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Capítulo VIII 4 page

 

»Me miró profundamente a los ojos. Qué poco terrenal es su belleza, pensé, qué extraña y fiera... parecida a la de Lovelace. Pero era demasiado mayor para ser la mucha­cha de la que él me había hablado. Miré hacia donde se encontraba Caro, y luego otra vez a lady Melbourne, que ya se alejaba de mí. La llamé.

 

»Ella levantó una ceja al darse la vuelta.

 

»— ¿Milord?

 

»—Lady Melbourne... —Me eché a reír y después co­mencé a mover la cabeza de un lado a otro—. Perdóneme, pero tengo que hacerle una pregunta...

 

»—Por favor —dijo. Aguardó discretamente—. Pregunte.

 

»— ¿Es usted lo que parece?

 

»La mujer sonrió suavemente.

 

»—El hecho de que me haga usted la pregunta segu­ramente ya la responde. —Incliné la cabeza—. Somos muy pocos —me susurró de pronto. Volvió a cogerme la mano—. Nosotros, los que hemos elegido besar los labios de la muerte.

 

»— ¿Elegido, lady Melbourne? —Me quedé mirándo­la—. Yo nunca lo elegí.

 

»Una triste sonrisa comenzó a juguetear en los labios de lady Melbourne.

 

»—Desde luego —dijo—. Se me olvidaba. —Se dio la vuelta, y cuando eché a andar tras ella y alargué una mano para detenerla, lady Melbourne la apartó de sí—. Por favor —me pidió mirándome fijamente—, le ruego... que olvide lo que acabo de decirle. —Los ojos le brillaban llenos de advertencia—. No me presione con eso, querido Byron. Cualquier otra cosa... pídamela... y le ayudaré. Pero no me pregunte los motivos que me llevaron a... a convertirme en lo que usted ve. Lo siento. Ha sido culpa mía. No tenía intención de referirme a ello. —Una sombra de amargura le cruzó el rostro... y como si algo se lo hu­biera recordado, miró hacia su nuera—. Sea bueno con ella —me dijo en voz baja—. No le destroce la mente. Ella es un ser mortal... y usted no lo es. —Luego, con una sú­bita sonrisa, volvió a ser la anfitriona urbana—. Y ahora —añadió a modo de despedida—, no puedo acapararlo a usted sólo para mí. —Me dio un beso de despedida—. Váyase y seduzca a la mujer de mi hijo.

 

»Y así lo hice aquella noche. Hice poco caso de los re­querimientos de lady Melbourne. Naturalmente, puesto que era mi naturaleza inmortal lo que yo más anhelaba ol­vidar; no tenía otro motivo para enamorarme. Había esta­do suspirando por una mujer como Caro: un espíritu in­dómito, una amante sin inhibiciones cuyo deseo fuera igual que el ansia de mi propio deseo. Durante unas se­manas nuestra pasión ardió locamente con una desespe­rada fiebre que nos contagiaba a ambos y que consumía cualquier pensamiento que no se refiriese a nuestro amor, de manera que durante algún tiempo incluso mi inquieta lujuria por la sangre pareció apagarse. Pero aquella fiebre pasó, y comprendí que lo que tenía no era sino una escla­va más, como todas mis esclavas, sólo que la pasión sal­vaje que Caro sentía hacía que su esclavitud, sus ataduras conmigo fueran todavía más completas. Yo no le había chupado la sangre, como hace normalmente un vampiro, pero, lo que era mucho más cruel, la había contagiado de un ardiente deseo carente de todo remordimiento, de ma­nera que la mente de Caro era cada vez más frenética y más loca. Me di cuenta por primera vez de hasta qué pun­to puede resultar mortífero el amor de un vampiro, de que beber sangre no es el único modo de destruir, porque yo había envuelto a Caro en todo el resplandor deslumbran­te de mi pasión, y, al igual que el sol, aquel resplandor era demasiado brillante para que la mente de un mortal pu­diera soportarlo. Mi amor se apagó pronto, pero la fatali­dad de Caro fue que nunca se curaría de mí.



 

»Pronto sus indiscreciones se fueron haciendo insufri­bles... y fui yo, el vampiro, quien se vio acosado por ella. Me enviaba regalos, se presentaba en mis habitaciones a medianoche, seguía a mi carruaje vestida con el disfraz de paje. Yo le enviaba brutales despedidas; tomé una segunda amante; desesperado, incluso contemplé la posibilidad de matarla. Pero lady Melbourne, cuando le sugerí semejante plan, se echó a reír y negó con la cabeza.

