un gesto y miró hacia otra parte. La dejé. Quedó tendida donde estaba, sollozando sin hacer ruido.

 

»Los frutos de aquella noche fueron vida y muerte a la vez. Sí, habíamos engendrado un hijo: yo ya podía rozar con la mejilla el vientre de Annabella y reconocer el tenue aroma dorado que emanaba del interior de su vientre. Pero había muerte en aquel perfume; y también había muerte en la propia Annabella. Algo había muerto en ella aquella noche: el infinito que había en ella parecía haber ardido hasta consumirse. Se volvió más fría, más dura, la eternidad que había en el fondo de sus ojos empezó a apa­garse; lo que antes había sido pasión, ahora parecía gaz­moñería. Seguía amándome, desde luego; pero, igual que le había sucedido a Caro, eso sería su tortura y su perdi­ción. Ya no parecía haber esperanza de redención para ninguno de los dos; y, con la destrucción de Bell, yo sen­tía que mi última esperanza también estaba muerta.

 

«Porque entonces empezó la verdadera tortura. Deja­mos a Augusta y nos dirigimos a Londres. Había alquila­do una casa nueva en una de las calles más elegantes de la ciudad, en el número trece de Picadilly. ¿Un lugar de mala suerte? No; la mala suerte la llevamos allí nosotros. Bell ya mostraba evidentes síntomas de gestación. Yo po­día oler a la criatura en su vómito matutino o en el su­dor grasiento que se le deslizaba por el hinchado vientre. Apenas podía soportar separarme de aquel olor. Y así era como se veía a lord y lady Byron, juntos, cogidos del bra­zo como un matrimonio modelo: el devoto marido y la esposa encinta. Bell, por lo menos, al ver que el deseo se me reflejaba en el rostro, fue lo suficientemente inteli­gente como para comprender que ese deseo no era por ella.

 

»—Me miras con mucho anhelo —me dijo una no­che—, pero no hay amor en tus ojos.

 

«Sonreí. Me quedé mirándole el vientre, imaginando —debajo del vestido, debajo de la ropa interior, muy pro­fundo dentro de la carne de Bell— el dorado feto que ma­duraba.

 

»Bell me miró y enarcó las cejas.

 

»—Tu rostro, B, me desconcierta.

 

«Levanté la mirada.

 

»— ¿De verdad? —le pregunté.

 

»Bell asintió. Me observó de nuevo.

 

»— ¿Cómo es posible que un rostro tan hermoso pueda parecer tan ávido y cruel? Me miras, o mejor dicho —se agarró el vientre—, miras esto del mismo modo como mi­rabas a Augusta. Recuerdo cómo la seguías con los ojos por la habitación.

 

»La miré sin ninguna pasión en el rostro.

 

»— ¿Y por qué te desconcierta eso, Bell?

 

»—Me desconcierta —me contestó— porque al mismo tiempo me da miedo. —Entornó los ojos. Había en ellos un brillo frío y una expresión seria—. Tengo miedo, B. Tengo miedo de lo que puedas hacerle a mi hijo.

 

»— ¿A nuestro hijo? —Me eché a reír—. ¿Qué podría hacerle yo? —De pronto mi rostro se heló—. ¿Crees que acaso lo estrangularía al nacer y me bebería su sangre?

 

»Bell se quedó mirándome fijamente. Su rostro parecía más agotado que nunca. Se puso de pie; se agarró el vien­tre; luego dio media vuelta y, sin decir palabra, salió de la habitación.

