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Capítulo VIII 5 page

 

»«He intentado, y con mucho ahínco, vencer a mi de­monio —le escribí a lady Melbourne—, pero con muy poco éxito.»

 

»Pero, cosa extraña, aquel tormento servía para revi­virme. Al fin y al cabo, es mejor el sufrimiento que el abu­rrimiento; mejor una tempestad en el océano que un plá­cido estanque. Mi mente, quemada por deseos contradic­torios, anhelaba perderse de nuevo en medio de fieros excesos; volví a frecuentar la sociedad londinense, y me encontré borracho de excesos ante los cuales antes me ha­bía mostrado inmune. Pero la alegría que sentía era pare­cida a la fiebre; se dice que en Italia, en épocas de peste, se celebraban orgías en los osarios, y también mis place­res, aun en su punto máximo, se veían ensombrecidos con mis fantasías de muerte. La imagen de Augusta expirando en mis brazos, desangrada hasta haber adquirido un en­cantador color blanco, me obsesionaba; y las conjuncio­nes de vida y muerte, de gozo y desesperación, de amor y sed, empezaron a perturbarme de nuevo, algo que no ha­bía sucedido desde mis correrías con Lovelace en el Este. Hacía mucho tiempo que sólo veía a mis víctimas como sacos de sangre que andaban; pero otra vez, aunque la sed por las víctimas se había hecho tan desesperada como lo fuera antes, volvía a llorar por aquellos seres a quienes me veía obligado a matar.

 

»—Seguro que eso les sirve de consuelo —se mofaba de mí lady Melbourne.

 

»Y yo sabía que ella tenía razón; que la compasión, en un vampiro, no es más que una palabra, pura gazmoñería. Sin embargo, el asco que sentía por mí mismo volvió a in­vadirme. Empecé a matar con menos salvajismo, a ser consciente de aquella vida que estaba desangrando, a sen­tir su cualidad de única mientras se apagaba la chispa. A veces incluso tenía la fantasía de que la víctima era Au­gusta; entonces mi sentido de culpabilidad aumentaba, y también mi placer. Mi repulsión y mi deleite empezaron a aparecer entrelazados.

 

»Fue por ello que, con cierta esperanza atormentada, reanudé la correspondencia con Annabella. En la crisis que me torturaba durante aquel largo y cruel año, su for­taleza mortal... sí, su belleza mortal... parecían ofrecerme cada vez más una cierta esperanza de redención, y estaba lo bastante desesperado como para aferrarme a ella. Siem­pre, desde que la viera por primera vez aquella noche en los salones de lady Melbourne, Annabella me había resul­tado fascinante. «Le conozco por lo que usted es», me ha­bía susurrado... Y desde luego, de un modo extraño, así parecía ser. Porque ella había advertido el dolor de mi alma, el anhelo de absolución, el destruido amor por las cosas elevadas y por días mejores. Al escribirme, dirigién­dose no a la criatura que yo era, sino al hombre en el que pude haberme convertido, sentí que Annabella estaba re­novando en mí sentimientos que yo creía perdidos, senti­mientos que un vampiro nunca debe mantener, sentimien­tos entrelazados con una única palabra: «conciencia». Era un poder inquietante, pues, el que ella tenía; y había pa­vor y respeto en el homenaje que me incitaba a rendirle.



 

Un espíritu a su vez parecía ella, pero de luz, sentada en un trono y separada del mundo circundante, fuerte en su fuerza, todo ello infrecuente en una persona tan joven.