 

»—El escándalo ya es bastante perjudicial. —Me acari­ció la cabeza—. Queridísimo Byron. Ya se lo advertí: tiene usted que ser más comedido. Procure llamar menos la atención. Sea discreto, como lo soy yo, como lo somos to­dos los de nuestra calaña.

 

»La miré. Pensé en la muchacha que Lovelace conocía y que aún no había acudido a mí.

 

»— ¿Hay otros —le pregunté— como nosotros, aquí en Londres?

 

»Lady Melbourne ladeó la cabeza.

 

»—Sin duda.

 

»—Y seguro que usted los conoce.

 

» Sonrió.

 

»—Como acabo de decirle, sobre todo somos discretos. Hizo una pausa—. También hay que decir, en honor a la verdad, que nosotros carecemos del poder que tiene usted, Byron; eso lo hace extraordinario, pero también muy peli­groso. Tiene usted genialidad y fuego, y por eso, precisamente por esos motivos, Byron, debe tener cuidado. — Me cogió por los brazos y me miró fijamente el rostro—.

 

¿Duda usted de que la ley, si nos encontrara, no buscaría el modo de destruirnos? La fama de que goza usted es algo terrible... si lo desenmascarasen, eso podría servir para aniquilarnos a todos.

 

»—No me apetece permanecer oculto —le dije perezo­samente.

 

»El tono apremiante de lady Melbourne me había im­presionado, y esta vez tuve buen cuidado de hacer caso de sus palabras. No maté a lady Caroline; me limité a redo­blar los esfuerzos por mantenerla a raya. No hice nada que atrajese la atención hacia mí; en otras palabras, sedu­je, bebí, practiqué los juegos de azar, hablé de política... como cualquier caballero londinense; y, sobre todo, pasé mucho tiempo con Hobhouse; aquel único punto fijo que mi vida aún poseía. Hobby nunca me preguntó nada acer­ca del año que pasé solo en Grecia, y yo tampoco se lo conté. En cambio, como verdadero amigo que era, se es­forzó mucho con tal de evitarme algunos arañazos, y yo confiaba en él de un modo en que me resultaba difícil confiar incluso en mí mismo. Sólo por la noche, ya tarde, cuando regresábamos de alguna fiesta o de algún club de juego, procuraba quitármelo de encima. Y entonces me encaminaba subrepticiamente hacia las tinieblas y reanu­daba una existencia que Hobhouse no podía constatar, y durante unas breves horas me mostraba sincero conmigo mismo, tal como era. Pero incluso cuando me encontraba en los muelles o en los más miserables barrios bajos, re­cordaba la súplica de lady Melbourne y procuraba com­portarme con discreción. Mis víctimas, una vez seleccio­nadas, nunca escapaban.

 

»Una noche, sin embargo, mi sed se agudizó más de lo normal. Caro me había hecho una escena: llegó a mi casa, ya muy tarde, ataviada con el disfraz de paje, y me exigió que me fugase con ella. Hobhouse, como siempre, fue el pilar fuerte donde apoyarme, y finalmente conseguimos poner a Caro de patitas en la calle; pero me quedé en un estado febril de crueldad, y aborrecí la necesidad de disimular lo que era. Esperé hasta que Hobhouse se hubo ido y luego salí y me dirigí a la oscuridad de los bajos fondos de Whitechapel. Estuve caminando por las calles más os­curas y solitarias. Tenía una desesperada sed de sangre. pe pronto la olí, delante y detrás de mí. Pero no estaba de humor para andarme con precauciones. Seguí caminando y me metí en un callejón sucio y lleno de barro; mis pasos eran el único sonido que se oía. El olor de sangre se había hecho muy intenso. Entonces noté que alguien salía desde detrás de mí. Me di la vuelta con el tiempo justo de ver un arma que bajaba hacia mí; la atrapé, retorcí el brazo que la sujetaba y obligué al individuo a caer al suelo. Él me miró al rostro y comenzó a gritar, y entonces le rajé la gar­ganta; se hizo el silencio de nuevo excepto por el dulce baño que su sangre le dio a mi rostro. Estuve bebiendo largo rato, sin dejar de sujetar la garganta del hombre muerto contra mis labios. Por fin quedé saciado; dejé caer el marchito cadáver sobre el barro y entonces me detuve. Olí el perfume de la sangre de otra persona. Levanté los ojos. Caro me estaba mirando.