 

»A la semana siguiente Augusta llegó para quedarse con nosotros una temporada. Había acudido tras aceptar la invitación de Annabella. Aquello me perturbó. Me pre­guntaba cuánto sabría o se imaginaría Bell. Ciertamente, el aroma de la sangre de Augusta me distrajo; el deseo hizo que me volviese salvaje otra vez; le ordené que se fue­se. Todo esto lo observaba Annabella con ojos fríos y lle­nos de sospechas, y puso las manos sobre su vientre como para protegerlo de mí. En adelante traté de ser más cui­dadoso. Ya me lo había advertido lady Melbourne: «No pierdas a tu esposa antes de nacer el hijo.» Así que empe­cé a dejar a Bell sola por las noches. Salía a cenar, me em­borrachaba, iba al teatro; luego, ataviado de negro y en­vuelto en una violenta crueldad, me iba de nuevo de cace­ría por las más miserables guaridas de la ciudad. Bebía hasta que la piel se me ponía sonrosada y lisa; bebía has­ta estar completamente ahíto de sangre. Sólo entonces regresaba a Picadilly. Me reunía con Bell en la cama. La co­gía en brazos y, por supuesto, le palpaba la cada vez más pronunciada curva del vientre. Suavemente, sin remordi­miento, el latido de un diminuto corazón sonaba en mis oídos. A mi pesar, volvía a apretarle el vientre. A mi con­tacto parecía removerse y ondularse. Me imaginaba que no tenía más que apretar un poco y la piel y la carne se abrirían como agua. Imaginaba al feto, viscoso y azulado, con aquel delicado entramado de venas, esperando mi contacto, esperando que yo lo saborease. Lo mordería con mucha suavidad, absorbería la sangre como agua de una esponja. Aquellos anhelos se fueron haciendo tan intensos que me ponía a temblar. Me imaginaba matando a mi es­posa en la cama, abriéndole el vientre, apartando los mús­culos, las vísceras y la carne... y allí estaría, enroscado y esperando, mi hijo, mi creación. Recordaba los sueños que había tenido en la torre del pacha. Deseaba tener un bisturí y la mesa de disección.

 

»Me despertaba de aquellas fantasías con estremeci­mientos de repugnancia. Intenté cauterizarlos, amputarlos de mi cerebro. Pero fue en vano. Nada podía librarme de su presencia: formaban parte del veneno que me corría por las venas, un fuego entremezclado de sensaciones y pensamientos. No podía escapar de aquella podredumbre, como no podía escapar de mí mismo. El pacha estaba muerto, pero igual que la sífilis sobrevive a la puta infec­tada, así también seguía viviendo aquel mal, consumién­dome las venas a mí y a todos los que yo amaba.

 

»— ¡Ojala el niño estuviera muerto! —gritaba cuando su sangre me latía en los oídos con un aroma particular­mente dorado y mis fantasías parecían derretirme—. Oh, Bell —la llamaba, sollozando—. Queridísima Bell.

 

»Le acariciaba el pelo. Ella, asustada, se estremecía, y vacilante, me cogía la mano. A veces se la ponía contra el vientre abultado y la apretaba contra él. Ella miraba hacia mí y sonreía, con dudosa esperanza, buscando en mi ros­tro al padre de su hijo. Pero nunca lo encontraba. Con los ojos muertos, helada, se daba la vuelta hacia otra parte.

 

»Una noche, muy avanzado ya el embarazo, Bell se estremeció al ver mi mirada y luego dejó escapar un grito ahogado.

 

»—Bell —la llamé mientras me arrodillaba a su lado—. ¿Qué te pasa? ¡Bell!

 

«Intenté abrazarla, pero me apartó a empujones. Jadeó de nuevo, y el aroma de mi hijo, en una súbita oleada do­rada, me empañó los ojos y llenó la habitación. Bell gimió. Intenté cogerle la mano, pero ella volvió a apartarme. Me puse en pie. Llamé pidiendo ayuda. Cuando llegaron los criados, también ellos parecieron encogerse y se aparta­ron de mí, tan fría era la oscuridad que se reflejaba en mis ojos. Levantaron del suelo a Bell y la llevaron a la cama. Me quedé abajo. El perfume de la sangre de mi hijo flota­ba densamente en el aire. Durante toda la noche, y a me­dida que avanzó la mañana, el aroma se fue haciendo cada vez más penetrante.