 

»Pero no conviene exagerar. La moralidad estaba muy bien cuando sentía pena de mí mismo, pero no me servía de nada ante el sabor de la sangre viva. Ni, desde luego, podía compararse mi admiración por Annabella con el sentimiento amoroso que me inspiraba mi hermana Au­gusta, un anhelo que ahora empezaba a hacerse más cruel. Porque Augusta estaba encinta, y yo temía, y espe­raba, que el niño fuera mío. Durante semanas, después del nacimiento del niño, me esforcé por entretenerme en Lon­dres; cuando finalmente me puse en camino hacia la casa de Augusta, que estaba en el campo, lo hice con la terrible certidumbre de que yo había de matar a mi propio hijo. Llegué; abracé a Augusta; ella me condujo hasta donde se encontraba mi hija. Me incliné sobre la cama. La niña me sonrió. Respiré profundamente. La sangre tenía un agra­dable olor dulce... pero no dorado. El bebé empezó a llo­rar. Me volví hacia Augusta con una fría sonrisa torcién­dome los labios.

 

»—Dale la enhorabuena de mi parte a tu marido —le dije—. Te ha dado una hija preciosa.

 

»Salí de allí, lleno de furia a causa de la desilusión y el alivio, y estuve galopando por el campo hasta que salió la pálida luna, lo que sirvió para que la rabia se me calmase.

 

»Una vez que mi frustración hubo desaparecido, me quedó sólo el alivio. Augusta pasó conmigo tres semanas en una casa junto al mar, y en su compañía casi me sentí feliz. Nadé, comí pescado y bebí buenos brandies; no maté durante las tres semanas en que permanecí allí. Al final, el deseo de sangre se hizo demasiado grande; regresé a Lon­dres, pero el recuerdo de aquellas tres semanas perma­necería siempre conmigo. Comencé a imaginar que mis peores temores podían estar equivocados, que quizá po­dría vivir con Augusta y vencer mi sed. Empecé a imagi­nar que hasta podría negar mi propia naturaleza.

 

»Lady Melbourne, por supuesto, se limitó a echarse a reír ante aquella idea.

 

»—Es una verdadera lástima —me dijo una noche fatí­dica— que la hija de Augusta no sea de usted. —La miré, perplejo. Ella vio mi extrañeza—. Quiero decir que es una pena que Augusta siga siendo su único familiar.

 

»—Sí, usted no hace más que repetirme eso —repuse sin comprender—, pero no veo por qué. Ya le he dicho que creo en el poder de mi voluntad. Creo que mi amor es ma­yor que mi sed.

 

»Lady Melbourne negó tristemente con la cabeza. Ex­tendió una mano para acariciarme la cabeza, y su sonrisa, al pasar sus dedos entre los rizos, fue desoladora.

 

»—Tiene ya algunas canas —me comentó—. Se está haciendo viejo.

 

«Levanté la mirada hacia ella y sonreí ligeramente.

 

»—Bromea usted, naturalmente.

 

»Lady Melbourne abrió mucho los ojos.

 

»— ¿Por qué? —me preguntó.

 

»—Porque soy un vampiro. No envejeceré nunca.

 

»De pronto una expresión de terrible sobresalto cruzó por el rostro de lady Melbourne. Se puso en pie y casi se tambaleó al acercarse a la ventana. Cuando de nuevo se volvió hacia mí, el rostro de aquella mujer, a la luz de la luna, era tan desolado como el invierno.

 

»—De manera que él no le dijo nada... —dijo.

 

»— ¿Quién?

 

»—Lovelace.

 

»— ¿Lo conocía usted?

 

»—Sí, desde luego. —Movió la cabeza—. Pensé que lo habría usted adivinado.

 

»— ¿Adivinado?

 

»—Usted... con Caroline... creí que lo comprendía. El porqué yo le pedía que tuviese compasión de ella. —Lady Melbourne se echó a reír con un terrible sonido lleno de dolor y de pesar—. Me veía a mí misma en ella. Y a Love­lace en usted. Por eso, supongo, le quiero a usted tanto. Porque aún lo amo... aún amo a Lovelace, ya ve. —Las lá­grimas empezaron a rodarle en silencio por la cara como gotas de plata sobre un mármol—. Lo amaré siempre... siempre. Se portó usted bien, Byron, al no darle a Caroline el beso de la muerte. Así su sufrimiento terminará algún día. —Inclinó la cabeza—. El mío nunca tendrá fin.