 

«Lentamente, me limpié la sangre de la boca. Caro no dijo nada, sólo me miró fijamente con ojos enloquecidos y desesperados mientras me levantaba y me acercaba a ella. Le pasé los dedos por entre los cabellos; se estremeció; creí que entonces se soltaría de mí y escaparía. Pero en vez de eso empezó a temblar, su delgado cuerpo se vio arrasado por largos sollozos sin lágrimas, y luego buscó mis labios con los suyos; me besó y se manchó de sangre la boca y la cara. Me abracé a ella.

 

»—Caro —le susurré a lo más profundo de su mente—, esta noche no ha visto nada. —Sin pronunciar palabra, ella asintió—. Tenemos que irnos —le dije, al tiempo que echaba una ojeada al cadáver que yacía en el barro. Cogí a Caro del brazo—. Vamos —le ordené—, aquí no estamos seguros ninguno de los dos.

 

»En el carruaje, Caro se mostró aturdida. En el camino de regreso a Whitehall le hice el amor con ternura, pero ella siguió sin pronunciar ni una palabra. Una vez en la mansión de los Melbourne la acompañé hasta el interior y nos despedimos con un beso. Cuando me iba capté el re­flejo de mí mismo en un espejo. El alma de la pasión pa­recía impresa en cada una de mis facciones. Tenía la cara pálida y llena de altanería y de amargo desprecio; pero también había cierto aire de abatimiento y aflicción que suavizaba y ensombrecía la fiereza de mi aspecto. Era un rostro terrible, hermoso y miserable: era mi propio rostro. Me estremecí como lo había hecho Caro poco antes y vi cómo la aflicción pugnaba con la maldad, hasta que final­mente todo quedó frío y solemne como antes. Impasible de nuevo, me arropé con la capa y volví a adentrarme en la noche.

 

»Al día siguiente Caro vino a mi alojamiento; se abrió paso a la fuerza entre mis sirvientes y ordenó a gritos a mis amigos que nos dejasen solos.

 

»—Le amo —me dijo cuando estuvimos a solas—. Le amo, Byron, con todo mi corazón, lo es usted todo para mí... mi vida. Sí, tome mi vida si no quiere tomarme a mí. —De pronto comenzó a rasgarse el vestido—. ¡Máteme! —gritó—. ¡Aliméntese de mí!

 

»Me quedé mirándola con dureza. Luego hice un mo­vimiento con la cabeza.

 

»—Déjeme en paz —dije.

 

»Pero Caro me cogió el brazo y se arrojó contra mí.

 

»— ¡Permítame ser una criatura como usted! ¡Déjeme que comparta su existencia! ¡Lo entregaré todo!

 

»Me eché a reír.

 

»—No sabe lo que dice.

 

»— ¡Sí! —repuso Caro a gritos—. ¡Lo sé, lo sé! ¡Quiero sentir el beso de la muerte sobre mis labios! ¡Quiero com­partir esas tinieblas de donde usted ha surgido! ¡Quiero probar la magia de su sangre, Byron! —Empezó a sollozar. Luego se desplomó de rodillas en el suelo—. ¡Por favor, Byron! Por favor, no puedo vivir sin usted. ¡Déme su san­gre, por favor!

 

»Me quedé mirándola y sentí una terrible compasión por ella, y también cierta tentación. Permitirle que com­partiera su existencia conmigo, sí, para aliviar la carga de mi soledad... Pero entonces recordé la promesa que había hecho de no crear nunca una criatura semejante a mí, y le volví la espalda.

 

»—Su vanidad resulta ridícula —le dije al tiempo que hacía sonar la campanilla para que acudieran los criados—. Vaya a ejercer sus absurdos caprichos con otro.

 

»— ¡No! —aulló Caro golpeándose la cabeza contra mis rodillas—. ¡No, Byron, no!

 

»Entró un criado.

 

»—Tráele a su señoría alguna ropa decente —le orde­né—. Ya se marcha.

 

»—Voy a revelar su secreto —me gritó ella—. Le veré destruido.

 

»—Su amor por lo teatral es tristemente famoso, lady Caroline. ¿Quién ha creído nunca algo que usted haya di­cho?

 

»Me quedé mirando mientras mi criado acompañaba a lady Caroline fuera de la habitación. Luego saqué papel y tinta y escribí una carta a lady Melbourne poniéndola al corriente de todo lo que había sucedido.