 

»A la una de la tarde la comadrona bajó a verme.

 

»— ¿Ha muerto el niño? —le pregunté.

 

»Me eché a reír al ver la mirada sorprendida de la co­madrona. No me hizo falta oír la respuesta. Sólo tenía que respirar aquella sangre viva. La casa parecía llena de her­mosas flores de variados colores. Con paso incierto subí la escalera. Me sentía como Eva al acercarse al fruto del ár­bol prohibido. Las piernas me temblaban, jadeaba al res­pirar, sentía la enfermedad de una sed profunda y extasiada. Entré en la habitación donde habían instalado a mi es­posa.

 

»Una enfermera se me acercó.

 

»—Milord —me dijo, mostrándome un pequeño envol­torio blanco—, nuestra enhorabuena. Tiene usted una hija.

 

»Miré el envoltorio.

 

»—Sí —conseguí decir; tragué saliva. El aroma de san­gre parecía quemarme los ojos. Apenas si podía ver a mi hija, porque cuando miré sólo advertí un halo dorado—. Sí —dije de nuevo con voz ahogada. Parpadeé. Conseguí ver el rostro de mi hija—. Oh, Dios mío —dije en un su­surro—. Oh, Dios. —Sonreí débilmente—. Qué instrumen­to de tortura he conseguido contigo. —La enfermera se apartó y retrocedió. Miré cómo volvía a poner a mi hija en la cuna—. ¡Fuera de aquí! —grité de pronto. Miré por toda la habitación—. ¡Fuera!

 

»Todos los presentes me miraron asustados; luego hi­cieron una inclinación de cabeza y se apresuraron a salir. Me acerqué a mi hija. De nuevo parecía estar envuelta en un halo de fuego. Me incliné mucho sobre ella. En aquel momento todo sentimiento, toda sensación, todo pensa­miento se perdió en mí fundido en una resplandeciente bruma de gozo. La riqueza de la sangre de mi hija parecía elevarse al encuentro de mis labios, esparciendo oro como la cola de un cometa. La besé y luego la tomé en brazos. Volví a inclinarme. Con ternura, le puse los labios en la garganta.

 

»— ¡Byron! —Me detuve y, lentamente, me di la vuelta. Bell se esforzaba por incorporarse en la cama—. ¡Byron! —La voz le sonaba ronca y desesperada. Rodó sobre sí misma para bajar de la cama y trató de acercarse a mí. Volví a mirar a mi hija. La pequeña levantó una mano ha­cia mi cara. ¡Qué dedos más pequeños tenía, qué uñas más exquisitas! Acerqué más la cabeza para contemplarlas mejor—. Dámela.

 

»Me di la vuelta para quedar de frente a Bell. Ésta se tambaleó mientras tendía los brazos y a punto estuvo de caerse.

 

»—He estado esperándola durante mucho tiempo —le dije suavemente.

 

»—Sí —convino Bell jadeando mientras hablaba—. Sí, pero ahora yo soy su madre; la niña es mía; Por favor, B —me pidió con voz quebrada—, dámela. —Me quedé mi­rándola fijamente, sin parpadear. Bell se esforzó por sos­tenerme la mirada. Volví a mirar a mi hija. Era realmente hermosa aquella creación mía. Levantó de nuevo una di­minuta mano. A mi pesar, sonreí al verla—. Por favor —me rogó Bell—. Por favor.

 

»Me di la vuelta y me acerqué a la ventana. Miré hacia el frío cielo de Londres. Qué cálido y suave era el contac­to de mi hija en mis brazos. Sentí que me tocaban el hombro. Me di la vuelta. La expresión del rostro de Bell era in­descriptible.