 

«Permanecí sentado donde estaba, helado.

 

»—Usted —le dije por fin—, usted era la muchacha a la que él escribió.

 

»Lady Melbourne asintió con la cabeza.

 

»—Desde luego.

 

»—Pero... su edad... usted ha envejecido... —Se me fue apagando la voz. Nunca había visto una mirada tan terri­ble como la que tenía lady Melbourne en aquellos mo­mentos. Se acercó a mí y me abrazó. El contacto de aque­lla mujer era helado; tenía los pechos fríos, y su beso so­bre mi frente fue como el beso de la muerte—.

 

Dígame —le pregunté. Miré fijamente hacia la luna. Su brillo, de pronto, parecía implacable y cruel—. Cuéntemelo todo.

 

»—Querido Byron... —Lady Melbourne se acarició los pechos, se palpó las arrugas que los surcaban—. Usted se hará viejo —me dijo—. Envejecerá más aprisa que un mortal. Su belleza se marchitará, y morirá. A menos que...

 

»Yo seguía contemplando el resplandor de la luna.

 

»— ¿A menos que...? —le pregunté con calma.

 

»— ¿Seguro que no lo sabe?

 

»—Dígamelo. A menos que...

 

»—A menos que... —Lady Melbourne me acarició la cabeza—. A menos que beba la sangre dorada. A menos que se alimente de su hermana. Si es así, conservará para siempre la forma que tiene, y nunca envejecerá. Pero tie­ne que ser necesariamente la sangre de un pariente.

 

»Se inclinó y apoyó una mejilla en mi cabeza. Me acu­nó. Durante largo rato no dije nada.

 

»Luego me levanté y me acerqué a la ventana; me que­dé bañado por la luz plateada de la luna.

 

»—Bueno —dije con calma—. Entonces debo tener un hijo.

 

»Lady Melbourne me miró fijamente. Sonrió ligera­mente.

 

»—Ésa es una posibilidad —dijo al fin.

 

»—Eso es lo que usted hizo, supongo. —Lady Mel­bourne agachó la cabeza—. ¿Cuándo?

 

»—Hace diez años —repuso por fin—. Mi hijo mayor.

 

»—Bien —dije yo con frialdad. Volví a quedarme miran­do la luna. Sentía que su luz renovaba mi crueldad—. Si us­ted lo ha hecho, yo también puedo hacerlo. Después podré volver a vivir con mi hermana. Pero hasta entonces... para librarla de las calumnias del mundo... me casaré.

 

»Lady Melbourne me miró, impresionada.

 

»— ¿Casarse?

 

»—Sí, claro. ¿De qué otro modo voy a tener un hijo? No le gustaría que engendrara un bastardo, ¿verdad?

 

»Me eché a reír sin alegría, y sentí que la desespera­ción crecía en mi corazón junto con la crueldad, y me aparté del abrazo de lady Melbourne.

 

»— ¿Adonde va? —me gritó cuando ya me iba.

 

»No le respondí. Abandoné la casa y salí a la calle. El horror gritaba en mi sangre como el viento al azotar el alambre. Aquella noche maté muchas veces con el salva­jismo que proporciona la locura. Rasgué las gargantas con los dientes, bebí la sangre de mis víctimas hasta que no quedó de ellas nada más que montones de huesos y piel blanca, me emborraché de muerte. Cuando el sol comen­zó a asomar en el horizonte, yo estaba sonrojado a causa de la enorme cantidad de sangre como había bebido, y es­taba lleno como una sanguijuela. Mi frenesí empezó a mo­rir. Cuando el sol se elevó, volví con sigilo a la acogedora oscuridad de mis aposentos. Allí, como una sombra de la noche, me encogí de miedo.