 

»Ambos acordamos que lo mejor sería enviar lejos de Londres a lady Caroline. Su locura ahora estaba rayando en la desesperación. Me envió como regalo un mechón de vello púbico manchado de sangre y, acompañándolo, una nota en la que me pedía de nuevo que le diera mi sangre. Me seguía por todas partes, incesantemente; me gritaba por la calle; le dijo a su marido que iba a casarse conmi­go. Este se encogió de hombros tranquilamente al oír la noticia y le dijo que dudaba mucho que yo la quisiera te­ner por esposa... tal como lady Melbourne le había dicho a él que hiciera. Finalmente, y mediante la combinación de nuestros esfuerzos, convencimos a Caro para que se marchase con su familia a Irlanda. Sin embargo, por en­tonces, tal como había amenazado hacer, ya había estado hablando como una loca por todas partes de mi afición por la sangre. Los rumores llegaron a hacerse tan peligro­sos que incluso llegué a contemplar la idea de casarme como único medio de hacerles frente. Me acordé de Annabella, la sobrina de lady Melbourne; era lo conveniente­mente virtuosa, ideal, pensé. Pero lady Melbourne se limitó a echarse a reír al oírme decir aquello y, cuando la obli­gué a que le escribiera mi proposición de matrimonio a su sobrina, fue la propia Annabella quien me rechazó. No me sentí herido ni demasiado sorprendido por aquella negati­va; admiraba a Annabella y sabía que merecía un corazón mejor que el mío. Mis ambiciones matrimoniales empeza­ron a desvanecerse. En cambio, a fin de acallar los rumo­res, seguí un plan que resultaba ligeramente menos depri­mente: abandoné Londres y me fui a Cheltenham.

 

»Allí permanecí oculto. Aquel asunto con Caro me ha­bía dejado maltrecho y deprimido. Yo la había amado —la había amado de verdad—, pero también la había des­truido, y me había visto enfrentado una y otra vez a la na­turaleza de mi fatídico destino. No podía tener ataduras, no podía gozar del amor, y por eso volvió a nacer en mí un febril deseo de viajar, de escapar de Inglaterra y de irme a Italia, como siempre había tenido intención de hacer. Ven­dí Newstead: el dinero se lo tragaron inmediatamente las facturas; traté de poner en orden mis finanzas... los meses fueron pasando lentamente. El pensamiento de la eterni­dad de la cual yo era heredero empezaba a entumecerme. Y cada vez me resultaba más difícil despertar de aquel en­tumecimiento. Cuánta razón tenía Lovelace al advertirme que no me demorase, que no me entretuviese. Casi cada semana esbozaba planes para marcharme al extranjero, pero era inútil, porque mi resolución y mi energía pare­cían haber desaparecido, y mi existencia carecía de la ex­citación que todo eso había vuelto a despertar en mí. Ne­cesitaba algo de acción, algún placer nuevo y grande que sirviese para excitarme la sangre y volver a despertar. No ocurrió nada... la monotonía permaneció. Dejé de fingir que me iría de viaje al extranjero. Parecía que Inglaterra nunca me dejaría marchar.

 

«Regresé a Londres. Allí mi sensación de desolación empeoró aún más. La existencia, que en Grecia me había parecido tan rica y variada, en Inglaterra parecía despoja­da de todo su color. ¿Qué es la felicidad, al fin y al cabo, sino excitación? ¿Y qué es la excitación más que un esta­do de la mente? Empezaba a sentir que las pasiones se me habían agotado: cuando jugaba, bebía o hacía el amor, cada vez resultaba más difícil recuperar la chispa, aquella «agitación» que es el objeto de toda la vida. Volví a la poe­sía, a los recuerdos de Haidée... y a mi caída. Me esforcé por hallar sentido a aquella cosa en la que me había con­vertido. Me pasaba toda la noche garabateando con furia, como si los ritmos de la pluma pudieran ayudarme a re­cuperar lo que había perdido; pero me estaba engañando; escribir sólo hacía que malgastara mis energías aún más; que las desperdiciase como semilla sobre terreno árido. En Grecia la sangre había servido para aumentar la inten­sidad de todos mis placeres; pero en Londres bebía la san­gre por su dulzura en sí, y sentía que poco a poco iba em­botándome el sabor de todo lo demás. Y así, al atenuar mis otros apetitos, la naturaleza vampírica que anidaba en mí se alimentaba de sí misma. Cada vez más notaba que mi mortalidad iba muriendo; cada vez más me sentía como algo aislado, sin otros seres semejantes.