 

»Aparté la mirada de mi esposa y volví a mirar al cie­lo. La oscuridad se elevaba por el este y las nubes parecían estar ya preñadas de noche. Londres, en un gran revoltijo, se extendía hacia su encuentro. Me sentía helado, con una sensación de inmensidad del mundo. Todo esto, y más, me lo había enseñado el pacha en el vuelo de sus sueños, aun­que entonces yo no lo había comprendido... no lo había comprendido. Cerré los ojos, tirité y sentí la inconmensu­rable naturaleza de las cosas. ¿Qué era el amor humano en un universo así? Sólo una burbuja en el rompiente flu­jo de la eternidad. Una chispa, breve y parpadeante, en­cendida contra la oscuridad de una noche universal. Una vez que hubiera desaparecido, no habría más que vacío.

 

»—Tienes que recordar este momento, Bell —le dije sin volver la mirada hacia ella—. Tienes que abandonarme, Bell. No importa lo que yo diga, no importa con cuánta fuerza te llame después... debes abandonarme. —Por fin me volví a mirarla. Los ojos de Bell, que durante tanto tiempo se habían mostrado fríos, estaban ahora húmedos por las lágrimas. Levantó una mano para intentar acari­ciarme las mejillas, pero yo me negué con un movimiento de cabeza—. Se llamará Ada —le indiqué colocándole a nuestra hija en los brazos. Luego me di la vuelta, sin aña­dir nada más, y salí de la habitación. No me volví para mi­rar hacia atrás.

 

»—Está usted loco —me dijo lady Melbourne cuando, más adelante, le conté lo que había hecho—. Completa­mente loco. Se casa usted con la chica, la deja embaraza­da, ella le da un hijo... y ahora esto. ¿Por qué?

 

»—Porque no soy capaz de hacerlo.

 

»—Pues tiene que hacerlo. Tiene que matarla. Y si no mata a Ada... entonces tendrá que matar a Augusta.

 

»Me encogí de hombros y me di la vuelta.

 

»—No creo —le contesté—. Los placeres son siempre más dulces cuando uno los espera por anticipado. Conti­nuaré esperando.

 

»—Byron. —Lady Melbourne me indicó con un gesto que me acercase a ella. En aquel pálido rostro había un brillo de piedad y desprecio—. Todo el tiempo —me susu­rró—, continuamente, se está usted haciendo viejo. Míreme a mí. Yo también esperé. Me comporté como una ton­ta... y al final cedí. Todos lo hacemos. Acabe ahora con ello de una vez. Beba la sangre de su hija mientras aún po­see usted juventud. Nos lo debe a nosotros.

 

»Fruncí el entrecejo.

 

»— ¿Que se lo debo? —le pregunté—. ¿Que se lo debo? ¿A quién se lo debo?

 

»La frente de lady Melbourne se arrugó ligeramente.

 

»—A todos los de nuestra especie —me contestó final­mente.

 

»— ¿Por qué?

 

»—Porque fue usted quien dio muerte al pacha Vakhel.

 

»La miré, sorprendido.

 

»—Eso nunca se lo he dicho —le indiqué.

 

»—Pero todos lo sabemos.

 

»— ¿Cómo?

 

»—El pacha era un hombre de poderes extraordinarios. Entre los vampiros, que son los señores de la muerte, él era casi como nuestro rey. ¿No se dio usted cuenta de ello? —Lady Melbourne hizo una pausa—. Todos lo echamos a faltar. —Enarqué las cejas. De pronto, medio formada des­de las sombras de mi mente, la imagen del pacha pareció pasar ante mis ojos, pálida y terrible, con el rostro helado a causa de un dolor insoportable. Sacudí la cabeza y el fantasma desapareció. Lady Melbourne me observó con una débil sonrisa en aquellos labios sin sangre—. Y ahora que él ha muerto —me susurró al oído—, usted es su he­redero.

 

»La miré fríamente.

 

»— ¿Heredero? —repetí. Luego me eché a reír—. Qué ridículo. Olvida usted que fui yo quien lo mató.