 

«Aquella misma tarde escribí a Annabella. Yo sabía que la correspondencia que habíamos mantenido había servido para ablandarle el corazón. Anteriormente me ha­bía rechazado, pero no lo hizo en esta segunda ocasión. Aceptó inmediatamente mi proposición de matrimonio.

 

 

Capítulo X

 

 

Las principales ideas dementes son: que él debe ser malo, que está predestinado al mal y está impulsado por algún irresistible poder a seguir este destino ejerciendo la violencia todo el tiem­po hacia sus sentimientos. Bajo la influencia de este imaginario fatalismo, él se mostrará más malvado con aquellos a quienes más ama, su­friendo agonías al mismo tiempo debido al do­lor que les ocasiona. Entonces cree que el mun­do está gobernado por un Espíritu Maligno; y en una ocasión concibió la idea de que él mismo era un ángel caído, aunque se sentía medio avergonzado por la idea, y se puso taimado y misterioso sobre ello cuando di muestras de ha­berlo detectado... Sin lugar a dudas, yo soy más que nadie el sujeto de su irritación, porque él se considera a sí mismo (tal como ha dicho) un malvado por casarse conmigo a causa de cir­cunstancias anteriores... añadiendo que cuanto más lo ame yo, y cuanto mejor sea, más maldi­to es él.

 

Lady Byron, declaración a un médico acerca de la supuesta demencia de su marido

 

— ¿Por qué me casé con ella? —Lord Byron hizo una bre­ve pausa—. Para engendrar un hijo, sí... pero, ¿por qué ella, precisamente? ¿Por qué Annabella? Iba a resultarme casi fatal. Lady Melbourne, cuando le dije quién iba a ser mi esposa, ya me lo profetizó. Ella me comprendía mejor, quizá, que yo mismo. Porque era capaz de ver en mi alma el veneno de la angustia; veía cuán violentamente ardía la llama, muy por debajo del hielo que era mi forma exterior; veía lo peligroso que ello era.

 

»—Usted está herido —me dijo—, y acude a Annabella con la esperanza de que ella le ofrezca un remedio a su mal. —Me reí de aquello con desprecio, pero lady Mel­bourne negó moviendo la cabeza de un lado a otro—. Ya se lo advertí, Byron: tenga cuidado con mi sobrina. Ella po­see la peor clase de virtud moral: es fuerte y apasionada.

 

»—Bien —respondí—. Eso aumentará el placer de des­truir esa virtud.

 

»Pero me estaba engañando a mí mismo, y lady Mel­bourne se había mostrado mucho más perspicaz de lo que yo hubiera querido admitir. El torbellino de mis senti­mientos hacia Augusta, mi autorrepulsión, mi miedo por lo que me pudiera deparar el destino, todo ello hacía que deseara con desespero cierta sensación de paz. Y no sabía de nadie más que Annabella que pudiera ofrecerme eso; y, aunque parecía una esperanza vana, no me quedó más re­medio, al final, que reconocerlo. Yo había viajado al nor­te, a casa de sus padres. La estuve esperando en el salón, junto a la chimenea. Me habían dejado solo. Llegó Anna­bella y se detuvo un momento en la entrada. Me miró fi­jamente a los ojos. Una sombra cruzó su rostro, y me di cuenta de que ella reconocía en mí el frío de la muerte: lo mucho que me había manchado, lo mucho que me había embrutecido desde nuestro último encuentro. No aparté los ojos de los suyos, pero su mirada era tan transparente y bella que me encogí por dentro, como tienen que hacer los malos espíritus, según se dice, siempre que se hallan en presencia de los buenos. Y entonces ella atravesó la sala; me cogió las manos y noté que le inspiraba compa­sión, una compasión que se elevaba y se mezclaba con su amor. Incliné la cabeza y la besé suavemente. Al hacerlo las esperanzas que tenía puestas en ella se elevaron al ni­vel del pensamiento, y ya no pude evitar reconocerlas. En aquel momento comprendí que lo haría: me casaría con ella.