 

«Mientras me encontraba sumido en las profundidades de esta cansina desesperación, mi hermana, Augusta, lle­gó a la ciudad. Aún no la había visto desde mi regreso del Este, porque era consciente del efecto que la sangre de mi hermana produciría en mí. No obstante, cuando recibí una nota suya preguntándome si me gustaría encontrarme con ella, fue precisamente ese conocimiento, esa certeza, lo que más me excitó, y en cuanto mis enfangados ánimos renacieron, la tentación se me hizo imposible de resistir. Le contesté con otra carta, escrita con tinta roja, en la que le preguntaba si le gustaría que la invitase a cenar. La es­peré en el lugar convenido. Antes incluso de verla ya ha­bía olido su sangre. Entonces Augusta entró en la estancia y fue como si un mundo gris se hubiera iluminado con mil relucientes chispas. Se acercó al lugar donde yo me en­contraba. La besé suavemente en una mejilla, y la delica­da fluidez de su sangre pareció ponerse a cantar.

 

»Me detuve... y estuve tentado de... Pero luego decidí retrasarlo. Nos sentamos a comer. El bombeo del corazón de Augusta, el ritmo que producían sus venas, estuvo re­sonando en mis oídos durante toda la cena. Pero también estuvo resonando en mis oídos la suave música de su voz que me hechizaba como antes nada lo había hecho. Ha­blamos de todo y de nada, como sólo los viejos amigos lo pueden hacer; bromeamos y reímos, y nos dimos cuenta de que nos entendíamos perfectamente. Mientras cenába­mos, mientras hablábamos, mientras reíamos juntos, los grandes placeres de la mortalidad parecieron volver a mí. Capté un atisbo de mi propia imagen reflejada en la plata de la mesa. La vida, en un cálido arrebol, estaba afloran­do de nuevo a las mejillas.

 

«Aquella noche no toqué a Augusta. Ni tampoco la no­che siguiente. Mi hermana no era guapa, pero resultaba encantadora: la hermana por la que había suspirado y a la que nunca había conocido. Empecé a salir con ella como acompañante. Mi fiebre por tener compañía rivalizaba con mi sed. A veces el deseo que su sangre me producía me dejaba vacío, y en una oscura oleada, el perfume de aquella sangre me nublaba los ojos; entonces bajaba la ca­beza. Suavemente, mis labios acariciaban la suave piel del cuello de Augusta. Le daba un toquecito con la lengua; me imaginaba mordiéndola profundamente y chupándole la sangre. Augusta parecía sobresaltarse y me miraba, y los dos nos echábamos a reír. Yo me acariciaba los incisivos con la punta de la lengua, pero cuando me decidía a ir otra vez en busca de su garganta era para besarla y sentir el pulso de su vida, rico, profundo y sensual.

 

»Una noche, mientras bailábamos un vals, ella aceptó mi beso. Nos separamos en seguida. Augusta bajó los ojos, avergonzada y disgustada, pero yo había sentido cómo la pasión le encendía la sangre, y cuando me incliné de nue­vo hacia ella, Augusta no me rechazó. Tímidamente alzó los ojos. El perfume de su sangre nubló todo mi ser. Abrí la boca. Augusta se estremeció. Echó la cabeza hacia atrás y trató de soltarse; luego volvió a estremecerse y gimió, y cuando yo bajé la cabeza me encontré con sus labios. Esta vez no nos separamos. Sólo cuando oí un apagado sollo­zo levanté la mirada. Una mujer corría por el pasillo ha­cia el salón de baile. Reconocí la espalda de lady Caroline Lamb.

 

»Más tarde, aquella misma noche, mientras yo entraba en el salón dispuesto para la cena, Caro se enfrentó conmigo. Llevaba una daga en la mano.

 

»—Use el cuerpo de su hermana —me dijo en voz baja—, pero por lo menos tome mi sangre. —Le sonreí sin pronunciar palabra y pasé de largo junto a ella; Caro se atragantó a causa de la ira que sentía y se tambaleó hacia atrás; cuando varias damas intentaron quitarle la daga, se cortó la mano con la hoja. Luego levantó la herida hacia mí—. ¡Ya ve lo que sería capaz de hacer por usted, milord! —me dijo a gritos—. ¡Beba mi sangre, lord Byron! ¡Si no quiere amarme, por lo menos déjeme morir!

 

»Se besó el corte, manchándose de sangre los labios. El escándalo, a la mañana siguiente, fue la comidilla de todas las reuniones de cotilleo.

 

»Lady Melbourne, furiosa, vino a visitarme aquella no­che. Me mostró un periódico.