 

»—No —dijo lady Melbourne—. No lo olvido.

 

»—Entonces, ¿qué quiere decir?

 

»—Bueno, Byron. —Lady Melbourne volvió a sonreír—. Él lo había elegido a usted antes.

 

»— ¿Elegirme? ¿Para qué?

 

»Lady Melbourne se detuvo y su rostro quedó de nue­vo helado por la inmovilidad.

 

»—Para que profundice en los misterios de nuestra es­pecie —me dijo finalmente—. Para que encuentre signifi­cado en el rostro de la eternidad.

 

»—Oh, bien. —Me eché a reír brevemente—. Nada que sea difícil, entonces.

 

»Me di la vuelta con desprecio, pero lady Melbourne me siguió y me sujetó por el brazo.

 

»—Por favor, Byron —dijo—, mate a su hija, beba la sangre de su hija. Necesitará toda nuestra fuerza.

 

»— ¿Para qué? ¿Para acabar convirtiéndome en una cosa como el pacha? No. —Aparté de mí a lady Melbour­ne—. No.

 

»—Por favor, Byron, yo...

 

»— ¡No!

 

»Lady Melbourne se estremeció ante mi mirada. Bajó los ojos. Durante largo rato permaneció en silencio.

 

»—Es usted muy joven —dijo por fin—. Pero vea qué poder tiene ya.

 

»Hice un movimiento de negación con la cabeza. Puse las manos en los hombros de lady Melbourne.

 

»—No quiero poder —le confesé.

 

»—Porque ya lo tiene. —Lady Melbourne levantó la mirada—. ¿Qué más puede querer?

 

»—Descanso. Paz. Ser de nuevo mortal.

 

»Lady Melbourne arrugó la frente.

 

»—Sueños imposibles.

 

»—Sí. —Sonreí ligeramente—. Pero... mientras Ada y Augusta vivan, quizá... —Hice una pausa—. Quizá haya una parte de mí que sea mortal todavía. —Lady Melbour­ne se echó a reír, pero la obligué a callar y la sujeté con los brazos; como una víctima atrapada, me miró profunda­mente a los ojos—. Me pide usted —le dije lentamente— que desentrañe los misterios de nuestra estirpe de vampi­ros. El misterio, no obstante, no consiste en saber, sino en escapar de lo que somos. Los vampiros tenemos poder, sa­biduría, vida eterna, pero esas cosas no son nada mientras tengamos también el deseo desesperado de sangre. Porque mientras tengamos esa sed, seremos perseguidos y abo­rrecidos. Sin embargo, a pesar de saber esto, advierto que mi sed se hace cada día más feroz. Pronto la sangre será mi único placer. Todos los demás goces se convertirán en ceniza. Ésa es mi condena, nuestra condena, lady Mel­bourne, ¿no es así? —No contestó. En los ojos de aquella mujer vi reflejado mi rostro, ardiente y duro. Mis pasiones cruzaban por él como las sombras de las nubes—. Encon­traré una forma de escapar —continué diciendo al cabo de unos instantes—. La buscaré, si hace falta, más allá de la eternidad. Pero... —Hice una breve pausa—. Pero el viaje se hará más duro, el peregrinaje más cruel, cuanto más haya perdido mi condición humana. No había comprendi­do esto antes, pero ahora lo veo con toda claridad. Sí —asentí—. Ahora lo veo. —Se me fue apagando la voz. Miré hacia la oscuridad. Una sobria figura parecía estar observándome. Por segunda vez me pareció que tenía la cara del pacha. Parpadeé, y luego ya no hubo nada. Volví de nuevo la mirada hacia lady Melbourne—. Me marcha­ré de Inglaterra —le indiqué—. Dejaré atrás a mi herma­na y a mi hija. Pero nunca beberé su sangre.


Date: 2015-12-24; view: 562


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