 

»Aun así, estuve a punto de no hacerlo. Me quedé con Annabella dos semanas y no probé la sangre ni una sola vez; en cambio sentía que me marchitaba y me enfriaba. El viento era helado; la comida, espantosa; los padres, fríos y aburridos. «Maldita sea, soy un vampiro —pensé—, un señor de los muertos... no tengo por qué soportar esto.» Cuando por fin me escapé y volví al sur, me parecía que matar era recuperar la libertad, y en la pasión de mi luju­ria por la sangre casi olvidaba la necesidad de tener un hijo. A medida que se acercaba la fecha de la boda conti­nué recreándome en mis múltiples merodeos por Londres, y cuando por fin me puse en camino, la perspectiva del matrimonio me resultaba tan gélida como antes. Al pasar por la carretera que llevaba a la casa de Augusta, y si­guiendo un impulso, tomé esta carretera; cuando llegué, le escribí una carta a Annabella en la que le decía que rom­pía el compromiso. Pero no pude dormir con Augusta aquella noche; su marido estaba con ella y el tormento de mi frustración bastó para convencerme de que tenía que hacer pedazos la carta. Al recordar qué motivos me im­pulsaban a casarme, emprendí por fin el camino; me reu­ní por el camino con Hobhouse y viajamos lentamente ha­cia el norte, hacia mi ansiosa prometida. Estábamos en pleno invierno. La nieve espesa cubría el suelo, y el mun­do entero parecía helado. Mi propia alma también parecía haberse vuelto de hielo.

 

«Llegamos a nuestro destino por la noche, ya tarde, Me detuve ante las puertas de la verja. Más allá se podían ver unas luces parpadeantes. En contraste con ellas, la os­curidad y la resplandeciente nieve parecían ser la libertad. Tuve ganas de salir corriendo como un lobo salvaje y cruel. Anhelaba matar. Seguro que la sangre, salpicada en­cima de la nieve, tendría un aspecto precioso. Pero Hob­house estaba conmigo, no había escape posible, de mane­ra que empezamos a cabalgar por el sendero. Annabella me recibió con un no disimulado alivio.

 

»Me casé con ella en el salón de la casa de sus padres. Me había negado a entrar en una iglesia, lo que bastó para que la madre de Annabella cayera presa de la histe­ria, mientras nosotros esperábamos formular los votos, al pensar qué podría ser aquello con lo que su hija se estaba casando. No obstante, la propia Annabella, cuando le puse el anillo en el dedo, me miró con su calma acostumbrada, dolorosa y sublime, y sentí que aquellos ojos servían para aquietar mi desasosiego. No hubo recepción. En cambio, una vez que la ya lady Byron se hubo cambiado y tuvo puesta la ropa de viaje, subimos a un carruaje e iniciamos la marcha, en un viaje invernal de setenta kilómetros, ha­cia un lugar llamado Halnaby Hall. Allí habríamos de pa­sar nuestra luna de miel.

 

»Por el camino observé a mi esposa. Ella me respondió con una tranquila sonrisa. De pronto empecé a odiarla. Aparté la mirada y me puse a contemplar los campos he­lados. Pensé en Haidée, en cielos azules y en cálidos pla­ceres; pensé en la sangre. Miré fugazmente otra vez a An­nabella. De pronto me eché a reír. Yo era un ser peligroso y libre, ¿y aquella muchacha pensaba que podría encade­narme con unos votos sensibleros?

 

»—Me las pagarás —dije en un susurro.

 

«Annabella me miró, sobresaltada. Sonreí fríamente, luego volví a mirar al exterior, a las calles por las que pa­sábamos. Estábamos en Durham, y la vista de tanta gente hizo que se me despertara la sed. Las campanas doblaban desde la torre de la catedral.