 

»—Yo a esto no lo llamo discreción.

 

»Me encogí de hombros.

 

»— ¿Es culpa mía que me persiga una maníaca?

 

»—Pues ya que lo menciona, Byron, sí, sí lo es. Le ad­vertí que no destruyera a Caroline.

 

»La miré lánguidamente.

 

»—Pero no me lo advirtió lo suficiente, ¿recuerda, lady Melbourne? ¿Se acuerda de que se mostró reacia a ha­blarme de los efectos del amor de un vampiro? —Moví la cabeza—. Cuánta timidez.

 

»Sonreí, al tiempo que una ligera lividez producida por el enojo se apoderaba de las mejillas de lady Melbourne. Tragó saliva y luego recobró el dominio de sí misma.

 

»—Deduzco —me dijo en un tono helado— que la más reciente víctima de su amor es su hermana.

 

»— ¿Caro le ha dicho eso?

 

»—Sí.

 

»Me encogí de hombros.

 

»—Bueno... supongo que no puedo negarlo. Es un asunto interesante.

 

»Lady Melbourne movió la cabeza a ambos lados.

 

»—Es usted imposible —dijo al fin.

 

»— ¿Por qué?

 

»—Porque la sangre de su hermana...

 

»—Sí, ya lo sé —le interrumpí—. Su sangre es una tor­tura para mí. Pero también lo es la idea de perderla. Con Au­gusta, lady Melbourne, vuelvo a sentirme mortal. Con Augusta puedo sentir que el pasado se disuelve.

 

»—Desde luego —convino lady Melbourne sin sorpren­derse.

 

»Fruncí el entrecejo.

 

»— ¿Qué quiere decir?

 

»—Augusta lleva la misma sangre que usted. Se atraen el uno al otro. Su amor no puede destruirla. —Se inte­rrumpió—. Pero la sed que usted siente sí, Byron.

 

»La miré fijamente.

 

»— ¿Mi amor no puede destruirla? —repetí lentamente.

 

»Lady Melbourne dejó escapar un suspiro y alargó una mano para acariciar la mía.

 

»—Por favor —susurró—. No se permita usted enamo­rarse de su hermana.

 

»— ¿Por qué no?

 

»—Creía que era evidente.

 

»— ¿Porque es un incesto?

 

»Lady Melbourne se echó a reír amargamente.

 

»—No somos nosotros dos, precisamente, las personas más adecuadas para defender la moralidad. —Hizo un gesto negativo con la cabeza—. No, Byron, no porque sea un incesto, sino porque lleva su misma sangre y usted se siente atraído hacia ella. Porque su sangre le resulta a us­ted irresistible. —Me cogió una mano y la apretó con fuer­za—. Al final tendrá que matarla. Lo sabe usted muy bien. No ahora, es posible, pero sí más tarde, cuando hayan pa­sado los años, sabe usted muy bien que lo hará.

 

«Enarqué las cejas.

 

»—No. No lo sé, en absoluto.

 

»Lady Melbourne ladeó la cabeza.

 

»—Sí lo sabe. Lo siento mucho, pero estoy segura de que lo sabe. No tiene usted ningún otro pariente. —Par­padeó. ¿Eran lágrimas lo que había en aquellos ojos, o sólo el brillo propio de la mirada de un vampiro?—. Cuan­to más la ame, más difícil le resultará hacerlo.

 

»Me besó suavemente en una de las mejillas; luego sa­lió de la habitación sin hacer ruido. No intenté seguirla. En cambio permanecí sentado en silencio. Toda la noche estuve meditando sus palabras.

 

«Palabras que, como una astilla de hielo, parecieron clavarse en mi corazón. Admiraba a lady Melbourne: ella era la mujer más lista y sabia que conocía, y la seguridad con que había hablado me resultaba espantosa. Desde en­tonces viví en constante agonía. Me separaba de Augusta, pero la existencia volvía a hacérseme monótona y gris, y corría de nuevo junto a ella, buscando su compañía, el perfume de su sangre. Qué perfecta era para mí... qué amable y bondadosa... sin ningún otro pensamiento que proporcionarme felicidad a mí... ¿cómo iba a pensar si­quiera en matarla? Y lo hacía, desde luego, durante todo el tiempo; y, cada vez más, fui dándome cuenta de cuánta razón tenía lady Melbourne. Yo amaba a Augusta, y al mismo tiempo sentía sed por ella. No parecía haber esca­patoria.


Date: 2015-12-24; view: 496


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