 

»—Por nuestra felicidad, supongo —dije en tono de burla. Annabella me miró en silencio, con la cara pálida a causa del dolor. Hice un signo de negación con la cabe­za—. Esto tiene que acabar en una separación —le dije en un siseo. Pensé en el destino que aguardaba al hijo de An­nabella—. Deberías haberte casado conmigo la primera vez que te lo propuse.

 

»Antes de que me hubiera encontrado con Augusta. An­tes de que me hubiera enterado del horror de mi destino... que ahora, con toda seguridad, nos engulliría a ambos.

 

»De repente sentí una vergüenza terrible. Annabella to­davía no me había contestado, pero yo podía sentir su an­gustia de un modo como nunca antes había sentido el do­lor de un mortal. Ella tenía mucho, y muy poco, de niña, pero siempre, en lo más profundo de sus ojos, parecía es­perar esa profundidad eterna. Por fin llegamos a Halnaby Hall. Cuando bajamos del carruaje, Annabella se aferró a mi brazo, y yo le sonreí. Nos besamos. Luego, antes de la cena, la poseí en el sofá. Todavía le brillaban los ojos cuando levantó la mirada hacia mí, pero ahora era de pa­sión, no de dolor. Era bueno darle placer y también era bueno sentir el poder que yo ejercía sobre ella, sentir que su cuerpo me obedecía, aunque no su mente. Durante la cena, su rostro de manzana permaneció alegre y sonrosa­do. Me pregunté qué conjunción podría haber tenido lu­gar en su vientre... qué chispa de algo nuevo podría estar creciendo en él.

 

»La idea me excitó. La oscuridad parecía estar llaman­do a mi sed, y le dije a Annabella que no dormiría con ella. Pero el pesar volvió a arder en sus ojos, y me acarició la mano con tanta suavidad que no pude resistirme a su pe­tición. Aquella noche volví a poseerla tras la cortina de nuestra cama de cuatro columnas. Después, por primera vez en mucho tiempo, me dormí. Tuve un sueño terrible. Imaginé que estaba en un laboratorio. Una mujer emba­razada yacía sobre una losa. Estaba muerta. Le habían abierto el vientre, y una figura ataviada con una túnica ne­gra se inclinaba sobre ella. Me acerqué más. Estaba segu­ro de que aquella figura era el pacha. Entonces vi que es­taba sacando a un niño, liberando al feto muerto del útero de su madre. La criatura tenía unos cables sujetos a la cabeza. Los cables comenzaron a arder y a echar chispas; el feto se movió; abrió la boca y empezó a llorar, revivien­do de ese modo. Lentamente, el pacha inclinó la cabeza hacia adelante.

 

»— ¡No! —grité yo.

 

»Pero el pacha mordió; vi que el bebé se ponía rígido, para luego desmadejarse, y que la sangre empezaba a go­tearle y a extenderse con una rapidez imposible, hasta que pareció una inundación que llenaba la habitación. Cogí al pacha por los hombros y le obligué a darse la vuelta. Le miré fijamente el rostro. Pero no era el rostro del pacha. No. Era el mío.

 

»Lancé un grito. Abrí los ojos. La luz del fuego de la chimenea se filtraba por la roja cortina de la cama.

 

»— ¡Seguramente estoy en el infierno! —mascullé.

 

»Annabella se despertó e intentó sujetarme, pero me aparté de ella. Me levanté de la cama y permanecí senta­do mirando fijamente la suave máscara de nieve que cu­bría los páramos. Entonces abandoné mi cuerpo y me ele­vé para vagar sobre los vientos en aquella heladora noche. Encontré un pastor, que estaba solo buscando un cordero. Nunca iba a encontrarlo. La sangre del pastor cayó como lluvia sobre la nieve, salpicándola de resplandecientes ru­bíes. Cuando hube bebido hasta saciarme, dejé caer a mi víctima y regresé a mi cuerpo y a mi cama. Annabella, al notar mi tristeza, me abrazó y puso la cabeza sobre mi pe­cho. Pero su amor no sirvió en absoluto para calmar mi espíritu, sino que lo agitó aún más.

 

»—Queridísima Bell —le dije mientras le acariciaba el cabello—, deberías tener una almohada más blanda en la que recostarte que mi corazón.

 

»A la mañana siguiente permanecí en la cama hasta las doce. Cuando al fin me levanté, encontré a mi esposa en la biblioteca. Me miró. Vi que tenía lágrimas en los ojos. La abracé y sentí su cuerpo contra el mío. Aspiré su per­fume. Fruncí el entrecejo y luego le acaricié el vientre. Vol­ví a fruncir el entrecejo. Annabella no estaba embarazada, lo supe con toda seguridad. No se le notaba en el vientre el revuelo de la sangre de otra criatura, no se notaba la vida de un niño. Suspiré. Abracé a mi esposa como prote­giéndola contra su destino.

 

»—Créeme —dije en un susurro, casi exclusivamente para mis adentros—, estoy más maldito en este matrimo­nio que en cualquier otro acto de mi vida.

 

»Bell me miró profundamente a los ojos.

 

»—Por favor —dijo al fin con voz suave y desespera­da—, ¿qué agonía es ésa que me estás ocultando?

 

»Moví la cabeza de un lado a otro.

 

»—Soy un malvado —susurré—. Podría convencerte de ello con tres palabras.

 

»Bell no dijo nada. Apretó la mejilla otra vez contra mi pecho.

 

»— ¿Lo sabe tu hermana? —me preguntó luego.

 

»Di un paso atrás. Yo estaba temblando.

 

»—Por Dios —le dije en voz baja—, no me preguntes por ella.

 

»Bell siguió mirándome fijamente. Parecía penetrar con los ojos hasta las profundidades de mi alma.

 

»—No hay ningún secreto —dijo finalmente—, por te­rrible que sea, que pueda destruir mi amor. Ninguno.

 

»Sonrió con una sonrisa de piedad y contemplación, y el rostro se le llenó de tranquilidad, como siempre, y de amor. Carraspeé, me di la vuelta y me alejé.

 

»Bell no me siguió, ni tampoco durante las siguientes semanas me presionó para que le contase el secreto que, era consciente de ello, yo guardaba. En cuanto a mí, como el que tiene una herida, no hacía más que acariciarlo y ex­ponerlo a medias ante ella, porque la calma de Annabella me enfurecía, y a menudo rabiaba de ganas de ver des­truida aquella calma. Cuando me encontraba sumido en ese estado de ánimo, aborrecía a mi esposa. Le insinuaba las desgracias que nos aguardaban, como si mi fatal des­tino fuera el antídoto a mi estado de casado: marido, que no vampiro, era la palabra que encontraba más espantosa. Casi volvía a estar enamorado de mi destino. Pero más tarde el horror regresaba a mí, y con él el sentimiento de culpa, mientras el amor de Annabella continuaba presente. En tales ocasiones, cuando podía confiarme a ella, casi me sentía feliz, y los sueños de redención volvían a mí. Había una gran confusión en mí, y mis sentimientos cam­biaban como las llamas de una hoguera. No fue una luna de miel tranquila.

 

«Durante todo el tiempo mi sed se iba haciendo más acuciante. Bell siempre estaba cerca de mí, y eso me en­loquecía. Regresamos a casa de sus padres; de nuevo mala comida y peor conversación. Yo ansiaba ardientemente el vicio. Una noche mi suegro me contó una historia por sép­tima vez. Mi paciencia llegó al límite. Anuncié que parti­ría para Londres inmediatamente. Bell exigió venir con­migo. Me negué. Tuvimos una furiosa pelea. Parecía haber algo extraño en Bell, algo que rozaba la mojigatería, cua­lidad que su virtud no había sufrido anteriormente. Volvió a repetir los mismos argumentos delante de sus padres y no tuve otro remedio que doblegarme a ellos.


Date: 2015-12-24; view: 560


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